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© Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC)
Impreso en el Perú-Printed in Peru

Autor: Alonso Cantuarias de las Casas

Edición: Óscar Hidalgo / Diana Félix

Corrección de estilo: Luigi Battistolo

Diseño de cubierta: Christian Castañeda

Diagramación: Diana Patrón

Fotografías: Emilio J. Lafferranderie y Sebastián Anaya

Editado por

Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas S. A. C.

Av. Alonso de Molina 1611, Lima 33 (Perú)

Teléfono: 313-3333

www.upc.edu.pe

Primera edición: junio de 2018

Versión ebook 2018

Digitalizado y Distribuido por Saxo.com Perú S.A.C.

http://yopublico.saxo.com

Telf: 51-1-221-9998

Dirección: Calle Dos de Mayo 534 Of. 304,

Miraflores Lima-Perú

Este libro se terminó de imprimir en el mes de julio de 2018, en los talleres gráficos de Gráfica Biblos S.A. dirección: Jr. Morococha 152, Surquillo, Lima, Perú.

Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC)

Centro de información

Cantuarias de las Casas, Alonso. El Veco. El hombre que jugaba a contar historias

Lima: Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), 2018

ISBN de la versión impresa: 978-612-318-149-9
ISBN de la versión epub y mobi: 978-612-318-152-9

Periodismo, Periodistas, Biografías, Deportes, Fútbol, Perú

070.92 CANT

DOI: http://dx.doi.org/10.19083/978-612-318-149-9

La publicación fue sometida al proceso de arbitraje o revisión de pares antes de su divulgación.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.

El contenido de este libro es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente la opinión de los editores.

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ÍNDICE

Prólogo

Capítulo 1: El extranjero

Capítulo 2: Señales públicas

Capítulo 3: Charlas técnicas

Capítulo 4: Últimas llamadas

Off the record (palabras finales)

Línea de tiempo

Fuentes testimoniales

Referencias

Álbum fotográfico

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Prólogo

Escribir de alguien que lo ha hecho como Emilio Lafferranderie es, si no imposible, en todo caso irreverente, igual que oficiar una misa teniendo entre los feligreses al papa. De pluma fina, poética y, sobre todo, conocedora de las costumbres ciudadanas, El Veco —tal como lo conocí y lo traté profesionalmente unos días en la vieja redacción del diario El Día de Montevideo o durante años en la de El Comercio en Lima— fue un pícaro sutil, fresco y sano, al que es mejor definir o recrear a través de algunas vivencias compartidas con alguien que fue mucho más que un grande del periodismo deportivo universal y que adquirió por su naturaleza humana los perfiles de un verdadero personaje.

Por ejemplo, Jorge Savia, editor de Deportes de El País montevideano, me comentó una vez que, en 1981, durante el Sudamericano Sub-20 que se jugó en Ecuador, la selección y los periodistas de Uruguay subieron a un antiguo y poco confiable avión DC-3 de dos motores que cumplía el servicio de puente aéreo entre Quito y Guayaquil y, antes de empezar el vuelo, en la parte delantera del aparato, se descorrió una cortinita y apareció la figura de una azafata con una canasta entre sus manos. En ese momento se escuchó la voz fuerte de El Veco, exclamando desde el fondo con voz suplicante: “¡Mamita querida…! ¡En este avión, en vez de caramelos, repartan estampitas para rezar que no pase nada!”. Así era. Ocurrente. Diáfano. Igual que la noche de 1982 —siguió Savia en esa agradable noche en que nos reunimos—, durante el Mundial de España, donde no menos de ocho periodistas uruguayos iban apretados en un auto, sentados unos en las faldas de otros, y varios sin poder siquiera mirar hacia la calle, buscando un lugar donde cenar, pero, como ya era tarde, el que conducía iba de un restaurante a otro, y así sucesivamente, porque estaba todo cerrado. Hasta que, luego de andar dando vueltas y vueltas por Madrid durante un largo rato, El Veco alcanzó a decir desde debajo de la montaña humana que iba apilada en el asiento de atrás del vehículo, con bastante ironía y también un poco fastidiado: “¡Hermano…! ¡Cuando lleguemos a la frontera con Portugal avísame!”. Y así hablaba y escribía. Con trazo y expresión de docencia, siempre para conmover al lector, al escucha y al televidente, guardando aquello que aconsejaba como un patriarca: “Escriba para que lo elogien o lo puteen, pero diga algo; si nadie habla de lo que escribió, ¡no sirve para nada!”.

