Ilsa J. Bick

MONSTRUOS

Traducción del inglés

Carmen Torres y Laura Naranjo

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Título original: Monsters

Publicado por acuerdo con Carolrhoda Lab, un sello de Lerner Publishing Group, Inc., 241 First Avenue North, Minneapolis, Minnesota 55401, U.S.A. Todos los derechos reservados.

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Todos los derechos, logotipos y marcas registradas pertenecen a sus respectivos propietarios.

© de la obra: Ilsa J. Bick, 2013

© de la traducción: Carmen Torres y Laura Naranjo, 2016

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

info@nocturnaediciones.com

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna Ediciones: julio de 2017

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-16858-20-0

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

AGRADECIMIENTOS

Decir que esta trilogía ha sido un viaje apasionante sería quedarse corto. No creo que en toda mi vida haya gastado tantos paquetes de clínex y supongo que seguiré pensando en estos personajes y en lo que ha sido de ellos durante mucho tiempo.

Dar las gracias a la gente que ha hecho posible esta aventura parece muy poco para quien ha dado tanto, pero mi gratitud hacia ellos por creer en mí y por el duro trabajo que han realizado para que estos libros vieran la luz no tiene límites. Para empezar, a mi editor, Greg Ferguson, que se merece una medalla por todas las horas que ha invertido en estos manuscritos y por mirarlos con lupa. No creo que me haya reído nunca tanto; Greg es un tipo que no tiene ningún reparo en involucrarse en la historia y sus comentarios prácticamente te gritan desde la página: «¡Quiero saber qué pasa luego y lo quiero saber YA!». (Vale, vale, entendido).

A mi agente Jennifer Laughran, a la que nadie le llega a la suela de los zapatos: una mujer que no sólo me cubre las espaldas, sino que además tiene la asombrosa habilidad de llamarme en el momento preciso… Ya sabes, cuando tienes razón, tienes razón. Y gracias: era justo lo que necesitaba.

A todos los maravillosos colegas de ahora y de siempre de Egmont USA, con los que he tenido la inmensa fortuna de trabajar; en especial, muchísimas gracias de nuevo a:

Elizabeth Law, una mujer que sabe hacer limonada cuando la vida te da limones: tú, yo, cena.

Ryan Sullivan, un corrector de primera y un auténtico fan: no se te escapa una, tío. Se palpa tu amor por esta serie.

A Katie Halata, Mary Albi y Alison Weiss por estar siempre disponibles, tuiteando, respondiendo preguntas (¡incluso los fines de semana!) y ocupándoos de todo sin horarios: os debo un dry martini a cada una, ¡o tres! (Aunque debo admitir, Katie, que cuando te ofreciste a ayudar durante tu luna de miel…, en fin, no supe si preocuparme o darte las gracias. Lo primero es lo primero, amiga).

A Deb Saphiro: gracias por organizarme la vida. Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo.

A todos los miembros del equipo de ventas y publicidad de Random House, que son los que están ahí fuera dando la cara: gracias por hacer visible mi trabajo a los lectores y darles a estos libros su mejor oportunidad.

Mi más sincero agradecimiento también a mis editores en el extranjero, que decidieron confiar en esta trilogía y dedicaron buena parte de su tiempo y energía a semejante cometido. Quisiera reconocer especialmente la labor de Niamh Mulvey, Roisin Heycock, Alice Hill y el resto del equipo de producción de Querkus UK: el té estaba delicioso, pero esos cócteles de zombis no tenían parangón. Creo que ya me he recuperado lo suficiente para otra ronda.

A Dean Wesley Smith y Kristine Kathryn Rusch: teníais razón, estaba preparada.

A mi marido, David: venga, admítelo, vas a echar de menos que te despierte a las dos de la madrugada para discutir algún punto de la trama, sabes que sí. Así que, bueno…, tal vez sea el momento de empezar otra serie.

Y, por último, a todos los blogueros, seguidores, usuarios de Twitter y amigos de Facebook de todo el mundo, que han compartido su amor por esta serie conmigo y con cualquiera que quisiera escucharlo: muchísimas gracias por hacerme saber que esta trilogía os ha emocionado. Me ha encantado hacer este viaje con vosotros. Este es mi mundo. Bienvenidos a él.

Dedicado a los supervivientes

LOS PERSONAJES

Alex Adair: Se fue a vivir con su tía a Illinois después de que su madre, médico de urgencias, y su padre, policía, murieran en un accidente de helicóptero tres años atrás. Y lo que es peor: Alex lleva un monstruo en la cabeza, un tumor cerebral inoperable que le ha arrebatado el sentido del olfato y muchos de sus recuerdos, en especial los de sus padres. Después de dos años de quimio, radio y regímenes especiales que no sirvieron para nada, Alex ha decidido tomar las riendas. Cuando empieza Cenizas, Alex ha huido en lo que puede considerarse una perfecta caminata mochilera de no retorno por el Paraje Natural de Waucamaw, en la península superior de Michigan. Pretende cumplir la última voluntad de sus padres y esparcir sus cenizas desde Mirror Point en el lago Superior. Resulta que también tiene la pistola de servicio de su padre, una Glock, por si decidiese no volver. Después del Cortocircuito, Alex recupera el sentido del olfato a lo bestia, un supersentido que también le permite intuir emociones y, en una ocasión, capta un destello de lo que pasa por la cabeza de un lobo, lo cual es bastante rarito, hasta el punto de que, como los perros, es capaz de detectar el insoportable hedor de animal atropellado de los Cambiados. Oh, y de repente los perros son sus mejores amigos.

