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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Suzanne McMinn

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Recuerdos imborrables, n.º 120 - septiembre 2018

Título original: Her Man To Remember

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-898-7

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Llevaba en Thunder Key exactamente cuatro horas y treinta y dos minutos cuando la vio.

Aquel primer día en el Aleta de Tiburón no había dado crédito a sus ojos. Había abandonado el bar de la playa sin haber tocado su copa. Se había vuelto directamente a su bungalow alquilado, el mismo en el que habían pasado su luna de miel más de dos años atrás, y casi se había convencido a sí mismo de que se estaba volviendo loco.

El segundo día pudo observarla con mayor detenimiento. Estaba detrás de la barra. Rubia, llevaba el pelo corto, como siempre. Alzó los ojos por debajo de su flequillo y lo miró. No hubo brillo alguno de reconocimiento. Nada.

Una cicatriz que se perdía en la línea del pelo, por encima de una sien, resultaba apenas visible aunque familiar. La misma pulsera de plata en la muñeca, la que llevaba desde que se la regaló durante su luna de miel. Con su nombre grabado en ella: Leah.

Se hallaba al fondo del bar, cerca de la puerta. Temía acercarse más, no fuera a desaparecer. Así que se quedó observándola.

Cuando sus ojos se encontraron de uno al otro extremo del bar, se lo quedó mirando durante largo rato. Luego se volvió hacia la chica que en aquel momento se acercaba a la barra, le dijo algo y lo señaló con el dedo.

La chica se dirigió a su mesa.

—¿Desea algo? ¿Quiere otra cerveza?

Movió la cabeza. En aquel instante era incapaz de pronunciar palabra. Leah seguía mirándolo como si no lo reconociera. Tenía una expresión preocupada.

—No, gracias —respondió al fin, y se marchó poco después.

No sabía qué pensar. ¿Cómo podía no haberlo reconocido? Su aspecto no había cambiado. Llevaba los pantalones caqui y la camisa tropical que había comprado en una de las tiendas para turistas de Thunder Key, pero aparte de eso, era el mismo Roman de siempre. El hombre con quien se había casado. Si había cambiado, sólo era por dentro.

¿Sería realmente Leah? Temía averiguarlo, temía volverla a perder. Pasó horas paseando por la playa, con la mente acribillada a preguntas. ¿Estaría perdiendo la cabeza? ¿Sería aquella mujer un producto de su imaginación, un fantasma procedente de la pesadilla en que se había convertido su vida desde aquella noche de tormenta, cuando su coche se desplomó por un puente?

Si aquella mujer era realmente Leah… ¿cómo había podido llegar hasta allí? ¿Por qué había desaparecido? ¿Cómo podía haberle hecho eso a él, a sus propios amigos?

Soñó con ella aquella segunda noche. En el sueño atravesaban en coche un hermoso bosque otoñal, al norte del estado de Nueva York, admirando el color de las hojas caídas. Lo mismo que habían hecho al sexto mes de casados, antes de que todo se estropeara para siempre. Sólo que, en el sueño, cuando retiró la vista de la carretera para mirar a su hermosa y risueña esposa… se encontró con que el asiento estaba vacío. Se había evaporado delante de sus ojos. Se despertó jadeante, sudando.

Al día siguiente llegó al Aleta de Tiburón antes que de costumbre. El bar estaba casi vacío. Ella no estaba allí. Era poco después de mediodía, y el sol de agosto abrasaba la playa de un blanco cegador. Los turistas se dispersaban por la costa, cargados con sus toallas, sus sombrillas y sus cremas bronceadoras. La pequeña isla de Thunder Key era una de las menos visitadas de los Cayos de Florida, ninguneada a favor de sus hermanas mayores: Cayo Largo y Cayo Oeste. Contaba con el pintoresco rasgo de una carretera que enlazaba la cadena de arrecifes de coral con tierra firme, la llamada Autopista del Mar. Su relativa tranquilidad, comparada con otros destinos más turísticos, era lo que más había atraído a Leah a la hora de elegir el destino de su luna de miel.

