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Editado por Harlequin Ibérica.

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28001 Madrid

 

© 2003 Barbara Keiler

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Encuentros y desencuentros, n.º 251 - noviembre 2018

Título original: Right Place, Wrong Time

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-235-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SABES lo que estás haciendo? —le preguntó el padre de Kim.

«Buena pregunta», pensó Ethan. No, en realidad, no tenía ni idea de lo que estaba haciendo, pero lo hacía de todos modos. En momentos de indecisión, solía seguir adelante y esperar que todo fuera para bien.

—Estás conduciendo al otro de la carretera —señaló el padre de Kim.

Ethan observó al hombre que, algún día, podría convertirse en su suegro. Ross Hamilton iba sentado a su lado en el coche de alquiler. Era un hombre maduro, con el cabello plateado y muy bien peinado, con un bronceado increíble y los ojos enmarcados por la clase de arrugas que indicaban que fruncía mucho el ceño, especialmente a la gente a la que no aprobaba. Ethan sospechaba que él entraba dentro de esa categoría.

—En St. Thomas, se conduce por la izquierda —le explicó Ethan.

—St. Thomas es parte de Estados Unidos —replicó Ross—. ¿Por qué no conducen por la derecha?

—No lo sé.

—Este coche es norteamericano. El volante está a la izquierda.

—Así es —afirmó Ethan. Le estaba costando bastante acostumbrarse a conducir por la izquierda como para tener que concentrarse en responder a las preguntas con las que Ross lo estaba acribillando.

—Tal vez deberías haber contratado a alguien para que viniera a recogernos al aeropuerto —le reprochó Ross.

—Mi amigo Paul me dijo que los taxis que hay en la isla cuestan demasiado dinero. Alquilando un coche durante una semana, ahorraremos mucho dinero.

—Y, mientras tanto, tendremos una colisión frontal con otro coche.

—Le aseguro que voy conduciendo por el lado correcto de la carretera.

A pesar del aire acondicionado, Ethan sintió una ligera humedad en la nuca. Por el contrario, Ross no tenía ni una sola gota de sudor sobre la piel a pesar de llevar una chaqueta de lino sobre el polo con el que iba vestido. Aunque hacía mucho calor en St. Thomas, Ross Hamilton no sudaba. Evidentemente, era un hombre muy frío.

Ethan deseó que Kim no hubiera insistido en incluir a sus padres en aquellas vacaciones. Paul le había cedido el apartamento que tenía en propiedad compartida porque, tal y como el propio Paul le había dicho, nadie en su sano juicio querría ir a St. Thomas en julio. Normalmente, Paul iba allí en enero, pero en aquella ocasión le había surgido la oportunidad de ir a esquiar a Aspen con unos amigos, por lo que había preferido aquella opción a los trópicos. Por lo tanto, había cambiado su semana con una mujer que disponía del mismo apartamento durante una semana en julio y, después, se la había ofrecido a Ethan. A Ethan le había parecido que una semana en la isla, aunque fuera en pleno verano, supondría para Kim y para él una agradable escapada. Kim se había puesto muy contenta y le había dicho:

—He oído que allí las joyas son muy baratas y que, además, están libres de impuestos. Tal vez podríamos ir de compras…

Menuda indirecta. Muy bien. Kim quería un anillo de compromiso. Ethan estaba dispuesto a admitir que tal vez se estaba aproximando el momento de comprometerse y, si era así, ¿por qué no comprar un anillo que fuera muy barato y que, además, estuviera libre de impuestos? En marzo, cuando Paul les ofreció el apartamento, todo le había parecido una buena idea.

Entonces, Kim se había enterado de que el apartamento tenía dos dormitorios y se le había ocurrido la genial idea de invitar a sus padres.

—Así tendrán la oportunidad de conocerte mejor —le había dicho—. Quiero que te adoren tanto como te adoro yo. Nos podríamos divertir mucho, Ethan…

Cuando Kim le realizó esta sugerencia, estaba desnuda y deslizándole la mano de un modo muy provocativo por el pecho. En aquellos momentos, los dos se estaban divirtiendo mucho y Ethan no podía pensar demasiado claramente. Por eso, había accedido sin dudarlo.

La furgoneta que iba detrás de él estaba tan cerca que Ethan casi podía distinguir los poros de la nariz del conductor por el espejo retrovisor. A un lado de la carretera, tenía unas empinadas colinas y al otro, un hermoso mar de color turquesa. En dirección contraria por la estrecha y serpenteante carretera, circulaban otros vehículos y minibuses… que estaban a su derecha. La experiencia era completamente desorientadora.