Ellie Cranford: Huraña, poco colaboradora y quejica. Alex tiene que contenerse para no abofetearla. ¿Qué se puede decir? La cría tiene ocho años. Su padre murió en combate en la guerra de Iraq y su madre la abandonó unos años antes, de modo que ahora está bajo la custodia de su abuelo, Jack, que puede que tuviera la paciencia de un santo, pero que la estaba malcriando. Odia ir de acampada y, en cualquier caso, tiene razones de sobra para estar un poquito cabreada. Al principio la rescata Alex y luego Tom, pero más tarde unos adultos despreciables que la ven como un vale de comida la secuestran.

MinaLa perra de Ellie, una malinois belga y antigua PTM (perro de trabajo militar) de su padre. Mina es paciente, pero, si te ataca, te da un buen bocado. Los adultos despreciables también se la llevan.

Tom Eden: Joven soldado y especialista en explosivos de permiso de Afganistán; un tipo competente que complementa a Alex en muchos sentidos. Después de que Alex y Ellie consigan esquivar una jauría de perros salvajes, Tom las salva disparando a su colega, Jim, que ha sufrido un brutal cambio de estilo de vida. Tom, un chico serio y tranquilo por quien Alex siente una atracción instantánea, también tiene sus propios secretos. El primero es por qué está en el Waucamaw. Tras dejar la (relativa) seguridad del Waucamaw —hablamos de perros salvajes, trampas y chavales que de pronto han decidido que la gente puede convertirse en excelentes Happy Meals, Tom resulta herido por un disparo cuando trata de evitar que los adultos despreciables se lleven a Ellie.

Chris Prentiss: El nieto del reverendo Yeager y el segundo al mando de Rule, aunque se crió fuera de la comunidad. Es oscuro, reservado y un poco huraño, pero tiene una habilidad sorprendente para encontrar Salvados, sobre todo al norte, en las inmediaciones de Oren y de su comunidad amish. Cuando Alex llega a Rule, se enamora de ella hasta las trancas y, aunque al principio Alex estaba decidida a escapar, al final le corresponde.

Peter Ernst: El comandante general de Rule, aunque recibe las órdenes del Consejo de los Cinco, los representantes de las familias fundadoras de Rule y quienes dirigen el pueblo. A sus veinticuatro años, Peter es el Salvado de más edad y sobreprotege a Chris. Peter tiene un rollito con Sarah, una de las compañeras que viven con Alex.

Sarah, Tori y Lena: Compañeras de casa de Alex; todas refugiadas a las que Rule ha ofrecido asilo. De las tres, Sarah es un poco mandona. La buena de Tori está colada por Greg (otro Salvado que forma parte de la cuadrilla de Chris) y por Chris, y además hace unos postres de manzana para chuparse los dedos. Lena, taciturna, irreverente y oriunda de esa comunidad amish cercana a Oren, es una chica con carácter. Tras manipular a Peter, una vez intentó escapar, pero la capturaron en la Zona, una tierra de nadie que los que han sido Expulsados (es decir, desterrados de Rule por varias ofensas) deben atravesar para salir de la esfera de influencia de Rule.

Reverendo Yeager: Descendiente de una de las cinco familias fundadoras de Rule. Tras haber amasado una fortuna gracias a su rentable compañía minera, Yeager lidera el Consejo de los Cinco. (Los otros miembros del Consejo son Ernst, Stiemke, Prigge y Born). Antes del Cortocircuito, Yeager iba perdiendo poco a poco la cordura en el ala de enfermos de alzhéimer del asilo de Rule. Sin embargo, tras el Cortocircuito, despertó de algún modo. Como Alex, posee un supersentido especial y es capaz de adivinar la verdad y las emociones a través del tacto.

Jess: Mujer dura con una facilidad pasmosa para citar versículos de la Biblia. En lo que respecta a quién debe tomar las decisiones en Rule, Jess parece tener sus propias prioridades. Desea fervientemente que Chris le plante cara a su abuelo, pero este se niega por varias —y buenas— razones. Además, anima a Chris y a Alex a que acorten distancias sin el menor disimulo.

Matt Kincaid (el doctor): Desaliñado, pragmático, muy inteligente y el único médico de Rule. Él también es un Despertado, aunque no tiene ningún supersentido. Es el único al tanto del tumor cerebral de Alex y de su supersentido del olfato. Kincaid cree que el monstruo puede estar muerto, dormido o reconvirtiéndose en algo completamente distinto.

Jed y Grace: Una pareja de ancianos de Wisconsin que rescató y cuidó a Tom hasta que este se restableció. Jed, un veterano del Ejército, sufrió un daño cerebral que lo dejó ciego de un ojo y un poco desorientado. Después del Cortocircuito, su vista se transformó en un supersentido. Grace, enferma de Alzheimer, se convirtió en una Despertada, recuperó sus conocimientos de enfermería y desarrolló una asombrosa habilidad para los números.