Thunder Key era una isla tan pequeña como encantadora. Sólo había un hotel, y era una de las pocas que tenían más residentes permanentes que turistas. El Aleta de Tiburón era una nota pintoresca más, en el extremo más alejado. El edificio de estilo Bahamas se levantaba solitario en la playa, como si hubiera sido arrojado por el mar. Dibujos de peces de colores y lunas brillantes decoraban sus paredes. La gente no necesitaba calzarse para entrar.

Leah lo había descubierto el último día de su luna de miel y se había enamorado al instante. «Debe de ser un efecto de los Cayos de Florida», le había dicho. «Te entran ganas de mandarlo todo al diablo y abrir un bar como éste. Aquí podríamos ser muy felices. Sin estrés, sin contaminación, sin móviles, sin ordenadores, sin faxes… Sólo tú y yo».

Y ahora allí estaba él. Sin móvil, sin ordenador. E, increíblemente, Leah también estaba.

—¿Qué le apetece tomar?

Arrancado bruscamente de sus reflexiones, Roman alzó la vista hacia el propietario de aquella voz. Era un joven rubio, de melena, con un delantal a la cintura. Lo había visto entrar y salir de la cocina durante las últimas noches. Debía de ser el cocinero.

Pidió una cerveza. Pero cuando el joven se disponía a volverse, lo detuvo.

—Sólo por curiosidad… ¿quién es el dueño del local?

—Morrie Sanders —lo miró desconfiado—. ¿Hay algún problema? ¿Necesita hablar con Morrie? Está fuera, al este de la isla, con su hija. Leah está al mando mientras tanto, pero todavía no ha bajado.

—¿Vive encima del bar? —no se había dado cuenta de que había un apartamento en el piso superior. Sólo entonces tomó conciencia de lo que acababa de decir el chico—. ¿Leah? ¿Se llama Leah?

Oyó un estruendo en su cabeza: era la sangre atronándole los oídos. No, no se lo había imaginado. Era Leah, con su pequeña cicatriz, su pulsera de plata, su maliciosa y sesgada sonrisa…

El cocinero frunció el ceño. Cuando volvió a hablar, Roman lo oyó como si estuviera a kilómetros de distancia.

—Efectivamente —se cruzó de brazos—. ¿Pasa algo?

—No, no pasa nada —mintió. Pasaba todo. La cabeza le daba vueltas—. Leah… ella… ¿cuánto tiempo lleva aquí? ¿Sabe de dónde viene? ¿Sabe si…?

Pero el joven lo interrumpió.

—Eh, ¿la conoce usted de algo? —su tono era decididamente protector. Se había puesto muy serio.

Roman dio marcha atrás.

—Era simple curiosidad —tenía que pensar con rapidez. Leah no lo había reconocido… o al menos no parecía haberlo hecho. Debería aparentar naturalidad, pero le costaba tanto…—. Yo… Bueno, es una mujer muy atractiva. Y yo estoy de vacaciones. Pensé que…

—Pues pensó mal.

—¿Puede al menos decirme su apellido? —todavía no podía creerlo. Leah viva, allí…

—No le daré ninguna información personal sobre ella —y tras lanzarle una última mirada, dio media vuelta y se marchó.

Consciente de que había llegado a un punto muerto, Roman se dirigió al pueblo. Bloques de apartamentos rodeaban la espina dorsal del pequeño Thunder Key, la carretera principal que llevaba a la Autopista del Mar. Hizo algunas preguntas en la tienda de comestibles, en la oficina de correos, en la oficina turística, en la biblioteca y en el bar cubano. Se enteró de que se llamaba Leah Wells, de que Morrie Sanders tenía intención de vender el local para poder trasladarse a Nuevo México con sus nietos y de que Leah llevaba trabajando más de un año para él. Al parecer se había acostumbrado muy rápidamente a Thunder Key.

Por lo demás, la gente no acogió de buen grado aquel tipo de preguntas personales, así que tuvo que fingirse interesado por el Aleta de Tiburón. Les dijo que era un empresario de Chicago y que tenía intención de invertir en los Cayos. «Hable con Leah», le decían. Ella lo pondría en contacto con Morrie.

