Haz memoria

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Editorial Dos Bigotes

 

Haz memoria

 

Gema Nieto

 

 

 

 

 

 

Primera edición: septiembre de 2018

 

HAZ MEMORIA © Gema Nieto Jiménez

 

© de esta edición: Dos Bigotes, a.c.

Publicado por Dos Bigotes, a.c.

www.dosbigotes.es

info@dosbigotes.es

 

isbn: 978-84-948871-3-0

 

Diseño de colección:

Raúl Lázaro

www.escueladecebras.com

 

 

Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.

 

 

 

 

 

 

En recuerdo de Julia, Cesárea y Josefa, mujeres valientes
que depositaron en mí la semilla luminosa de su sangre.

 

Para la pequeña Marta, siguiente eslabón de la cadena.
Que tu generación jamás olvide el pasado y sepa mantenerlo
vivo como un fuego que ha de iluminar presente y futuro.

 

Y a Sofía, mi luz.

 

 

 

 

 

 

«La amnesia aniquila a los muertos por segunda vez.
Cada vez que les olvidamos, ya no están en ninguna parte:
ni en el mundo ni en nuestra mente».

Siri Hustvedt

 

 

«¡Oh, memoria, enemiga mortal de mi descanso!».

Miguel de Cervantes

 

0

Es como un rayo veloz, una ráfaga amarilla que atraviesa la tarde sin que ninguna de las dos la haya visto venir. En su aleteo eléctrico, desquiciado, el pequeño meteorito de plumas se estrella contra un obstáculo blando e imprevisto que tampoco parece haber calculado en su trayectoria, y consumado el inesperado encuentro, quizá aturdida la minúscula cabeza si los pájaros tuvieran capacidad de asombro, a la anciana que lo ha recibido en su pecho sólo le da tiempo a subir hacia él las manos y agachar la barbilla en un gesto de recogimiento tan inmediato como instintivo. Hay algo de lógica maternal en la reacción de esos dedos que tiemblan al sostenerlo. Un canario surgido de las nubes, venido de no se sabe dónde, ha cruzado cielos de ciudad y de extrarradio en una inexplicable travesía hacia el amplio espacio libre, desde el oportuno despiste que ha dejado abiertas las puertas de su jaula, y lo mínimo que puede hacer ella al sentir el impacto ligerísimo justo a la altura del corazón es proteger la decisión que ha llevado hasta allí al mensajero de un trino por fuerza cifrado, obligado portador de alguna noticia o recuerdo que llega justo entonces y no de otra manera, en una estela como de cometa recién caído o flecha de luz lanzada desde un arco.

 

1

Las casas trascienden la memoria. Su núcleo, cada una de sus piedras y sus granos de arena la conservan cuidadosamente como quien alberga entre las manos a un pajarillo que acaba de desplomarse del nido. Las casas custodian su misterio y sus secretos blandamente, sin lanzas ni escudos, a través de cortinas de papel o cajas al alcance de quien quiera abrirlas. Si las casas se derrumban la sangre se va con ellas, las conexiones neuronales que hacen posible el recuerdo se pulverizan bajo sus muros y desaparecen para siempre. Pero mientras una casa permanezca en pie, aunque cerrada durante años, aunque vendida a otros dueños, aunque cambiada e irreconocible, será posible escuchar y ver cuanto aconteció en ella con sólo apoyar las manos en los tabiques y hacer un poco de presión. Ése es el umbral que cruzó corriendo el chico la tarde que se le detuvo el corazón en las tapias del cementerio, aquél es el rincón donde la mayor bordaba y guardaba silencio, en las alacenas del pasillo se acumulaban los odres y los cestos hasta que la mediana los cogía para llenarlos de vino y fruta. En el primer peldaño de las escaleras se irguió una tarde la voluntad de la más pequeña. Aquél es el cuarto donde se encerró. En esta habitación se cumplieron los días del esposo de la matriarca. Los baúles continúan almacenando tesoros: cartas, periódicos, diarios, títulos de propiedad. Todas las voces de la casa callarán expectantes en cuanto ella entre y comience a abrir los cajones, se hará la luz en las ventanas para que el polvo baile y se pose, la alarma le vibrará en los dedos al colocarlos sobre los muros y presionar, lo sabe, pero es un sobresalto bueno, conocido, concerniente a su propia sangre, del que no puede temer nada más que la verdad completa, manifestada allí donde se constituye como principio y causa o como única revelación posible de lo que somos y lo que hemos hecho, la convicción de que pertenecemos a la primera casa que hemos habitado.