Lobezno: Apodo que Alex le pone al jefe de un grupo de Cambiados, que además resulta ser el gemelo idéntico de Chris (y cuya existencia este ignora por completo). Aunque Lobezno a veces parece sentirse unido a Alex y atraído por ella y la protege para que no acabe como un Happy Meal para el resto de la pandilla (Beretta, Acné, Caracortada y Araña), Alex no está del todo segura de que no la esté reservando para el postre.

Leopardo: El líder de un grupo rival de Cambiados y principal novio de Araña.

Daniel: Reclutado por Mellie junto con su hermano pequeño, Jack. Dirigió una redada fallida para liberar a Alex. Araña asesinó a Jack, que esa noche acabó como plato fuerte de la cena.

Weller: Aunque es uno de los hombres de Peter, Weller trabaja en realidad para Finn (ver en la página siguiente). Su implicación con el cabecilla de la milicia parece estar más relacionada con una venganza contra Peter por algún hecho desconocido del pasado que con una reivindicación en contra de Rule.

Elias Finn: Veterano de Vietnam y ahora líder de una antigua milicia secreta y bien establecida. Algunos de sus hombres se han infiltrado en Rule y han capturado a Peter, pero Finn parece más interesado en si los Cambiados pueden amaestrarse y, sometiendo a Peter a continuos combates a vida o muerte, también aprender. Sin embargo, sus objetivos a largo plazo y las razones de su odio atroz por Rule no están claros.

Davey: Uno de los chicos Cambiados a los que Finn está amaestrando… y entrenando.

Mellie: Una especie de abuela que reúne y arma a niños para invadir Rule.

Luke y Cindi: Miembros del grupo de Mellie. Luke, de catorce años, es el mayor y está muy unido a Tom. Cindi, hija de una psiquiatra infantil y vigilante del grupo, bebe los vientos por Tom.

DÓNDE ESTÁ Y QUÉ HACE CADA UNO AL FINAL DE SOMBRAS

Alex: Está atrapada en el derrumbamiento de la vieja mina de Rule y cae por un pozo de escape que se inunda rápidamente.

Tom: Tiene el corazón roto y se culpa por la muerte de Alex. Cuando Luke y Cindi le cuentan que Mellie y Weller (herido en la misión para destruir la mina) planean marchar pronto sobre Rule, admite que teme ir porque su odio por Chris, a quien Weller responsabilizaba de haber expulsado a Alex de Rule, es tan oscuro y monstruoso que no desea otra cosa que matarlo.

Chris: Está inconsciente, moribundo y atrapado bajo una trampa para tigres con pinchos de hierro a las afueras de Oren.

Peter: Sigue siendo el prisionero de Finn. Tras matar a varios Cambiados a cambio de comida y agua —y enseñar irónicamente a Cambiados como Davey las mejores técnicas de lucha—, se enfrenta a una decisión: comer carne humana o morir de hambre.

Lena: Lucha contra la necesidad de alimentarse de Chris, a quien ya en realidad no reconoce. Sobresaltada por la repentina aparición de un perro, huye y termina rodeada de una banda de Cambiados que lleva días siguiéndola en la sombra.

Lobezno: Ha desaparecido después de que Araña le disparase. Sin embargo, Alex cree detectar su olor con su supersentido justo antes de que la conduzcan al interior de la mina con los demás prisioneros.

Jess: Está malherida, comatosa y probablemente siga en Rule bajo los cuidados de Kincaid.

Las bajas: Jed, Grace, Daniel, Jack, Leopardo, Beretta y Caracortada. Araña y Acné supuestamente murieron en el derrumbe de la mina.

Guardo una bestia, un ángel y un loco dentro de mí.

DYLAN THOMAS

MONSTRUOS

Alex sólo había caído así una vez en su vida. Le ocurrió cuando tenía nueve años y dio un salto mortal desde Blackrocks Cliff en Presque Isle hasta las aguas de un profundo azul zafiro del lago Superior. Recordó que el aire estaba cargado de un aroma a lilas silvestres y a brotes de madreselva. Aunque el sol abrasador le pegaba de lleno en los hombros, tenía los brazos y las piernas como papel de lija por la piel de gallina, pues el viento que rozaba la superficie del lago Superior seguía siendo muy frío incluso en junio. Además, la verdad es que también estaba muerta de miedo. En el filo del acantilado, con los dedos de los pies aferrados al basalto rugoso, bajó la mirada más allá de su nuevo bañador verde esmeralda, sintió que el alma se le caía a los pies y pensó: «Ni en broma». Aquella caleta parecía diminuta. Su padre, que se había tirado primero dando un grito y un brinco, no era más que un puntito.

—¡Vamos, puedes hacerlo, cielo! —Alex veía el destello blanco de su sonrisa: un hombre bronceado, musculoso, campechano y seguro de sí mismo que la llevaba a hombros y cantaba canciones a grito pelado—. ¡Salta adonde estoy yo, princesa! No pasa nada, ¡sólo tienes que recordar que los pies van primero!