Además, para añadir más tensión aún a la situación, una cabra estaba deambulando por el asfalto a poco más de treinta metros.

—¡Dios mío! —gritó Kim, que iba en el asiento trasero con su madre—. ¡Una cabra!

Ethan pisó el freno y rezó para que el conductor de la furgoneta no los embistiera por detrás. Un accidente no sería un buen augurio justo cuando empezaban las vacaciones.

—Tengo que hacerle una foto —afirmó Kim—. ¿Puedes parar, Ethan?

—No.

—¿Dónde está la cámara? ¿La tienes ahí delante? Aquí atrás no está.

—Está en el maletero —respondió Ethan, aminorando la marcha a medida que iba acercándose al animal.

—Es la primera cabra que veo en St. Thomas y no tengo la cámara a mano —protestó Kim.

«Y éste es el primer dolor de cabeza que yo tengo en St. Thomas y no tengo una aspirina», pensó Ethan. Afortunadamente, se produjo un receso en el tráfico que les venía de frente y pudo invadir el carril contrario para evitar la cabra. Ethan sabía que estaba en el paraíso y que debía relajarse, pero no podía. Si por lo menos Ross y Delia Hamilton, ésta última con un impecable cabello teñido de rubio, una piel tan libre de sudor como la de su esposo y un rostro sin una sola arruga gracias a una operación de cirugía plástica que Santa Claus le había dejado bajo el árbol las últimas navidades, no estuvieran allí con ellos… Si por lo menos Kim, la mujer con la que estaba pensando casarse, dejara de protestar por tener la cámara en el maletero… Sí, a Ethan le encantaría relajarse, pero le resultaba imposible hacerlo. Se prometió a sí mismo que lo haría en cuanto llegaran a Palm Point, el complejo en el que se encontraba el apartamento de Paul. Hasta entonces, tendría que apretar los dientes y aguantar.

Ojalá no hubiera dejado que los acompañaran los padres de Kim… Los dos podrían haber estado disfrutando juntos durante una semana, gozar en solitario sin verse distraídos por los requerimientos de sus ajetreadas vidas, sus profesiones y sus obligaciones para así poder decidir si un compromiso para toda la vida era lo más adecuado para ellos. Suponía que tener la oportunidad de estar con los Hamilton podría ayudarlo a tomar una decisión. Sin embargo, no se iba a casar ni con Ross ni con Delia Hamilton. Si Kim y él contraían matrimonio, no tendría que ver a los padres de ella más de unas pocas veces al año, dado que los Hamilton vivían en Chevy Chase, Maryland, a casi quinientos kilómetros de Arlington, Connecticut.

Ethan se sentía muy inseguro conduciendo por aquella carretera tan empinada y difícil y, además, tener que hacerlo sobre el lado contrario de la carretera, pero decidió hacer un esfuerzo con Ross Hamilton para ver si así podía mejorar la opinión que éste tenía de él.

—Paul me ha dicho que hay un campo de golf muy cerca de Palm Point.

—No me he traído mis palos.

—Estoy seguro de que los alquilan.

—Kimberly me ha dicho que tú no juegas al golf.

—Nunca he probado, pero siempre hay una primera vez —comentó, a pesar de que el golf le parecía un deporte tremendamente aburrido.

—Tal vez podamos hacer una ronda juntos —sugirió Ross, con una seca sonrisa en los labios—. Podría enseñarte unos cuantos trucos, aunque Dios sabe qué clase de material alquilarán en el campo de golf.

—Ross, hace demasiado calor para jugar al golf —le dijo Delia—. Te puede dar un golpe de calor.

—Por supuesto que no —replicó Ross, como si sólo él pudiera decidir aquel punto.

—¿Dónde está Charlotte Emily? —preguntó Delia, asomándose por la ventana.

—Charlotte Amalie —la corrigió Ethan, sabiendo que se refería a la capital de St. Thomas.

—Me encanta que hayan llamado a su capital como una mujer. ¿O acaso son dos? ¿Hemos pasado ya por ella?

—No. La estamos rodeando —respondió Ethan.