Todavía no estaba preparado para hablar con Leah. Tenía miedo de hablarle, de que volviera a desaparecer de repente. Pero tenía que saber más sobre ella, así que la siguió. Descubrió que por las mañanas solía correr por la playa. Como la mayor parte de los residentes, se movía a pie por la isla, de unos tres kilómetros de ancho. Solía meterse en el bar cubano a tomar un café con leche. Una mañana la vio entrar en una boutique del paseo marítimo y descubrió que vendía allí algunos de sus diseños. Seguía diseñando ropa: vestidos sensuales, tops diminutos, pantalones cortos y ropa interior. Se enteró de que también hacía bisutería. Collares de veneras y pulseras de cuentas. Según le dijeron en el pueblo, sus obras eran muy valoradas por los turistas.

El resto del tiempo se lo pasaba en el Aleta de Tiburón. Se había construido una nueva vida, después de caerse por un puente año y medio atrás, a bordo de su coche. Ahora se llamaba Leah Wells, y no lo había reconocido.

Dejó el pueblo y volvió al local. Había mucha gente, pero esa vez no se sentó al fondo, como tenía por costumbre. Encontró una banqueta vacía en la barra. Cuando el cocinero salió de la cocina, se limpió las manos en el delantal y le dijo algo a Leah que Roman no pudo escuchar. Fue entonces cuando lo miró.

Aquella noche llevaba una blusa sin mangas y unos pantalones anchos de algodón, con dibujos azules y amarillos. A Leah siempre le había gustado la ropa vistosa, colorida. Probablemente los habría diseñado ella misma. Se dirigió directamente hacia él.

—¿Quieres algo?

La boca se le quedó seca, el corazón comprimido, apretado en un puño. Su voz. Ronca, baja, dulce. Leah. Tenía que obligarse a hablar, arriesgarse a romper el mágico hechizo de sueño o fantasía que parecía haberle devuelto la vida. Tenía que asegurarse de que era real.

—Hola, Leah —logró articular con voz firme.

No desapareció.

—¿Te apetece una cerveza?

Al igual que antes, no lo había reconocido. Pero tenía que asegurarse…

—¿Te acuerdas… —se interrumpió, con el corazón en la garganta— te acuerdas de mí?

—Creo que te vi aquí la otra noche —respondió, algo desconfiada—. O quizá hace un par de noches.

O era la mejor actriz del mundo o realmente no sabía quién era él. Se sintió como si acabara de recibir una patada en el estómago.

—¿Quieres una cerveza? —le preguntó de nuevo.

—No.

Se dispuso a retirarse.

—Espera.

Vio que se tensaba. Se volvió. El rumor de la gente hablando, el tintineo de los vasos, todo a su alrededor pareció desvanecerse.

—Yo sólo quiero… hablar contigo.

—No tengo tiempo para hablar —miró a su alrededor, cómo recordándole dónde estaban.

—Entonces tal vez podamos hacerlo después de que cierres. ¿A qué hora será eso?

—No puedo. Me acuesto enseguida.

—Entonces por la mañana. Correré contigo.

Leah entornó los ojos.

—¿Cómo sabes que corro por las mañanas?

—Te he visto.

—Mira, no sé qué es lo que estás pensando —le dijo con tono tranquilo—, pero no estoy interesada.

—Si no sabes lo que estoy pensando, ¿cómo puedes saber que no estás interesada?

—Joey me dijo… que estabas haciendo preguntas sobre mí. Y que te parecía…

—Atractiva —completó Roman la frase.

Vio que se encogía de hombros. Tenía que hablar con ella.

—Dame cinco minutos, nada más. Necesito hablar contigo —insistió.

—No puedo.

—¿Por qué no?

En Manhattan, se habría resignado mucho antes. Nunca le pedía a una mujer dos veces que saliera con él. No era ningún pelmazo. Pero estaba hablando con Leah, y no podía apartarse de ella.

Sabía muy poco, en realidad nada, sobre pérdidas de memoria. El día anterior había llamado al marido de su hermana Gen, Mark Davison. Era médico. Lo habían sorprendido sus preguntas, pero las había respondido a grandes rasgos. La amnesia podía ser física o psicológica. De corto o largo plazo. Permanente o temporal. Facilitar de golpe demasiada información al paciente podía ser peligroso. Pero Mark era un especialista en medicina del dolor, no un psiquiatra, según se había ocupado de recordarle. No era un experto en amnesias.

