Kjell Askildsen

 

No soy así

Cuentos, 1953-1996

 

 

Traducción de Kirsti Baggethun
y Asunción Lorenzo

 

 

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Kjell Adkilsen (Mandal, Noruega, 1929).

Es uno de los grandes maestros actuales del relato breve. Su primer libro Heretter følger jeg deg helt hjem (Desde ahora te acompañaré a casa), publicado en 1953, fue aclamado por la crítica, y al tiempo prohibido por «inmoral» en la biblioteca pública de su ciudad natal, debido a su alto contenido sexual. Askildsen es un escritor reconocido mundialmente y traducido a cerca de veinte lenguas.

 

 

 

Títulos originales:
Heretter følger jeg deg helt hjem (1953)
Thomas F’s siste nedtegnelser til almenheten (1983)
Et stort øde landskap (1991)
Hundene i Tessaloniki (1996)

 

© Kjell Askildsen

First published by Forlaget Oktober AS, 1953 - 1996

Published in agreement with Oslo Literary Agency

© De la traducción: Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo

 

De esta edición: Nórdica Libros, S. L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B

28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

 

ISBN: 978-84-17281-86-1

 

Diseño de colección: Filo Estudio

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Composición digital: Leer en digital

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

No soy así

 

 

CubiertaAskildsen posee un estilo literario caracterizado por la contención, la brevedad y la concisión formal. Artista del narrar que ha creado un estilo indeleble. Puede narrarlo todo y de la mejor manera con personajes sin rostro ni más rasgos físicos que el detalle indispensable, con nombres que se olvidan de inmediato, sin tonos de voz; representando diálogos minimalistas y muy a menudo sin saltos de párrafo ni comillas; con emociones transmitidas por una palabra o por un impulso a actuar, con climas y estaciones indicadas apenas por la luz o por ínfimas señales del cuerpo o del espacio natural; con tragedias resumidas por la simple evocación de una imagen visual y un clímax erótico logrados por el leve desplazamiento de una mano.

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Índice

 

 

PORTADA

NO SOY ASÍ

PRESENTACIÓN

NO SOY ASÍ

A partir de ahora te acompañaré hasta tu casa

A PARTIR DE AHORA TE ACOMPAÑARÉ HASTA TU CASA

CRÍAS DE GAVIOTA

CANÍCULA

FINAL DEL VERANO

ENCUENTRO

UN CÁNTARO DE TIEMPO

LA NOCHE DE MARDON

NADA POR NADA

PAMELA

EL SIGNIFICADO

TODO COMO ANTES

Últimas notas de Thomas F. para la humanidad

AJEDREZ

VAYA

EL PUNTO DE APOYO

EN LA PELUQUERÍA

CARL

EN EL CAFÉ

LA AGLOMERACIÓN

MARÍA

LA SEÑORA M.

THOMAS

UN REPENTINO PENSAMIENTO LIBERADOR

Un vasto y desierto paisaje

NO SOY ASÍ, NO SOY ASÍ

LA COLISIÓN

EL ESTIMULANTE ENTIERRO DE JOHANNES

ALLÍ ESTÁ ENTERRADO EL PERRO

EL CLAVO EN EL CEREZO

EL COMODÍN

UN VASTO Y DESIERTO PAISAJE

Los perros de Tesalónica

LOS PERROS DE TESALÓNICA

ELISABETH

LA EXCURSIÓN DE MARTIN HANSEN

EL ROSTRO DE MI HERMANA

EL SALTAMONTES

LOS INVISIBLES

UN LUGAR MARAVILLOSO

PROMOCIÓN

SOBRE ESTE LIBRO

SOBRE KJELL ASKILDSEN

CRÉDITOS

ÍNDICE

CONTRAPORTADA

Si te ha gustado

No soy así

te queremos recomendar

Caminar

de William Hazlitt & Robert Louis Stevenson

 

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PRÓLOGO

El mundo por delante

Para Víctor Gómez Frías,

caballero andante

A quienes tiendan a considerar que ese objeto llamado «libro» podría funcionar como metonimia perfecta de la vida sedentaria les podría parecer sorprendente, o incluso paradójica o contradictoria, la llamativa cantidad de novedades editoriales que, dedicadas monográficamente al tema del paseo o el caminar, vienen apareciendo desde hace un par de años entre nosotros, y dentro de la cual merece desde ahora destacar este pequeño volumen que ofrecemos hoy. Tal vez una biblioteca privada pueda simbolizar el reposo, la instalación en un lugar donde permanecer, pero, al menos desde que Alejandro Magno se iba a sus conquistas con los textos de Aristóteles como parte imprescindible de su impedimenta, la lectura nunca ha sido incompatible con la aventura, con el movimiento, con la errancia. Más bien al contrario, lo incomprensible es no llevarse libros a los viajes, y a la saludable y curiosa moda de libros sobre andanzas y caminatas se le podrían encontrar otros motivos, puestos a ello; aunque no hace ninguna falta, pues aquellos para quienes leer y caminar son dos imperativos irrenunciables y constitutivos sabemos que están esencialmente relacionados, hermanados en cuanto son dos modos elementales de intentar rastrear alguna verdad o por lo menos alguna pista, de sumergirse en la realidad para encontrar alguna certeza o merecer algún tipo de explicación.