—Bueno, pues si vosotros dos os queréis ir a jugar al golf para que os dé una insolación —comentó Delia, frunciendo delicadamente los labios—, eso es asunto vuestro. Kim y yo nos iremos a pasear por las calles de Charlotte Amalie. Las guías hablan de unas maravillosas tiendas…

Ross compartió una sonrisa con Ethan, que éste se vio obligado a devolver.

—Algo me dice que te va a salir muy caro que tu amigo te haya cedido este apartamento. Hasta los ángeles se echan a temblar cuando estas dos se van de compras.

—No se trata sólo de compras, sino de compras libres de impuestos —lo informó Delia—. Las botellas de Absolut se venden a precios increíbles.

—¿De verdad? —preguntó Ross, mirando por encima del hombro—. ¿De Absolut?

—De Absolut, Stolichnaya… Todas las grandes marcas, querido. Puedes reponer todas las bebidas del bar mientras estemos aquí.

—Eso puedo hacerlo en casa.

—Pero no a estos precios.

—Mujeres —comentó Ross, dedicando a Ethan otra sonrisa—. Creen que pueden ahorrar mucho dinero gastándose una fortuna en un billete de avión para volar a una isla con tiendas libres de impuestos. Podríamos haber comprado el vodka en la tienda libre de impuestos del aeropuerto y así habernos ahorrado el viaje.

«Es una pena que no se os haya ocurrido la idea antes», pensó Ethan. En aquel momento, tomaron otra curva de la carretera y la madre de Kim se puso a gritar.

—¡Dios mío! ¡No hay quitamiedos! ¡Reduce la velocidad, Ethan!

—Voy a quince kilómetros por hora —le aseguró Ethan.

Efectivamente, la carretera era muy empinada y no había quitamiedos, pero él no iba a lanzar el coche por el precipicio a pesar de que iba conduciendo por un lado de la carretera al que no estaba acostumbrado. Hacía trece años que tenía el permiso de conducir y no había tenido un accidente en todo aquel tiempo.

Llegarían muy pronto a Palm Point. Sólo tenían que recorrer unos pocos kilómetros más, rodeando montañas que enmarcaban el mar más tranquilo y turquesa que había visto jamás. Una vez allí, Ross y Delia podían irse de compras ellos solos a Charlotte Amalie, comprarse todas las botellas de vodka que pudieran y, mientras tanto, Kim y él estarían tumbados en una de las maravillosas playas que alineaban el mar. Podrían correr por la arena, zambullirse en el agua y regresar rápidamente al apartamento para uno rápido antes que los padres de Kim regresaran de su paseo por las tiendas libres de impuestos.

Decidió que haría que aquellas vacaciones merecieran la pena. No consentiría que los padres de Kim lo intimidaran. No se plegaría a sus deseos ni jugaría al golf si no le apetecía. Ya trabajaba muy duro en Connecticut. No iba a desaprovechar aquella oportunidad.

Por fin, vio una señal que indicaba que habían llegado a Palm Point. Tomó el desvío, que estaba alineado por hermosas palmeras, y, tras pasar por el aparcamiento y las pistas de tenis, se toparon con unos edificios de estuco beige, que estaban adornados con unos balcones con balaustrada de hierro forjado de estilo español. Ethan se imaginó sentado en uno de esos balcones con Kim, felices y saciados después de haber hecho el amor, tomando bebidas que no tendrían nada que ver con Absolut o Stolichnaya y sin pensar ni por un instante en los padres de ella. Eran las vacaciones de Ethan. Su fantasía.

—Ya hemos llegado —anunció, tras aparcar el vehículo junto a un edificio identificado como el número seis. El apartamento de Paul era el 614.

—Pues no parece nada del otro mundo —comentó la señora Hamilton con cierto desdén.

—¡Oh, mamá! —la reprendió Kim—. A mí me parece precioso —añadió, mientras abría la puerta—. ¡Hibiscos! Me encanta el aroma de esas flores. ¿No os parece que esto es maravilloso? —concluyó, como si quisiera así anular el comentario negativo que su madre había realizado.

—En cuanto nos cambiemos, nos podemos ir a la playa —dijo Ethan, saliendo también del coche.

Kim lo miró, con su cabello rubio y unos ojos azules más pálidos que el mar. Era tan hermosa… Desde el momento en el que Ethan la vio saliendo del ascensor del edificio en el que él trabajaba, había sido consciente de su belleza. Era tan abrumadora como la fragancia de los hibiscos rojos.

—Primero, tendremos que ayudar a mis padres a instalarse —replicó ella.