Colgó el teléfono cuando su cuñado le preguntó por el motivo de ese interés. Todavía no estaba preparado para hablar con nadie de Leah.

—Yo no salgo con nadie —sentenció al fin ella.

—¿Por qué? —procuraba adoptar un tono ligero. Vio que se recogía un mechón detrás de la oreja. Reconocía aquel gesto tan familiar. La estaba poniendo nerviosa.

—Soy lesbiana, ¿vale?

Roman estuvo a punto de soltar una carcajada.

—No lo creo —diversas imágenes asaltaron su mente. Leah jugueteando con él frente al fuego de la chimenea… vestida únicamente con unos calcetines. Leah apareciendo por sorpresa en el granero para darle un revolcón por el heno. Leah gritando de placer mientras hacían el amor… en la casa de sus padres. Era la pareja sexual más desinhibida y apasionada que había tenido nunca.

—¿Quién eres? —le preguntó en aquel instante.

Lo miró de una forma que se quedó sin habla. Miedo. Tenía miedo… ¿de qué? ¿Qué diablos habría sucedido aquella noche, cuando se cayó por aquel puente? ¿Qué diablos había estado haciendo allí? Eso nunca había llegado a entenderlo. Se había metido por una autopista que rara vez frecuentaba, en un viaje del que no le había hablado a nadie, llevando en su maletín los papeles de divorcio que Roman no había llegado a firmar.

Habían tardado dos angustiosos días en encontrar el coche. En el interior habían descubierto su bolso, con la alianza de matrimonio guardada en un bolsillo lateral, y los papeles del divorcio en un maletín… pero no el cuerpo. Según la policía, la crecida del río debía de haber arrastrado el cadáver. La búsqueda se prolongó de manera interminable, pero los buceadores no encontraron nada.

Leah no tenía familia. Los compañeros de su estudio de diseño, ya destrozados por el reciente fallecimiento de un artista de la cooperativa, celebraron un modesto funeral. Roman no le habló a nadie de los papeles de divorcio. Su relación con Leah ya había sido suficientemente difícil en vida. No tenía sentido empeorar las cosas tras su muerte.

Pero ahora resultaba que no estaba muerta.

—Me llamo Roman —respondió, observándola con detenimiento. Nada. Seguía sin reconocerlo—. Roman Bradshaw.

—Bueno, encantada de conocerte, Roman Bradshaw. Pero si no te importa, esta noche estamos muy ocupados —y se marchó.

La dejó ir porque no tenía otra elección. Todavía no podía revelarle la verdad. Ni lo conocía ni quería conocerlo. Y él no podía agarrarla del pelo y llevársela a su caverna como un troglodita.

Pero tampoco estaba dispuesto a renunciar.

 

 

Leah se estaba atando los cordones de sus deportivos sentada en un taburete de la parte trasera del Aleta de Tiburón. El sol teñía las nubes de una pálida luz dorada. Hacía fresco, pero no tardaría en subir la temperatura.

La playa estaba vacía y silenciosa. Amaba aquella hora del día, aquella playa, la vida que llevaba en Thunder Key. No quería marcharse jamás. De hecho, a veces se preguntaba por qué había tardado tanto en llegar allí. Thunder Key era su hogar, y sus pobladores su familia. Como un sediento en el desierto, apuraba todo lo que aquella pintoresca isla le ofrecía. No había un solo segundo de aquel último año y medio en Thunder Key que no hubiera atesorado amorosamente en su memoria.

Lo cual hacía aún más sobrecogedor el hecho de que no pudiera recordar nada de lo sucedido hasta entonces.

«¿Te acuerdas de mí?». El rostro del hombre que le había hecho esa pregunta asaltó su mente. ¿Lo recordaba? No. ¿Cómo había podido olvidarlo? Ojos de un azul intenso, pelo oscuro y espeso, mandíbula cuadrada, pómulos altos y unos maravillosos y sensuales hoyuelos en las mejillas. Alto, de hombros anchos. Y rico también, al parecer. Tenía el aspecto de un hombre acostumbrado a ordenar el mundo a su antojo. Se había enterado de que residía en un bungalow del Hotel White Seas, de manera indefinida.

