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Jorge Camacho

Amos, siervos y revolucionarios:
la literatura de las guerras de Cuba
(1868-1898)

Una perspectiva transatlántica

 

 

 

 

 

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JUEGO DE DADOS
Latinoamérica y su Cultura en el XIX

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De acuerdo con las palabras de Alfonso Reyes en su ensayo “Última Tule”, igual que ocurre en el juego de dados de los niños “cuando cada dado esté en su sitio tendremos la verdadera imagen de América”.

CONSEJO EDITORIAL

WILLIAM ACREE
Washington University in St. Louis

CHRISTOPHER CONWAY
University of Texas at Arlington

PURA FERNÁNDEZ
Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC, Madrid

BEATRIZ GONZÁLEZ-STEPHAN
Rice University, Houston

FRANCINE MASIELLO
University of California, Berkeley

ALEJANDRO MEJÍAS-LÓPEZ
University of Indiana, Bloomington

GRACIELA MONTALDO
Columbia University, New York

ANDREA PAGNI
Friedrich-Alexander-Universität Erlangen-Nürnberg

ANA PELUFFO
University of California, Davis

Jorge Camacho

Amos, siervos y revolucionarios:
la literatura de las guerras de Cuba
(1868-1898)

Una perspectiva transatlántica

IBEROAMERICANA - VERVUERT - 2018

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Reservados todos los derechos

© Iberoamericana, 2018

© Vervuert, 2018

info@iberoamericanalibros.com

ISBN 978-84-16922-83-3 (Iberoamericana)

Depósito Legal: M-27690-2018

Diseño de cubierta: Marcela López Parada

Impreso en España

Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico blanqueado sin cloro

A Nicolasa Milán Figueredo
y Alejandro Martínez Blanco

No temáis: los feroces íberos
son cobardes cual todo tirano;
no resisten al bravo cubano;
para siempre su imperio cayó.

Pedro Figueredo, La Bayamesa,

himno nacional de Cuba.

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO 1. Los sucesos del Villanueva

CAPÍTULO 2. El teatro de la guerra

CAPÍTULO 3. La india y la “linda criolla”

CAPÍTULO 4. La culpa y el sacrificio de los amos

CAPÍTULO 5. Los hijos ingratos de la patria

CAPÍTULO 6. La naturaleza de la guerra

CAPÍTULO 7. La deuda de los siervos

CAPÍTULO 8. El miedo de los blancos

CAPÍTULO 9. La fraternidad racial

CAPÍTULO 10. La República de los generales y los doctores

PALABRAS FINALES

OBRAS CITADAS

ÍNDICE ONOMÁSTICO

INTRODUCCIÓN

A principios del siglo XIX, cuando el resto de los países hispanoamericanos alcanzó su independencia, Cuba siguió siendo parte de España y experimentó un acelerado crecimiento económico que la convirtió en el productor de azúcar más importante del mundo. Para mediados de siglo, “la siempre fiel isla de Cuba” no solo había duplicado su población; sino que, también, había incorporado las tecnologías más avanzadas y contaba con un importante grupo de escritores y científicos que se organizaban alrededor de varias instituciones. El origen de dicho desarrollo económico y social era el trabajo esclavo, que la élite gobernante y los mismos reformistas veían con temor, especialmente, después del triunfo de la Revolución Haitiana de 1804. Tan es así, que, en 1827, cuando el barón de Humboldt (1769-1859) publica su Ensayo político sobre la isla de Cuba sugiere que los criollos, tarde o temprano, tendrían que enfrentarse al “peligro” que suponían estos miles de esclavos y, por eso, al comparar la situación de Cuba y la de Brasil con la del resto de las repúblicas hispanoamericanas, notaba, también, que “el temor de una reacción por parte de los negros y el de los peligros que amenazan a los blancos, habían sido hasta entonces la causa más poderosa de la seguridad de las metrópolis y de la conservación de la dinastía portuguesa” (1827: 271). El mensaje era que, después de la Revolución Haitiana y la constitución de los nuevos estados nacionales en el continente, el futuro podía cambiar para los hacendados cubanos. De ahí, que el científico alemán notara que los negros, mulatos y mestizos libres en los países recién liberados habían “abrazado con calor la causa nacional” (1827: 270). ¿Podía ser de otro modo si ocurría una revolución en Cuba? Humboldt respondía “lo dudo”:

Cuando por la influencia de circunstancias extraordinarias sean menos los temores, y cuando en los países en que el amontonamiento de los esclavos ha dado a la sociedad la mezcla funesta de elementos heterogéneos sean arrastrados quizá a pesar suyo a una guerra exterior, las disensiones civiles brotarán con toda violencia, y las familias europeas que no tienen culpa de un orden de cosas que no han creado, estarán expuesta a los mayores peligros (1827: 271).

Cuarenta y un años después, en 1868, estallará en la Isla la guerra de independencia, en la cual, en efecto, tuvieron un papel relevante los descendientes de africanos. Estos, junto con los criollos, se enfrentaron al gobierno español y crearon una alianza con la que ambos buscaban la libertad. No obstante, el “peligro” negro fue durante las guerras de independencia un tema recurrente del cual no pudieron deshacerse los criollos. Al igual que Humboldt, José Antonio Saco (1797-1879), y otros reformistas, también, habían alertado de esta posibilidad mucho antes de estallar la guerra, ya que veían con temor el aumento de la población africana. La revolución de 1868, por consiguiente, es impensable sin la participación y la amenaza que significaban los siervos. ¿Cómo reaccionarían si se les daban las armas? ¿Con quienes debían hacer causa común los cubanos?