—Son adultos. Pueden instalarse sin nuestra ayuda.

—Te agradezco mucho que hayas accedido a dormir en el sofá que hay en el salón. Sé que no era lo que querías.

Ethan sintió una oleada de profundo resentimiento. Dormir en el salón era efectivamente en lo último en lo que había pensado. Había accedido a ceder la cama de matrimonio a los padres de Kim, pero había pensado que ella y él podían acurrucarse en una de las camas sencillas que había en el otro dormitorio. A la mañana siguiente, podían arrugar las sábanas de la otra para que pareciera que habían dormido por separado. Sin embargo, Kim le había dicho que aquello no funcionaría. No podían dormir en el mismo dormitorio mientras sus padres estuvieran al otro lado del pasillo. Si estuvieran casados o, tal vez, si estuvieran comprometidos formalmente, se podría considerar. Como no había nada oficial entre ellos, no se sentiría cómoda compartiendo el dormitorio con él.

Cuando oyó aquello, Ethan consideró cancelar el viaje, pero aquello lo habría hecho parecer un loco por el sexo. Después de todo, Kim y él dormían juntos con frecuencia cuando estaban en Connecticut, por lo que no tenía que ir a St. Thomas para acostarse con ella. Por el bien de Kim, y el de sus padres, podría comportarse como un caballero.

Abrió el maletero y contempló el equipaje que Kim y sus padres se habían llevado. El de los padres de Kim constaba de varias maletas y bolsas. Kim, por su parte, llevaba una enorme maleta con ruedas y una bolsa de viaje de cuero. Ethan había conseguido meter todo lo que necesitaba en una modesta bolsa de viaje de tela. A pesar de todo, sabía que como el hombre joven del grupo, sería él el encargado de transportarlo todo al apartamento.

Sacó su bolsa del maletero y se la colgó del hombro. A continuación, sacó la maleta de Kim y el portatrajes de los Hamilton.

—Me llevaré el resto en un segundo viaje —prometió a los padres de Kim, que habían salido por fin del coche.

—El apartamento tiene aire acondicionado, ¿verdad?

—Por supuesto —afirmó Kim. Tomó su bolsa de viaje y les entregó a sus padres las dos bolsas de mano. A continuación, se apartó del vehículo para que Ethan pudiera cerrar el maletero. Él no sabía por qué no había podido cerrarlo ella misma, dado que tenía dos manos libres. Suponía que era para demostrarles a sus padres que tenía la intención de casarse con un hombre caballeroso.

Sintiéndose como una mula de carga, Ethan los llevó hasta el segundo piso, subiendo las escaleras con gran dificultad. El rostro se le fue cubriendo de sudor y éste le fue humedeciendo poco a poco el cuello de la camisa mientas avanzaba por el pasillo que llevaba hasta el apartamento 614. Cuando llegó a la puerta, se sacó como pudo la llave del bolsillo de los pantalones. La introdujo en la cerradura y sonrió al ver que la puerta se abría con facilidad. Se vio saludado por una ráfaga de aire helado y un grito aterrador.

 

 

En la hora que había pasado desde que llegaron al apartamento de Carole en Palm Point, Alicia se había puesto un traje de baño y había corrido varias veces en círculo alrededor de Gina, investigándolo todo y anunciando sus descubrimientos.

—¡Tienen microondas, tía Gina! —exclamaba—. ¿Podemos hacer palomitas de maíz? ¡Esta televisión no tiene el Disney Channel! ¡Hay una terraza!

Aquella última afirmación había hecho que Gina dejara de meter su ropa interior en uno de los cajones de la cómoda y que hubiera echado a correr por el pasillo hasta llegar al salón a tiempo para impedir que Alicia saliera a la terraza. La niña sólo tenía siete años y, en general, era lo suficientemente madura para saber que no tenía que asomarse a la terraza, pero aquello no tenía nada que ver con el estado de la pequeña. Alicia estaba muy nerviosa. Acababa de volar en avión por primera vez y, en aquellos momentos, estaba en un apartamento con vistas al mar Caribe. Recordar que debía tener cuidado no estaría dentro de las prioridades de la pequeña.

Sin embargo, cuando se reunió en la terraza con su sobrina, se sintió tan electrizada como la pequeña al contemplar el mar azul y la playa cuajada de palmeras. El aire olía dulce y agradable, muy diferente a los aromas amargos de Manhattan. Gina estuvo a punto de creer que estaban en un planeta completamente diferente. Aquello era precisamente lo que Alicia necesitaba. Un lugar seguro y feliz en el que divertirse durante una semana.