—Va-va-va… —Quería decir «vale», pero los dientes le castañeteaban. No sabía por qué le daban tanto miedo las alturas. Por ejemplo, la fiesta de cumpleaños de Stephanie del mes pasado con la pared de escalada: eeeerror. No sólo fue la única que se quedó paralizada y luego se resbaló, sino que estuvo así de cerca de hacérselo encima. Y ahora su padre la desafiaba a precipitarse desde allí arriba. Por diversión. Ja.

«No puedo hacerlo, no puedo… —De repente, cada uno de los músculos de su cuerpo se agarrotó, salvo la cabeza, que aumentaba y se hinchaba como un globo—. Voy a desmayarme. —Su cerebro pareció sorprenderse—. Así es como te sientes cuando…».

Notó un zumbido, como si el motor de un avión de reacción le estallara en el cráneo, haciéndola saltar por los aires. De pronto, no se encontraba en su cuerpo; más bien, flotaba muuuy lejos de allí y bajaba la vista hasta aquella niña chiquitina del bañador verde oscuro que sólo era un manchurrón esmeralda con el pelo rojo como la sangre. Mucho más abajo, tan pequeño que apenas era una mota en un ojo muy azul y acuoso, estaba su padre.

—¿Alex? —La voz de su padre tenía la fuerza de un mosquito—. Vamos, princesa, salta.

—Si no quiere… —Hablaba su madre, la agonías que, sentada en una medialuna lejana cubierta de chinos, se hacía visera en los ojos con una mano mientras el viento le arremolinaba el pelo—. No tiene que demostrar…

«Pues sí, tengo que hacerlo». Las palabras de su madre —la duda de que Alex tuviera o no agallas— cortaron la cuerda de la extraña cometa a la que su cerebro se aferraba. Aquella misteriosa distancia se desvaneció y Alex volvió a zambullirse en su piel, más rápido que una centella, para inundar el espacio que había tras sus ojos.

Acto seguido, estaba flotando sobre el mar abierto, sin recuerdo alguno de haberse lanzado desde el acantilado. Seguramente era lo mejor, porque se habría puesto histérica: «Me voy a resbalar, me voy a resbalar, me voy a romper una pierna o a partirme la cara», y lo único que habría conseguido es asustarse más. Atravesó el aire en medio de un agudo silbido mientras su pelo, largo y rojo, ondeaba al viento como un paracaídas roto.

El contacto con el agua, aún helada en aquella época del año, fue todo un impacto. Cayó de cadera, un duro golpe que le hizo expulsar una bocanada de aire entre los labios. De su boca salieron unas burbujas plateadas y titilantes que la rodearon. Por la nariz se le metió agua y el dolor de la congelación del cerebro la asustó todavía más que perder lo que probablemente no sería más que un sorbito de aire. Además, se oía a sí misma: un sonido entrecortado bajo el agua, un ggggguu que no llegaba a ser un grito, pero que se le parecía mucho. El agua no era en absoluto azul, sino que estaba turbia y se había vuelto de un verde metálico y realmente extraño. No veía más allá de unos metros y… ¿seguía hundiéndose? «¡Voy a ahogarme! —Sintió que el pánico se le colaba en la cabeza como una rata y le mordisqueaba los glóbulos oculares mientras daba vueltas y el pelo se le arremolinaba como si fueran algas—. ¡Voy a ahogarme! —Presa del miedo, buscó a su padre, pero no vio ni piernas, ni pies, ni manos ni nada. No estaba segura de dónde quedaba la superficie. Estiró el cuello y vio que el agua amarilleaba por el brillo difuso del sol—. ¡Vamos, ahí está, vamos, vamos, nada!». Pataleó con todas sus fuerzas, ascendió como una bala y atravesó la superficie emitiendo un fino chillido:

—¡Aah!

—¡Esa es mi niña! —Su padre apareció allí al instante, riendo, con el pelo húmedo, negro y resbaladizo como la piel de una foca—. ¡Esa es mi Alex! ¿A que ha sido divertido?

—Mmmm —gruñó. Su padre, que seguía riendo a carcajadas de puro regocijo, la cogió en brazos y la alzó (ahora su risa era delirante) muy alto, casi fuera del agua, antes de bajarla hasta él, porque era muy fuerte.

Luego bracearon juntos hasta la playa de grava: su padre nadaba lentamente de costado y se mantuvo a su lado todo el camino mientras ella manoteaba para llegar a la orilla y a casa.

Ahí era donde su recuerdo terminaba. Era incapaz de recordar si volvieron a subir al acantilado. Conociendo a su padre —y lo mucho que ella quería complacerlo, ser su niña y atreverse a todo—, lo más probable es que lo hubieran hecho. Conociendo a su padre, seguro que la había invitado a un cucurucho de chocolate recubierto de trocitos de Mounds y Almond Joy, porque, como decía el anuncio: «A veces se te va la almendra». Seguro que él había picoteado un poco de su helado para que ella pudiera probar también el suyo. Apostaba a que luego le había dicho a su madre: «Relájate, cariño, ya se lo lavará», mientras Alex le daba crujientes bocados a las almendras y al coco jugoso y blando y se lamía los churretones de chocolate, derretido por el calor de la tarde, que le corrían por la muñeca, el antebrazo y el hueso del codo. Su padre era así.