Al margen del motivo del camino, y de las innumerables veces en que un sendero ha ejercido en la literatura como metáfora de la vida, prolongando el tópico clásico del Homo Viator, el hecho de trasladarse a pie es en sí un buen tema para la reflexión, que inevitablemente, además, vendrá acompañado de digresiones sobre el paisaje, la naturaleza, la salud del cuerpo y el alma. Pero no haría falta llegar tan lejos: el movimiento de las piernas y sus implicaciones, sus causas y consecuencias, e incluso su ideología (como ha demostrado Rebecca Solnit) son ya asuntos suficientemente complejos y apasionantes como para hacer un alto y detenerse en ellos. Sobre la actitud del flâneur que vaga o merodea por las ciudades, sobre las manifestaciones y revoluciones a pie o sobre las marchas militares, sobre el pícaro buscavidas que se da garbeos… hay bibliografía específica, y también, más en general, sobre el particular de los paseos, que aunque por supuesto tienen mucho que ver con el asunto que nos ocupa, suponen una versión dulcificada, por excesivamente civilizada, del hecho físico de caminar.

No pretendo llevar las cosas demasiado lejos, pero, si pasear es un entretenimiento distinguido, burgués, ocioso, elegante…, caminar es más bien algo instintivo, natural, salvaje. Pasear es un rito civil, y caminar es un acto animal. Pasear es algo social, y caminar algo más bien selvático, aunque sea por las calles de una ciudad. El que pasea se imagina paseando, o gusta de observarse según la perspectiva de los otros; el que camina es, en ese sentido, extrovertido, solo le importa el afuera. El que pasea coquetea diciendo que sale a buscarse a sí mismo, a conversar machadianamente con uno mismo, a reunirse consigo mismo, a reencontrarse o reconstruirse…; el que camina tampoco sabe nada, pero por lo menos ya ha alcanzado a darse cuenta de que hay poco que escarbar dentro de sí, y rastrea vorazmente el exterior, las calles, los campos, los cielos. El que pasea es un caniche que tiende a la presunción, y tal vez incluso a la egolatría; el que camina es un lobo que querría ser invisible para poder caminar mejor. El que pasea está satisfecho con su paseo y con su descanso; el que camina siempre está hambriento y seguirá avanzando. El que pasea da vueltas y vuelve a casa a las pocas horas; el que camina no sabe a dónde va y no ha encontrado un hogar definitivo. Pasear, como quería Karl Gottlob Schelle, puede ser un arte; caminar es siempre una necesidad. Pasear, en fin, tiene algo de ceremonia; caminar es algo que está decisivamente relacionado con la independencia y con la libertad. Lamento no saber explicarlo mejor, pero creo que el cómplice lector sabrá entender lo que digo si escribo que uno puede ir dando un paseo a hacer una visita rutinaria a sus abuelos, pero visitar a un amigo que va a ser operado a vida o muerte solo puede hacerse caminando. A eso me refiero. Uno lleva a sus hijos al colegio caminando, cuando amanece, y allí les enseñan a pasear.

«Si estás preparado para abandonar a tu padre y a tu madre, a tu hermano y a tu hermana, a tu mujer, a tus hijos y a tus amigos, y a no volver a verlos; si has pagado tus deudas, si has redactado tu testamento y has dejado tus asuntos en orden; si eres, por tanto, un hombre libre, entonces estás listo para empezar a caminar»: así habló Henry David Thoreau en su sublime tratado sobre el hecho de Caminar, una impugnación radical y casi cruel de nuestra tozuda cobardía ante la vida, y un texto que nos recuerda de un modo nítido e incontestable hasta qué desesperante punto somos culpables de nuestra propia falta de plenitud. Si ahora hemos tomado el lacónico título de Thoreau a la hora de recuperar los dos pequeños opúsculos de este volumen es porque ambos, aunque de un modo, digamos, menos extremo, más suave e incluso amable, aunque igualmente apasionado, tratan sin duda sobre el acto primario de la automoción a pie, y no de su versión acomodada o, desde luego, de su degradación deportiva.

Quienes corren o quienes pedalean suelen ser más bien gregarios, y se mueven como miembros de rebaños, racimos o pelotones, pero quienes caminan suelen anhelar la soledad, y no solo aquellos misántropos cuyo principal objetivo en este mundo es que les dejen en paz, sino aquellos que son más bien víctimas de una incomprensión general, de una sospecha imprecisa, y no saben o no pueden defenderse. En todo caso, al releer las primeras líneas del texto de Hazlitt tiene uno la sensación de que no es que convenga estar solo a la hora de caminar, como con tanta decisión argumenta, sino que es muy probable que quien se lanza a caminar acabe solo.

Por otra parte, se diría que la soledad que anhela y alaba Hazlitt tiene ante todo que ver con el silencio y, si le hubiera dado tiempo a ello, habría podido considerar incluir, entre las numerosas citas de las que se vale, aquel verso de Carlos Drummond de Andrade que confiesa que «solo soy sincero cuando estoy callado». A cambio, y entre autores principalmente ingleses, Hazlitt recurre a Cervantes, y aunque solo utiliza El Quijote para hablar de la gula de Sancho Panza, no ha de ser casual que se aluda a las aventuras de don Quijote, ese «andante» por antonomasia que, ante las habilidades adivinatorias del mono de maese Pedro, se acuerda del clásico adagio que sentencia que «el que lee mucho y anda mucho ve mucho y sabe mucho». Leer y caminar unidos, pues, de nuevo, como vehículos inmejorables para la obtención de experiencia y sabiduría.