Trabajar, pues, un libro sobre El Veco, por todo lo que representó en sus 78 años de existencia, no es una tarea fácil, porque fue un periodista completo, que podía incursionar con éxito en cualquier género y medio, aun cuando su vertiente fue siempre el deporte. Es que El Veco no solo impuso su amplitud de conocimientos, sino que, entre sus amigos, una vez cerradas las ediciones periodísticas, formaba gratísimas tertulias acompañadas de su buen humor y de canciones tangueras que dejó oír en la sección Deportes del viejo diario de la calle Miró Quesada y Lampa. “Muchachos, es la única forma de distender el ánimo tras la chamba, y a ver ahora quién invita a la salida el vino”, cerraba sonriente esas charlas inolvidables. Fue un periodista de convicciones claras y rotundas, que no dudó en elogiar al colega por la nota publicada o en criticársela sin aspavientos. También se molestaba consigo mismo ante el inútil esfuerzo que hacía por entender el manejo de la computadora, que tanto le costó dominar (“Pongo un acento y ¡zas!, me sale otro símbolo; quién entiende esto”, lo escuché decir).

De su larga residencia en la Argentina, rescaté de un gran colega y amigo, Jorge Barraza, la versión de que El Veco llegó a dicho país siendo muy joven y se vinculó al vespertino La Razón, por entonces muy importante, por ser el diario de mayor circulación de habla castellana. Tras el Mundial de Chile 1962, en el que escribió algunas notas que llamaron la atención, fue captado por la revista El Gráfico, que siempre buscó las mejores plumas. Allí descolló durante muchos años con un fuerte estilo rioplatense y llegó a ser subdirector en una época en que la revista estaba plena de grandes figuras periodísticas.

¿Qué entendí de Emilio en los años en que lo traté? Muchísimo. Sabía, por ejemplo, entrarle al entrevistado. Tenía concepto, buen verbo… Un periodista completo, hecho en la fragua de las redacciones de antes, sin estudio pero con mucha lectura y vocación. Y claro que tenía su genio cuando entendía que la razón le asistía. Alonso Cantuarias, un joven periodista, decidió un día escribir sobre El Veco. Sabía que había que investigar mucho, a unos y a otros; que a lo mejor con el transcurrir de los días y los meses el tiempo podría doblegarlo. Pero no le importó. Ni siquiera la frase de un famoso compatriota de Emilio, el gran poeta Mario Benedetti (“Cinco minutos bastan para soñar toda una vida, así de relativo es el tiempo”) lo intimidó, y hurgó así por todos los lugares, con las personas indicadas, donde hubiera alguien que le contara cómo fue El Veco. Este libro es el fruto del sueño que tuvo Alonso. Disfrútenlo.

Mario Fernández Guevara
Periodista

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CAPÍTULO 1

El extranjero

No hay mayor mentira que la verdad mal entendida

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William James

Imposible que fuera intrascendente. No necesitó que le enseñaran en un aula cómo redactar para producir emociones en la gente. Podían alabarlo por su prosa, criticarlo por su posición o reflexionar sobre su opinión, pero daba de qué hablar, para bien o para mal. Cuando a los 23 años decidió dejar de estudiar odontología para comenzar el oficio de llenar papeles con letras en Montevideo, lo hizo para dejarse llevar por una pasión que complementaba su amor por la lectura y que satisfacía su interminable curiosidad.

Con el deporte corriendo por sus venas, empezó a gatear en un oficio que se aprende en las calles de la mano de Antonio García Pinto, mejor conocido como “Un García”, editor de la revista Fútbol Actualidad. Daría sus primeros pasos en el diario Acción y luego continuaría en El Día donde logró despegar hasta llegar a la Argentina. En Buenos Aires descolló en La Razón, y en la revista El Gráfico dictó cátedra como jefe de redacción. “Escribir, siempre escribir, en cualquier lugar”, era su lema.

Sus crónicas desde el Luna Park hicieron que el boxeo fuera más que un intercambio de puños, y sus narraciones de los partidos de equipos de fútbol fueron épicos relatos de hombres que se desvivían por un balón en busca de la gloria y el honor.