En este libro me interesa explorar estas y otras cuestiones en los escritos de los separatistas y de los españoles que se enfrentaron en este conflicto, analizar el sentimiento patriótico1, las críticas de los cubanos a la administración colonial y la esclavitud, en textos que hablan de la guerra y exaltan una “patria” local (Cuba), diferente de la que venían los “íberos”, “godos”, “patones” y “gorriones”. En otras palabras, focalizar una identidad en la totalidad que, como dice Roberto González Echevarría en Mito y archivo, constituye el núcleo de la narrativa latinoamericana en el siglo XIX (2000: 236). Según Echevarría, esta tradición se generó en relación con tres manifestaciones del discurso hegemónico de Occidente: la ley colonial, los escritos científicos y la antropología (2000: 236). Como resultado, en este periodo, el costumbrismo y las aspiraciones de los criollos tomaron un lugar protagónico en las obras producidas en Cuba, no solo para demostrar la identidad cultural única que se iba forjando, sino, también, para destacar y combatir las formas de control ubicuas que, como diría Stephen Greenblatt, dominan cualquier sociedad2. Esto quiere decir que cualquier desvío o transgresión de esos límites legales o culturales impuestos por la política y las costumbres coloniales podía ser leído como un signo desestabilizador por los partidarios del régimen, ya que tenían la capacidad de crear nuevos referentes culturales, modelos de pensamiento y de conducta entre los lectores.

Tómese como muestra de este patriotismo las composiciones poéticas aparecidas en el Papel Periódico de La Havana, que elogian el paisaje “indiano” y que el mismo historiador español Justo Zaragoza cita en su libro como ejemplos de ese espíritu antiespañol que vino gestándose en Cuba desde el siglo XVIII (1872, vol. I: 668). Tales composiciones ponen el acento en el paisaje, las frutas y los productos del campo, y van construyendo y conformando, a través de la repetición, la imprenta, las tertulias y las enseñanzas de los colegios, una especie de “inventario de lo cubano”, especialmente, en la escritura poética de Manuel Justo de Rubalcava (1769-1805), Manuel de Zequeira y Arango (1764-1846), así como en otras voces anónimas del Papel periódico que, como diría Cintio Vitier, demuestran “un creciente grado de conciencia patriótica” (1990: 7). ¿Qué prácticas, entonces, recompensan o rechazan los textos literarios de la guerra? ¿Cómo representan los sujetos coloniales? Y, ¿a quiénes benefician o qué propósitos tienen los discursos que promueven?

Aquí intentaré responder estas preguntas al analizar los textos y las imágenes visuales que produjeron los conflictos bélicos de 1868 y 1895. Lo haré tomando en consideración los estudios sobre el nacionalismo (Benedict Anderson, Étienne Balibar, Anthony Smith), la biopolítica (Georgio Agamben, René Girard), y las cuestiones raciales que surgen en estos textos (Michel Foucault, Johannes Fabian). Cada uno de los capítulos lo dedicaré a un tema diferente e intentaré definir, a través de cada uno de ellos, el imaginario social del momento3, que ha sido tan descuidado por la crítica, al extremo de que faltan análisis literarios y culturales sobre el tema, y los pocos que existen se reducen en su mayoría a discutir el teatro mambí y los textos martianos. Ni siquiera existe un libro que trate de aglutinar estas reflexiones o que distinga cuáles son los temas fundamentales de esta producción literaria que se extendió por un periodo de más de treinta años.

Mi objetivo, por consiguiente, es examinar esa literatura. Analizar los discursos que se apoyaron ambas partes, el proceso de mitificación de algunos de sus héroes, la sobre-determianción de los hechos, las imágenes visuales y los libros que se publicaron. Al hacerlo, me enfocaré en obras producidas desde puntos de vistas ideológicos y espacios de enunciación opuestos, poniendo a dialogar así, dos imaginarios: los de la literatura independentista cubana y la integrista española. En consecuencia, este es un estudio trasatlántico, que tiene como base la ideología, la economía y los intereses diferentes de los grupos que se disputaron el poder.

Al hacerlo, parto de los dos movimientos literarios que prepararon el marco simbólico de la guerra: el costumbrismo y el siboneyismo, dos avatares del Romanticismo. Culmino con un análisis sobre la influencia del Modernismo y el Naturalismo en las formas de representar a los cubanos y al concepto de “patria”. Al hablar de los estos movimientos, me enfocaré en los rasgos del patriotismo cultural y lingüístico que van formando; ya que, tanto el costumbrismo como el siboneyismo, describen el paisaje, las costumbres, el lenguaje, el acento, así como el sustrato indígena y africano de la población cubana. Conforman, de este modo, un catálogo de lo “cubano” que reaparecerá en estas obras literarias.

Debo aclarar, sin embargo, que ni el costumbrismo ni el siboneyismo abogaban abiertamente por la soberanía nacional. El primero estaba encaminado únicamente a criticar la forma en que los esclavos eran maltratados en los ingenios. Se trataba de un movimiento reformista que aspiraba ponerle coto a los males que traía este sistema para los blancos. Algunos de los principales pensadores de esta época fueron: José Antonio Saco, el padre Félix Varela (1787-1853), Domingo del Monte (1804-1853) y Cirilo Villaverde (1812-1894), quien fue secretario de Narciso López (1797–1851), quien intentó liberar a Cuba de España en 1851 y anexarla a los Estados Unidos.