Por su parte, las páginas de Robert Louis Stevenson son explícitamente una glosa con algo de réplica a las de Hazlitt, a quien tanto admiró, pero sirven como texto independiente en el que el autor escocés ordena con pulcritud sus propios pensamientos al respecto, y los ofrece en uno de esos textos rotundos e impecables que con tanta justicia le hicieron universalmente célebre.

Y ahora que los reunimos y publicamos juntos, he aquí en fin, inquieto lector, dos opúsculos literarios medicinales para nuestros empantanados tiempos, dos minúsculas obras maestras que simplemente celebran nuestra gloriosa y desaprovechada capacidad de mover las piernas hacia donde decidimos o hacia donde el azar disponga. Detesto la solemnidad y a los solemnes, pero creo que, si algo es realmente importante en este mundo, eso es conseguir que nuestras cosas tengan un sentido, en las dos acepciones de la palabra; es decir, una razón de ser, pero también una dirección. Un sustento y un horizonte. Una finalidad y una orientación. Un camino que, durante estos dos breves tramos, podemos hacer juntos.

JUAN MARQUÉS

PRESENTACIÓN

El escritor Kjell Askildsen (1929) es considerado uno de los más grandes escritores de la literatura contemporánea noruega, y el gran maestro y renovador del relato breve de su país. Está traducido a una serie de idiomas.

Debutó en 1953 y ha escrito varias novelas, pero sobre todo relatos breves. Dejó de escribir hace unos años debido a una ceguera creciente.

Ha recibido una larga serie de prestigiosos premios literarios. En 2006 el periódico de Oslo, Dagbladet, eligió la colección de relatos breves Últimas anotaciones de Thomas F. para la humanidad como el mejor libro de ficción de los últimos veinticinco años.

Askildsen estuvo al principio inspirado por la escuela de Hemingway, con su característica parquedad de palabras, luego pasó por la tradición de la nueva novela francesa y ya a partir de 1980 desarrolló ese estilo tan característico de él, minimalista, parco, realista e inquietante, que desde entonces ha ejercido una gran influencia en la literatura contemporánea noruega. Es considerado el gran renovador del arte del relato breve.

Una característica de sus textos es lo que no se dice en ellos, pero que está allí, algo como inquietante, vibrante.

En el libro Kjell Askildsen. Et liv (Una vida) de Alf van der Hagen, editado por Oktober en 2014, Askildsen habla sobre lo que él piensa que debe ser la literatura: «Tiene que haber algo dinámico en la literatura. No sirve de nada simplemente escribir sobre un paseo por el bosque. Tiene que haber contradicciones en un tema. Si vas a crear un cuento que tenga emoción a algún nivel, no sirve contar una historia de color rosa. Todo arte debe ser algo que hurgue en la gente. Tiene que haber algo que les aguijonee, algo que tal vez les dé un poco de miedo. Ese es en mi opinión el cometido del arte. No cantarles nanas para que se duerman. No contar historias bonitas. Al fin y al cabo las historias feas pueden resultar muy bonitas, porque pueden hacer que la gente se dé cuenta de que lo que ven en ellos mismos —y que se resisten a mostrar a los demás— también lo pueden encontrar en gente normal y maja en mis cuentos.

»Escribo sobre los aspectos sombríos de la vida. Pongo al desnudo debilidades en mis personajes, simplemente para que sean creíbles. Tengo como propósito escribir un relato que pueda resultar intrigante al lector —y a mí mismo—. Por esa razón necesito investigar mientras escribo».

Askildsen dice que construye un relato como un edificio. «Pongo piedra sobre piedra, y a veces no sé cómo concluir. Cuando me encuentro a la mitad no sé más que el lector. Mi problema es que tengo que continuar el relato, poner nuevas piedras, encontrar un final. Esto exige concentración. Con el tiempo soy más consciente de que lo que estoy haciendo es crear arte».

«Si la literatura es buena, nos proporciona alegría mientras la leemos. Surge como una especie de pausa en las trivialidades», dice Askildsen, que opina que de esa forma la literatura es algo que nos ayuda a seguir adelante.

Cuando se le pregunta por lo que exige del lector dice que no tiene ningún deseo de complicar las cosas. No usa ninguna palabra difícil, y no usa, al menos no conscientemente, símbolos. Pero escribe en primer lugar para gente que ha leído algo antes, y sí pretende que el lector reciba lo que él llama «impulsos contradictorios». «Puede que me equivoque, pero tengo la sensación de que he llegado mejor a las personas que han leído literatura en la que no todo le ha sido masticado y preparado por el autor». Lo que quiere con su literatura, lo que quería con su literatura (antes de la ceguera), era crear algo que fuera arte. Algo que él considerara arte. Porque él se considera un artista, un exartista, en línea con un pintor, en línea con un compositor.

Kirsti Baggethun,

agosto de 2018

NO SOY ASÍ

A partir de ahora te acompañaré hasta tu casa

Últimas notas de Thomas F. para la humanidad

Un vasto y desierto paisaje

Los perros de Tesalónica

A partir de ahora te acompañaré hasta tu casa

(1953)

A PARTIR DE AHORA TE ACOMPAÑARÉ HASTA TU CASA

—Tampoco te esmeras mucho con los deberes, sales corriendo en cuanto acabas de comer. Por cierto, ¿qué haces en el bosque?

