Agradecimientos

A lo largo de mi vida me he beneficiado enormemente del apoyo de mi familia, amigos, compañeros de trabajo y supervisores. La lista es demasiado extensa como para ponerla aquí, pero deseo darles las gracias a todos.

Expreso, no obstante, un agradecimiento especial a Louise Lubetkin, que me ha ayudado inmensamente con este libro en un momento en que yo casi ya había abandonado toda esperanza de llegar a publicarlo algún día.

El veneno de promesas incumplidas pervierte el agua.

Un científico en el País de las Maravillas

Un científico en el País de las Maravillas

Edzard Ernst

Traducción de Fernando López-Cotarelo

NEXTDOOR PUBLISHERS

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Título original: A Scientist in Wonderland

© Del texto:
Edzard Ernst

© De la traducción:
Fernando López-Cotarelo

© Next Door Publishers
Primera edición: septiembre 2018

ISBN: 978-84-947810-8-7
DEPÓSITO LEGAL: DL NA 1671-2018

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea mecánico, electrónico, por fotocopia, por registro u otros medios, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

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Impreso por Gráficas Rey
Impreso en España

Diseño de colección: Ex. Estudi
Autora del sciku: Laura Morrón
Dirección de la colección: Laura Morrón
Corrección y composición: NEMO Edición y Comunicación

Colección El Café Cajal

A Danielle

Índice

Prólogo

Preludio

Capítulo 1

Los primeros años

Capítulo 2

Al fin médico

Capítulo 3

Una jaula de oro

Capítulo 4

Misión imposible

Capítulo 5

Investigaciones y sinsabores

Capítulo 6

El País de las Maravillas

Capítulo 7

¡Que le corten la cabeza!

Capítulo 8

El final del viaje

Coda

Adenda

Prólogo

La victoria de la ciencia sobre los atajos del cerebro

Vivimos tiempos extraños, tiempos en los que la verdad se ha puesto de moda, pero para llevarle la contraria, para ponerle apellidos y prefijos. Los prejuicios personales han logrado imponerse demasiadas veces a los hechos. Los datos siempre pueden ser discutidos, pero usando elementos contrastables y, sobre todo, aportando pruebas. Todo eso parece haberse roto. Si tú dices que eso es una mesa, yo digo que son treinta millones de unicornios... y los dos tenemos derecho a que sea atendida nuestra versión y además en igualdad de condiciones. Los medios y las redes abruman de tal forma a los ciudadanos que cada uno puede bañarse en el tsunami de infoxicación que más le interese y disfrutar de su burbuja sin molestas disonancias. No hablo solo de política. En la salud están funcionando los mismos mecanismos, tan absurdos como terribles, que han perturbado algunos procesos democráticos. El cuestionamiento de toda autoridad (médica), la deslegitimación de los expertos (en favor de los charlatanes), la búsqueda de esquemas personales que sirvan para explicar el mundo (al margen de la ciencia), el ombliguismo antisocial (como el caso de los antivacunas), los relatos falsos, las fake news, las informaciones inventadas a las que la única credibilidad que se les reclama es que encajen con nuestros prejuicios. El mundo de la salud, la medicina y el bienestar se ha convertido en un campo de batalla permanente en el que, de pronto, las creencias personales desempeñan un papel fundamental e inesperado. El amimefuncionismo («a mí me funciona» tal o cual tratamiento sin aval científico) es el trumpismo sanitario. Da igual que mi organismo se vaya al garete, que mi país se desmorone, lo importante es mantener mi visión de las cosas. Lo que necesito es que el político de turno me diga que la culpa es de los inmigrantes y que sin ellos se solucionarán mis desdichas laborales; que el falso médico me diga que puedo curarme un cáncer con remedios sencillos, sin sacrificios, arrinconando un problema emocional o tomando vitaminas.

La homeopatía es solo una de las ciento cuarenta pseudoterapias que tiene catalogadas el Ministerio de Sanidad español, una más de las docenas de técnicas y prácticas que se atribuyen capacidades curativas que no han sido capaces de demostrar. Es más, la homeopatía no solo no ha probado que pueda curar: es que ni siquiera ha mostrado cómo podría hacerlo. Sus defensores no han podido explicar qué inaudito sendero medicinal llevaría a esas bolitas de azúcar a curar enfermedades. La homeopatía se ha convertido en el tablero de juego de muchas de estas partidas dialécticas de las que hablábamos más arriba: los hechos y las percepciones, los datos y las voluntades, la ciencia y la creencia. Pero hubo un tiempo en que ni se planteaba este debate, en que nadie ponía sus fichas en el tablero para enfrentarlas a las bolitas de azúcar.