—No te asomes a la barandilla —le advirtió.

—Ya lo sé. Sólo estoy mirando la playa, tía Gina. ¿No te parece genial? Quiero bajar.

—Tendrás que esperar hasta que yo haya terminado de deshacer la maleta.

—Estás tardando demasiado.

—Primero he sacado todas tus cosas para que te pudieras poner el traje de baño. Ahora, tengo que hacer lo mismo con las mías. Tendrás que tener un poco de paciencia.

—No me gusta tener paciencia —dijo la pequeña, con un mohín de frustración en la boca.

—Voy a terminar de deshacer la maleta y tú te ganarás el premio a la Chica Más Paciente. Después, iremos a la playa. Te lo prometo.

—¿Puedo tomarme una galleta mientras soy paciente?

—Está bien, pero sólo una. Si comes demasiadas, no te podrás bañar.

—No comeré más que una —prometió Alicia, antes de dirigirse a la cocina.

Gina regresó al dormitorio principal, pero antes de seguir deshaciendo la maleta, se dirigió hacia la ventana. Desde allí se divisaba la misma vista que desde el salón y la terraza. Era una playa tan maravillosa… ¡Qué paraíso! Alicia y ella se lo iban a pasar estupendamente.

Entonces, oyó el grito.

—¡Alicia! —rugió, al tiempo que salía en estampida del dormitorio—. Ali, ¿qué…?

Se detuvo en seco al ver a unos desconocidos cargados de maletas en la puerta del apartamento. El primero de ellos, un hombre joven de unos treinta años, tenía el rostro cubierto de sudor. Al verla, dejó caer al suelo las maletas y las bolsas con las que iba cargado.

Alicia salió de la cocina y se abrazó a ella con fuerza. Mientras miraba boquiabierta a aquellos invasores, Gina rodeó los hombros de su sobrina con un brazo. No parecían peligrosos. En realidad, parecían salidos de un catálogo de moda. La pareja más madura tenía un aspecto muy refinado y elegante. La mujer más joven era muy hermosa. En realidad, podía ser una animadora de las que aparecen en las películas para adolescentes.

Si el hombre joven parecía menos elegante, era sólo porque estaba sudando. Llevaba revuelto el cabello castaño rojizo y la observaba con una expresión de asombro en el rostro. Su rostro intrigaba a Gina. Era muy anguloso y portaba unos ojos de color jade.

—¿Quién demonios es usted? —le preguntó.

—Ha dicho una palabra fea —anunció Alicia, con su susurro.

—«Demonios» no es siempre una palabra fea —le aseguró Gina—. Es simplemente una exclamación y, por eso, vamos a poder emplearla también para preguntarle a él. ¿Quién demonios son ustedes?

—Lo siento, pero creo que, evidentemente, ha habido un error.

—Evidentemente. No sé cómo han entrado aquí, pero están en el apartamento equivocado.

—Éste es el 614 —replicó él, tras comprobar el número de la puerta—. Y así es como entramos aquí —añadió, mostrándole la llave.

—Nosotras también tenemos llave —repuso Gina, comprendiendo de repente lo que había ocurrido—. Como este apartamento es de propiedad compartida, supongo que alguien ha venido aquí durante la semana equivocada.

—Nosotros teníamos la semana del diecinueve de julio —afirmó el hombre.

—Perdone, pero no —comentó Gina, con una sonrisa—. Ésa es nuestra semana.

—No, ésa es la nuestra —insistió la animadora, entrando también en el apartamento—. Entrad y cerrad la puerta —les ordenó a la pareja más mayor—. Se está escapando el aire acondicionado. Ésta es nuestra semana —afirmó de nuevo—. Nosotros planeamos este viaje en marzo. Esta semana le pertenece a Paul, el amigo de Ethan, y él nos la ha cedido a nosotros.

Gina sacudió la cabeza con firmeza. No le gustaba aquella mujer. El hombre había optado por la cortesía, pero aquella mujer, ¿la esposa de él tal vez?, sonaba presuntuosa y exigente. Gina se imaginó que estaba acostumbrada a salirse con la suya.

—Esta semana le pertenece a mi amiga Carole y ella nos ha permitido que utilicemos nosotras este apartamento.

—Está loca —dijo la mujer, tirándole al hombre del brazo—. Dile que está loca.