—Pasear, ya te lo he dicho.

—¿Mirando los árboles y escuchando los pájaros?

—¿Y qué tiene eso de malo?

—¿Estás seguro de que eso es lo único que haces?

—¿Qué iba a hacer si no?

—Eso lo sabrás tú mejor que nadie. Y además, no deberías estar siempre solo. Vas a volverte loco.

—¡Entonces deja que me vuelva loco!

—¡No emplees ese tono con tu madre!

—¡Entonces deja que me vuelva loco!

—¡Ten mucho cuidado! —Ella se acercó. Él permaneció quieto. La madre le dio una bofetada en la cara. Él ni se movió.

—Si vuelves a pegarme, blasfemaré —dijo él.

—¡No lo harás! —dijo ella y le dio otra bofetada.

—Hostia —dijo él—. Me cago en la hostia. —Lo dijo del modo más tranquilo posible. Luego notó que le salía el llanto, un llanto de rabia, se dio la vuelta y salió disparado. Siguió corriendo cuando se encontraba ya en la calle. No porque tuviera prisa, sino porque la rabia también tenía algo que ver con sus piernas. Me cago en la hostia, pensó mientras corría.

Cuando por fin había dejado atrás las casas y tenía el bosque y el páramo delante, aflojó el paso. Miró el reloj de pulsera que le habían regalado por su decimosexto cumpleaños, iba bien de tiempo. Se merece que me vuelva loco, pensó. Algún día se lo diré. Le diré: Te mereces que me vuelva loco, porque no entiendes nada. No haces más que agobiarme todo el tiempo sin entender nada.

Siguió el sendero bosque adentro. La luz solar caía oblicua entre los troncos. Al ver eso se dijo a sí mismo que pensándolo bien el bosque es casi más bonito cuando el sol no brilla. Cuando llueve es cuando es más bonito. Notó por dentro un cosquilleo de felicidad, porque nunca había pensado en eso. El sol tiene la capacidad de engañar, pensó, y sacó un cuaderno del bolsillo. Entre las páginas había un trozo de lápiz, se detuvo y escribió: El sol tiene la capacidad de engañar. Así me acordaré, pensó, luego volvió a guardarse el cuaderno en el bolsillo y se sintió feliz. Realmente feliz.

Llegó a su destino, se sentó en una piedra y pensó: Si ella no viene hoy, no es porque haya mentido a mi madre. Ni porque haya decidido hacer lo que nunca hasta ahora me he atrevido. Si no viene, es porque le han mandado hacer algo y no puede venir.

Volvió a sacar el cuaderno. Lo abrió y leyó en voz alta las cosas que había estado pensando en el transcurso del día. «Como chasquidos voluptuosos sus oraciones subieron hacia un Dios imaginario». «Un cenador en el jardín solo para el placer». «La chica tiene piernas que suben más allá del borde de la falda». Cerró el cuaderno, y sonrió para sus adentros. Algún día, pensó, algún día…

Entonces llegó ella corriendo. Unas veces era rubia y otras morena, según las sombras y la luz solar que caían sobre ella. Llevaba una blusa amarilla y unos pantalones marrones.

—Me alegro de que hayas venido —dijo él, y ella se sentó a su lado.

—Claro que he venido —contestó ella—. Siempre vengo. ¿Me has echado de menos hoy?

—Sí.

—He venido corriendo casi todo el camino.

Él le puso una mano en el hombro. Ella volvió la cara hacia él, y sus ojos grises le sonrieron antes de cerrarse. Me lo pone muy fácil, pensó él, mientras la besaba.

—Vayamos al sitio donde estuvimos ayer —dijo.

—¿Qué vamos a hacer allí? —preguntó ella sonriendo.

—Ya veremos.

—Dímelo, ¿qué vamos a hacer?

—Lo mismo que ayer.

—Vale.

Siguieron el camino que se adentraba en el bosque. Iban cogidos de la mano, y cuando dejaron el sendero y empezaron a andar por el brezo, ella dijo que en clase de alemán había estado pensando que no solo son los años los que deciden la edad que tienes. Es verdad, dijo él. Y luego pensé que te diría que sería una tontería por tu parte pensar que eres más joven que yo, porque en realidad eres mucho mayor. No me he dado cuenta de eso, dijo él. Solo quería decírtelo, dijo ella. Vale, dijo él, pensando que si ella tenía alguna razón para decirlo, era la de facilitarme las cosas. Eso significa que no va a ser nada difícil, que entonces los dos queremos lo mismo. Le apretó ligeramente la mano, y ella lo miró, sonriéndole con la boca y con los ojos.

Llegaron al lugar donde habían estado tumbados uno al lado del otro el día anterior. Ahora se sentaron uno enfrente del otro, y él dijo, sin mirarla, que ayer al llegar a casa compuse otro poema. Léemelo, le pidió ella. No sé si es bueno, contestó él. Léemelo de todos modos. Está bien, dijo, si me acuerdo. Era incapaz de mirarla.

Es verano, susurró ella,

verano…

y se tumbó en el brezo

dejando que el verano viviera.

Besé sus ojos hasta que se volvieron negros

y ella pronunciaba extrañas palabras

sobre momentos de corta duración

sobre lirios que se marchitan

sobre el caballo que se quema las alas

al acercarse demasiado al sol.