El caso de Edzard Ernst es quizá el ejemplo más interesante que uno se pueda encontrar en la historia reciente de alguien que logra superar un sesgo tan personal, tan íntimo como el sistema de creencias que una madre puede inculcarle a un hijo. Porque Ernst, al que conocemos por haber sido durante muchos años el azote solitario de las pseudociencias, fue educado en las bondades de la homeopatía. Le pusieron el nombre de un curandero del que su madre era devota. «La medicina alternativa siempre estuvo ahí, a mi alrededor. Y me sentía perfectamente cómodo con ella», dice Ernst al comienzo de sus ejemplares memorias. Siguiendo la estela de su madre y de su padre, médico, terminaría en un hospital homeopático nada más acabar su formación en medicina. «Basándome en esta temprana experiencia personal, yo tenía la impresión de que a menudo la homeopatía era eficaz», escribe. Su trabajo en ese hospital le permitiría dar respuesta a la siguiente paradoja: ¿cómo pueden funcionar estos remedios homeopáticos si en las clases de farmacología de la facultad explican que los principios de la homeopatía son un completo disparate? El joven Ernst se hacía preguntas. Sería el primero en responderlas con firmeza.

En los últimos años han cosechado una gran popularidad la psicología conductual y algunos de sus pioneros, como el Nobel Daniel Kahneman. En sus trabajos, estos psicólogos nos han mostrado cómo funciona el cerebro humano al tomar decisiones. Y resulta que muchas de las decisiones ya han sido tomadas de antemano: nuestro cerebro está predispuesto a rechazar todo aquello que «discuta» su sistema de creencias. Si recibe un nuevo dato, el cerebro se encarga de hacerlo encajar en su esquema mental, con calzador si es necesario, o bien lo rechaza negando su veracidad. Es lo que se conoce como sesgos cognitivos: mecanismos que usamos para engrasar la masa gris, evitando que el roce con la realidad haga que salten chispas en nuestras neuronas. Esto provoca que incluso llegue a ser contraproducente usar datos contrastados para intentar sacar a alguien de su error. En muchas ocasiones se desencadena el efecto backfire («tiro por la culata») provocando que el sujeto se encierre todavía más en su discurso al rechazar la información que desmonta su manera de pensar.

Ernst, que no tenía ni idea de lo emocional y politizado —ahora diríamos polarizado— que estaba el debate en torno a la medicina alternativa, se hizo con un puesto precisamente para estudiarla. Fue cuando comprendió que la ciencia debe ser «crítica» a pesar de lo que opinaban sus colegas en el mundo de la medicina alternativa, que no sentían la necesidad de cuestionar ni comprobar sus tradiciones, ideas y postulados. Ahí este investigador novato se encontró con el primero de sus problemas: cómo poner a prueba una pseudoterapia. Uno de los pasajes más divertidos del libro es la narración que hace el propio Ernst de cómo fue diseñando los ensayos clínicos para que fueran homologables, con doble ciego, con grupo de control, etc. Con una pastilla es fácil medir el efecto placebo dándoles a los pacientes una píldora falsa que no contenga ningún medicamento. Pero ¿cómo medir el efecto placebo con tipos que aseguran curar mediante imposición de manos? Cuando Ernst empezó a atinar en el diseño de sus estudios, encontró el segundo (y mayor) de sus problemas: la resistencia, primero, y la radical oposición, después, de los propios curanderos y pseudoterapeutas a quienes quería estudiar. Estos personajes «jugaban» a la ciencia y a la medicina, hasta que Ernst descubrió que sus planteamientos y actitudes eran más propios de las religiones: el dogma del País de las Maravillas no se pone en duda.

Y así, prácticamente solo, contra viento y marea, sin conocimientos previos sobre cómo plantear estos ensayos clínicos, Ernst fue construyendo un corpus científico que iba desmontando poco a poco las mentiras de la pseudociencia. Y lo que quizá es aún más interesante, fue tumbando con su propio trabajo las creencias que su madre le había inculcado. Pasó de ser un joven médico homeópata al mayor azote de esa falsa medicina. Así, Ernst logró quizá el éxito más poderoso: que un cerebro cambiara por completo su sistema de creencias a la luz de las evidencias que iba recopilando. Si un cerebro humano pudo, todos podemos. Hay esperanza.

Javier Salas
Periodista especializado en información científica, tecnológica y medioambiental.

Preludio

Hay personas, unos pocos afortunados, que ya desde una edad temprana parecen saber adónde quieren ir en la vida, y llegan allí sin problemas.

Yo no he sido uno de ellos. Nací en Alemania justo después de la Segunda Guerra Mundial y, como muchos niños alemanes de aquella época, me daba perfecta cuenta de lo incómodos que se sentían mis mayores cuando alguna conversación tocaba el tema de la historia reciente del país. Siendo aún un niño, ya era consciente de que nuestro país tenía guardado en el armario un gran cadáver que no se estaba quieto y que nos pertenecía a todos: incluso quienes no habíamos nacido aún en la época nazi nos sentíamos de algún modo sus herederos, indisolublemente ligados a él por el simple hecho de conocer su existencia.

Con el tiempo, a medida que se hacía más evidente que muchas personas de nuestro entorno —profesores, tíos, tías, quizá hasta nuestros propios padres— habían prestado su consentimiento o, aún peor, su apoyo entusiasta al régimen nazi, esa generación quedó privada de autoridad moral; y nosotros, sus hijos, nos vimos a la deriva, sin referencias a las que agarrarnos.