—No está loca. Simplemente ha habido un malentendido —repuso él—. Estoy seguro de que podremos solucionar todo esto, señorita…

—Morante. Gina Morante —respondió ella, extendiendo la mano.

—Ethan Parnell —dijo él, estrechándosela con fuerza—. Ésta es Kimberly Hamilton —añadió, señalando a la mujer rubia. Ésta no hizo gesto alguno por saludarla—. Y éstos son sus padres, Ross y Delia Hamilton —concluyó, indicando con la mano a los dos mayores, que tenían un gesto de contrariedad en el rostro.

—Ésta es mi sobrina, Alicia Bari —observó Gina.

—Yo soy Ali, la gata del callejón —comentó la niña, sin soltarse de Gina.

—Muy bien —dijo Ethan Parnell, tras respirar profundamente—. Evidentemente, se ha producido un problema. Acabamos de llegar del aeropuerto y estamos planeando quedarnos una semana en este apartamento. Mi amigo Paul Collins lo organizó todo. No sé quién es su amiga…

—Carole Weinstock, y ella me dijo que esta semana era suya y que Alicia y yo nos podíamos venir aquí. Como usted dice, creo que ha habido un malentendido. Voy a llamar a Carole ahora mismo.

—Buena idea —afirmó Ethan—. Llame a su amiga.

La animadora le dijo algo, pero él le indicó que guardara silencio. Gina se dirigió a la cocina, con Alicia aún agarrada a sus caderas. ¿Sería la animadora la esposa de aquel hombre? Tenían apellidos diferentes, pero eso no significaba bada. Además, había presentado a la otra pareja como los padres de ella, no como sus suegros, pero eso tampoco significaba nada. En realidad, a Gina no le importaba en absoluto. Iba a hablar con Carole, resolvería aquel asunto y haría que aquellos desconocidos se marcharan. Aquella semana era suya. Iba a pasarla con Alicia para así poder apartarla de unos padres, que no dejaban de pelearse y que necesitaban tiempo para decidir si se divorciaban o le daban otra oportunidad a su matrimonio. La niña se merecía estar apartada de todo aquello y la tía Gina se iba a asegurar de que lo tuviera.

Alicia la dejó por una bolsa de galletas con chocolate que había sobre la encimera. Probablemente ya había tomado antes otra galleta, pero a Gina no le importó. Marcó el número de Carole en Nueva York. Su amiga respondió inmediatamente.

—¿Sí?

—Hola, Carole. Soy Gina.

—¡Gina! ¿Va todo bien? ¿Dónde estás?

—Estoy en tu apartamento de Palm Point. Todo va bien, a excepción de que ha llegado una familia que dice que ellos tienen el apartamento para esta semana. Tienen llave y todo.

—Todos los que son dueños de una parte del apartamento tienen llave —le recordó Carole—. ¿Quiénes son?

—Amigos de un tal Paul Collins. ¿Lo conoces?

—Personalmente, no, pero hemos cambiado las semanas. ¿Te acuerdas de que yo fui a St. Thomas en enero? Esa semana le pertenecía a él.

—Entonces, ¿le cambiaste a él esta semana?

—Al principio sí, pero me puse en contacto con él después de regresar de St. Thomas y me dijo que no iba a utilizar el apartamento en julio. Estaba muy seguro al respecto, Gina.

—Muy bien —dijo Gina—. Entonces, intentaré solucionar ese tema con esas personas —añadió, tratando de sentirse tan segura como quería aparentar.

—Lo digo en serio, Gina. El apartamento es tuyo durante esta semana. Te lo ofrecí después de hablar con Paul y lo hice sólo porque él me dejó muy claro que no iba a utilizarlo. No dejes que esas personas te convenzan de lo contrario.

—¿Cuándo he dejado que nadie me convenza de nada? —replicó ella, con una sonrisa.

—Estupendo. Que pases una semana genial. Dale a Alicia un abrazo de mi parte.

—Lo haré. Gracias, Carole.

Gina colgó el teléfono, cuadró los hombros y regresó al salón sola. Los Hamilton habían entrado un poco más en la sala y estaban examinando los funcionales muebles con la que estaba decorada.

—Carole dice que su amigo Paul le dejó muy claro a ella que no iba a utilizar el apartamento durante el mes de julio —anunció.

—Y efectivamente no lo va a utilizar, pero nosotros sí —replicó Ethan.