Luego ella borró las palabras

con besos caldeados por el sol

— el verano vive.

Ella se tumbó boca arriba, y él se dio cuenta de que lo estaba mirando. Qué poema tan raro, dijo ella, y la manera en la que lo dijo le hizo sentirse feliz. ¿Te ha gustado?, preguntó él. Ven aquí y te contestaré, respondió ella. Él se tumbó de lado con la mano en el hombro de ella y el antebrazo sobre su pecho. Te admiro, dijo ella. Lo miraba mientras lo decía, y él no entendía cómo ella podía decir algo tan grande mirándolo a los ojos. Él llevó la mano hasta el pecho de ella, y ella dijo: pero no por eso te dejo arrugarme la blusa. No, dijo él, y empezó a desabrochársela.

—¿Nunca te hartas de mirar? —preguntó ella.

—Nunca hasta ahora he desabrochado esta blusa.

—Es nueva.

—Tiene más botones que ninguna.

Le abrió la blusa. La cogió por los hombros y la levantó para poder pasarle la mano por detrás. Le desabrochó el sujetador y le dijo: Quiero quitarte la blusa del todo. Ella se limitó a sonreír. Él le quitó la blusa y el sujetador, y los pechos se desparramaron un poco, pero no mucho. Tenía la sensación de que ya había vencido todas las dificultades. Ahora podía mirarla de nuevo a los ojos. ¿Ya estás feliz?, preguntó ella. Sí, respondió él, estoy pensando que ninguna otra cosa puede hacerme tan feliz. Pero hay algo más, y tengo que probarlo.

—Quiero desnudarte por completo —dijo, mirándola a los ojos.

—No debes hacerlo —dijo ella.

—¿Por qué no?

—Porque no y ya está.

—No te haré nada.

—Eso no puedes asegurarlo de antemano.

—Tengo que desnudarte —dijo él—. Si no lo hago ahora, lo haré más tarde, y no será más fácil entonces. Si no me lo permites, me harás mucho daño, porque he cedido todos los días durante una semana entera, y me hace cada vez más daño.

—Bésame —dijo ella, y él empezó a bajarle la cremallera del pantalón marrón mientras la besaba. Tengo que hacerlo, pensaba, es lo único correcto. Seguía besándola mientras le bajaba los pantalones. Ella se retorcía debajo de él, y él dejó de besarla y la miró a los ojos.

—No te haré daño —dijo—. Si quieres, te prometo que solo miraré.

Le bajó los pantalones hasta las caderas, ella no hizo nada por impedírselo.

—Dime que me quieres —dijo ella.

—Te quiero.

Ella sonrió.

—¿Te parece bonito?

—Sí. Es más bonito que todo lo que he visto en pinturas y estatuas.

—Lo que pasa es que me daba vergüenza —dijo ella—. Era por eso.

—Sí —asintió él.

—Ya no me da vergüenza.

—A mí tampoco.

—Puedes tocarme si quieres.

Él dejó que su mano se deslizara por su vientre y bajara luego por entre sus piernas.

—Bésame —dijo ella, y mientras él la besaba, ella le desabrochó y le mostró el camino. Era extraño, cálido y agradable. Ten cuidado, dijo ella, y él permaneció completamente quieto. Pensó: estoy haciendo el amor con ella. Este es el mejor día de mi vida, y a partir de ahora todos los días serán los mejores, porque ahora sé qué es lo mejor.

—Ten cuidado —dijo ella.

—Sí —dijo él—. Tendré cuidado. No te haré nada.

—¿Te gusta? —preguntó ella.

—Sí.

—¿Incluso cuando permaneces quieto?

—Sí —contestó él, un poco asombrado—. Esto es lo que deseaba.

—Yo también.

—Creo que ya nunca voy a desear nada que no conozca.

—¿Vas a echarme de menos?

—Sí —contestó él—. A ti y esto.

—¿Te parezco muy brusca si te digo que tengo frío? —preguntó ella sonriéndole.

—No —contestó él, y salió con mucho cuidado de ella. Se tumbó boca arriba en el brezo y miró las copas de los árboles. Ya no estaban del todo verdes, y pensó: Pronto será otoño y luego invierno.

—¿Qué vamos a hacer cuando llegue el invierno?

—No lo pienses. Aún falta mucho.

—Sí —asintió él, pero no podía dejar de pensar en ello. La miró, ella ya se había puesto toda la ropa menos la blusa.

—¿Quieres que te la abroche? —preguntó él. Ella asintió con la cabeza. Él contó los botones. Once. Se levantaron y fueron hacia el sendero. Ella dijo que ya no tendremos que tener vergüenza nunca más. Así es, dijo él. Tomaron el sendero cogidos de la mano. ¿En qué estás pensando?, preguntó ella. En nada en especial, contestó él. Sí, estás pensando en algo, insistió ella. Dímelo. Estoy pensando que debo haberte parecido muy raro por estarme completamente quieto, dijo él. Seguramente es así para todo el mundo la primera vez, dijo ella. Él la miró, ella no parecía avergonzada. Además te lo pedí yo, dijo ella, por eso lo hiciste. No, pensó él. No fue por eso. No sé por qué lo hice, pero no fue por eso.

—No creo que sea así para todo el mundo —dijo él.

—No pienses en eso —dijo ella.

—Tengo que pensar en eso —dijo él.