Yo en el fondo me sentía como sin hogar. Los azares del destino me habían traído a este planeta con un pasaporte alemán y con el alemán como lengua materna, pero ¿cuál era en realidad mi sitio? ¿Adónde iba a ir? ¿Qué iba a hacer con mi vida?

Existía una larga tradición de médicos en mi familia y siempre se esperó que yo también abrazara la profesión. Pero yo no me sentía particularmente atraído por la medicina. De joven, mi única y verdadera pasión era la música, especialmente el jazz, con sus improvisaciones anárquicas y sus ritmos libres; y el hecho de que hubiera estado prohibido por los nazis me lo hacía aún más atractivo. Yo habría estado tan contento de continuar indefinidamente metido en el mundo de la música, pero al final, como una deuda que vence, la medicina me reclamó y me entregué a la profesión de mis antepasados.

Viéndolo en retrospectiva, me alegro de que mi madre me empujase cariñosa pero insistentemente hacia la Facultad de Medicina. La música me ha deleitado y me ha reconfortado a lo largo de toda mi vida, pero ha sido la medicina la que realmente me ha definido, expandiéndome, desafiándome y alimentándome intelectualmente, incluso cuando me ha llevado al límite de mi resistencia como persona.

Desde luego, nunca me hubiera imaginado que plantear preguntas básicas y necesarias como científico fuese a despertar controversias tan feroces, ni que como resultado de mis investigaciones pudiera acabar metido en luchas ideológicas e intrigas políticas promovidas desde las más altas esferas.

Si hubiera sabido las dificultades que me iba a encontrar, los dolorosos dilemas, los enfrentamientos y maquinaciones que me aguardaban, ¿habría elegido dedicar mi vida a la medicina? Sí, lo habría hecho. Ser médico y trabajar como científico no solamente me ha dado la posibilidad de denunciar la peligrosa y creciente influencia de la pseudociencia en la medicina, sino que también, paradójicamente, me ha proporcionado la motivación y la entereza para mirar atrás, con serenidad, hacia el pasado inasumible.

Esta es la historia de cómo finalmente encontré mi lugar.

Capítulo 1

Los primeros años

Ahora que lo pienso, la medicina alternativa siempre estuvo ahí, a mi alrededor. Y me sentía perfectamente cómodo con ella. Hidroterapia, homeopatía, naturopatía: en Alemania eran tan cotidianas y aceptadas como los pantalones lederhosen, y quizá más aún en Baviera, que es donde yo me crié.

Así que a nadie le habría sorprendido vernos a mi madre, a mi hermano y a mí, al romper el alba, medio dormidos, dando traspiés por la hierba mojada delante de nuestra casa, descalzos y vestidos con poco más que la ropa interior. Mi madre —una mujer decidida y encantadoramente excéntrica en muchos aspectos— era una devota de la medicina alternativa. Durante un tiempo fue seguidora de la terapia Kneipp, una de las primeras formas de naturopatía, que incluía exponerse al frío en la inhóspita penumbra del amanecer. Se la llamaba así por Sebastian Kneipp, un sacerdote bávaro que supuestamente se había curado a sí mismo de tuberculosis principalmente mediante inmersiones repetidas en agua fría. Kneipp —y mi madre, su nueva y entusiasta seguidora— creían firmemente que las fuerzas de la naturaleza podían ser usadas para curar a la gente. Bañarse en agua helada y caminar descalzo por el campo mojado (o, mejor aún, por la nieve) eran pilares esenciales de su filosofía terapéutica —y una manera inmejorable, en opinión de mi madre, de que dos adolescentes comenzasen el día—. Cuando mi madre se fijaba un objetivo, era difícil que no te convenciera.

Dejando a un lado el doble impacto de tener que levantarte al alba y de enfriarte y mojarte los pies a fondo, aquello nos hacía sentir sorprendentemente bien. De verdad: esos extraños ejercicios nos despertaban y de algún modo nos preparaban para afrontar el resto del día. Lo cierto, como descubrí muchos años después, es que la mayoría de los tratamientos alternativos hacen que uno se sienta bien. Pero mi madre, como tantos otros fervientes partidarios de la naturopatía, se había convencido de que la terapia Kneipp también nos mantendría sanos para siempre. Hipótesis que, para mi satisfacción, no llegó a ser testada: pasados unos meses, su entusiasmo por «hacer el Kneipp» perdió fuerza y volvimos a una normalidad más relajada.

¿Normalidad? Quizá esa no sea la palabra adecuada. Nuestra familia era cualquier cosa menos normal.

Tras la devastación que dejó la Segunda Guerra Mundial, la vida en Alemania no era fácil. Mi padre, igual que su padre antes que él, era médico. Y sirvió como tal en el ejército nazi, primero en el frente occidental y después en el frente ruso. Allí le hicieron prisionero y tuvo la suerte de sobrevivir. Le encantaba contar largas historias, pero los detalles de su cautiverio en Siberia siempre quedaron ocultos tras un muro de silencio: jamás cedió a nuestras presiones para que nos contara algo más sobre lo que ocurrió.

