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Akal / Universitaria / 375 / Historia moderna

Fernando Bouza Álvarez

Del escribano a la biblioteca

La civilización escrita europea en la alta Edad Moderna (siglos XV-XVII)

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Entre 1450 y 1700, Europa se configura como una civilización escrita. Sus corolarios sociopolíticos –en forma de conciencia lingüística y de construcción de la identidad–; sus usos –impresos y manuscritos, gubernamentales o individuales, de ocio o de construcción de conocimiento–; y sus espacios de producción –escritura e impresión– y de lectura, son analizados de forma brillante por Fernando Bouza, nuestro más diestro historiador cultural.

Para el análisis de la progresiva implantación de una civilización escrita en Europa se utiliza lo que podríamos llamar una historia natural del libro y del autor, exponiendo los distintos pasos que había que recorrer desde que se aprendía a leer y a escribir, no siempre en la infancia, hasta que las obras ya concluidas eran leídas, u oídas leer, por el público y colocadas en los anaqueles de sus bibliotecas, consideradas aquí ejemplos de una específica manera de ordenar el saber. Algunas de estas obras acabarían en las prensas de la imprenta y se destinarían a un número grande de posibles lectores; otras, en cambio, se mantendrían manuscritas, restringiéndose, por tanto, la amplitud de los que tuvieron acceso a ellas, sin que esto suponga que quedaron fuera de toda circulación. Es así como manuscritos e impresos, antes que oponerse, se presentan como dos posibilidades de la escritura, dos usos distintos que cumplían funciones diferentes y a los que cabía recurrir según fueran los deseos o las necesidades que hubiera que satisfacer.

Fernando Bouza es catedrático de Historia Moderna en la Universidad Complutense de Madrid. Especialista en historia cultural y política de la alta Edad Moderna, en Akal ha publicado Cartas de Felipe II a sus hijas (1998), Imagen y propaganda. Capítulos de historia cultural del reinado de Felipe II (1998) y Dásele licencia y privilegio. Don Quijote y la aprobación de libros en el Siglo De Oro (2012).

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Director de la serie

Fernando Bouza Álvarez

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© Fernando Bouza Álvarez, 2018

© Ediciones Akal, S. A., 2018

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ISBN: 978-84-460-4457-4

Para Carmiña, este poco

REFERENCIAS DE ARCHIVOS Y BIBLIOTECAS

ACA: Archivo de la Corona de Aragón, Barcelona

ACV: Archivo de la Chancillería de Valladolid

ADA: Archivo de los Duques de Alba, Madrid

AGI: Archivo General de Indias, Sevilla

AGS: Archivo General de Simancas

AHN: Archivo Histórico Nacional, Madrid

AHNB: Archivo Histórico de la Nobleza, Toledo

AHPM: Archivo Histórico de Protocolos, Madrid

AHPOu: Arquivo Histórico Provincial de Ourense

BHMV: Biblioteca Histórica, Marqués de Valdecilla, Madrid

BL: British Library, Londres

BMB: Bibliothèque Municipale, Besançon

BNE: Biblioteca Nacional de España, Madrid

BNP: Bibliothèque Nationale, París

Bornos: Archivo de los Condes de Bornos, Madrid

Escorial: Biblioteca del Monasterio de San Lorenzo el Real de El Escorial

MP: Museo Pedagógico, Madrid

Zabálburu: Archivo y Biblioteca Francisco de Zabálburu y Basabe, Madrid

Nota Bene. Para facilitar su lectura, la grafía de los textos de época ha sido modernizada, modificándose, asimismo, su puntuación. Con idéntico objeto, algunos textos han sido traducidos al castellano desde su lengua original.

Esta nueva edición responde al texto original publicado en 1992, que ha sido aumentado con algunas referencias y, ante todo, documentos que entonces no encontraron cabida o a los que, felizmente, se ha accedido más tarde. En especial, se ha incrementado la serie de textos reunidos en apéndice con el objetivo de evocar la variedad y riqueza de las fuentes primarias para cuantos se interesen por la historia cultural de la política altomoderna desde una perspectiva que pasa por la historia de la cultura escrita. Se ha decidido, sin embargo, mantener los temas y las materias incluidos en el índice de la primera edición, aunque sí se ofrece una adenda bibliográfica que busca reflejar la extraordinaria profusión de títulos y líneas de investigación que han aparecido en este cuarto de siglo en el que la historia del libro y la lectura, de un lado, se ha transformado en una historia de la cultura escrita y, de otro, ha ganado un protagonismo indudable en los estudios modernistas.