Fue el hombre que inmortalizó con su pluma la vida, pasión y muerte del púgil Oscar “Ringo” Bonavena, el cual combatió con Joe Frazier en 1968 y enfrentó al mítico Muhammad Ali en 1970 en el imponente Madison Square Garden, y que trágicamente fue asesinado en 1976 por Ross Brymer, un guardaespaldas del famoso burdel Mustang Ranch. El Veco ayudó a construir la leyenda del corredor Juan Manuel Fangio en las pistas de la Fórmula 1 con sus crónicas entre 1955 y 1958, que incluyeron la cobertura del secuestro del automovilista en Cuba y su fin como piloto, y se dio el lujo de intercambiar unos golpes con el boxeador estadounidense Jack Dempsey, vestidos de frac y aún sin ser íntimos amigos. El papel no le bastó para contar sus historias. Su capacidad para hilvanar frases con dinamismo, su acento inconfundible y la facilidad para evocar recuerdos hicieron que la radio fuera su próxima estación. Y vaya si lo hizo con gran éxito en la patria de Jorge Luis Borges.

También fue aquel periodista que revolucionó la crónica deportiva peruana con un estilo en que la metáfora constituyó un rol fundamental para generarles imágenes a los lectores y así evocarles sentimientos sobre los hechos que leían; instauró los bloques deportivos en los noticieros en Panamericana Televisión; hizo que el programa deportivo radial se adhiriera al menú de los peruanos primero a la hora del desayuno, luego del almuerzo y finalmente en la cena; fue el periodista que obtuvo las primicias durante sus programas en vivo y que señaló públicamente su molestia a las conferencias de la prensa al considerarlas un espacio donde todos los periodistas obtenían un empate en la información; fue el hombre que logró hacer de su profesión un estilo de vida al punto de que su casa se convirtiese en una extensión de la cabina radial de RPP; fue quien cubrió alrededor de diez mundiales, desde Chile 1962 hasta Alemania 2006, con la misma intensidad, ya sea provisto de las viejas máquinas de escribir Remington o de las modernas laptops; y fue la persona cuyas crónicas deportivas lo llevaron a publicar tres libros.

Pero otros lo recuerdan como alguien poco agradecido con Pocho Rospigliosi, la persona que lo trajo al Perú; como el comentarista que dejó de ir a los estadios para reseñar desde la comodidad de una cabina; como un periodista que no confrontaba a los directivos de la Federación Peruana de Fútbol por los malos resultados de la selección; o simplemente como un extranjero que tuvo éxito en el Perú justamente por no ser peruano… Existe pues, la posibilidad de que no fuera el profesional que la mayoría imaginaba.

Emilio Lafferranderie, don Emilio para los amigos, El Veco para todos… Imposible que no trascendiera.

***

Nada es gratuito en la vida. Toda idea o acción nace de algo, ya sea por imitación o rebeldía para romper con la tradición. Y en el caso de Emilio Lafferranderie, un muchacho de 21 años de la provincia de Minas, se trató de ambos cuando pasó de curar y sacar muelas a adentrarse en el repiqueteo de las Remington, a los pocillos de café y a las municiones de cigarrillos, a las interminables sábanas de información proveniente de cada rincón de este planeta, a los recordatorios en el escritorio, a las libretas de bolsillo y a las comisiones veinticuatro por siete para ganarse el dinero en la calle en tiempos en que internet no aparecía siquiera como una ilusión y las noticias se difundían por un sistema conocido como cables, los cuales traían la información más “reciente”, aunque de reciente no tenían nada, porque llegaban con horas o días de retraso.

Pero su cambio de vida no fue un hecho fortuito: venía de familia. Su padre, Emilio Eugenio Lafferranderie, un director de liceo, también se vio atrapado por el mundo periodístico al punto de ser perseguido en la década de 1930 por el Gobierno dictatorial de Gabriel Terra, debido a que había fundado dos diarios de carácter político, El Oribista y El Departamental, para combatir al oficialismo. Su oposición provocó que estos medios fueran clausurados y que tuviera que huir en una ocasión a escondidas para abordar una lancha clandestina por el río Uruguay y, así, evitar a los militares y ser apresado.