Frente a ella la carretera es larga y atraviesa campos amarillos, molinos de viento en la lejanía, pronto abrirá el portón y se sentará un momento en el banco del pequeño patio antes de iniciar los rituales de exhumación y búsqueda, los ojos y las manos temblando de ansiedad igual que le están temblando ahora, sobre el volante, mientras la carretera es una cinta desplegada que sigue y sigue, rotunda, luminosa, inexplicable, hacia el pasado.

 

Días antes, el comienzo del verano, la llamada, la decisión de viajar al pueblo y de abrir la casa que lleva casi veinte años cerrada y en pie, la respuesta negativa a toda posibilidad de ir acompañada. En la ciudad, acomete la tarde con sus lanzas. El verano es puro fuego que surge del asfalto y se eleva en espirales como de hierro, casi visibles, las distingue girando con todas sus llamas crispadas tras la ventana del piso que habita desde su infancia, el cristal ante sus ojos a punto de fundirse, inconcebible el hecho de que más allá pueda existir otro verano que no sea de cemento sino de tierra y cielo llano, calientes y reales, uno sobre otra derramándose sin artificio. El verano que se desbordó la cosecha… No dábamos abasto cortando las vides. Desde que vive sola en ese piso que necesita una reforma, le gusta mantener cerradas las ventanas y nunca invita a nadie a subir. De niña pasaba las noches junto a un reloj hasta aprender que las casas son tumbas y templos, lugares sagrados de retiro o refugio de secretos. Está obligada a abrir alguna puerta, allí donde duermen. Irá y lo hará sola, esto lo ha sabido desde incluso antes de recibir esa llamada, como una certeza que ha estado siempre instalada en ella a la espera de despertar, llegado el momento justo de emprender el camino de regreso hasta esa casa. No entiende de gestiones ni le interesan los abogados ni los trámites legales pero ha de ir sola, sin compañías que enturbien la llegada a un territorio virgen de oscura mitología anterior a todo registro histórico. No son los títulos de propiedad de las lápidas del cementerio ni el testamento de sus tías ni los papeles en los que debe poner orden como única heredera viva antes de que sea demasiado tarde, es la casa la que tira de ella como un oráculo monolítico de llamada inexcusable. Más que su existencia física, la conciencia de esa casa, que se cerró con el traslado de su abuela y de ella a la capital pero que comenzó su declive mucho antes, con las huidas, con las ausencias, es la que retumba y pervive y reclama su voluntad desde otro tiempo. Es como el eco de una onda, el temblor sostenido de un grito. La raíz gigantesca de un único árbol sobre el mundo. Ella misma vivió entre esas paredes un año de su vida, un año que retiene firme en su recuerdo pese al tiempo transcurrido y las nieblas de cuanto aconteció. La información que le falta es la que extrae con esfuerzo de los diálogos inconexos que sus dos tías mantienen las tardes que se acerca a verlas a la residencia, siempre que puede. La salud de la mayor es la más perjudicada: tiene casi ochenta años, apenas ve y los tentáculos negros del olvido se han extendido con rapidez dentro de su cabeza y han hecho presa; únicamente algún destello de cordura sobreviene cuando uno de estos apéndices parece saltar como un látigo y dejar libre alguna neurona que inmediatamente establece conexión en un chasquido de ansiedad y momentáneo triunfo, entonces alza la cabeza y sus ojos recuperan una visión más allá del paisaje y el tiempo que tienen ante sí para confirmar que ella misma giró la llave del baúl mientras su marido la esperaba en la calle sujetando la puerta del coche, recién ascendido y destinado a las oficinas de los abogados del Ejército en la capital. Miré hacia arriba y comprobé que había dejado cerrada mi ventana, mis hermanas y mi madre me despidieron en el portón. Luego subí al coche y pensé que volveríamos, que yo volvería algún día a recoger mis libros y mis cuadernos pero que mejor se quedarían allí hasta que llegara ese momento… Dura un minuto la revelación hasta que sobreviene la siguiente ola de olvido, más alta y más densa, que cubrirá su memoria durante al menos otras veinticuatro horas. La hermana pequeña presencia estos arrebatos lúcidos con entusiasmo sosegado, se detiene (siempre su voz es la que sobresale entre las torpes conversaciones de las butacas del jardín) y escucha atenta, pendiente de unas palabras que tendrán que someterse a valoración o juicio pero que invariablemente da por fin como ciertas, y en esa certeza se basa su regocijo cada tarde, vigilante cuidadosa de recuerdos que van despachándose en dosis tan pequeñas que corren el riesgo de secarse y perderse. Por las mañanas nunca tiene lugar el milagro, las horas transcurren entre las partidas de cartas en la cafetería y el sol apacible del jardín, la mayor se despierta siempre más tarde y los enfermeros la bajan en su silla de ruedas hasta un rincón luminoso, pero desde allí escucha a su hermana parlotear y quejarse y después reír ruidosamente y tirar las cartas una tras otra sobre el tapete, y a veces cree reconocer el timbre de esa voz que se abre paso como la hoja de un cuchillo cortando lianas o cuerdas o tentáculos de monstruo, y entonces algo se abre como una tapa de arcón que le es familiar o son dos cortinajes negros que se retiran y lo que se escondía entre ambos se descubre y la traslada fuera de un túnel hasta un espacio mínimo, pero suyo, y ella también sonríe.