Lo más probable es que no hubiera permanecido bajo el agua más de diez segundos. Además, consiguió salir, y todo porque su padre la retó a intentarlo. Después de aquel salto, creyó poder atreverse a cualquier cosa, porque cada vez que saltara él estaría esperando para nadar a su lado, brazada a brazada, hasta la eternidad.

Por supuesto, ella tenía nueve años y su padre era inmortal.

Y nada dura una eternidad.

Años más tarde, después de que sus padres murieran, los médicos le dijeron que había vivido una experiencia extracorporal. Algo de lo más normal, nada de magia. Por ejemplo, algunos epilépticos tenían experiencias parecidas todo el tiempo. Los místicos y los chamanes bebían pociones con la esperanza de caminar por las estrellas y conocer a los dioses. Según los médicos, todo se reducía a una simple reacción química del cerebro, pues los interruptores de la mente ya estaban preparados y sólo necesitaban que estimularas el cerebro en el sitio adecuado, que le dieras un pellizquito. Así de fácil. Pues nada, descubre cómo embotellarlo y nos haremos ricos.

De hecho, su último médico consideraba que lo ocurrido en Black-rocks —aquel empellón desde la tapa de los sesos— era obra del monstruo, que comenzaba a despertar. Que, después de todo, la falta de sueño y el olor fantasma a humo no eran los primeros síntomas. Que ya entonces su monstruito estaba eclosionando, que estaba abriendo un agujero, pica que te pica, por el que mirar con su amarillento ojillo: «Hola, caracola».

Y desde entonces había estado cayendo, cayendo, cayendo…

Hasta este momento.

PRIMERA PARTE

HACIA LA OSCURIDAD

1

Alex caía rápidamente en la oscuridad acompañada de una lluvia de piedras y astillas mientras la mina se desmoronaba a su alrededor y el agua subía rugiendo por la garganta del túnel de escape. Olía el final, precipitándose hacia ella: el agua helada y metálica, el olor de la nieve y del acero entremezclado con esa extraña y gaseosa efervescencia a huevos podridos. Más arriba, en la distancia, veía titilar las estrellas. La salida por donde Tom se había asomado hacía apenas unos minutos se había cubierto de sombras viscosas y oleaginosas conforme la tierra se plegaba y se desplomaba sobre sí misma.

Había estudiado física. La velocidad terminal era…, en fin, por algo la llamaban «terminal». Con una caída desde la suficiente altura, hasta una hormiga revienta. Una parada repentina, incluso en el agua, es como estrellar un coche contra un muro de ladrillo. El coche se estampa, claro está, pero todo lo demás —pasajeros, asientos, cualquier cosa que se mueva— lleva su propio impulso. Las personas se abalanzan unas contra otras, contra el asiento o contra el parabrisas, y el cerebro, el corazón y los pulmones se aplastan contra los huesos. Así que, si caía lo suficiente y al final se chocaba contra algo, el impacto no sólo la haría pedazos: prácticamente, la desintegraría.

Creía que estaba gritando, pero no podía oírse por encima del estruendo de las rocas y el bramido del agua. Algo duro le golpeaba la base del cráneo: no una roca, sino la Uzi de Leopardo, que seguía llevando colgada de los hombros y cuya correa le cortaba la axila derecha. La Glock 19 de Leopardo se le clavaba como un puño en la zona lumbar. Por primera vez en su vida, habría querido que todas las Glock tuvieran seguro. No es que creyese que el arma fuera a dispararse y a abrirle un agujero en la columna o en el trasero, pero hay una primera vez para todo, como el fin del mundo. Como tu propia muerte. Por otra parte, una bonita bala rápida y letal…

Y entonces, de repente, ocurrió. En el ultimísimo segundo, cerró la boca, contuvo el aliento y quizá pensó en salvarse por… por algo. Por alguien. Por Tom, tal vez. No, no tal vez. No había querido que Tom se marchara, pero tampoco podía dejar que muriera en aquel sitio… por ella. Era lo último bueno que podía hacer. Deseaba tantísimo que viviera que hasta dolía…

Después, no hubo más segundos. Ni más pensamientos ni recuerdos. Ni deseos, ni sueños ni lamentaciones. Nada. Fin del trayecto.

Impactó contra algo.

2

No fue un aterrizaje suave.

Alex apaleaba el agua como una almádena. Una punzada de agonía se le clavó en el tobillo derecho; la colisión estalló en sus caderas. Una bomba de dolor le subió por la espalda y le explotó en la cabeza. El golpe en la espalda provocó que a su alrededor todo se volviera negro. Durante un segundo, puede que dos, estuvo inconsciente, desamparada como un títere al que le han cortado los hilos.

Irónicamente, el agua que había estado a punto de matarla la espabiló para la segunda ronda. Su mente volvió en sí en medio de un grito cuando el agua helada se le coló por la nariz, le entró a borbotones por la boca e intentó inundarle los pulmones. Tenía la garganta hecha un nudo, ya que se le había cerrado para que no se ahogara. Era incapaz de tomar siquiera un poco de aire. Se puso a patalear con determinación y logró aspirar dolorosamente antes de que el agua le aferrara los tobillos y los muslos con sus acerados dedos, arrastrándola hacia abajo, abajo, muy por debajo de la superficie.