—También es culpa mía; te lo pedí porque tenía miedo.

—No es tan sencillo —dijo él—, porque yo prefería que fuera así.

—Fue solo porque tú también tenías miedo.

—No tenía miedo.

—Tal vez tenías miedo sin saberlo. A veces pasa.

—Sí —contestó él.

Habían salido ya del bosque, y a ninguno de los dos se le había ocurrido que debían irse a casa cada uno por su lado, como solían hacer.

—Te acompaño hasta tu casa —dijo él.

—¿Crees que debes?

—Sí —contestó él—. A partir de ahora te acompañaré hasta tu casa.

CRÍAS DE GAVIOTA

Remaron unos instantes antes de izar las velas. Soplaba un fuerte viento, y Paul dijo que sería peligroso fijar la vela mayor. Estaba sentado con la escota en la mano, mientras procuraba mantener la barca lo más firme posible contra el viento, con el fin de no tener que virar para atravesar el estrecho. La cuerda le cortaba la mano. Llegaban ráfagas bastante fuertes, pero no hizo falta aflojar la escota. La ató a la borda y vigiló el mar para que las ráfagas no le pillaran por sorpresa.

—Hace justo el viento que nos conviene —gritó a la chica. Ella estaba tumbada boca arriba en la proa mirando las velas.

—Hará más viento cuando salgamos al estrecho —dijo ella.

—Seguro que sí.

Así habría que estar siempre, pensó él. Sacó el paquete de tabaco del bolsillo y sostuvo la caña del timón entre el brazo y el cuerpo mientras intentaba liarse un cigarrillo. Tenía los dedos mojados y el papelillo se le rompió. Sacó otro papelillo, que también se le rompió. La chica le preguntó si quería que lo hiciera ella. Él le lanzó el paquete de tabaco.

—Esta es una buena vida —dijo.

—Así habría que estar siempre.

—Sí. Deberíamos hacer siempre lo que nos apetece.

—Para eso hay que tener dinero. No puedes hacer lo que te apetece sin dinero.

—Ya. Eso es lo fastidioso. Y para conseguir dinero tienes que hacer algo que no te apetece, y entonces ya no tiene mucho sentido.

Habían entrado ya en el estrecho. El agua estaba en calma. A ambos lados se erguían altos peñascos pelados. Fuera del estrecho el mar estaba agitado. Tenían el viento en contra, y la chica sacó un remo. Cuando el viento llenó las velas, Paul soltó la escota. El viento empezaba a ser muy fuerte, pero apenas entraba agua en la barca.

—¡Esto es emocionante! —gritó la chica.

—¿Te gusta?

—Ya lo creo.

—¿No tienes miedo?

—Sí, por eso resulta tan emocionante.

—Sí, tal vez. He oído decir que esos indios que se lanzan a una poza de veinte metros de profundidad, cuando ya han empezado con esa actividad no pueden dejarla. Si todos los días no hacen algo que pueda costarles la vida, les parece que no han vivido de verdad.

—Hay algo de eso, sí.

—¿Tú crees?

—No lo sé. Parece probable. Tiene que ser divertido estar constantemente salvándote a ti mismo la vida.

Paul mantuvo la barca firme contra el viento. La cuerda le cortaba la mano. Pensó que así es siempre. Te lo estás pasando muy bien, pero siempre hay algo. Pisó la escota para que no le resultara tan pesado sostenerla. Volvió la cabeza y vio que el estrecho quedaba ya muy lejos.

—No tenemos muchas posibilidades si la barca vuelca —dijo ella.

—Una de cien.

—Cuando tenía dieciséis años soñaba con morirme dentro de un gran bosque.

—Yo nunca he soñado con morir.

—Yo sí. Eran sueños bonitos. Nadie me había hecho daño, ni estaba enferma.

—Eres muy rara.

—Sí. Todo el mundo lo dice. ¿Te parece mal que sea así?

—No.

—Tú también eres raro.

—¿En qué sentido?

—Algunas veces te ríes sin que haya motivo para ello. Cuando mi padre contó lo de ese accidente de tren en Italia, tú te reíste. A mí no me pareció nada divertido. Y cuando luego te preguntó si habías leído algo de Hamsun, también te echaste a reír.

Llegó una ráfaga de viento. La barca se inclinó hacia un lado y le entró bastante agua. Paul giró el timón. La barca se enderezó, las velas aleteaban. Mantuvo la dirección contra el viento y tensó la vela mayor. Luego giró lentamente el timón hacia el lado contrario y la barca cogió velocidad.

—¿Tienes miedo? —gritó él.

—No he chillado, ¿no?

—Uno puede tener tanto miedo que no le salga ni un sonido.

—Pues tanto miedo no he tenido.

—Si quieres podemos dar la vuelta. Tú decides.

—Entonces quiero desembarcar en una isla. —La chica miró a su alrededor, y señaló algo justo delante de ellos—. Quiero desembarcar allí —dijo.

Era una isla bastante pequeña. En algunas partes crecían pinos contrahechos. Por lo demás, todo era roca y brezo. Cuando se encontraban ya muy cerca, se abrió ante ellos una cala. Paul llevó la barca en esa dirección y las velas aletearon porque el viento llegó de repente de otra dirección. La chica se puso de pie en la proa. Tenía el cabo de amarre en la mano, lista para saltar. Paul ató la vela alrededor del mástil. La chica saltó, y él tuvo que agarrarse al mástil para no perder el equilibrio en el momento en que la barca chocó con la tierra. Saltó tras ella. Tuvo que detenerse antes de acercarse del todo, porque ella lo estaba mirando con sus ojos azules, los brazos levantados por encima de la cabeza y la punta de la cuerda en una mano, y él dudaba de haber visto jamás algo tan hermoso.