Y es una de esas mañanas, una exactamente igual que la anterior pero en la que quizá, no puede saberlo, la mayor ha pronunciado una frase fuera de lugar o una palabra inesperada que ha trastornado el fluir de las horas y de su pensamiento, cuando recibe la llamada de la pequeña de sus tías:

—Cariño, deberías empezar a poner los papeles en orden, ya sabes que nosotras no duraremos mucho más. Deberías ir a casa y traerlos… Busca en el arcón, ahí está todo.

 

La carretera parte en dos un espejismo de ondulante cereal al sol de agosto, plano como el mismo campo cultivado, sin una sola mancha ni un obstáculo a la vista.

 

2

Ella misma se había ocupado durante años de dejar claro que no la llamaban la Rusa por sus afiliaciones políticas, mucho menos por sus simpatías ideológicas, de modo que más adelante, cuando estalló la guerra, a nadie le generaba dudas un sobrenombre conocido desde siempre. Quizá un apelativo así habría resultado confuso o arriesgado en una época convulsa en la que se señalaba y se aislaba, y en la que más tarde incluso serviría para juzgar y condenar, pero no era éste el caso de que pudieran surgir preguntas al respecto ni, mucho menos, que su dueña sintiera aprensión ni temor alguno al estigma. Sólo de imaginarlo le entraban unas ganas muy curiosas de reír. El miedo, más bien, deberían sentirlo otros. O todos los demás, a su juicio. Era eso lo que pensaba y, sin necesidad de decirlo, lo que todos extraían de sus maneras, de la forma que tenía de enfrentarse al hablar o de realizar cualquier acción, siempre a través de una especie de violencia contenida y defensiva, como un escudo que sostuviera a la altura de los ojos en todo momento preparada para lanzarlo a modo de arma si fuera necesario. Sus ojos eran la medida de su fuerza. Había un desdén implícito en ellos, una aversión hacia la misma vida desde casi el momento de su nacimiento, cuando la comadrona se asombró al verla aparecer con los ojos del todo abiertos y sin llorar, mirándola fijamente sin amago de pestañeo ni rendición. Hija del boticario, criada entremedias de una maraña de niños que iban muriendo o simplemente seguían creciendo, ya desde su llegada a este valle miserable pareció dejar claro que iba a ser alguien a quien tomar en serio y con distancia, alguien a quien borraría su propio nombre un apodo evocador y poderoso, que partiría de un físico poco común para planicies de sol pero que se extendería y se amoldaría a todo su carácter hasta imponerse a la costumbre y al inconsciente colectivo, un sobrenombre venido de las tierras del frío donde a los gobernantes les traía sin cuidado que el pueblo se muriera de hambre. Exactamente igual que a ella. Si hemos venido a este mundo a penar hasta salvarnos, que cada uno vigile y conserve su capa y su sayo, ella no tenía por qué disponer de más ni compartirlos si así era. Pedirle algo a la Rusa era una empresa más que inútil, era aterradora. Su propia actitud disuadía de poner un pie en el umbral y tocar a su puerta, porque en el instante en que abría ella, ocupada su madre quizá con racimos de niños en los brazos y en las faldas y las ollas en el fuego y toda la ropa por tender, te miraba y, todavía sin que hubiera pronunciado ni una palabra, cuando conseguías balbucear lo que necesitabas o lo que te habían mandado solicitar desde la casa vecina —un poquito de sal, un huevo, un puñado de harina—, ya