La atracción había sido instantánea, como si la hubiera barrido una marea. Lo había visto al otro lado de la barra y el corazón había empezado a latirle desbocado. Había sentido el desquiciado impulso de saltar la barra, lanzarse a sus brazos y…

¿Qué? De la misma manera que había experimentado una instantánea atracción, había sentido un repentino miedo, sin saber por qué. Pero si había aprendido algo durante aquel último año y medio, era precisamente a confiar en sus intuiciones. Porque era lo único que tenía.

Por ejemplo, no le gustaban los guisantes. Los gatos le daban alergia. Y aquel hombre tan sensual del White Seas era peligroso. Así que había adoptado una expresión fría e indiferente, procurando guardar la mayor distancia posible.

Rápidamente miró a su alrededor y se alegró de no ver a nadie. Aquel hombre sabía que solía correr por las mañanas, se lo había dicho. Volvió a recordar sus palabras: «Necesito hablar contigo».

Pero ella no quería hablar con él. No debía hablar con él. Terminó de atarse los cordones y se incorporó, asaltada por mil imágenes. Aquel hombre de la víspera, sonriendo, observándola, se mezclaba con otras imágenes, más extrañas, del mismo hombre pero en otro tiempo y en otro lugar. Hasta que desaparecían las imágenes y sólo quedaban sensaciones, sonidos. Los inequívocos indicadores de sus ataques de pánico. Todos empezaban igual.

Ya había tenido ataques como ése antes, tanto durmiendo como despierta, pero hacía tiempo que no sufría uno. Habían sido tan horribles, tan aterradores, que incluso le habían entrado ganas de vomitar. Con el tiempo había aprendido a dominarlos. Había dejado de intentar recordar el pasado. Y los ataques de pánico habían desaparecido.

Pero ahora volvían.

Un fuerte viento. Frío. Oscuridad. Gritos… los suyos. Una fuerte punzada en las sienes casi la hizo doblarse de dolor. No podía ceder. Se obligó a erguirse, a caminar. Y empezó a correr. Correr, respirar, correr.

Sabía que había sido corredora antes de llegar a Thunder Key. Lo sabía porque era capaz de correr kilómetros y kilómetros. Era su tabla de salvación del dolor, del pasado. Llegó a la compacta arena de la playa y el contacto la reconfortó. Le encantaba correr por la playa. Cuanto más rápido corría, más rápido dejaba atrás las piezas de aquel pasado que nunca llegaba a recomponer, y que tanto la torturaban…

De alguna manera, el hombre de la víspera le había evocado aquel pasado. ¿Sería por eso por lo que le parecía tan peligroso? ¿Le recordaría a alguien de su pasado?

¿O acaso él formaba precisamente parte de su pasado?

Las gaviotas daban vueltas sobre su cabeza, turbando el silencio de la mañana con sus gritos. Estaba sola, completamente sola, pero su cerebro seguía oyendo el ulular del viento y sus propios chillidos de terror. A veces tenía miedo de volverse loca…

«Sé quién eres», decía una voz. ¿Quién era ella? Tenía que correr, correr, correr… Antes de que la cabeza le explotara. «Y sé lo que has hecho». ¿Qué cosa tan terrible habría hecho? ¿Por qué? ¿Qué clase de persona era ella? ¿Quería saberlo realmente?

Corrió cada vez más rápido. Correr era lo primero que recordaba.

Una noche negra y cerrada, luces fugaces, aire, sólo aire. Y ella cayendo, cayendo, cayendo… Agua. Dolor. Pero no un dolor insoportable. No, podía moverse. Podía correr.

El camionero que la había recogido al borde de la autopista llevaba una camisa de cuadros verdes y unos viejos vaqueros, con un roto en una rodilla. Tenía una cara redonda y bonachona, y una mirada amable, cariñosa.

—Voy hacia el sur —le había dicho.

—Yo también —había respondido ella—. A Thunder Key.