«¡No!». Un puñetazo de pánico rojo y candente le impactó en el pecho. Sumergida y en completa oscuridad, se revolvió a un lado y a otro sin la menor idea de dónde se encontraba la superficie. En medio de un torbellino creado por las corrientes opuestas, giró, dio vueltas, rodó. Su hombro derecho dio contra una piedra, un golpe impresionante que le produjo calambres hasta la muñeca y le dejó los dedos entumecidos. Trató de nadar. «¿Dónde está la superficie? ¿Dónde está?», pero sus movimientos resultaban espásticos, débiles. Su espalda era un único y prolongado foco de dolor. Ni siquiera estaba segura de que las piernas le funcionasen.

«Casi no me queda aire. Tengo que hacer algo». La garganta se le contrajo y se le tensó en un intento por obligarle a abrir la boca en busca de un aire que no existía. Una sólida banda de acero le presionaba el pecho cada vez con más fuerza, apretando, apretando. Su corazón, desesperado por un poco de oxígeno, latía rápido, más rápido, más rápido, más rápido, como si un puño le golpeara frenéticamente la caja torácica: «¡Déjame salir, déjame SALIR, DÉJAME SALIR!».

Un bandazo repentino. Algo se había enganchado. Alex sintió una sacudida entre los omóplatos y, luego, un tajo brutal cuando la correa de la Uzi le cortó la garganta. Las piernas, que la corriente le elevó, quedaron casi en vertical. Seguía estando bajo el agua —a pique de ahogarse—, pero ya no daba vueltas, al menos de momento.

«Estoy atrapada. La Uzi. El cañón plano de metal debe de haberse trabado en las rocas. —Si aquello era cierto y el arma estaba bien sujeta y no se movía…—. Si puedo darme la vuelta, tendré algo a lo que agarrarme y sacar la cabeza del agua. —Luchando contra la corriente, se enrolló la mano izquierda en la correa de la Uzi, que seguía cortándole el cuello, y llevó atrás la derecha, pero lo único que agarró fue líquido. Intentó impulsarse más cerca de una patada—. Vamos, vamos, vamos. —Su pecho era una auténtica ampolla a punto de explotar. La garganta le hacía ag-ag-ag y se rebelaba contra ella para que parase ya, para que dejase de luchar, para que se rindiese—. Dios, por favor, ayúdame».

Sus dedos arañaron piedra, y allí estaba la Uzi, encajada en una grieta con forma de uve por encima de su cabeza, no a tres o cuatro centímetros, sino al menos a medio metro. No había forma de sacar la cabeza a la superficie, no mientras estuviera enredada en la correa y de espaldas. Tendría que darse la vuelta por completo. Para conseguirlo, necesitaría soltar la correa que tenía asida con todas sus fuerzas y confiar en que fuera lo bastante dura como para contrarrestar el tirón de la corriente. En que pudiera aguantar sólo con la mano derecha durante aquellos pocos segundos. De lo contrario, se ahogaría.

Intentó soltarse de la correa, se afanó. Pero su izquierda, paralizada por el pánico, se negaba a obedecer. No podía hacerlo. De ninguna manera. No tenía la fuerza suficiente. El agua iba a arrastrarla… Un último segundo de miedo visceral y luego tendría que respirar. Su boca se abriría y su vida habría acabado.

Entonces le vino una voz, el fantasma de un recuerdo, tan pequeño y lejano que apenas era audible entre su terror: «Vamos, cielo, suelta el arma o morirás. Salta, Alex, salta…».

Pero ya era demasiado tarde. Todo había acabado y ni siquiera su padre, con todo lo fuerte y seguro que era, podía salvarla.

Lo que le quedaba de aire salió burbujeando de sus labios, arrastrando consigo las notas finas e intensas de un último grito. Su mente se retorció y sintió que su cuerpo se desprendía, que su consciencia se desconectaba, se alejaba, se precipitaba hacia arriba, lejos, hasta que se vio como desde una gran altura y a través del lado equivocado del catalejo de un pirata: remota, desvalida en medio del torbellino, con el pelo rojo flotando a modo de algas sangrientas. Sin pensarlo conscientemente, sin planificación alguna, su mano izquierda se soltó de la Uzi. La ansiosa corriente tiró al instante de sus tobillos. De no ser por la protuberancia del hombro derecho, se habría liberado de la correa y se habría sumido en las profundidades en medio de un remolino. Pero aguantó, y entonces, sin saber cómo, empezó a girar, a darse la vuelta. Tenía la mano derecha firmemente agarrada y la Uzi aguantaba; la izquierda encontró el arma y la Uzi seguía aguantando; a continuación, dio una poderosa patada para elevarse. El repentino corte en el tobillo no era más que una minucia comparado con la agonía inconmensurable de su pecho, porque ya no le quedaba aire, ya no le quedaba ni aire ni tiempo; pero el arma seguía resistiendo…

Alex quebró la superficie, atravesándola como una ballena torpe. Profirió un único «aaaaaaah» jadeante y estrangulado, y eso fue todo. Los codos, que no eran rivales para aquella poderosa corriente, se le doblaron y de inmediato se hundió y sumergió completamente la cabeza.