Antes de la guerra, mis padres habían vivido en Silesia (ahora parte de Polonia). Ante el avance del ejército ruso, mi madre y mi abuela huyeron, acompañadas por una vieja amiga de la familia a la que todos llamaban Tante (tía), y llevando con ellas a mi hermano mayor, que no tenía ni siquiera un año, y a mi hermana, que solo tenía cuatro.

Lo poco que sé sobre aquella huida lo he conocido por unas memorias que nos dejó mi madre. En vida también a ella le costaba mucho hablar de aquella experiencia angustiosa, pero mencionó que hubo un momento en que tuvo la certeza de que mi hermano iba a morir. Lo que mi madre dejaba traslucir con más fuerza, tanto en sus memorias como en las pocas conversaciones en que nos habló sobre ello, era su absoluta determinación de que no los alcanzasen las tropas rusas. Estaba segura de que habrían violado a las tres mujeres y muy probablemente ejecutado a todo el grupo. Entre todos tuvieron que empujar una carretilla durante cientos de kilómetros hasta alcanzar la relativa seguridad de Wiesbaden, en la zona ocupada por los americanos, que es donde vivían mis abuelos paternos. Para entonces habían vendido o intercambiado todos sus objetos de valor, en su simple lucha por sobrevivir.

Unos dos años después del final de la guerra, mi padre fue liberado del campo de prisioneros ruso. Cuando se reencontró con mi madre debieron de sentirse tan felices que me engendraron.

Como tantas familias alemanas de la posguerra, la mía tuvo que luchar por la mera supervivencia. Yo era muy pequeño y no recuerdo mucho de ese período, pero las memorias de mi madre reflejan la tremenda dureza de aquel tiempo de penurias y dan fe de hasta qué punto la necesidad agudizó el ingenio. Escaseaba el carbón para calentarse, no había nada que comer y nada con lo que vestir a los niños; uno de mis recuerdos más antiguos es de unos pantalones andrajosos que al parecer mi madre había hecho con una bandera esvástica que se encontró por ahí. Había poca esperanza: los ánimos estaban por los suelos y seguíamos adelante por puro instinto de supervivencia.

Había tal escasez de comida que mi padre decidió aplicar los conocimientos de botánica que había adquirido en la Facultad de Medicina para producir un polvo vegetal que, según él, podía usarse como sustituto de la harina. Se ve que estaba asqueroso. Tan malo que ninguno quisimos comernos el pastel que mi madre hizo con aquello. Entretanto, a mi abuela, que era la adicta oficial a la nicotina en la familia, le dio por fumar hojas de rosal y algunas partes de las tomateras. Resulta que realmente contienen algo de nicotina, según averigüé después.

«La medicina alternativa siempre estuvo ahí, a mi alrededor. Y me sentía perfectamente cómodo con ella».

Mi madre no quería depender de los experimentos harineros de mi padre y recorría los campos con la vieja carretilla en busca de algo con lo que alimentar a la familia. Un día encontró un montón de cebollas en un jardín abandonado. Nunca había sido muy buena cocinera, así que a nadie nos extrañó demasiado el sabor de la sopa. Dos horas después estábamos todos en el hospital siendo sometidos a lavados de estómago: ¡nos había intoxicado con una sopa de bulbos de jacintos y narcisos!

Mi padre anhelaba volver a trabajar como médico para asegurar nuestra subsistencia. Recorrió la región en busca de un sitio donde poder empezar de cero. Al final encontró lo que buscaba, pero implicaba que toda la familia se mudase a Bad Neuenahr, un pueblo balneario al sur de Bonn. Mi padre tenía la esperanza de poder establecerse allí, y que estuviéramos a salvo de la hambruna y de intoxicaciones con sopas de sucedáneo de cebolla.

Antes de la guerra, cuando vivían en Silesia, mis padres habían regentado un pequeño sanatorio de rehabilitación, principalmente para enfermos diabéticos. Mi padre había sido su único médico y mi madre había acabado ejerciendo las funciones de gerente. Ahora en Bad Neuenahr alquilaron una casa espaciosa donde podrían poner en práctica su experiencia anterior a la guerra y empezar de nuevo. En poco tiempo retomaron su antiguo negocio y se pusieron al cargo de un centro pequeño pero bien gestionado.

Las perspectivas eran buenas porque, desde luego, pacientes no faltaban. La mayoría de los hombres que volvían de la guerra estaban enfermos. Por desgracia eso incluía también a mi padre. Su salud nunca acabó de recuperarse de su cautiverio en Siberia, y en más de una ocasión le vimos al borde de la muerte. Aunque mis recuerdos son vagos y nebulosos, recuerdo sentirme confuso y asustado mientras me llevaban junto a su cama para despedirme de él. Afortunadamente acabó viviendo más de ochenta años, pero tuvimos muchas despedidas llenas de lágrimas, pensando que sería la última. Un sueño infantil asaltó mi cabecita: ¡sería maravilloso hacerme médico y poder curarle sus enfermedades!