El coraje y la vocación periodística de su padre hicieron que Emilio forjase un carácter fuerte, el mismo que hacía que no se quedara callado cuando debía defender sus convicciones o seguir sus instintos, aun cuando le costaran caro, como tirar a la basura tres años de estudio en la universidad o renunciar a su puesto como editor de El Gráfico, la revista deportiva más importante de Argentina y América Latina, al no estar de acuerdo sobre el enfoque de la crónica de la pelea entre Muhammad Ali y Joe Frazier, que tuvo lugar el 8 de marzo de 1971 en el Madison Square Garden de Nueva York. Para él, que estuvo en el mismo recinto como enviado especial, Ali fue el ganador de la lid, mientras que el resto de la redacción, que estaba en Argentina, había visto como ganador a Frazier.

Una vieja frase señala que “lo que se hereda no se hurta”, y se usa, generalmente, para hacer referencia a algunas virtudes heredadas de un antecesor. En el caso de la familia Lafferranderie, esto se aplicó no solo con el carácter de sus miembros, sino también con algunas circunstancias de la vida que solo pueden ser descubiertas cuando se hace una retrospectiva de los hechos.

Emilio Eugenio Lafferranderie nació en el pueblo de Tarbes, en el departamento de los Altos Pirineos, en Francia, y se fue muy joven a vivir a Uruguay (Maldonado, lo que es en la actualidad Punta del Este) con sus papás (Emilio y Teresa) y sus cinco hermanos. Allí se convirtió en profesor de Geografía y Literatura, aunque sus aptitudes lo llevaron a ser nombrado director de escuelas públicas. Justamente por las características de su trabajo es que tuvo que trasladarse junto con su esposa, Leopoldina Lescano, a Minas, Lavalleja, alrededor de 1930. Pasaron algunos meses para que ese mismo pueblo les diera el 30 de noviembre de 1931 su primer regalo, más valioso que el oro, la plata o cualquier piedra preciosa: su primer hijo, al que llamarían Emilio. No podía ser de otra manera, pues era una tradición que el primogénito se llamara igual que el padre.

Pero Emilito no se quedaría con su nombre. Cuando su padre se le acercaba para darle mimos, él repetía “Veco, Veco”, acaso queriendo decir “viejo”. Esta palabra, producto del a veces indescifrable lenguaje de los niños que recién comienzan a hablar, se convertiría en su apodo y lo acompañaría hasta el final de sus días.

Desde muy pequeño El Veco se habituó a leer (evidentemente por influencia de sus padres, ambos profesores) y a practicar deportes como el fútbol y el básquet, siempre con el escudo del Nacional, su club predilecto, en el pecho. En casa, el equipo familiar se completó con la llegada de José Pedro, Teresa Cecilia y, finalmente, Leopoldo Eduardo, todos ellos también nacidos en Minas.

En sus primeros años de escuela, El Veco destacó en sus clases, sobre todo en lo relacionado a la escritura. A los 12 años, su profesora de grado descubrió esta aptitud y lo incentivó a desarrollarla, halagándolo incluso frente a toda su clase: “El alumno Lafferranderie va a dar el examen oral por simple norma ya que tiene tres veintes en el escrito”, fue lo que señaló esta en alguna oportunidad según Atilio Garrido, el editor de las crónicas de El Veco de 2009.

Hacia finales de la década de la década de 1940, la vida de Emilio comenzó a cambiar drásticamente. Dejó atrás su natal Minas para mudarse junto con toda su familia a Montevideo debido a que su padre fue trasladado de liceo. Sus amigos, sus paseos por el campo, todo quedó atrás para dar paso a un nuevo inicio en plena adolescencia. Lo que continuó acompañándolo fue su gusto por la escritura, solo que mejoró con el paso del tiempo y así lo evidenció a los diecisiete años cuando una desgracia nacional —el fallecimiento del corredor Héctor Suppici— le valió de inspiración para escribir un texto que fue publicado por El Lascanense, un diario local, y donde utilizó como firma el nombre de Velaffe, según consigna Atilio Garrido.

Pero la modificación más drástica en su día a día la tendría a los diecinueve años. De ser un joven que da sus primeros pasos en el fútbol, sumando minutos en los segundos tiempos de partidos ya resueltos y ante equipos modestos, se convirtió de repente en capitán y referente. Y sus rivales pasaron de ser un Deportivo Villa Española a convertirse en Nacional o Peñarol. ¡Vaya reto!