notabas cómo el alma entera se te helaba en la garganta, en mitad de los pulmones, paralizados los músculos por ráfagas azules —me obligas a venir a la puerta a contemplar tu insignificancia cuando tengo tantas cosas que hacer—, y aún quedaba aguardar a que la Rusa respondiera algo como «no nos sobra nada», cuando no «fuera de aquí», y sus ojos impávidos atravesaran más allá de tu presencia hasta reconocer y registrar tu parentesco, la genealogía completa de ascendentes y hermanos, y recordarla. La memoria de la Rusa era un cuchillo que apuntaba y no fallaba nunca. Fijaba el tiro en cualquier momento con nubes o sol de frente, abatía en pleno vuelo si era preciso y, a falta de otra, administraba su propia justicia. Años después, con el episodio del palomar del Galgo, quedó confirmada del todo no sólo la infalibilidad de su recuerdo sino también de su empeño, además de la incapacidad de los vecinos para, aun conociendo las razones que pudieran motivarla, oponerse a ella con aperos contrarios al silencio. A la Rusa se la miraba desde abajo y no se le hablaba en otro tono que no fuera de oración o de súplica, como a una efigie adusta y blanca que no obstante podría haber conseguido el marido que hubiera deseado, la vida quizá que se le hubiera antojado, aquí o incluso fuera, porque la misma fuerza que la empujaba y que parecía no encontrar obs-táculo en su camino podría haber sido torrente imparable, y también porque era guapa, tenía una belleza innegable y un atractivo distinto al de todas las demás chicas del pueblo, tanto que no se parecía a ninguna de ellas, con su pelo rubio, sus manos largas y ese porte de reina, que de dónde lo habría sacado, tan extraordinariamente adecuado a ella, que todos los chicos y muchos hombres soñaban con dejar de mirarla e incluso de hablarle desde abajo con esa humillante sumisión para ser capaces de encararla y derribar por fin su escudo sin necesidad de lucha. Pero era, tenía que ser, un objetivo arduo e inmensamente laborioso, y pese a que la fantasía la alimentaban todos haciendo de ella quimera oficial, ninguno de ellos, campesino, carpintero, tendero, mozo de bueyes, médico, panadero, torpe o ingenioso, tímido o atrevido, cobarde, bromista, desenvuelto, simple o sinvergüenza, pasaba de imaginarse conquistador. A la Rusa, en el fondo, no tenían más remedio que odiarla con la misma intensidad con que la deseaban, porque les recordaba a todos, fuera cual fuera su condición y valía, lo escasamente hombres que, a su lado, podían llamarse a sí mismos. Por supuesto, ella lo sabía y no le importaba lo más mínimo. Y si a sus diecinueve años decidió casarse con el dueño del almacén de piensos, que ya contaba más de treinta, provocando así la desazón del sueño roto en todos los que nunca se habían atrevido a declararle nada y la frustración eterna en aquellos otros que de verdad creían estar enamorados de ella, fue guiada por el carácter eminentemente práctico del asunto y porque, sin duda, se trataba del mejor partido (y el más cómodo) que podría encontrar en kilómetros a la redonda, siendo realistas. Con este matrimonio se aseguraba una buena posición en calidad de propietaria y señora de una casa en condiciones, nada que ver con toda esa chusma de asalariados o jornaleros dependientes para siempre de un patrón. Y los que poseían eran y serían siempre los vencedores, de eso estaba convencida.