El “siboneyismo”, por otro lado, surgió después de que el gobierno colonial reprimiera al grupo de Del Monte y reaccionara con fuerza brutal ante una supuesta rebelión de esclavos llamada “La Escalera” (1844). Fue una especie de “indianismo romántico”, con el cual, los poetas criollos criticaron a los españoles por haber acabado con la antigua raza aborigen en Cuba; aunque, a diferencia de los escritores delmontinos, estos sí pudieron publicar sus versos y narraciones en Cuba que se hicieron muy populares. Después de todo, la “India” a la que hacían referencia en sus versos, ya figuraba en muchos grabados coloniales representando a América. Era el símbolo de los criollos, representado en “La Fuente de la India” o “La noble Habana”, desde antes que comenzara el movimiento, y a diferencia de lo ocurrido en otros países hispanoamericanos, se decía que en Cuba ya no había indígenas y, por lo tanto, se convirtieron en un modo de expresar las frustraciones del pueblo. Esto significó, ante todo, un trabajo sobre la memoria que no estaba exento de riesgos políticos ni podía ocultar su verdadero propósito. Tal es así, que el mismo historiador peninsular Justo Zaragoza decía que era un intento de inventarse ellos mismos una identidad diferente a la española que, en el fondo, no les pertenecía porque todos eran de descendencia europea. Por consiguiente, tanto el “siboneyismo” como la literatura “antiesclavista”, recurren a estrategias y temas similares para criticar el colonialismo español. Abogan por el otro (negro o indígena), a quien caracterizan como víctima de la colonización, a la vez que condenan las ansias de riqueza de los españoles. Ambos constituían un contra-discurso de la lógica mercantilista del régimen y, por eso, a pesar de que algunos de estos textos no hablan directamente de la revolución ni dan vivas a Carlos Manuel de Céspedes (1819-1874), sí pueden leerse de este modo; ya que trasmitían una ideología que ayudaba a fundamentar la singularidad criolla, criticaban el sistema colonial y constituían una forma de apoyo a los revolucionarios. Esto explica que la novela de la Avellaneda, Sab (1841), y las referencias indianistas aparecezcan en varios textos revolucionarios, aun cuando, ni Fornaris ni la Avellaneda apoyaran el alzamiento.

Propongo, entonces, estudiar las obras que tratan estos temas en este periodo, destacando las referencias alegóricas, simbólicas, los discursos afirmativos y los rechazos dirigidos a uno u otro proyecto político que pugnaba por redefinir la “Patria”. Para ello, me concentraré en la representación de los amos, los siervos y los revolucionarios. En este caso, los amos son los dueños de esclavos que se “sacrifican” por sus siervos y les dan su libertad antes de marchar a la guerra. Los revolucionarios son los mismos mambises y los esclavos los descendientes de africanos, pero, también, los propios independentistas blancos que se ven encadenados a la metrópoli. Así es como se autorepresentan Carlos Manuel de Céspedes, Ana Betancourt, Candelaria Figueredo y el propio José Martí a la hora de criticar a España. Tal resemantización del término “esclavo”, advierto, era una forma de hacer política también, así como servía para crear alianzas con los negros con el objetivo de enfrentar juntos al gobierno español4.

En las páginas que siguen, por consiguiente, analizaré historias fundacionales del ideario independentista, que se repiten en varias obras y ayudan a los revolucionarios a “auto-concebirse” como tales y a preservar, como señala Bruce James Smith en Politics & Remembrance “un tipo especial de conocimiento, el conocimiento de la ‘gente libre’” (1985: 21). Mi atención se concentrará en la forma en que los letrados de ambos bandos seleccionan ciertos acontecimientos e “imaginan” o “inventan” la patria para ir moldeando la sensibilidad del sujeto nacional. Es decir, me propongo analizar las formaciones discursivas expresadas en los textos literarios, que pugnaban por dominar la esfera pública, tanto en Cuba como en los Estados Unidos y España5.

En el Capítulo I, analizaré los sucesos del teatro Villanueva, la obra de teatro de Juan Francisco Valerio (1829?-1878), las versiones de la masacre y la performance patriótica de las cubanas; ya que, después de aquel hecho, la violencia contra los civiles se convirtió en un símbolo de la crueldad del sistema y en otro motivo de la lucha contra la metrópoli.

En el Capítulo II, continúo con este tema y comparo la obra de teatro de Luis Martínez Casado, quien apoyaba la causa peninsular, con las que fueron escritas por dramaturgos comprometidos con el alzamiento, como Luis García Pérez (1832-1893), Francisco Víctor y Valdés, y Francisco Javier Balmaseda (1823-1907). En estas obras, destaco el papel protagónico que tuvieron las mujeres en los escenarios bélicos, así como lo que Doris Sommer llamó, en Foundational Fictions: “una erótica política”, que tenía como objetivo fomentar la ideología revolucionaria, heterosexual y racial de quienes apoyaban la independencia. Al analizar estas obras, no me limito a considerar, sin embargo, el simbolismo de estas uniones, sino que discuto, también, lo que denomino la “familia dividida” que analizo en los capítulos cuarto y quinto.

En el Capítulo III, “La India y la ‘linda criolla’”, discuto las imágenes visuales que intercambiaron revolucionarios e integristas, que, al igual que la protesta del Villanueva, son representativas de la cultura visual y performática que se desarrollará durante el conflicto. Ellas forman parte de las “prácticas de la imaginación historiográfica”, como diría Beatriz González Stephan (2009: 104), paralelas a la historia, que normalmente no se toman en cuenta, aunque ayudan a estructurar la mirada y crean una sensibilidad de acuerdo a las oposiciones ideológicas de cada bando. La época en que ocurre la guerra de independencia en Cuba, coincide, además, con un incremento en la preocupación sobre el rol que debía tener la mujer en la sociedad colonial y, al mismo tiempo, con el desarrollo de nuevas tecnologías visuales como el fotograbado, los daguerrotipos y las cámaras fotográficas, que captan en 1897 las imágenes horripilantes de los reconcentrados de Valeriano Weyler (1838-1930). De este modo, tanto el teatro como la fotografía nos ayudarán a analizar formas de representación, vestuario y comportamientos en la sociedad cubana de esta época que van creando una sensibilidad mambisa.