La guerra había destrozado no solo la salud y las casas: hubo una tasa récord de rupturas matrimoniales y desgraciadamente mi familia no fue una excepción. A principios de los años cincuenta, cuando yo tenía unos cuatro años, mis padres se separaron. Según mi madre, mi padre era un adúltero en serie; según mi padre, había sido esa guerra de los nazis la que había destruido su matrimonio. Se divorciaron y la familia se vio de nuevo dividida. Mi madre tuvo que dejar atrás a sus tres hijos.

Sin ella, los niños nos sentíamos perdidos, tristes, abandonados y asustados. Pero no hubo elección y, por lo demás, nadie nos preguntó cómo nos sentíamos ante este cambio drástico en nuestra vida. Los tres hermanos hicimos piña, nos unimos aún más que antes y tratamos de tirar para adelante lo mejor que pudimos. Mi padre contrató a una niñera para que nos cuidase. La odiábamos, pero eso no cambiaba nada; si acaso nos unió aún más. Eran tiempos duros para todos, y se esperaba que los niños lo superásemos y que hiciéramos lo posible para no empeorar aún más las cosas. Esta época de nuestra vida se caracterizó por una determinación férrea y por la negativa a lamentarnos de nuestro destino: la autocontemplación estaba casi prohibida.

Mi madre se había dejado la piel para montar aquel primer negocio familiar en Silesia; después de la guerra había tenido que repetir la experiencia en Bad Neuenahr. Ahora se embarcó en su tercer intento de salir adelante en la vida. Afortunadamente fue el último y el más exitoso. Sin prácticamente un céntimo, se mudó a Bad Tölz, un pueblo balneario en el sur de Baviera, y allí hizo la única cosa que conocía bien: alquiló una casa amplia, pidió un crédito para pagar al personal y abrió un centro de rehabilitación similar a los que ya había gestionado antes.

Aún eran tiempos muy duros y, aunque mi madre siempre tuvo a mi abuela a su lado, pocas otras personas la ayudaron. Una excepción fue su tío, Hans Jüttner. Se ve que él tenía algo de dinero y mi madre tenía la experiencia, así que se asociaron. Pero cuando Hans —que había perdido a su primera esposa por un cáncer— volvió a casarse, las relaciones con mi madre se deterioraron rápidamente. Al final mi madre le compró su parte y Hans se mudó con su nueva familia.

Pero hubo otra razón menos evidente para la ruptura. Una sobre la que casi nunca hablábamos: Hans Jüttner había sido general de las Waffen SS, y ese oscuro pasado resultó tener efectos disuasorios sobre los potenciales clientes del hospital. La decisión de mi madre de separar su aún pequeño y frágil negocio de cualquier mancha nazi fue un movimiento inteligente. Puso a salvo su reputación y la del hospital, y ella se quedó como única propietaria de lo que finalmente se convertiría en un gran negocio.

Los niños, por supuesto, estábamos deseando hurgar en el pasado de Hans, aunque solo fuera porque cualquier pregunta sobre la época nazi hacía que los mayores se sintieran muy incómodos. Pero siempre que preguntábamos sobre el tema, nos respondían en un tono inusualmente tajante que el tío de mamá había sido un militar del montón, que no había hecho nada malo. Esta explicación ganó credibilidad cuando, durante el juicio a Adolf Eichmann en Israel, Hans proporcionó a los acusadores pruebas documentales contra Eichmann. Parece ser que en cierta ocasión el tío de nuestra madre había abortado un transporte de judíos húngaros y después le había cantado las cuarenta a Eichmann —que tenía inferior rango militar— por instigar actividades tan ignominiosas.

Mi recuerdo de Onkel Huscha, como le llamábamos, es el de un señor anciano con gafas y voz suave. Su aspecto era tan corriente que resultaba casi imposible imaginárselo como un general y como un nazi. Se trata de una paradoja que nunca he sido capaz de resolver satisfactoriamente. En retrospectiva, estos dos personajes irreconciliables —Onkel Huscha, en apariencia tan apacible y encantador, y su historial de profunda implicación en el régimen hitleriano— parecen encarnar uno de los principales misterios de la época nazi. ¿Cómo fue posible que millones de personas aparentemente decentes y civilizadas abrazasen ciegamente el mal con semejante entusiasmo? A menudo me he preguntado si mi posterior interés en investigar la historia de la medicina bajo el régimen nazi tendrá su origen en aquel empeño infantil por darle alguna explicación a ese pasado indescifrable.

***

A mi madre le costó varios años de determinación inquebrantable recuperar a sus hijos. Mi hermana Elga, como era la mayor de los tres, fue la primera en volver con ella. Después a mi madre se le acabó la paciencia con las resistencias de mi padre y secuestró a mi hermano mayor Endrik. Esperó a que lo mandasen a un campamento de verano en la costa del norte, se fue hasta allí en coche sin avisar y, simplemente, lo raptó en plena calle. De nada sirvieron las protestas de mi padre. Finalmente a mí también me dejaron reunirme con ellos cuando tenía unos ocho años. Mi abuelo había llegado a la conclusión de que yo necesitaba estar con mi madre y presionó a su hijo para que me dejase ir con ella y mis hermanos.