Cabría suponer que, por analogía, al dueño del almacén de piensos se le empezaría a llamar el Ruso desde su casamiento, pero era un apodo que le venía grande, tan acostumbrados que estaban todos a las hechuras de una mujer que lo lucía con semejante orgullo. Él era, en cambio, un hombre flemático y manso, el ser agradecido y resignado a quien, sin buscarlo ni pedirlo, acababa de serle adjudicado el regalo que todos sus conocidos ansiaban y que no acababa de comprender el revuelo que habían levantado su breve noviazgo y su boda. Su vida hasta ese momento había transcurrido en mitad de tal placidez y rutina que fue como si un día, al salir del despacho donde arreglaba sus cuentas y las guardaba en carpetas cuidadosamente ordenadas por meses y años, alguien le hubiera llevado hasta allí a la que iba a ser su mujer y, con total normalidad, se la hubiera señalado para entregársela. Y qué podía haber hecho él sino aceptarla tal y como vino, tal y como había venido todo, si además la muchacha era joven y agraciada (más que eso, era bellísima) y a él no le cupo ninguna otra voluntad de decisión sino que toda se inició y se quedaría, desde entonces, en las manos de la Rusa. Él jamás sería el Ruso, su amabilidad y facilidad de trato distaban mucho de cualquier ropaje majestuoso con que se pretendiera investirle, pero por similitud semántica, o por necesidad de comprender lo extraño del suceso, de nombrar lo inexplicable mediante un término más lógico (y el hecho de que fuera dueño de un negocio era un buen asidero, seguramente el único) o incluso tal vez por cierto afán de burla a través de la que desahogar el despecho, pasó a ser conocido como el Zar.

La Rusa no había hecho otra cosa que utilizar su propia limitación y aprovecharla. Simplemente, reconoció, midió y actuó en consecuencia. Si esto soy, si esto me entregan mi condición y este lugar, tomaré la mejor parte. Lo que se apresuraba en sus ojos nada más entrar en su nueva casa y contemplarla, grande y espaciosa, sin niños por todas partes, con un pequeño patio y rincones luminosos sólo para que ella los disfrutara en silencio, era el rechazo a cualquier desventaja, la ansiosa, disfrazada, renuncia a resignarse. Y desde la primera noche impondría su voluntad y la proclama de su triunfo.