El estudio de varias novelas antiesclavistas cubanas publicadas en la década de 1870 y principios del siglo será el tema del Capítulo IV, donde analizo lo que, recordando a Humboldt, podemos llamar “la culpa y el sacrificio de los amos”. Mi tesis es que estas novelas, tan poco estudiadas por parecer una repetición de las que escribieron los escritores del grupo delmontino décadas antes, aluden a la guerra que sucedía en aquel momento a través de un discurso generacional, con marcadas referencias religiosas y haciendo alusión a la Guerra de Secesión de los Estados Unidos. En estas narraciones, los “hijos” rechazarán a los padres y expresarán la angustia de llevar consigo el “pecado original” por haber tenido o heredado esclavos. En consecuencia, los protagonistas de dos de estas novelas son dueños de esclavos que terminan enlistándose como soldados en el Ejército norteño de los Estados Unidos para defender la libertad de los negros del Sur. De modo que, según afirmo, estas novelas aluden al separatismo a través de su crítica a la esclavitud y al rol “heroico” de los amos blancos, razón por la cual, están en función del proyecto libertador, no del proyecto reformista de la generación de Delmonte. En este apartado del libro, discuto igualmente la idea de la fraternidad racial, un concepto que tiene su raíz en la visión idealizada de la esclavitud, según creemos, en textos como Sab de Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873), que ayudará a cohesionar los intereses de blancos y negros.

Después de analizar la literatura que se produjo durante la Guerra de los Diez Años, me enfoco en las narraciones y poemas que aparecieron en el período de entreguerras (1879-1894). Divido el análisis de estas obras en tres capítulos: el titulado “Los hijos ingratos de la Patria” (Capítulo V), donde exploro nuevamente las tensiones producidas dentro de la familia cubana. En el siguiente, “La naturaleza de la guerra”, comparo la representación del paisaje en las narraciones proindependentistas y las que fueron escritas por soldados peninsulares. Finalmente, en el Capítulo VII, “La deuda de los siervos”, analizo el discurso del “agradecimiento” que les debían los negros a los blancos por, supuestamente, haberlos liberado y haberse “sacrificado” por ellos en 1868.

En el capítulo siguiente, “El miedo de los blancos” estudio varias novelas españolas que hablan del conflicto armado echando mano del temor a las diferencias raciales; un temor construido con fines políticos, que se expresa a través de la lengua y de los símbolos que usan estos autores (Bourke 2006: 7). Con ello muestro cómo el discurso peninsular de la guerra construye a los revolucionarios como el “otro” malvado, un monstruo, animal o caníbal que amenaza la existencia de los blancos y el porvernir de la patria.

Para concluir, me ocupo de la continuidad del ideario de José Martí en la novela de Raimundo Cabrera, Episodios de la guerra. Mi vida en la Manigua (Relato del Coronel Ricardo Buenamar) (1898), y la posterior crítica a la República en la novela de Carlos Loveira Generales y doctores (1920). Los textos que discuto en esta última parte hablan, por consiguiente, de la guerra y de la crisis que siguió a la instauración de la República, enfocando la realidad desde una óptica nacionalista y patriótica, aunque se diferencian de las narraciones anteriores por mostrar una imagen desacralizadora de los héroes que triunfaron, con lo cual, se cierra un ciclo que empezó con la exaltación de la superioridad moral de los mambises y terminó con una crítica al sistema que ostentaba el poder y que triunfó.

1 “Patriotismo” es un término del siglo XIX, cuya definición expresa un “sentimiento y deber sociales, derivados de los vínculos de todo género que relacionan a los individuos y las familias dentro de la sociedad civil: étnicos, geográficos, políticos y económicos, tradición, costumbre, religión, lengua, etc.” (Pérez Martínez 1992: 32). Lo que lleva a decir a Herón Pérez Martínez que no hay una diferencia esencial entre “patriotismo” y “nacionalismo”, en lo que se atiene al “sentimiento” que expresan los naturales de un lugar por la patria donde nacieron (1992: 32).

2 En las palabras de Greenblatt, la cultura es “una tecnología de control ubicua, un grupo de límites dentro del cual el comportamiento social debe ser mantenido, un repertorio de modelos al cual deben conformase los individuos” (1990: 225, traducción nuestra). Aquí utilizamos este concepto en tanto que muestra el régimen disciplinario de la cultura colonial proespañola.

3 Para una discusión de lo que llamamos “imaginario social”, véase el ensayo de Charles Taylor “Modern Social Imaginaries” en A Secular Age (2007), donde establece diferencias entre el orden moral cristiano y el que derivó de las teorías de la Ley Natural de Hugo Grotius (1583-1645) y John Locke (1632-1704). El núcleo del argumento es que cada sociedad tiene su propio orden moral y sus normas.

4 En una de sus cartas de 1871, Carlos Manuel de Céspedes le dice a su mujer, Ana Quesada, que, al pasar de vuelta cerca de su antigua estancia de La Demajagua, le trajo “a la memoria, entre otros recuerdos, mi antiguo estado de señor de esclavos, en que todo se me sobraba: lo comparé con este en que ahora me veo pobre, falto de todo, esclavo de innumerables señores pero libre del yugo de la tiranía española” (Cartas de Carlos M. de Céspedes a su esposa Ana de Quesada 1964, p. 85). También, en su Diario, afirma que el 10 de octubre de 1868, cuando se alzó en La Demajagua, consideró que de ese día iba a brotar “la libertad de más de un millón de esclavos blancos y negros” (1994: 122). Lo mismo hace Ana Betancourt cuando, en la Asamblea de Guáimaro, unió la causa de las mujeres a la de los esclavos y los independentistas cubanos, lo cual refleja la conciencia femenina que había venido gestándose desde los años 1830, y se expresaba en discusiones sobre el derecho de la mujer a la educación y al trabajo. Para un análisis del uso de la palabra esclavo en la cultura occidental véase el libro clásico de David Brion Davis The Problem of Slavery in Western Culture (1966).

5 Para una crítica complementaria de la metodología modernista que hace énfasis en la cronología, las élites letradas y las formaciones discursivas en la construcción de la nación, véase el libro de Anthony D. Smith Ethno-simbolism and Nationalismo. A cultural approach (2009).