Un mal cardiaco se llevó a su padre a los 55 años, y es así como pasó a ser el principal responsable de su madre y sus hermanos, quienes tenían en ese momento dieciséis, doce y ocho años. Esta circunstancia explica el rol paternal que adquirió y su mayor exigencia para el trabajo, tanto el suyo como el de los demás.

Mientras vestía el traje de jefe del hogar, Emilio también estudiaba Odontología, y sus hermanos pueden dar fe de ello, ya que incluso fueron sus pacientes en el baño de su casa, con alguna extracción de muela de por medio. Pero la labor de salvar dientes, como el portero que evita goles, no lo terminó de enamorar. Su verdadero goce se daba cuando colaboraba con un pequeño fanzine impulsado por gente de su facultad y convertía una sucesión de palabras en historias atrayentes. Uno de esos ejemplares cayó en manos de Roberto Pérez, entonces administrador del semanario Fútbol Actualidad, quien se lo compartió a su editor, Antonio García Pintos. Ambos coincidieron en que aquel estudiante tenía algo especial y que sus manos no estaban destinadas a tratar dientes: debían contar relatos.

“Me inicié en un fanzine llamado Fútbol Actualidad, donde por cada nota me pagaban siete pesos”, confesaría años más tarde El Veco cuando recordó cómo a los 21 años ingresó a la redacción de aquella publicación ubicada en la calle San José 1246 en Montevideo. Allí empezó a hacer conocido su seudónimo cuando le tocó firmar sus primeras notas. Su manejo natural de la pluma se benefició de las enseñanzas de Un García, quien más que un editor fue un guía para que Lafferranderie no se abrumara con la dinámica del mundo periodístico. “Use frases cortas y evite las frases largas; por cada idea que exprese, transmita un sentimiento que le dé color a la nota”, recuerda de las primeras lecciones que recibió.

Su trabajo responsable de soldado raso pero que era desempeñado con la sutileza de un artista —elija si escultor, pintor o ebanista— despertó la admiración de sus superiores. Fue así como Un García le recomendó a su amigo Francisco Llano, uno de los fundadores de Clarín, que reparara en las crónicas de El Veco.

Esas mismas historias, que en su momento trabajó entre clases y que lo llevaron a dar un salto a un semanario, también le sirvieron para escalar a una nueva cima, el diario Acción. Lejos de los diplomas o los títulos de una universidad, Lafferranderie se abrió paso con su puño y letra. Cuando Llano leyó los relatos del joven que le habían recomendado, encontró talento y una tierra fértil sobre la que se podía trabajar más.

En Acción, El Veco saldría del mundo que conocía. Las canchas de fútbol, los cuadriláteros de box y la competencia de otros deportes cedieron paso a noticias e informaciones policiales. Un periodista debía estar en capacidad de escribir de todo y Llano quería que Lafferranderie no se encasillara en un rubro. Junto a esta lección que le sirvió para ganar versatilidad en su oficio, en el diario conocería a uno de sus mejores amigos, Julio María Sanguinetti, quien se desempeñaba como columnista y aún no imaginaba que se convertiría en el presidente de su país, cargo que ocupó en dos periodos, 1985-1990 y 1995-2000. Aunque solo coincidieron algunos meses, su relación perduraría con el pasar de los años.

Ya inmerso en las comisiones periodísticas y acondicionado a las redacciones, en 1959 entró a trabajar a El Día para colaborar en el suplemento deportivo de los días lunes. Tenía 28 años. De las crónicas y reportajes en los que participó, hubo un relato que se diferenció del resto por la humanidad impregnada en cada una de sus líneas y que para Atilio Garrido, la persona que compaginó sus páginas a lo largo de su carrera, fue el detonante para dejar Montevideo.

La historia en mención involucró a Raúl “El Pulpa” Rodríguez, destacado jugador de Peñarol y de la selección uruguaya que en la década de 1940 fue sindicado como traidor a los colores aurinegros luego de una serie de errores durante un partido ante el acérrimo rival: Nacional.

El tiempo pasa pero el rumor sigue, empeñando una vida… ¡Lo juro por mi hija! fue el título de la crónica que salió a la luz el 7 de setiembre de 1959 en El Día. El texto comenzó con la anécdota que provocó la elección tema y la necesidad que sintió por escuchar qué tenía que contar un exjugador ya retirado como Rodríguez.