Por fin estábamos juntos otra vez. Para mí fue como un sueño hecho realidad. Habíamos estado separados apenas cuatro años, pero esos cuatro años representaban la mitad de mi vida, y quedaban tan lejos que ya casi no recordaba nada de ellos. Había suplicado y anhelado reunirme con ellos pero, cuando nos reencontramos, ni siquiera les reconocí.

En los años que habían pasado me había convertido en un niño bastante peculiar: tímido, introvertido y muy inseguro. Me costaba hacer amigos. En el pueblecito bávaro donde ahora vivíamos, el primer día de colegio mis compañeros me clasificaron como niño raro y, consecuentemente, me pegaron. Yo no había hecho nada malo; simplemente mi acento era diferente al de su dialecto bávaro. Pronto aprendí que estos bávaros no derrochaban tolerancia que digamos.

Y cuando lograba hacer amigos, generalmente eran de los que no me convenían. Con un niño incluso experimenté con la piromanía. La cosa empezó inocentemente con pequeños fuegos en el bosque, pero no sé en qué momento se nos fue la cabeza y nos pillaron prendiendo fuego a nuestra casa. Creo que esa fue la vez que más cerca estuvo mi madre de pegarme. A mi pobre amigo la piromanía le dio bastante más fuerte que a mí: quemó un par de casas en el pueblo y le enviaron a un centro psiquiátrico. Y entonces quiso el destino que su padre me tocase de profesor de Matemáticas. Era mi asignatura favorita pero, curiosamente, durante ese período nunca me pusieron buenas notas.

Con once años llegó el momento de ir al instituto, y me mandaron a un internado. Yo había crecido con mi hermana y mi hermano, que habían ido a este tipo de centros. Esperaba unirme a ellos, pero mi historial de rebeldía y mal comportamiento me cualificó para otro centro famoso por su rigor, sus reglas estrictas y su alto nivel de exigencia académica. Yo detestaba la sola idea de tener que irme otra vez de casa pero, por mucho que protesté, no me dejaron elegir. Odié cada minuto que pasé en aquel internado; era como una cárcel —muy posiblemente era justo esa la intención de quienes lo fundaron— y los profesores, en su celo inflexible por imponer obediencia y observancia total de unas reglas de conducta arcanas y a menudo absurdas, me parecían figuras inspiradas en los guardias de un campo de concentración.

He debido de heredar de mi madre el rasgo de la determinación, porque pronto estuve tan decidido a volver a casa como ella lo estaba a mantenerme en aquel lugar. Cuando todas mis súplicas cayeron en saco roto, tuve claro que solo recurriendo a medidas muy drásticas lograría mi objetivo. Trabajé duro en mi plan: en solo año y medio conseguí que me expulsaran por mal comportamiento. Sí, era un chico peculiar, eso está claro. No encajaba en los moldes estándar y los esfuerzos de los mayores para obligarme a pasar por el aro no hicieron sino redoblar mi deseo de encontrar mi propio camino, sin importar lo mal visto que estuviera.

***

Tanto el negocio de mi madre como el de mi padre finalmente despegaron en la época del Wirtschaftswunder1, a principios de la década de 1960. La mayoría de los alemanes estaban trabajando duro, muy duro; pero nosotros los niños no. Ninguno de los hermanos destacamos en el colegio. La menos académica de los tres fue mi hermana; su solución al problema de cómo huir de la presión de los estudios y de las tensiones en casa fue drástica, pero singularmente efectiva: con dieciocho años se quedó embarazada y se casó. Mi hermano, al igual que yo, no encontraba inspiración alguna en sus profesores y le parecía que estudiar era aburrido e inútil, pero al final logró el Abitur2 y se fue a Múnich a estudiar Derecho. En cuanto a mí, no conseguía tomarme los estudios en serio. Salvo unas pocas excepciones, mis profesores me parecían unos ineptos, mediocres, con un afán insano por ejercer la autoridad que les confería su puesto. Parecían considerar que el objetivo principal de la educación era imponer restricciones, para lo cual veían preciso administrar disciplina en dosis generosas y no escatimar en castigos. En el mejor de los casos, les daban igual los cimientos de la educación: inculcar el hambre de conocimiento, apreciar la belleza y el arte, estimular el pensamiento crítico.

Es más, a muchos de aquellos profesores estas ideas les parecían totalmente subversivas, un desafío abierto a su primacía y al sistema que les había conferido su autoridad —un sistema contra el que yo navegué directo a la colisión desde el primer momento—.

Me costaba mucho aceptar la autoridad y a medida que empecé a pensar por mí mismo, mi rebeldía fue a más. Por supuesto casi todos los quinceañeros son así, pero mi insubordinación iba más allá de un simple problema adolescente. Estaba ya arraigada en mí mucho antes de esa edad y me ha acompañado toda mi vida.