—Me apetece abrazarte —dijo.

—Y a mí me apetece que me abraces.

La abrazó. Pensó que ella valía más que ninguna. La chica soltó la cuerda y le rodeó el cuello con los brazos, y él puso la mejilla junto a la de ella, su piel era agradable y fresca. Pensó que ella valía más que ninguna, y que ella quería aquello. Nunca le haría daño, pensó y retiró lentamente los brazos.

Ató la barca a una piedra puntiaguda y alargada, y corrieron juntos hasta el punto más alto de la isla. Por encima de ellos volaban gaviotas que brillaban al sol, chillaban, se sumergían y lanzaban sus gritos hacia sus cabezas. Ellos corrían sin hacerles caso. De repente la chica se detuvo y dejó escapar un pequeño grito. Él la miró, y vio miedo en sus ojos. Ella alargó un brazo hacia él, y él lo agarró. La chica miraba fijamente una pequeña grieta en una roca justo delante de ellos.

—¡Mira!

—¡Una cría de gaviota!

—Tengo miedo.

—No es más que una cría de gaviota.

—Podría haberla pisado. Escucha lo feos que son sus chillidos.

—Temen por sus crías.

—Quiero irme de aquí. Tengo miedo. Pueden hacernos daño.

Él quería decir que no, que no pueden hacernos nada, pero en ese momento levantó la vista y vio que las gaviotas bajaban hacia ellos, una tras otra. La chica gritó y se protegió la cabeza con los brazos, porque cuando las gaviotas salían de la luz del sol no estaban a más de dos o tres metros de distancia. Echaron a correr, y notaron cómo el miedo aumentaba al empezar la huida. Pero los chillidos se fueron distanciando, y él le sonrió y dijo: Creo que se han enfadado con nosotros. Imagínate que la hubiera pisado, dijo ella.

—No pensemos más en ello —dijo él.

—De acuerdo —dijo ella.

—Sentémonos aquí, que no llega el viento.

—Ahora tienes que abrazarme otra vez.

Era lo que él más quería. La abrazó y puso la mejilla junto a la de ella. Ella le cogió la cabeza y apretó su boca contra la de él, metiéndole la lengua entre los labios. Él se olvidó de que podía respirar por la nariz y tuvo que soltarse por falta de aire.

—¿Me quieres? —preguntó ella, sus ojos azules estaban muy serios.

—Sí.

—Dime algo bonito.

—Vales más que ninguna.

—Estás muy gracioso cuando arrugas la frente.

—Estábamos hablando de ti.

—Ahora me apetece encender una hoguera —dijo ella, levantándose—. Será la hoguera más grande que jamás haya ardido en esta isla.

Paul se levantó y bajó corriendo hasta el agua. Entre las piedras encontró madera ligera y seca devuelta por el mar. Lilly es rara, pensó. Cuando dice algo es como si nunca hasta entonces hubiera pensado en lo que está diciendo. Como si en ese momento pensara muchísimo en lo que está diciendo y nunca hasta entonces hubiera pensado en ello. Paul cogió una brazada de madera y subió corriendo hasta un pequeño llano que se encontraba a unos veinte o treinta metros isla adentro. Hizo un círculo con piedras. La chica llevó un montón de brezo y le preguntó que para qué eran las piedras. Para que el fuego no se extienda, contestó él. Qué buena idea, dijo ella y colocó el brezo dentro del círculo. Él puso la madera encima.

—Oye —dijo ella.

—¿Sí?

—Creo que yo te quiero más a ti que tú a mí, dijo. Él no pudo decir nada. Solo podía pensar que ella dice sin rodeos que me quiere. Él lo pensó muchas veces, y ella dijo que cuando me abrazaste me puse a temblar. Tú no temblabas. Eso no tiene nada que ver, dijo él, porque lo único que hay es que te quiero. Lo mismo me ocurre a mí, dijo ella. No estoy ni preocupada, ni cansada, ni feliz, ni ninguna otra cosa, lo único es que te quiero. Se acercó a él y él la besó mientras le duró el aire, y notó que ella temblaba. Luego ella le pidió que le dejara encender la hoguera. Él le dio las cerillas, no resultó nada difícil hacer arder el brezo seco. Se sentaron de espaldas al viento. ¿Puedo?, preguntó Paul y apoyó la cabeza en su regazo. Ella sonrió y enredó un dedo en el pelo de él, mientras él miraba las nubes. No se parecían a nada que hubiese visto antes.

—Estoy pensando en algo muy raro —dijo ella.

—¿Ah, sí?

—Sí. Estoy pensando en que si no hubiera sido de día cuando dijiste que me querías, habría tenido que echarme a llorar. ¿No es raro?

—Sí.

—Como si significara más en la oscuridad que con luz. Pero no es así, porque cuando más difícil resulta hablar de esas cosas es a la luz del sol, ¿no te parece?

—Sí. —Él seguía mirando las nubes—. Es como si los ojos se quedaran desnudos con el sol.