CAPÍTULO 1

LOS SUCESOS DEL VILLANUEVA

“¡Oh Guarina! ¡Guerra, guerra
Contra esa perversa raza,
Que hoy incendiar amenaza
Mi fértil y virgen tierra”

Juan Cristóbal Nápoles Fajardo,

Hatuey y Guarina

El 10 de octubre de 1868, Carlos Manuel de Céspedes, un hacendado de la provincia de Bayamo, liberó a sus esclavos y se alzó contra España. Así comenzó la Guerra de los Diez Años, en la cual los independentistas aspiraban a lograr la libertad de culto, de imprenta, de reunión pacífica, de enseñanza y petición; derechos que, decían, eran “inalienable[s] del pueblo” (Céspedes 2007: 13). En este periodo, los enfrentamientos se concentraron en las provincias orientales, que no dependían tanto de la mano de obra esclava como en el occidente de la Isla (Ferrer 1999: 27-30). Tres meses después de iniciada la guerra, sin embargo, aconteció en el otro extremo de la Isla, uno de los hechos más traumáticos del conflicto: los sucesos del teatro Villanueva. Según las crónicas de este acontecimiento que se publicaron en Cuba, España y los Estados Unidos, el 22 de enero de 1869 una compañía de teatro bufo dio una función titulada Perro huevero aunque le quemen el hocico, que provocó una confrontación entre los partidarios de la independencia y los voluntarios españoles, lo que generó que murieran, fueran heridos o asesinados, una docena de asistentes a la función de teatro. Los voluntarios españoles eran un cuerpo represivo separado del ejército peninsular, que se creó en la Isla durante la década de 1850, cuando surgieron las intentonas anexionistas y las muestras de rebeldía nacional. Estos batallones de civiles contaban con el apoyo del gobierno, el dinero de los contribuyentes adinerados de origen español, y una reserva amplia de hombres que venían de la Península a hacer fortuna, y cuya participación en estos cuerpos militares los eximía de la capacidad de renta (Uralde 2011: 59). ¿Qué provocó aquella masacre y cómo se representan estos hechos en la prensa y la literatura de la guerra? En lo que sigue, me interesa responder estas preguntas y resaltar la relación entre la muerte y el espectáculo de ese día; ya que, como dice Jacques Derrida en Death Penalty, tanto para la guerra como para el cumplimiento de la pena de muerte se requiere de un “espectáculo y un espectador”, y que el Estado, la polis, los conciudadanos estén presentes y den fe para ver morir al condenado (2014: 25). Esa “visualidad” puede constatarse tanto en la forma de vestirse las cubanas esa noche, como en las caricaturas y eventos funerarios que le siguieron. No por gusto, las críticas que sobrevinieron a los sucesos publicadas en las revistas satíricas como El Moro Muza (1859-1877) ponen tanto énfasis en el rol de la mujer, en su forma de vestir y de llevar el cabello la noche de la función, originando, de este modo, una forma nueva de entender las relaciones entre los géneros en Cuba.

Para comenzar, la obra de teatro que se llevó a las tablas esa noche pertenecía al género bufo, que no tuvo tanta popularidad en la Península como en Cuba. Su relación inmediata se daba con la literatura costumbrista del siglo XIX, en especial, con los “cuadros de costumbres”, muchos de ellos satíricos, que retrataban aspectos típicos de la sociedad cubana de la época. Por consiguiente, la obra de teatro de Juan Francisco Valerio que se puso en escena aquel día llevaba el subtítulo de Cuadro de costumbres cubanas. En un acto y en prosa, y es lógico que así fuera porque antes de ser autor de teatro, Valerio había sido un escritor de costumbres que había publicado en 1865 un libro de crónicas titulado Cuadros sociales. Colección de artículos de costumbres. Los críticos que han comentado Perro huevero y los sucesos del teatro Villanueva (Arrom, Leal, Leuchsenring, Escapanter, Madrigal et al.) no se percataron de que esta obra, “en un acto y en prosa”, es realmente una recreación de uno de los artículos publicados por Valerio en el libro antes mencionado. El artículo en cuestión se titula “¡Por un gato!” y la trama es la misma que la de la obra; aunque, en la comedia del Villanueva, Juan Francisco Valerio agregó algunas variantes que hacen las escenas aún más festivas y le agregan mayor simbolismo político al drama. Sobre este punto, quiero enfocar mi interpretación.

La escena de ambos “cuadros” ocurre en La Habana de la época, posiblemente, en alguno de sus barrios de extramuros, y sus protagonistas son: Matías, Palanqueta, El Indiano, Nicolasa y Mónica. Ambos cuadros ponen al lector delante de una familia de pocos recursos económicos. Matías, se nos dice, es un borracho, jugador y holgazán, cuya hija está enamorada de uno de sus amigos, El Indiano, con quien se fuga de la casa. Este, al igual que su padre, no tiene trabajo y se dedica a las peleas de gallo. En ambas narraciones, el pretexto que los une es comerse un gato, que la noche anterior había entrado a la casa de Matías; por lo cual, las escenas que se desarrollan en estas piezas reproducen una situación extraña, con personajes ebrios, que hablan o se expresan en el argot habanero de aquel tiempo. ¿Qué relación tiene esta obra con la causa de los independentistas? ¿Por qué produjo tanta indignación en el Cuerpo de voluntarios españoles?