¿Cómo no iba a ser así? Siempre he sentido algo de vergüenza por haber nacido alemán. En varias ocasiones, estando de viaje en el extranjero y hablando sobre nuestro pasado nazi con personas de fuera de Alemania, ese sentimiento de vergüenza se agudizaba, se tornaba casi visceral. No todos mis amigos alemanes comprendían mis sentimientos; me decían que los niños que habíamos nacido después de la guerra no teníamos nada que ver con el pasado. Puede que en realidad tuvieran algo de razón: a fin de cuentas habían sido nuestros padres, no nosotros, quienes habían arrojado pétalos de rosa al paso de la comitiva de Hitler. Pero aun así yo sentía que esa mancha en nuestro historial no desaparecería con el simple paso del tiempo. La llegada de una nueva generación no nos absolvía, así sin más. Teníamos la obligación y la responsabilidad de indagar en el pasado, afrontarlo, hacer preguntas y encontrar respuestas.

Criándome en la Alemania de la posguerra, me parecía que las acciones de la generación de mis padres eran a la vez incomprensibles e imperdonables. De niños veíamos en la televisión un documental sobre la guerra tras otro. Cuando, aun después de debates extensos y vergonzosamente insatisfactorios con la vieja generación, no surgió nada que permitiera profundizar en la comprensión de lo que había ocurrido, me sentí totalmente perdido.

En el colegio no aprendimos nada que, desde mi punto de vista, ayudase a entender el período nazi. Obviamente nos dieron clases de historia y nos describieron la secuencia de eventos, especialmente de la guerra como tal; pero a mí me parecía que esos detalles ignoraban el meollo del problema. Para mí, la auténtica cuestión era otra: ¿Cómo se había permitido que eso ocurriera? ¿Por qué casi nadie protestó? ¿Cómo podía yo conciliar las atrocidades de ese período con la idea de una sociedad civilizada? Ese pasado vergonzoso en el que casi todos mis mayores habían estado implicados de un modo u otro les despojaba de cualquier legitimidad moral para dirigirme o criticarme.

Intuitivamente, creo que mi madre entendía por qué yo chocaba contra la autoridad tan habitualmente y con tanta vehemencia. Ella incluso nos animaba, hasta cierto punto, a protestar, y parecía orgullosa de que sus hijos se convirtieran en una panda de inconformistas. En mi familia, ser «normal» tenía connotaciones peyorativas; ser normal significaba ser mediocre, aburrido, del montón. Los tres niños éramos inusuales en algún aspecto y los tres estábamos decididos a no repetir los errores de la generación anterior.

Mi madre era la persona más dulce y cariñosa que uno pueda imaginarse, casi nunca hubo ningún motivo de conflicto entre nosotros; al menos hasta que se casó con Onkel Klaus, como nos obligaban a llamarle. En mi vida he conocido a un tipo más antipático. Se convirtió en el centro de las discusiones más acaloradas y desesperadas entre mi madre y yo. Era de ese tipo de alemanes que despertaba en mí la pregunta: ¿tú qué hiciste durante la guerra? Puede que mis hermanos y yo fuésemos injustos con él, pero es que sencillamente no podíamos soportarle. Yo, desde luego, sentía que ese señor no tenía derecho a interferir en mi vida. Jamás me aportó nada positivo, y demasiado a menudo convirtió mi vida en un calvario. Nunca hizo el más mínimo esfuerzo por entender a sus hijastros; al contrario, parecía disfrutar verdaderamente con la infelicidad y la atmósfera tensa que a menudo se respiraba en casa.

A Klaus le encantaba pontificar sobre lo inútiles que éramos los chicos de nuestra generación. Según él, no éramos capaces más que de criticar y vivir a costa del dinero de aquellos a quienes ni siquiera respetábamos. Nunca se le ocurrió pensar que estuviéramos perdidos y pasándolo mal, tratando de encontrar nuestro camino en medio del desbarajuste monumental que nos había legado la generación anterior. Pero él, erre que erre, hasta que lo logró; fui acumulando ira en mi interior y un día durante la cena exploté: «Menos mal que no somos tan diligentes y eficientes como tú, ¿verdad? Así nunca lograremos organizar la logística para gasear a seis millones de judíos». Se puso blanco y, antes de que pudiera articular palabra, me levanté y me fui.

Normalmente a los niños les cuesta aceptar a las nuevas parejas de sus padres tras un divorcio, así que habría sido fácil atribuir mi antipatía hacia Klaus a los celos y los resentimientos de un chico que adora a su madre. No voy a decir que yo estuviera por encima de ese tipo de sentimientos, pero creo que no pueden explicar totalmente la intensidad de mi aversión hacia Klaus, sobre todo si tenemos en cuenta que yo ya había sido perfectamente capaz de aceptar, incluso de querer, a la nueva esposa de mi padre.