¿Por qué había respondido eso? En aquel entonces ni siquiera sabía dónde estaba Thunder Key. Aquella respuesta había surgido de la nada, lo cual la asustaba. Pero aquella noche todo la había asustado, de modo que no se había parado a pensarlo.

Estaba empapada, magullada, estremecida. Apenas había amanecido. No sabía durante cuánto tiempo había estado corriendo.

—¿Cómo te llamas? —le había preguntado el camionero.

No había sabido qué decir. A la luz del tablero de mandos, el hombre extendió un brazo y le tocó la pulsera que llevaba en la muñeca.

—Leah —leyó las letras grabadas—. ¿Y de apellido?

En aquel momento vio un cartel de autopista: Wells, dos kilómetros.

—Leah… Wells —pronunció, estremecida, aunque hacía calor en la cabina del camión.

El camionero tenía una guía de carreteras. En el índice había encontrado Thunder Key, parte de la cadena de islas que prolongaban la península de Florida. La había llevado hasta Carolina del Sur. Y luego, generosamente, le había dado dinero para que se comprara un billete de autobús hasta Charleston. Había insistido en que lo aceptara.

—Una damita como tú no debería andar por ahí haciendo autoestop.

Ella le había pedido su dirección, con la promesa de enviarle el dinero. Y así lo hizo un mes después, nada más cobrar su primera paga en el Aleta de Tiburón.

Había conocido a Morrie en la playa, el mismo día que llegó a Thunder Key. La había visto sentada en un banco, contemplando admirada el inmenso océano.

—¿Estás perdida?

—No, creo que me he encontrado —estaba donde había querido estar. Era lo único que sabía.

Luego Morrie le había preguntado si necesitaba un trabajo y un lugar donde vivir. No volvió a hacerle más preguntas. No le importaba de dónde venía. Con sus sesenta años muy bien llevados, al propietario del Aleta de Tiburón no le gustaba hablar de su propio pasado, pero ella sabía que había estado en prisión. Se había rehabilitado, según le había dicho. Y se había construido una nueva vida en Thunder Key.

Leah sabía que aún conservaba contactos de su vida anterior. Una vez que le confesó que había perdido la memoria, se ofreció a ayudarla en todo lo posible. Y un día se presentó con una identificación falsificada a nombre de Leah Wells.

—Por si algún día la necesitas.

Habría preferido no aceptarla, pero por otra parte no había querido herir sus sentimientos. Morrie había hecho tantas cosas por ella… Recientemente se había reconciliado con su familia, de la que había estado demasiado tiempo separado. Lo estaba echando muchísimo de menos.

Durante año y medio había sido feliz allí. Pero las cosas habían cambiado. Morrie había puesto en venta el bar. Un extraño la estaba vigilando. Y los ataques de pánico habían vuelto.

Dejó de correr cuando llegó a la playa pública y al aparcamiento del centro comunal. Desde allí fue andando hasta la calle principal de Thunder Key y se dirigió a la cafetería. Por la mañana temprano el pueblo estaba muy tranquilo. A lo lejos se distinguía algún coche que otro en la Autopista del Mar, de camino hacia islas más turísticas y conocidas.

Leah, en cambio, no habría cambiado Thunder Key por nada. Eso siempre lo había sabido. Para cuando entró en la cafetería, ya se había tranquilizado del todo.

—Hola, Viv, ¿ya está listo mi café con leche?

—Por supuesto —respondió Vivien Ramon, con su ronca voz de fumadora suavizada por una sonrisa de oreja a oreja. El juvenil brillo de sus ojos desmentía las hebras grises que salpicaban su espesa melena negra. Su marido fabricaba velas para barcos, y ella llevaba La Greca, única cafetería de la isla. Si Morrie era como un padre para Leah, Viv hacía el papel de madre.

Porque sus padres biológicos estaban muertos. Eso lo sabía sin lugar a dudas. Era otra de sus intuiciones.