A simple vista nada; aunque la obra ha sido leída en una clave elegórica, lo que mostraría un trasfondo político comprometedor. Según José Arrom en Historia de la literatura dramática cubana (1944), es posible ver en los deseos de casarse de la hija de Matías con El Indiano una alegoría sobre la relación entre Cuba y España. Así Mónica representaría a Cuba, que está sufriendo bajo la autoridad paternal y El Indiano, a Céspedes (1944: 70-71). Lo mismo pensaba Juan Martínez Alier en Cuba: Economía y Sociedad, quien, también, argumentaba que Matías simbolizaba al gobierno español; Mónica, a la Isla de Cuba que quería independizarse y El Indiano, a los insurrectos (Martínez Alier 1972: 27). La alegoría, recordemos, es uno de los recursos más utilizados por el Romanticismo, y está muy presente en la literatura de la guerra e, incluso, después de la instauración de las repúblicas hispanoamericanas, como demostró Doris Sommer. Tradicionalmente, la alegoría ha sido entendida, como dice Maureen Quilligan en The Language of Allegory, como la capacidad de la palabra de ofrecer simultáneamente “múltiples significados” (1979: 26); lo que quiere decir que el texto se bifurca en dos sentidos, uno literal y otro metafórico que le permite al lector inferir sentidos que no están explícitamente dichos en la obra. Como explica Quilligan, uno de los recursos básicos de la alegoría es el uso de los vocablos, un recurso que se deriva de la personificación, otra de las señales más confiables de este tipo de lecturas (1979: 42). En los textos de la guerra y, también, de forma general, este recurso se hace evidente en palabras que se emplean con implicaciones simbólicas, políticas o culturales como: “gorrión”, “caña”, “sabicú”, “Abdala”, “siboneyes”, etc., que les permitiría a los lectores, en este caso, pasar a un segundo nivel de comprensión, oculto o borrado por la censura, que explicaría la trama.

Sin embargo, como señalan José A. Escapanter y José A. Madrigal en la edición crítica de esta obra, contrario a lo que dice Arrom, la personalidad de El Indiano no se diferencia en mucho de la de Matías, ya que ambos se dedican al juego y a la bebida (1986: 32), y existe, además, una larga tradición en la cultura cubana que criticó estas costumbres por encontrarlas improductivas para el país. Entre ellos, el propio José Antonio Saco, en El juego y la vagancia en Cuba, José Victoriano Betancourt (1813-1875), Eduardo Ezponda, Rafael María de Mendive (1821-1886) y Francisco Calcagno (1827-1903). Todos ellos criticaron a los cubanos o diferentes sectores de la población por sus “malas costumbres” y sus críticas estaban dirigidas tanto al pueblo como a las autoridades españolas que fomentaron tal ambiente. Valerio, además, describe a Mónica, en su crónica, con estos versos: “Alta como una lanza, fresca como una mañana de Abril” (1865: 126). Una descripción que proviene, nada menos, que del capítulo 13, de Don Quijote de Miguel de Cervantes, donde se describe así la hija de Sancho Panza, hombre material y práctico, antítesis del caballero andante (1866: 63). Es de suponer, entonces, que Mónica no represente a Cuba en esta narración; sino, más bien, que, como en la obra de Cervantes, simbolice a una muchacha de barrio o de aldea, cuyo vocabulario, sobre todo, en la narración, es marcadamente pueblerino y casi ininteligible para un lector de hoy; algo que Valerio suaviza en la versión dramática, al menos, en el texto que ha llegado hasta nosotros. Este lenguaje era el de las capas populares de la capital habanera, el de la “gentualla”, como diría Esteban Pichardo y Tapia en su Diccionario casi razonado de voces cubanas, incluso, el de los negros (1875: 52). Las obras bufas tenían como costumbre representar personajes marginales, negros, pintándose la cara los actores como lo hacían en los Estados Unidos en los minstrels; aunque, ni en la obra de teatro, ni en la crónica que escribió Valerio, se hace referencia a personajes de este tipo y se asume que la familia es blanca (Escapanter y Madrigal 1986: 26). No obstante, el vocabulario de Moniquita en la crónica, y la misma guaracha que tararean y cantan en la escena tenían necesariamente que sugerir o invocar imágenes o personajes de esta clase social, sobre todo, porque el teatro Villanueva estaba ubicado en el barrio de Jesús María, famoso desde hacía tiempo por servir de residencia a muchas familias negras, como muestra José Victoriano Betancourt en su crónica titulada “Los negros curros o el triple velorio” (1924 [1848]). En aquella narración, situada entre lo grotesco y lo gótico, Betancourt cuenta una escena de costumbre aún más chocante que la de comerse un “gato frito”. Narra la práctica que tenían los negros curros de celebrar el velorio de los niños varias veces, enterrándolos y desenterrándolos todas las noches para poder seguir el festejo. Los bufos, por tanto, eran obras de carácter popular que mezclaban todos los tipos de la sociedad cubana y recurrían a un imaginario social que se diferenciaba marcadamente del español y el de los aristócratas, que representaba la alta cultura europea (Leal 1980, vol. I: 75). Esto hace pensar que, aunque no haya ninguna referencia política explícita en el texto, la misma política no esté ausente de esta representación.

Esta muestra de elementos populares disímiles aparece en la descripción de la obra que hicieron los periódicos después de la masacre. La Correspondencia de España reprodujo, el 15 de febrero de 1869, una carta aparecida en El Cronista de Nueva York el 23 de enero de 1869, donde se explica el carácter sui géneris de la compañía que representó la obra, “algo como los Minstrels […] dedicándose a la presentación de piezas bastante libres, ya declamadas, ya cantadas, pintándose los rostros de negros, para representar con más propiedad los tipos del pueblo bajo, de color, que tomaban a su cargo” (El Cronista 23/1/1869: 1). El semanario satírico El Moro Muza, por otro lado, en uno de sus cuadros jocosos titulado “Tres días de terror en La Habana”, en el que representa los sucesos de aquella noche, pinta de negro el rostro del único actor que aparece en la escena; lo cual podía constituir una referencia a uno de los personajes del drama o a uno de los músicos. Con todo, Valerio no especifica, en ninguno de los textos, la raza de los personajes. Más bien, en la crónica “¡Por un gato!” marca una distancia con ellos, describiéndolos de una forma nada celebratoria. Un ejemplo es la descripción burlona que hace de la esposa de Matías quien, por su robustez, según el narrador, podía servir, dice, de modelo a una “columna mingitoria” (1865: 125). El adjetivo “mingitoria” viene del latín mingĕre, que significa “mear”; lo cual nos aclara el poco valor que le daba el narrador a este personaje. La frase ya había sido utilizada, además, por otro escritor costumbrista de origen peninsular, Modesto Lafuente, más conocido por el sobrenombre de Fray Gerundio, quien dice, en su Teatro social del siglo XIX (1846), que las autoridades españolas habían construido una columna en la Puerta del Sol de Madrid, a la que él había bautizado con este apodo, por servir “a las necesidades menores de los hombres” (1846: 216). En su libro, Fray Gerundio incluye junto con esta explicación, un grabado donde se ve a un transeúnte orinando en la base de la columna (1846: 217). Estas referencias a la literatura española satírica y burlesca en la obra de Valerio nos habla de la fluidez e influencia de los escritores peninsulares sobre los criollos en aquel tiempo (Bretón de los Herreros, Moratín, Fray Gerundio), y también, de una forma de percibir lo popular junto con una crítica que era, indudablemente, de origen político; ya que lo que se buscaba era amonestar las costumbres de los cubanos y al Estado que las fomentaba. De hecho, Francisco Valerio era amigo de otros intelectuales reconocidos de la época, críticos del sistema español y partidarios del independentismo, como Rafael María de Mendive y José Victoriano Betancourt, a quienes les dedica sendos artículos en su libro Cuadros sociales. Colección de artículos de costumbres (1865).