—¿Yo tengo los ojos desnudos?

—No, tú no.

Ella bajó la cabeza hacia él. Su boca se abrió un poco y sus ojos se cerraron incluso antes de llegar hasta él. Él notó el pelo de ella hacerle cosquillas en la cara y tuvo la sensación de que todo lo que sentía por dentro se desplazaba hasta sus dedos, y los apretó contra los hombros de ella. Soy yo quien hace esto, pensó. Ella levantó un poco la cabeza, pero no tanto como para que él dejara de notar la intensa respiración de ella en la cara. Ella le miró el pelo y dijo: Nos queremos. Lo dijo muy deprisa, y él pensó que ella nunca ha dicho nada de esa manera. Cerró los ojos y pensó: Es mía. De repente ella lo llamó por su nombre, y al incorporarse se libró de los brazos que tenía alrededor de los hombros. ¡Está ardiendo!, gritó, y él se puso de pie. Llamas y humo subían del brezo fuera del círculo de piedras. Él se acercó corriendo al pino más cercano y arrancó una rama. Se puso a golpear las llamas con ella. No sirvió de nada. Sabía que no servía de nada, pero seguía golpeando. Los ojos le escocían por el humo, y a veces el fuego le subía por los lados y tenía que retroceder varios pasos. Pero aún no se dio por vencido. Cuando la rama de pino empezó a quemarle las manos, la tiró y echó a correr. No veía a Lilly. Se detuvo y la llamó, pero no obtuvo respuesta. Rodeó las llamas y bajó corriendo hacia la barca. Lilly tampoco estaba allí. La llamó varias veces y empezó a subir hacia el punto más alto de la isla. No estará allí porque tiene miedo a las gaviotas, pensó. Se estaba acercando al punto más alto y los chillidos de las gaviotas eran cada vez más penetrantes. No puede estar aquí, pensó, porque tiene miedo de que las gaviotas vuelen directas hacia ella. Llegó hasta donde habían encontrado la cría de gaviota, y la vio arrodillada, con un polluelo en las manos. Las gaviotas volaban hacia ella. A un par de metros de su cabeza lanzaban un grito y cambiaban de rumbo. Ella estaba arrodillada con el polluelo muy cerca de la cara. Parecía estar hablando con él. Paul la llamó y ella volvió la cara hacia él y sonrió. Él corrió hasta ella y le dijo que tenían que irse. ¿A que es bonito?, preguntó ella, acercándole el pajarillo. Si no nos damos prisa, el fuego se extenderá y no lograremos volver a la barca, dijo él. Ya vamos, contestó ella, levantándose del suelo. Verás cómo nos da tiempo. El polluelo estaba quieto en sus manos. Paul dijo que en pocos segundos la isla entera estará ardiendo. Sí, contestó ella, y bajaron a toda prisa hacia la barca, corriendo directamente hacia las llamas y luego a lo largo de ellas para encontrar un hueco por donde escapar. No encontraron ninguno.

—Corre hasta la punta del cabo —gritó él, señalando hacia la entrada de la bahía. Esperó hasta que ella hubiese desaparecido y luego corrió en la misma dirección. Al llegar a la playa se desnudó y se lanzó al mar. El agua se cerró densa y fría a su alrededor, y nadó con brazadas cortas. Pensó que cuando llegue a tierra ella verá que estoy desnudo. Estaría bien que me viera, pensó, porque no tengo la culpa de que ella me vea. Ella elige mirar sin que yo pueda hacer nada. Llegó a la otra orilla de la bahía y salió del agua. Mientras soltaba el cabo de amarre se dio cuenta de que ella lo estaba mirando. Él colocó la cabeza de tal manera que ella no podía saber que él la estaba viendo. Ella se encontraba a solo setenta u ochenta metros de él. Él empujó la barca y se metió dentro de un salto. Pensó que si ella no ve que la estoy viendo, tal vez venga hacia la barca en el instante en que yo llegue a tierra para vestirme. Si lo hace, yo no tengo la culpa, porque le pedí que me esperara en la punta del cabo. Se sentó en el banquillo de la barca y sacó los remos. Una columna de humo denso subía de un espacio cuyo tamaño ignoraba, y el brezo quemado desprendía un olor agradable y ligeramente acidulado. Cuando se encontraba a seis o siete metros de tierra, metió los remos en la barca y se apresuró hasta la proa. Saltó a tierra. Dejó el cabo de amarre sobre la roca sin amarrar la barca. Empezó a vestirse mientras la vigilaba. Entonces la llamó. ¡Ven aquí, Lilly!, gritó. Ella tardó algo en aparecer.

—¿Crees que está asustado? —preguntó, apretando contra su pecho el pajarillo.

—¿Qué vas a hacer con él?

—Llevármelo e intentar que viva.

—Se morirá —dijo él.

—Lo cuidaré mucho.

—Se morirá de todos modos.

Se metieron en la barca, y él arrió las velas y fijó el foque. Ella se sentó en la proa. Cuando salieron de la bahía, la barca se escoró. La escota le cortaba la mano. Notó el fuerte olor a brezo quemado, y cuando se volvió, vio el humo que rodaba sobre la isla y desaparecía en el mar.

—¿Crees que se morirá? —preguntó Lilly.

—No lo sé.

—Antes dijiste que sí.

—No es seguro. No entiendo de esas cosas. Estaría bien que viviera.