—Si él quería que ustedes lo utilizaran, debería habérselo dicho a Carole. No se explicó bien y me temo que eso significa que nosotras nos vamos a quedar aquí y que ustedes tendrán que buscarse otro alojamiento.

Los Hamilton expresaron un murmullo de protesta. Ethan apretó la mandíbula y dio un paso hacia ella. Gina se negó a cederle terreno.

—Paul se ha explicado muy bien. Su amiga Carole no lo entendió bien.

—Dependía de él que ella lo entendiera o no —replicó Gina.

—Ella ya disfrutó del apartamento durante el mes de enero. ¿Acaso cree que tiene derecho a disfrutar de dos semanas?

—Paul dijo que no iba a utilizar el apartamento durante esta semana.

—Y así es, pero nosotros sí. La niña y usted tendrán que buscar otro sitio.

Ethan miró algo que estaba detrás de Gina. Ella se dio la vuelta y vio que Alicia había salido de la cocina con una galleta medio comida en la mano. Tenía los ojos muy húmedos.

—¿Tenemos que marcharnos? —susurró la pequeña. Una gruesa lágrima se le deslizaba por la mejilla—. Yo quiero ir a la playa, tía Gina. No tenemos que marcharnos, ¿verdad?

Gina no sabía cómo contestar. Carole y un imbécil llamado Paul Collins habían cometido un error y parecía que Ethan Parnell y los Hamilton tenían tanto derecho como ellas a quedarse allí. De repente, comprendió que ellos carecían de una cosa que ella sí tenía: Alicia. Tenía una sobrina por la que sería capaz de matar, una niña que había pasado unos meses infernales a medida que el matrimonio de sus padres se iba deteriorando y que, en aquellos momentos, estaba llorando. Gina le había prometido que irían a la playa. Por eso, se volvió para mirar a Ethan Parnell y le dijo:

—Nosotras no nos vamos a marchar.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ESTO es un escándalo —bufó Delia Hamilton—. No se pueden quedar.

Ethan le dedicó una mirada de impaciencia. Sabía que había que negociar y que un ultimátum no serviría de nada.

—Señora Hamilton…

—Delia tiene razón —apostilló Ross—. Esa mujer y su hija tienen que marcharse.

—Es mi sobrina —lo corrigió la mujer—. No mi hija.

Ethan deseó poder sentarse, pero decidió que aquello lo colocaría en desventaja táctica. El dolor de cabeza se había apoderado de él con renovado vigor. Sí, efectivamente la mujer y su sobrina tendrían que marcharse. Se había producido una equivocación mayúscula y la niña y ella tendrían que pagar el precio.

Se le notaba que era de Nueva York por el acento inconfundible con el que hablaba. Tenía el cabello negro y lo llevaba a la altura de la barbilla, los ojos oscuros, la nariz algo larga para el rostro y los pómulos muy pronunciados. Su piel era algo cetrina, pero su apellido lo hacía dudar sobre su origen. Podía ser hispana, aunque también italiana. Iba vestida con una ceñida camiseta negra, una camisa transparente de color melocotón y unos pantalones vaqueros recortados que dejaban al descubierto unas largas piernas. En los pies llevaba unas sandalias de piel que le daban un aspecto minúsculo a sus pies. Ethan no hacía más que mirarla a los pies. Parecían muy suaves y los dedos eran perfectos, coronados por una laca de uñas de color perla. Llevaba un anillo de plata en el segundo dedo del pie izquierdo.

—Estoy seguro de que podemos encontrar una solución —dijo, aunque no estaba nada seguro.

No podía dejar de mirarle los pies. Al final, lo consiguió para ascender por las largas piernas, los ceñidos vaqueros y la camiseta negra que le enfatizaba el pecho. De las orejas, le colgaban unos aros de plata, dos por lóbulo. Nada en ella parecía insulso, aburrido o seguro.

La mujer extendió los brazos hacia la niña. La pequeña corrió a refugiarse en ellos entre sollozos y lágrimas.

—Yo no quiero marcharme —musitó la niña.

¿Cómo podían los Hamilton expulsar de allí a aquellas mujeres? ¿Adónde iban a ir?

—No pueden quedarse aquí —observó Ross, como si presintiera que Ethan necesitaba que se lo recordara.

—No podemos echarlas a patadas —replicó.

—Ethan… No pueden quedarse —apostilló Kim.