Como Morrie, Viv no hacía demasiadas preguntas. Pero Leah sabía que se preocupaba mucho por ella. De hecho, había querido que fuera a ver a un médico. Y, también al igual que Morrie, se había ofrecido a ayudarla a investigar en su pasado. Hasta el momento, Leah se había resistido… por miedo. Ignoraba el origen de ese miedo, pero lo que sí sabía era que su pasado estaba cargado de dolor, lo suficiente para prevenirla de buscar respuestas. Todavía no estaba preparada, y eso se lo había dicho a los dos.

Quizá nunca lo estaría.

—Aquí tienes, cariño —le dijo Viv, sirviéndole el café en la barra. De repente miró a alguien detrás de ella.

—Tomaré lo mismo que ella.

El corazón de Leah dio un vuelco, pero se las arregló para permanecer quieta. Luego, muy lentamente, se volvió.

—Buenos días —la saludó el desconocido de la víspera, sonriendo con expresión despreocupada.

Pensó que debía de haberla seguido, aunque no lo había visto afuera. Volvió a experimentar la misma atracción del día anterior. Pero al mismo tiempo deseaba odiarlo. La reacción era poderosa, visceral. No podía explicárselo. Quería decirle algo duro, grosero, gritarle que se marchara de una vez y la dejara en paz.

—Me alegro de verte. Soy Roman. Roman Bradley. Me presenté ayer, en el bar —le explicó de manera innecesaria.

Leah logró finalmente despegar los labios.

—Sí, claro. Roman —sintió una sensación muy extraña al pronunciar su nombre, como un escalofrío. Levantó su taza y evitó mirar a Viv, aunque no le pasó desapercibida su expresión de expectante curiosidad.

Porque cuando Viv no le recomendaba un psicólogo, era porque le estaba ofreciendo una cita, un hombre atractivo y decente con quien salir. Y Leah tampoco estaba preparada para eso. Había rechazado todas sus bienintencionadas propuestas. Sin remordimiento alguno.

Durante todo ese tiempo, había tenido el corazón como muerto. Y sin embargo, en aquel preciso instante, se había puesto a latir como un poseso…

—Necesito hablar contigo —le espetó—. Gracias —añadió dirigiéndose a Viv mientras recogía su taza de la barra.

—No veo de qué tenemos que hablar tú y yo… —empezó Leah, pero se interrumpió de pronto al ver que estaba pagando su consumición y la suya—. No, no quiero que pagues la…

—Olvídalo. No tiene importancia.

Leah sacó entonces de un bolsillo el importe exacto de su café y lo dejó en el mostrador. Acto seguido, pasando de largo por delante de él, se dirigió hacia la salida.

Una mujer entraba en aquel momento en el minúsculo local, llevando un perrito de lanas de una correa. Leah, con las piernas temblorosas, no la vio de la prisa ciega que le había entrado por salir de allí. Y tropezó con el perro.

El animal se quejó, Leah cayó al suelo y el café se derramó por todas partes. Maldijo entre dientes y se disculpó, disimulando que se había quemado los dedos.

—¿Estás bien? —le preguntó Roman, acudiendo al instante a su lado.

Viv, con una fregona en la mano, le entregó un manojo de servilletas. La mujer del perro se estaba limpiando una mancha de café de la manga.

—Sí, no pasa nada. Lo siento —le dijo a Viv y se volvió de inmediato hacia la mujer—. Le pagaré la factura de la tintorería. ¿Podría enviármela al Aleta de Tiburón? Lo lamento mucho, de verdad…

Fueron sus últimas palabras, porque se levantó de un salto y se dirigió de nuevo hacia la puerta. Antes de que Roman se hubiera dado cuenta, ya estaba en la acera.

—Espera.

«Ni hablar», pronunció Leah para sus adentros.

—Deberías echarte algo en los dedos. Te saldrán ampollas.

No tardó en alcanzarla.

—No es nada, estoy bien —se negaba a mirarlo. Ya era bastante consciente de su presencia. Olía condenadamente bien. Peligrosamente masculino. Tenía que alejarse a toda costa.

—¿Podrías caminar menos rápido?

Se giró hacia él, indignada.

—¿Y tú podrías dejar de seguirme? ¿No te dejé suficientemente claro anoche que no quería hablar contigo?

—Si te niegas a hablar conmigo, entonces… ¿cómo va a poder Morrie venderme el bar?