INTRODUCCIÓN

Si hemos de creer las confesiones que el joven Juan Valera hace en su correspondencia con don Serafín Estébanez Calderón, el Solitario, el tedio soberano que embargaba su vida de bisoño agente diplomático destinado en una legación consular sólo podía ser despejado saliendo a la busca de emociones que lo llevaban de lance en lance. En 1851, las alegrías lisboetas de Don Juanito, como lo llamaba el Solitario, se centraban, primero, en disputar a sus colegas los lances amorosos de Antoñita, una «ninfa gaditana» que había revolucionado la embajada, y, después, en hacerse con cuantas rarezas y curiosidades bibliográficas pudieran caer en sus manos rebuscando entre los alfarrabistas, los libreros de viejo y lance cuyos establecimientos abundaban, y aún hoy lo hacen, en aquella ciudad.

Allí donde lo mandara su carrera diplomática (Nápoles, Lisboa, Río de Janeiro, Dresde…), este Valera bouquineur compraba libros para sus eruditos amigos y, así, fue él quien, desde la capital portuguesa, suministró a Estébanez Calderón un buen número de historias, panfletos y manifiestos relativos a la Restauração de 1640 que fueron utilizados por éste en su De la conquista y pérdida de Portugal (Madrid, 1885). Pero lo mejor siempre lo guardaba para satisfacer su propia pasión de lector empedernido; el 17 de mayo de 1851, anunciaba desde Lisboa a don Serafín la compra, «por mí y para mí», de algunos suculentos hallazgos: la Ulixea de Gonzalo Pérez (Amberes, 1556), la Vida del escudero Marcos de Obregón de Vicente Espinel (Madrid, 1618) y El ente dilucidado de Antonio de Fuentelapeña (Madrid, 1676). A continuación del aviso, don Juan Valera pasaba a describir el buen estado en que se encontraban sus últimas adquisiciones diciendo que:

Estos libros, como la mayor parte de los que compro, están tan cuidaditos, bien encuadernados y curiosos, que no parece sino que acaban de ser dados a la estampa y al público (Sáez de Tejada Benvenuti, 1971, 130).

Hay dos cosas dignas de ser resaltadas en una afirmación tan simple como ésta: que libros ya más que centenarios siguieran pareciendo nuevos y que, tras el paso de siglos, llegaran todavía a un público que, ávido de su posesión y también de su lectura, se reconocía a sí mismo como heredero de aquel otro anterior que sí había recibido tales títulos como verdaderas novedades. Se podría resumir el objeto del presente trabajo como la exposición del proceso general de construcción de una civilización escrita durante la alta Edad Moderna europea que hizo posible ambas cosas, es decir, la mejor conservación de los textos por medio del nuevo método de reproducción tipográfica y el surgimiento de una auténtica República de las Letras en la que iban a encontrar lugar duradero sus autores.

Más que hacer un análisis erudito sobre las artes del libro entre 1450 y 1700, Del escribano a la biblioteca intenta dar idea del progresivo afianzamiento de la escritura entre los siglos XV y XVII dentro de un contexto general de formas de comunicación variadas. Para ello, parte de la existencia de una trinidad de formas de comunicación (orales, icónico-visuales y escritas) a las que se podía recurrir para resolver la necesidad de transmitir conocimientos, saberes, emociones, sucesos y tradiciones. Como paso previo, se supone el logro de un nivel básico de reflexión colectiva acerca de cómo comunicar y expresar, que se habría plasmado en una específica, particular e irrepetible conciencia lingüística propia del periodo altomoderno.