«¡Aguanta, aguanta, aguanta!». Un miedo lacerante se instaló en su corazón. Sabía que la Uzi estaba bien asegurada. Sin embargo, con cada sacudida de la tierra, el arma corcoveaba como un potro salvaje y se encontraba tan por debajo de la superficie que Alex tenía que bregar por cada soplo de aire.

Otro impulso, otra bocanada de aire cortante y luego abajo de nuevo. La quemazón del pecho había disminuido un poco, lo cual equivalía a decir que los pulmones no le ardían y que su mente se estaba aclarando, que volvía a su sitio. Pero no podría seguir haciendo eso eternamente. Aunque daba la impresión de que había pasado un siglo, lo más probable es que no llevara en el agua más de dos minutos. La ropa y las botas, empapadas, pesaban tanto que parecía llevar puestas unas cadenas. Estaba agotada, los músculos le temblaban como la gelatina, el agua helada le quemaba la piel, robándole el calor y sus últimas fuerzas. Otro impulso. Una inhalación entre sollozos. Había una riada casi continua de piedras: pequeñas rocas que le golpeaban los brazos, le picoteaban el cuero cabelludo y le hacían sangre, que el agua se llevaba en cuanto se sumergía. También llovían fragmentos mucho más grandes: algunos le pasaban tan cerca que oía el zumbido al caer y el chapuzón.

«Tal vez debería intentar descansar, esperar a que la cosa se calme». Lo cual era hasta gracioso, de un modo extraño. ¿Calmarse? Para entonces se habría convertido en un polo. Si no hubiera necesitado el aire, se habría reído. Pataleó en busca de la superficie, abrió la boca para respirar…

Y entonces se dio cuenta, al tragar agua en vez de aire, de que el túnel se seguía llenando, de que el nivel del agua continuaba subiendo… y rápido.

3

«No». Agitó brazos y piernas, cayó de espaldas y se zambulló. La mano izquierda se le soltó de la escopeta y estuvo a punto de ser arrastrada por la corriente. Pataleó, luchó por volver a agarrarse a la Uzi y se impulsó hacia arriba para coger aire. Lo hizo por los pelos. El nivel del agua había subido tanto que hubo de echar la cabeza atrás y, aun así, ya le llegaba a la barbilla y le mojaba el labio inferior.

«Tienes que salir de aquí». Pero ¿cómo? Volvió a sumergirse. En algún lugar remoto muy por debajo se produjo una extraña sacudida, como si la tierra fuera una cáscara que un gigante intentara partir. Un instante después, otra roca se precipitó al agua con un plof amortiguado junto a su hombro derecho. ¡Dios! ¿Y si aquel túnel se rompía o una pared se desplomaba? Era una posibilidad y, en tal caso, aquello se convertiría en el mismísimo Titanic. De nuevo la maldita física: el agua desplazaba al aire. Si el agua salía en tromba del túnel hacia la seca caverna adyacente, estaba acabada; no podría resistir y la arrastraría y la centrifugaría hasta ahogarla en la oscuridad.

Contuvo la respiración todo lo que pudo antes de tomar otra preciada bocanada de aire. Intentó pensar qué podía hacer para salvarse, pero no se le ocurrió nada. Lo único con lo que contaba era la Uzi a la que se aferraba con ambas manos, la pequeña Glock 19 de la espalda y el tantō de Leopardo que llevaba amarrado a la pierna. Y este último, aunque era estupendo para clavarlo en la tierra o incluso para abrir asideros en el hielo, aquí le resultaba completamente inútil. La Glock seguía siendo una opción, pero sólo si lo que quería era mandarlo todo a paseo. ¿Podía arriesgarse a liberar la Uzi y a recolocarla más arriba? Volvió a sumergirse y se obligó a mantener los ojos abiertos. El frío le quemaba las córneas como un soplete. No veía nada, ni siquiera sus manos aferradas al arma. Así, a ciegas, tanteando con los dedos helados y entumecidos…, no tenía nada que hacer.

Vale. No podía contar con nada de lo que llevaba. Sólo con sus manos entumecidas y sus torpes pies. Emergió de nuevo y tragó un sorbo de aire. Arriba, el túnel se había vuelto negro, como si se hubiera cerrado. «Debe de haberse puesto la luna». Pero el espacio se intuía más denso y… saturado, como si algo lo taponara, probablemente rocas que sellaban la boca del túnel para dejarla atrapada como a un genio en una botella. «¿Y ya está?». Tenía por delante un callejón sin salida. Aunque, bien mirado, quizá fuera mejor así: estaba claro que escalar no era lo suyo.

Sin embargo, la vida es un bien preciado y el cuerpo es cabezota, como lo era ella.

«Papá tiene razón. Tienes que intentarlo. —Volvió a sacar la cabeza, aunque apenas le asomaba la punta de la nariz, y cogió otra desesperada bocanada de aire. Puede que le quedaran un par de ellas más y punto final. La mente seguía resbalándosele por momentos y haciendo aquel juego de prestidigitación que le proporcionaba breves visiones de sí misma desde arriba, desde muy lejos—. Salta, Alex, salta. Ponte a escalar ahora mismo, antes de que te entre el pánico».