En la obra de teatro, sin embargo, Valerio reduce las frases mal dichas en boca de Moniquita, y no incluye tampoco la descripción de la madre como una “columna mingitoria”. En la crónica, la acción termina cuando Mónica y El Indiano se fugan de la casa, y aparece un anuncio en el periódico que insta a El Indiano a presentarse cuanto antes en la cárcel pública de la ciudad (Valerio 1865: 135). En la obra de teatro Perro huevero, ambos amantes vuelven a la casa, gracias a la intervención de uno de los amigos de Matías, y El Indiano le promete al padre casarse con ella (Valerio 1986: 83). Estos cambios y otros que Valerio introduce en el nuevo texto, merecen destacarse, ya que nos permiten entender la génesis de la obra, y el ambiente que se creó en el Villanueva aquella noche, que produjo unos sucesos tan trágicos. Por eso, si comparamos ambos textos, vemos cómo el foco de la acción pasa, de la atención que ponen todos los concurrentes en el “gato frito”, al que dedican al personaje principal. Es decir, si, en la crónica, el gato es el personaje alrededor del cual se organizan las escenas y las acciones (el suspenso que provoca su entrada en la cocina, los serenos que vienen a investigar y se lo encuentran en la batea, la preparación del gato para comérselo, y finalmente, el accidente que hace que el gato frito ruede por el suelo y regresen los policías a la casa), vemos que, en la obra de teatro, se elimina esta secuencia y, en su lugar, se le da más importancia a lo que dicen los personajes, a las descripciones del paisaje cubano y a las guarachas que se cantan, algo que tampoco aparece en la crónica mencionada.

En el texto costumbrista que escribió Valerio, Matías dice que iba a convidar a “los músicos y cantaores” a la fiesta (1865: 128), quienes llegan puntuales y, poco después, cantan “el punto [y] se bailaba relajo” (1865: 130). Pero no se cita ninguna canción, ni aparecen los versos de Nápoles Fajardo (1829-1862?), que comienzan a recitarse en la escena IX de la comedia Perro huevero (1986: 72-74) y continúan al final de la escena X (1986: 79-80), siendo la primera de las dos, la escena más importante de la obra, en la que se apela al público, y Matías, como dice su esposa, ahora llamada “Nicolasa”, ya estaba tan borracho que “ahora, aunque se venga la casa abajo, y nos mate a todos, no se le da cuidado” (1986: 72). Palabras, que podrían parecer premonitorias; ya que, en este momento, Matías (interpretado, esta vez, por el actor Sigarroa) convidó a “todos” a dar vivas por Cuba: “no tiene vergüenza, ni buena ni regular, ni mala, el que no diga conmigo [gritando] ¡Viva la tierra que produce la caña! (Perro huevero, Valerio 1986: 71); y el público respondió dando gritos a favor de Carlos Manuel de Céspedes y la independencia de Cuba (Zaragoza, Las insurrecciones 1872, vol. II: 277; Robreño 1943: 143).

Antes de entrar a discutir las versiones del tiroteo, vale recordar que esta era la segunda vez que se ponía en escena la obra de Valerio y que, en la primera oportunidad, también había causado revuelo. Según Joaquín Robreño, en la función anterior, la del 21 de enero de 1869, el guarachero Jacinto Valdés, quien trabajaba con la compañía de los Bufos habaneros, había gritado “Viva Céspedes” y el público que estaba presente lo aplaudió. Valdés no era el actor que representaba el personaje de Matías, aunque otra fuente afirma que fue el propio actor que hacía de Matías, interpretado por Pepe Ebra, quien lo dijo (Carbó 1899: 334). Valdés era uno de los músicos, y el grito no tuvo mayores secuelas legales, ni provocó otras reacciones en aquel momento (Robreño 1943: 141). Al siguiente día, según Robreño, el capitán general de Cuba, Domingo Dulce, lo mandó a llamar y le advirtió que no lo volviera a hacer. Asimismo, dice Justo Zaragoza, el gobernador multó al propietario y al director del establecimiento, José Nin y Pons, con 200 pesos (Zaragoza 1872, vol. II: 276), y en la siguiente función, Jacinto Valdés ya no pertenecía a la compañía que escenificó esa noche la misma obra. Para colmo, antes de la representación, los cómicos fueron advertidos de que no hicieran ninguna manifestación a favor de los separatistas (Robreño 1943: 143). De cualquier manera, los asistentes que estaban a favor de la independencia aprovecharon la oportunidad en que Matías dio la voz de viva, para manifestarse a favor de Céspedes con los efectos que ya hemos mencionado. Por esta razón, el libreto de la pieza de Juan Francisco Valerio no explica, ni podría explicar, tampoco, en su totalidad los sucesos que ocurrieron esa noche, porque el texto que tenemos no se corresponde letra por letra con lo que se escenificó, ni hay una frase en ella que incite directamente a los cubanos a apoyar la causa independentista.