Ante todo, hay que reconocer que ni lo oral ni lo icónico-visual como formas de comunicación perdieron vigencia alguna durante la alta Edad Moderna europea; de ellas hizo frecuente uso tanto la llamada cultura popular de los iletrados como la cultura de las élites o minoría letrada. En una cultura, como se sabe, de apariencias, donde la imagen era signo de decoro y la propia dignidad se demostraba exigiendo, en ocasiones hasta la violencia, ocupar el lugar reservado a la condición o al oficio de cada uno, lo visual fue un elemento capital en la definición de la cultura de las élites, cuya realidad privilegiada se reafirma cada vez que es vista y se ve a sí misma.

Por otra parte, ni maestres de campo ni juristas, ni clérigos ni cortesanos pudieron ignorar el recurso a la voz que debían emplear en arengas, tribunales, púlpitos o embajadas y conversaciones de palacio. No obstante, la cultura letrada dispuso, además, de la escritura como marchamo definitorio, pudiendo recurrir a esta forma de comunicación a su voluntad, mientras que la mayoría iletrada sólo pudo hacerlo, y lo hizo mucho más de lo que se suele creer, en delegada forma subsidiaria.

No se identifican, por tanto, las formas de comunicación con este o aquel periodo histórico (Edad Media versus Edad Moderna), huyendo de algunos extendidos tópicos historiográficos como el del homo typographicus por lo que tienen de reducción de lo moderno a una iconofobia que fue inexistente a la luz de numerosos testimonios de época. Sin renunciar a nada, ni a imágenes ni a voces, sobre la base de esta enorme riqueza y complejidad de recursos expresivos, es cierto, sin embargo, que la cultura europea entre los siglos XV y XVII fue llenándose de más y más libros, que la escritura llegó a lugares y medió en asuntos que antes eran territorio de otras formas de comunicación, que los hábitos mentales se forjaron cada vez más sobre convenciones que partían de ficciones escriturarias, que la autoría quedó establecida como duradera expresión de la fama humana, etc., etc.

Lo que ofrecía la escritura para el buen cumplimiento de algunas necesidades de importancia creciente durante la Edad Moderna era, ante todo, su posibilidad de dejar constancia y fijar las situaciones de manera más indeleble que lo que podían hacer sus pretendidas «rivales», oralidad e icónico-visualidad, sujetas a caer en múltiples variaciones en la transmisión, aunque ellas, a su vez, superaran a la escritura en capacidad percusiva y efectividad expresiva. Fueron, sin duda, virtualidades probatorias y, en general, conservacionistas las que estuvieron detrás de que la forma de comunicación escrita ganara en predicamento y uso durante la alta Edad Moderna siendo, como era, un instrumento adecuado en especial para expresar valores e intereses de una civilización como aquélla que hundía sus raíces políticas en la distinción entre jurisdicciones y que había hecho de la reflexión sobre lo textual (autoridades clásicas-verdades reveladas) uno de sus principales argumentos discursivos. Así, en términos comparativamente bastante buenos para ella, la escritura servía tanto la prueba de los derechos adquiridos como el soporte en que se fijaban materias primordiales para la discusión colectiva.

Y, en este proceso, una simple, aunque muy ingeniosa, invención mecánica como la imprenta supuso la posibilidad, desde mediados del siglo xv, de garantizar en mejores condiciones la no corrupción de los textos e, incluso, su conservación habida cuenta que la reproducción tipográfica permitía, en primer lugar, que todas las copias de un mismo original fueran casi idénticas, con lo que se eliminaban muchos de los errores, que no todos, de la copia manuscrita, así como que, en segundo lugar, fueran muchas más las copias que entraran en circulación, aumentando, en consecuencia, las posibilidades de difusión y preservación de su contenido.

No obstante, la irrupción de un ars artificialiter scribendi no supuso, ni mucho menos, la desaparición del manuscrito como forma de comunicación. Lo que sucedió fue que impresos y manuscritos se dividieron el campo de la escritura; la llamada ad vivum se especializó en determinados usos controlados, reservados o personalizados mientras que para el nuevo «arte de escribir artificialmente» se abría el horizonte de la difusión masiva de sus producciones a precios que, además, habrían de ir disminuyendo relativamente en progresión paralela a su pérdida de calidad media.