Mi padre se había vuelto a casar cuando yo aún vivía con él. En aquellos primeros momentos tan vulnerables, yo desde luego estaba dispuesto a odiar a cualquier intruso que llegase a mi vida. Pero, al contrario que Klaus, mi madrastra Ingeborg resultó ser una persona maravillosa. Incrementó nuestra familia prácticamente a razón de hijo por año; en total, me dio nueve hermanastros. A medida que la nueva familia crecía, mi madrastra jamás hizo la más mínima distinción entre sus propios hijos y yo. Mis hermanastros eran niños animados, por decirlo suavemente, así que el ambiente en casa de mi padre solía ser una mezcla entre un albergue juvenil y un asilo para locos —pero regentado por una casera adorable y cariñosa—. De mayor, continué yendo a visitarles con regularidad. Y siempre volvía a impactarme el caos apabullante que allí reinaba, lo cual me provocaba emociones contradictorias. Por un lado, me invadía un profundo sentimiento de arraigo familiar, pero, a la vez, no podía evitar darme cuenta de lo diferentes que éramos.

***

Mientras que de niño solía embestir contra cualquier autoridad que hubiese a la vista, de adolescente y de joven esta tendencia maduró y se transformó en una habilidad algo más sutil para anticipar y esquivar con agilidad los caminos que los demás habían preparado meticulosamente para mí.

A mediados de la década de 1970, mi madre había levantado un imperio de centros de rehabilitación en rápida expansión. Bueno, quizá no tanto como un imperio, pero a mí me lo parecía, con casi quinientos pacientes internos, atendidos por unos doscientos empleados.

Mi madre se había formado inicialmente como ayudante de laboratorio; así conoció a mi padre en Silesia. Como ella no era médico, contrató un equipo de unos veinticinco doctores para atender a los pacientes, mientras ella hacía las funciones de gerente, directora general y planificadora del futuro. Por lo que a ella respectaba, mi destino era convertirme en el director médico de este negocio.

Pero yo no tenía ninguna prisa por colocarme el yugo y caminar obedientemente hacia mi futuro predestinado. Con doce años había descubierto la música por todo lo grande, o sea, la música en forma de jazz. En los años sesenta la mayoría de los chicos compraban discos de los Beatles, pero mi hermano y yo escuchábamos entusiasmados a Jelly Roll Morton y Bix Beiderbecke. Nos encantaba el jazz; era diferente, era divertido y era una música que apenas unas décadas antes había estado prohibida en Alemania.

Mi hermano y yo lo compartíamos todo, incluida nuestra pasión por el jazz; éramos el mejor amigo el uno del otro. Fue él quien me enseñó los misterios de la vida —que a esa edad básicamente significaban sexo y alcohol—. Yo le adoraba, le admiraba. Pero al mismo tiempo siempre tuve la impresión de que, de algún modo, él era vulnerable: parecía necesitar mi apoyo, mi consejo e incluso mi protección, un fenómeno que ha durado hasta la actualidad.

Durante varios meses, los dos probamos suerte con el banjo, pero nos dimos cuenta de que un grupo formado por dos chicos tocando el banjo no era el camino más rápido hacia la fama musical. Decidimos echarlo a suertes; mi hermano ganó y eligió quedarse con el banjo, así que yo me pasé al clarinete, y luego a la batería. Junto con unos amigos formamos una pequeña banda. Puede que no fuéramos buenísimos, pero desde luego le echábamos ganas y dedicábamos la mayor parte de nuestro tiempo y energía a perfeccionarnos como músicos.

A los diecisiete años me fui a un colegio en Seattle. Lo había organizado todo un profesor americano que había visitado mi instituto en Baviera en busca de alumnos aptos para estudiar un semestre en su instituto en la costa pacífica de los Estados Unidos. Me pareció que sería una aventura emocionante, así que me apunté. Quería escapar como fuese de la atmósfera de Baviera, engreída y asfixiante, y además no veía el momento de poner tierra de por medio entre Klaus y yo. Pero la mañana de mi partida mi ardor viajero se había enfriado por completo —un tipo de enfriamiento mucho más angustioso que los que nos habían causado los ejercicios matutinos de la terapia Kneipp cuando éramos pequeños—. Algunas cosas se ven mucho más atractivas desde una distancia prudencial: irme a vivir con gente totalmente extraña al otro extremo del mundo de pronto me parecía una aventura demasiado intrépida.

Pero me sobrepuse a mis angustias y sobrevolé medio mundo hasta llegar a Seattle. Allí en el aeropuerto me recibió una representación de estudiantes del Instituto White River de Buckley, estado de Washington. Fueron muy cariñosos y algunas de las chicas eran guapas —lo cual para mí era una cuestión fundamental, ya que me había propuesto perder mi virginidad en los Estados Unidos—. Pero, para horror mío, aquella gente encantadora me llevó a una aldea perdida en una zona rural a 80 km de Seattle. Allí estaba aún más tirado que en Baviera ¿Qué demonios iba a hacer en aquel paraje remoto?

Al principio, vivir en la América rural fue divertido. Entablé amistad con algunos personajes peculiares, viví algunas emociones fuertes pescando (ilegalmente) salmones en el río White; fui a bailes de instituto, bebí cerveza (ilegalmente), conduje un coche (también ilegalmente), comí comida exótica y escribí cartas muy largas —sobre todo a mi hermano, al que echaba muchísimo de menos—.