 

Además del negocio del almacén de piensos, el Zar había heredado de su padre una pequeña parcela de labranza a la que apenas prestaba atención más que para dedicarla al cuidado de unos cuantos árboles frutales. Se extendía algo más allá de la franja donde antes se ubicaba el pozo seco y que en el presente era tierra de nadie, al límite de donde comenzaban los cultivos del hombre a quien llamaban el Galgo, apodo que se había ganado por su cojera, única secuela de la polio que sufrió de niño y que milagrosamente no se llevó también su alma, y por la extrema delgadez de sus miembros y sus facciones. El Galgo hablaba poco y aunque era rápido de acción, o precisamente debido a ello, su capacidad de reflexión marchaba casi siempre unos pasos por detrás del avance de su toma de decisiones. Actuaba por impulsos y era escueto a la hora de explicarse, si es que estaba obligado a ello. Alumbraba una idea y por dificultosa, osada o estúpida que cualquiera pudiera considerarla, él no perdía en acometerla más que el tiempo estrictamente necesario para conseguir los elementos materiales que requiriera su realización. Lo que hacía, en suma, prefería dejarlo tal y como se le había ocurrido en un primer momento y sin más cavilación mientras lo ponía en práctica. Y como éste era su modo habitual de proceder, habría sido complicado esperar o exigirle otro distinto cuando decidió proyectar la construcción de un palomar en el extremo de sus terrenos colindantes con los del Zar. Fue la época en que la Rusa estaba ya embarazada de la que sería su primera hija, y así, semana tras semana en la progresión de su embarazo, se acercaba hasta las lindes del Galgo para observar con sus propios ojos la evolución de los tablones, los alambres y el resto de materias primas que iban adquiriendo el aspecto de una estructura con paredes, repisas, posaderos y una techumbre tan grande como para albergar, a simple vista, a más de veinte pichones. Y aquella visión, conociendo la terquedad del ingeniero e imaginando los planos probablemente desplegados en su cabeza, preocupó a la Rusa desde el instante mismo en que el Galgo marcó las cuatro esquinas y empezó a levantar los cimientos.

—Galgo, mide bien no vayas a equivocar el ancho o el largo —le advirtió más de una vez, apostada de frente al alzado como una antigua diosa del origen que ha decidido descender al mundo para favorecer con sus técnicas y consejos la habilidad de los primeros constructores.

—Descuida, Rusa —era la única respuesta que obtenía.

Y la Rusa, tras unos minutos de detenida observación y peores sospechas, se alejaba con su vientre cada vez más hinchado para trasladarle por la noche sus temores al Zar, a quien, como también habría sido insensato esperar que los recibiera de manera diferente, no le inspiraban otra reacción que no fuera la de mitigarlos.

—Mujer, sólo son un par de metros que ocupan una esquina pedregosa, no le hace ningún mal a la parcela.

—Esa tierra es tuya hasta el último centímetro y mañana será de tus hijos, ¿con qué derecho viene nadie a ocupártela? Y además, las palomas te ensuciarán los frutos y lo empocilgarán todo. —La petición de calma del Zar no conseguía otro efecto que ponerla aún más furiosa, pero resultaban baldíos todos los intentos de la Rusa por convencerle de la necesidad del litigio así que ella, a su pesar incrédula y desconcertada, terminaba siempre haciéndole la misma pregunta—: ¿No harás nada?

El Galgo terminó el palomar semanas después, a poco del alumbramiento de la Rusa, que como una ofensa imperdonable lo había visto crecer día tras día delante de sus ojos y de la inconcebible pasividad de su marido. Le asqueaba el olor de los pájaros y su sucio revuelo de plumas y arrullos, pero más incluso que eso o que el latigazo constante de la rabia cada vez que paseaba cerca del lindero era la inacción del hombre que dormía junto a ella cada noche sin que ni un ápice de su arrojo se le hubiera traspasado. Con ambas pruebas consumadas, el avance hasta el final del Galgo y la ineficacia del Zar, se dirigió ella misma a la casa del infractor para exigir cuentas por sus propios medios. Llamó a la puerta con la insistencia de quien reclama una justicia merecida que le está siendo negada hasta que abrió la mujer del Galgo. Nada más comprobar de quién se trataba le cubrió la cara una expresión de hartazgo.

—Vengo a hablar con tu marido.

—No está aquí.