Más libros y a más bajos precios tuvieron que repercutir en los niveles generales de alfabetización de los europeos, aunque para lograr la alfabetización masiva de la población continental haya que esperar a las sucesivas oleadas de industrialización que se producirán fuera ya del marco cronológico al que se ha limitado este trabajo. Como ya se ha dicho, la población iletrada, mayoría entre los siglos XV y XVII, no podía acceder libremente a la forma de comunicación escrita porque ésta exigía el conocimiento previo de una tecnología de lecto-escritura cuyo aprendizaje se prolongaba durante algunos años, pero esto no quiere decir que no llegase a entrar, incluso ella, en contacto con la tinta y el papel de la escritura. Lo hizo a través de prácticas como las de la lectura en voz alta y la escritura por delegación –escribanos, escritorios– o a resultas del uso creciente que los distintos poderes hicieron de esta forma de comunicación para formalizar sus relaciones con vecinos, vasallos, fieles o súbditos para, así, obtener los máximos beneficios.

Especial interés por el creciente recurso a la escritura mostraron los príncipes de las monarquías preeminentes de comienzos de la Edad Moderna porque, ante todo, les permitía recabar el volumen creciente de información territorial que les era precisa para adoptar sus decisiones de gobierno (fiscales, militares, etc.) y servía de soporte insustituible a la transmisión de sus informaciones, órdenes y requerimientos. Además, la tipografía, con sus grandes tiradas y sus cortos precios, les puso en bandeja la posibilidad de practicar la propaganda masiva en que se habían embarcado y de la que iba a salir beneficiada la propia majestad monárquica.

El buen número de archivos reales que empezaron a organizarse en este periodo son un buen exponente de este interés informativo y probatorio de las escrituras, pero, como se sabe, éstos no fueron los únicos depósitos documentales que se crearon en los siglos iniciales de la Edad Moderna, pues, al mismo tiempo, se fueron fundando cada vez más archivos municipales, nobiliarios, monásticos o, simplemente, de parroquia y particulares. Y es que todos los poderes reconocidos como tales dentro de la estructura de la Sociedad por Estamentos quisieron recurrir a la escritura como prueba y testimonio de sus derechos, y en esto la forma de comunicación escrita, aliada del príncipe en otras cosas, también pudo ser esgrimida contra la voluntad monárquica.

Para seguir la progresiva implantación de una civilización escrita en Europa se ha elegido lo que podríamos llamar historia natural del libro y del autor, exponiendo los distintos pasos que había que recorrer desde que se aprendía a leer y a escribir, no siempre en la infancia, hasta que las obras ya concluidas eran leídas, u oídas leer, por el público y colocadas en los anaqueles de sus bibliotecas, consideradas aquí ejemplos de una específica manera de ordenar el saber.

Algunas de estas obras cuya historia natural se describe acabarían en las prensas de la imprenta y se destinarían a un número grande de posibles lectores; otras, en cambio, se mantendrían manuscritas, restringiéndose, por tanto, la amplitud de los que tuvieron acceso a ellas, sin que esto suponga que quedaron fuera de toda circulación. Es así como manuscritos e impresos, antes que oponerse, se presentan como dos posibilidades de la escritura, dos usos distintos que cumplían funciones diferentes y a los que cabía recurrir según fueran los deseos o las necesidades que hubiera que satisfacer.

De esta manera, se irá del escribano a la biblioteca para ejemplificar en los distintos capítulos de este estudio la construcción de una civilización escrita europea entre los siglos XV y XVII ante los estudiantes e interesados en la Historia Moderna.

Son muchos los agradecimientos de que debería dejar constancia aquí para hacer justicia con todos aquellos que me han ayudado en la realización del presente estudio. En especial, querría mostrar mi gratitud hacia la generosidad de los Condes de Bornos, del Patronato de la Biblioteca y Archivo Francisco de Zabálburu y de los responsables del Museo Pedagógico por permitirme el acceso a los fondos de los archivos que conservan con tanto valor. Los facultativos del Archivo de Simancas, del Archivo Histórico Nacional, del Archivo Histórico de la Nobleza, de la Real Biblioteca y de la Biblioteca Nacional de España merecen aquí un especial recuerdo de simpatía y profesionalidad.