No obstante, podría decirse que existen suficientes referencias en la obra y en su representación, que pudieron dar pie para crear esta atmósfera patriótica y exaltar los ánimos de los criollos. Primero, ya había un precedente, una función anterior en la que se le había dado vivas a Céspedes. Segundo, se incluía la canción “El negro bueno” como parte de la puesta en escena, que era un tema independentista, a lo cual se une la tolerancia de Domingo Dulce, y el levantamiento momentáneo de la censura que, seguramente, contribuyó a que los cubanos se manifestaran con más libertad aquella noche. A todo esto, hay que agregar que, a diferencia de la crónica que escribió Valerio sobre este mismo tema, en la obra de teatro sí se apela a los criollos, se dan vivas a Cuba, (no, a España ni a la Independencia), y se incluyen referencias de forma indirecta a los indígenas de la Isla, que los cubanos asociaban con la causa nacional. Tales referencias indianistas eran muestras de apoyo a los cubanos, a la vez que simbolizaban una crítica a España. La primera de estas canciones, cuya letra pertenece al poema de Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, “El Behique de Yarigua”, dice:

No muy lejos de la antigua

provincia de Maniabón

se alza un esbelto peñón

en medio de la manigua:

crece en su falda la sigua

florece y pare el copey,

se enreda el verde sibey

en cedros murmuradores

y ostenta sus blancas flores

el venenoso quibey.

(Valerio 1986: 72)

Según Arrom, las referencias al campo cubano en esta guaracha debieron remitir al espectador a la insurrección que estaba aconteciendo (Arrom 1944: 71), lo cual consideramos posible, sobre todo, porque estas referencias al campo son celebratorias, y una larga tradición en la poesía cubana, especialmente del siboneyismo, al que pertenecen estos versos, tendía a exaltar la naturaleza, los frutos y la toponimia de la Isla como factores de identidad nacional. Esta mirada que encerraba sentimientos y emociones de pertenencia al país natal, ya aparece en las composiciones poéticas del Papel Periódico de La Havana y en los poemas románticos de como José María Heredia (1803-1839) y Felipe López de Briñas (1822-1877), lo que explica que algunas de las palabras en que terminan los versos de Nápoles Fajardo sean de origen indiano: “copey”, “sibey” y “Maniabón”. Este poema, que debio despertar resonancias patrióticas en el auditorio, llama a los antiguos indígenas por el gentilisio de “cubanos” y narra la anécdota de un behique o sacerdote de la tribu, que le augura a la grey, un feliz porvenir, y “ufano les pronostica /Siempre triunfar del caribe” (Nápoles Fajardo 1959: 80). Quienes asistieron a la representación, por tanto, debieron reflexionar sobre el valor simbólico de estos versos, la intención política que escondían y la tradición que representaban, algo que los partidarios del integrismo conocían muy bien, pero no podían prohibir por no ser alusiones directas a la independencia. Como decía Juan José Remos en “Deslindes. El Cucalambé como símbolo”, al igual que José Fornaris, Nápoles Fajardo tomó el tema de los siboneyes para sus versos, para cantar de un modo indirecto sobre las inquietudes patrias “haciendo así un tipo de poesía civil que no era rechazada por las autoridades coloniales y que los cubanos entendían perfectamente en todo su alcance” (Remos 1955: 4-A). Si, a esta mezcla de referencias indianistas y “bufas”, sumamos las intervenciones que no estaban prefijadas en el texto, la espontaneidad de los actores, de los músicos, y del público, el reforzamiento de ciertas palabras, la entonación y las muestras de patriotismo en el vestuario de las cubanas, podemos entender por qué la obra provocó la ira de los partidarios de la Corona. Por eso, no estoy de acuerdo con Rine Leal cuando dice que “no hay supuestas referencias patrióticas en la pieza” (Leal 1980, vol. I: 78), ni con Escapanter y Madrigal que sostienen que este sainete “en ningún momento tiene implicaciones políticas” (Escapanter y Madrigal 1986: 31). Sí hay referencias patrióticas, lo que sucede es que no están dichas de forma directa. Están apuntadas de modo simbólico apoyándose en el autor en el siboneyismo.

El día de la segunda representación de la obra, dice Justo Zaragoza, no se cantó ninguna canción que estaba fuera del libreto; pero los cubanos ya estaban preparados y los periódicos habían divulgado que esta función estaba destinada a recaudar fondos para unos “insolventes”, suponiendo los voluntarios españoles que era para apoyar a los independentistas. Así, por ejemplo, los periódicos El Espectador liberal (20 de enero de 1869) y La Convención republicana (21 de enero de 1869), hablan de una función con un fin “laudable” (Leal 1978: 523). El Diario de la Marina, por su lado, el 19 de enero de 1869, ya anunciaba que los “Caricatos habaneros” pondrían una función “con el objeto de favorecer a una desgraciada familia”, y agrega, que ya eran “muchos los pedidos del público, y esperamos que en maza concurra para tan noble acción” (1869: 3). Según Zaragoza, llegó la noche de la función el 22 de enero, y los cubanos separatistas fueron vestidos con trajes alegóricos, listos para demostrar su apoyo a Céspedes:

muchas señoras de las invitadas se dirigieron al teatro, llevando el pelo suelto, y los trajes de azul y blanco salpicados de estrellas. En el local, donde se ostentaban algunas banderas, también estrelladas, fueron aquellas hijas del país recibidas con calurosos aplausos, por sus jóvenes paisanos que las esperaban (Zaragoza 1872, vol. II: 276-277).

La trifulca, según cuenta Zaragoza, comenzó en la cantina-café del establecimiento, cuando unos jóvenes dieron vivas a Céspedes, “mueras” a España, y llamaron “gorriones” a los peninsulares. Y, al llegar algunos voluntarios, estos mismos jóvenes los recibieron “con dos tiros La ÉpocaEl CronistaNew York TribuneLa correspondencia1Diario de la Marina2souvenirVersos sencillos