—Dile al muy cobarde que salga a hablar conmigo o le echo abajo el palomar con mis propias manos.

Más que cualquier otra cosa —el bufido en respuesta, el hecho de que ni siquiera la hubiera invitado a entrar y sentarse en su adelantadísimo estado de gestación, el mohín de indiferencia y burla—, el portazo resultó determinante. Fue lo que convirtió su rabia, que podría incluso haber sido llevadera de por vida, en odio. El ruido y la visión de la puerta cerrándose en su propia cara operaron en la Rusa la transformación irreversible. Si no hubiera sido por ese portazo, que supuso para su orgullo el mayor ataque imaginable, seguramente no habría llevado tan lejos las represalias, pero la Rusa sopesó de tal magnitud aquel ultraje que sintió arraigarse la semilla desde el segundo inicial y le fue imposible frenarla.

Cuando aquella muerta de hambre le cerró la puerta en las narices pensó en prenderle fuego al palomar entero con las aves dentro, en aquel mismo momento una chispa sola de su sangre habría bastado. Pero de camino al lugar de origen de la afrenta, resoplando como iba a causa del cansancio y la ira, jurando y maldiciendo, algo le dijo que si esperaba un poco, la ocasión se presentaría mucho más propicia. Fue un atisbo de intuición completamente irracional, un susurro en el oído traído desde muy lejos, como una sombra de presentimiento soplada por algún demonio aliado. Y nada más considerarla se detuvo en seco, llevándose ambas manos a la tripa. Le costó contenerse pero lo hizo. Aprendió a templarse como un hierro al rojo. Masticó el agravio durante años, aguardando el mejor momento para devolverlo, y la espera fortaleció su voluntad y sus músculos como un fuelle mantenido siempre en tensión sobre las brasas.

 

3

Nada más entrar un empujón suave, un roce en las sienes. Los ojos de la Rusa clavándose en ella el día en que atravesó la puerta para quedarse un año allí, el recuerdo perfecto de su expresión y sus palabras: «No es tan guapa como su madre, pero al menos es jara…». Jara de los cucos, llamaban a su madre, por su pelo claro y la afición de sentarse bajo los olivos que rodeaban las cepas y arrullarlas, tardes y tardes, nadie sabía qué cantaba ni por qué, ave esquiva y risueña que anidaba bajo las hojas para sentir cómo crecían y se doblaban. Jara que era espiga rubia y flecha, hija misma de los campos, fantasma de larga trenza en su confusa memoria infantil. Aquel día sí lo recuerda, porque fue como un forzado aterrizaje en un planeta inhóspito pero que sabría reconocer de antes, de haberlo visto en grabados antiguos o en manuales de ruta o de sentirlo como perteneciente a sí misma, como posesión y existencia y destino desde mucho antes de nacer. Por eso no le era del todo extraño ni le daba ningún miedo, pero las veces anteriores en que había ido a visitar a su abuela habían sido muy contadas y ahora ella era una niña, no un bebé sin conciencia. «Se parece más a aquella otra, la que se ahogó».

Ser la nieta de la Rusa conllevaba la posesión de ciertos privilegios, que eran en parte innatos, en parte adquiridos. El sigilo podía considerarse de los primeros. No tener miedo, de los segundos. Muchos eran una mezcla de ambas clases y fueron tempranamente aprendidos, favorecida su práctica por una natural predisposición. Estar adiestrada en la escucha del silencio o aprender a hacer memoria junto al reloj formaban parte de estos últimos. Muchos otros se unirían más tarde, con los años, cuando se revelaran a imagen y pulida semejanza de los rasgos de su abuela, como el tesón, la seriedad o la fe inquebrantable en la fuerza de la voluntad que sustituía a cualquier dios. Pero todos, en cualquier caso, brotaron durante su primera infancia en el nuevo escenario de una casa que sería el terreno perfecto para la siembra y bajo la influencia de una muerte devastadora que actuaría como riego.