—Perdone —le dijo Gina a Kim—, pero no le corresponde a usted decidirlo. Alicia y yo tenemos todo el derecho del mundo a quedarnos aquí. Sólo porque ustedes sean cuatro y nosotras dos no significa que nos puedan echar de la isla. Estamos aquí porque su amigo Paul se olvidó de comunicarle sus intenciones a mi amiga Carole. Esta situación es culpa de ese Paul, no mía ni de Alicia.

—Evidentemente, su amiga Carole es una completa imbécil —le espetó Kim, entornando la mirada—. Siento que no tenga amigos más inteligentes, pero eso depende de usted. Nosotros nos vamos a quedar aquí esta semana, así que recojan sus cosas y lárguense de aquí.

Con sólo mirar a Gina Morante, Ethan comprendió que no era la clase de mujer a la que se le pudieran dar órdenes. Vio cómo se erguía y adoptaba un aspecto muy poderoso. Los ojos oscuros le relucían como si fueran un relámpago.

—Nos vamos a quedar —declaró, mientras abrazaba con fuerza a su sobrina.

—Está bien —dijo Ethan, frotándose las sienes en un inútil intento por deshacerse del dolor de cabeza—. O Paul o Carole han cometido un tremendo error, o puede que lo hayan cometido los dos a la vez y que sean igualmente culpables. No importa. Vamos a tener que encontrar una solución. Ahora no estamos en temporada alta, ¿no? Debe de haber un hotel cerca de aquí —añadió, dedicándole a Gina una sonrisa esperanzada.

—¿Quiere que nosotras nos vayamos a un hotel?

—Creo que eso sería lo más adecuado.

—¿Y cómo se supone que tenemos nosotras que pagar esa habitación de hotel?

Ethan abrió la boca y la volvió a cerrar. No tenía ni idea de las circunstancias económicas de aquella mujer, pero suponía que, incluso en temporada baja, una semana en un lugar comparable con Palm Point costaría más de mil dólares.

—Yo le pagaré el maldito hotel —intervino Ross Hamilton—. Encuentre uno y márchese, por el amor de Dios. Yo le pagaré la maldita factura.

—Está diciendo palabras feas —murmuró la niña, entre sollozos.

—Yo no quiero mudarme a un hotel —replicó Gina—. Quiero quedarme aquí. Tengo una cocina y tenemos derecho a quedarnos. Esta semana le pertenece a Carole.

—Carole es una idiota —le espetó Kim.

—Carole es mucho mejor persona de lo que usted lo será nunca. Es pediatra y salva la vida de los niños. ¿Cuántas vidas ha salvado usted últimamente?

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Kim—. ¡No me importa las vidas que esa mujer haya salvado! ¡Es una idiota!

—Ya basta —dijo Ethan, levantando las manos como un policía deteniendo el tráfico. Entonces, esperó un instante a que todos estuvieran en silencio para poder seguir hablando—. El señor Hamilton ha accedido amablemente a pagar un hotel. Creo que es un gesto muy generoso, señorita Morante. Debería usted…

—¿Que quiere pagar un hotel? Genial. Que lo pague y se vaya él. Yo no quiero irme a un hotel. Quiero quedarme aquí, donde pueda prepararle a Alicia sus comidas. Me gusta esto y, además, ya hemos deshecho nuestras maletas. No nos marchamos. Gracias por la oferta, señor —añadió, con una gélida sonrisa.

—Su amiga cometió un error —insistió Ethan.

—Mi amiga o el suyo —le espetó ella—. O los dos a la vez, tal y como usted dijo.

Ethan suspiró. Sabía que ella tenía razón. Aunque llamara a Paul, no conseguirían probar nada. Sin pruebas concretas, no se podía asignar la culpa a nadie.

—¿Y por qué no nos quedamos nosotros en un hotel? —sugirió Delia Hamilton—. ¿No hay un Ritz-Carlton aquí en la isla o algo de esa calidad? Francamente, Ross, el hecho de tener que hacerme la cama no es la idea que yo tengo de unas vacaciones. Si nos vamos a un hotel, no tendríamos que preocuparnos de nada.

—¿Quieres que nos vayamos los cuatro a un hotel? —preguntó Ross, frunciendo el ceño—. Yo me ofrecí a pagar una habitación, no tres. Supongo que podríamos apañarnos con dos habitaciones, si Kimberly y tú compartís una habitación y Ethan y yo…

Miró a Ethan y se echó a temblar. «El sentimiento es mutuo», quiso decirle Ethan.