Durante unos segundos se lo quedó mirando fijamente en silencio, incrédula.

—¿Tú… estás… interesado en el bar?

No había estado interesado en ella, sino en el bar. ¿Cómo había podido ser tan estúpida? Pensó en el comportamiento que había tenido en la cafetería, en lo rápido que había salido de allí. Se había puesto frenética…

—Lo siento. Es sólo que… —¿cómo explicárselo? Aquel hombre era un desconocido. Ella ni siquiera había contado la… breve historia de su vida a la gente con la que se veía todos los días. Viv y Morrie eran los únicos que la conocían. Incluso Joey, el cocinero del Aleta de Tiburón, conocía solamente una parte.

—¿Qué? —la animó a explicarse.

—Tú me recuerdas a alguien —le confesó al fin—. Yo no… —la pregunta la aterraba. ¿Y si era alguien que había conocido antes? Incapaz de contenerse por más tiempo, le preguntó—: Yo no te conozco, ¿verdad?

Y esperó su respuesta, con el estómago encogido.

 

Capítulo 2

 

No —respondió casi en un susurro, observándola—. No me conoces.

Leah tragó saliva.

—Lo siento —pronunció por enésima vez durante los cinco últimos minutos—. Supongo que… no lo sé.

—No tienes porqué disculparte. ¿Qué te parece si empezamos de nuevo? —le tendió la mano.

Dios, ¿por qué parecía tan tranquilo, tan seguro de sí mismo… y al mismo tiempo tan endiabladamente guapo? «Peligro, peligro», volvió a advertirle una voz interior.

—¿Empezar de nuevo? —intentó ordenar sus pensamientos.

—Me llamo Roman Bradshaw —se presentó por segunda vez, con la mano todavía tendida—. Soy de Nueva York. Tengo intención de invertir en un negocio en los Cayos. Y estoy interesado en el bar de Morrie.

Leah le estrechó la mano y una especie de descarga eléctrica le recorrió el brazo. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no retirarla bruscamente.

—Yo me llamo Leah. Leah Wells. Llevo el bar de Morrie durante su ausencia. Estaré encantada de facilitarte toda la información que necesites…

No le había soltado la mano. Y aquella extraña sensación eléctrica tampoco había cesado. De hecho, las rodillas habían empezado a temblarle…

—Estupendo. Estoy libre esta mañana, si tienes algún tiempo que dedicarme.

Había algo extraño en su expresión. Su mirada era terriblemente penetrante, pero Leah creyó distinguir en ella una cierta vulnerabilidad.

—El bar abre a las diez —lo informó, temblando por dentro—. Nos veremos a esa hora allí si quieres —retiró la mano y se marchó.

Dirigió sus pasos a la playa. Sabía, sin embargo, que él se había quedado inmóvil, contemplándola.

El agua brillaba en un caleidoscopio de tonos grises y azules. Las gaviotas se zambullían ocasionalmente para pescar. Era un paisaje que amaba, del que necesitaba disfrutar cada mañana. Pero, por primera vez, necesitaba llegar al local cuanto antes.

Sintió el impacto de su mirada mucho después de que se hubiera perdido de vista. Subió las escaleras de la fachada trasera del local de dos en dos y fue directamente a ducharse. Mientras el agua resbalaba por su cara, se puso a llorar sin saber por qué.

 

 

—Querido, sigo rezando para que seas tan feliz como Genevieve y Mark. Sabes que es lo único que me importa. Es lo único en lo que pienso: tu felicidad. Tienes que volver a casa…

En el bungalow, Roman apretó con gesto impaciente el auricular del teléfono, escuchando a su madre mientras intentaba convencerlo de que regresara a Nueva York. Había vuelto al White Seas con la intención de esperar allí hasta la hora de su cita en el Aleta de Tiburón. Necesitaba estar tranquilo por unos momentos, sosegar su corazón acelerado.

Y no necesitaba para nada tener esa conversación con su madre.

—Te echamos de menos —añadió Barbara Bradshaw—. Nos necesitas.

—Necesito estar en Thunder Key —afirmó, rotundo—. Aquí es donde quiero y tengo que estar, al menos por el momento.