Cerró los ojos con fuerza y se dejó caer hacia atrás. El agua le cubrió la cabeza. Luego apretó los dientes e hizo tijera con las piernas al tiempo que se impulsaba con los brazos. Alternando las manos lo más rápido posible, primero la derecha y después la izquierda, logró pasar de un asidero inferior a otro por encima de sus hombros. Una vez inmovilizados los codos, balanceó la bota izquierda con tanto ímpetu que sintió un profundo dolor en la articulación de la cadera. Dio con roca, sintió el calambre en la rodilla y a continuación el metal bajo la bota y pensó: «Empuja». Aguantó y se impulsó hacia arriba, asegurando la pierna izquierda mientras se enderezaba. Su cabeza emergió a la superficie, seguida del pecho y el torso. Jadeando, se abrazó a la roca, mantuvo el equilibrio durante un segundo, dobló la rodilla derecha y repitió el proceso. Sintió una aguda punzada en el tobillo antes de que la sólida punta de su bota impactara en la roca. Se las arregló para arrastrar los pies en un torpe movimiento lateral, acomodándose gradualmente sobre el derecho y poniendo a prueba la articulación, la rodilla. «Tranquila, tranquila, despacio, no tientes a la suerte». Se fue relajando poco a poco, dejando que las piernas cargaran con su peso y tomaran el relevo de sus manos doloridas. Su tobillo aguantaba y su rodilla también. Al igual que la Uzi.

—¡Oh, Dios! —Por primera vez desde que la escalera se desintegró, se permitió una minúscula exclamación de triunfo. Pero todavía no podía cantar victoria; si estaba en lo cierto, aún le quedaba un buen trecho por recorrer y, además, toda aquella roca apiñada en la boca del túnel. El tobillo le daba latigazos y las sienes le palpitaban: un frenético pu-pum, pu-pum, pu-pum al compás de su pulso. El agua le chorreaba por el pelo y la ropa. El aire le azotaba las mejillas y el cuello y estaba empezando a tiritar. Con todo, se mantenía en pie agarrada a aquella roca del grosor de una cuchilla de afeitar, haciendo equilibrios sobre aquel fino borde metálico mientras el túnel temblaba y el agua arremetía, succionaba y se arremolinaba alrededor de sus rodillas. Las sacudidas eran ahora mucho mayores y la roca le cortaba los dedos. Entre el agua que bombeaba y entraba en tromba por las pequeñísimas grietas y hendiduras y el continuo temblor de la propia tierra, la roca tenía que ceder tarde o temprano. No creía que le quedara mucho tiempo—. Muy bien, venga, Alex —susurró—. Sigue avanzando, bonita, no puedes quedarte aquí.

Pero, ¡oh, cielos!, estaba tan asustada… Un escalofrío se apoderó de su cuerpo y los ojos se le inundaron de lágrimas. La primera cobró forma y corrió por su mejilla derecha. «No llores, venga, para…».

De pronto, su mente fue presa de un súbito desvanecimiento. El monstruo vibraba, se estiraba y se retorcía. Bajo sus manos, la roca pareció evaporarse como si un agujero negro se abriera en su cabeza.

«No, ahora no. —Las rodillas le flaquearon—. No… ahora que he llegado tan lejos…».

Y entonces sintió una mano en el hombro, como una araña.

4

Aquel toque la espabiló con la misma intensidad y contundencia que una bofetada. Alex se encogió y pegó un grito. La pierna izquierda le salió disparada del metal resbaladizo, como un personaje de dibujos animados que patinara con la cáscara de un plátano. Todo el peso de su cuerpo recayó en el maltrecho tobillo derecho. Volvió a gritar, esta vez de dolor. La vista se le puso púrpura. Desestabilizada, repechó en busca de agarre, arañando las piedras desesperada. Justo cuando estaba a punto de desprenderse, la mano que tenía en el hombro la agarró de la parka y le dio un tirón. Alex se enderezó y se tambaleó en el precario anaquel que formaba aquella Uzi.

—No —dejó escapar, horrorizada, con el corazón hecho un nudo en el pecho, porque ahora las piezas encajaban. Todo tenía sentido: los saltos de su mente; el monstruo, tan repentinamente alerta; aquella sensación de una multitud y de sombras pululantes por encima de su cabeza.

«Y el olor». Antes no se había percatado; había estado bastante atareada tratando de salvar su pellejo, gracias. Pero ahora estaba cerca: a podredumbre y a animal atropellado.

Y a sombras. A niebla fresca. A una oscuridad más profunda que un cielo sin estrellas.

—Dios mío —dijo—, Lobezno.

5

Un relámpago de brillante luz amarilla irrumpió en la oscuridad. Casi cegada por el resplandor, Alex entrecerró los ojos y estuvo a punto de hacer visera con una mano, pero necesitaba ambas para agarrarse. Luego cayó en la cuenta de que aquella luz debía de ser para ella. Los Cambiados veían muy bien en la oscuridad. Entonces divisó a Lobezno, con las piernas aferradas a la roca, colgando de una especie de arnés de cuerda basta enrollada alrededor de los muslos.

«Me ha olido, igual que yo capté su olor esta mañana. Ha venido a por mí». ¿Los había seguido todo ese tiempo? Podía ser. Los Cambiados seguían una ruta, se ceñían a un patrón. Así que tal vez Lobezno había esperado su oportunidad para comprobar si seguía viva y había trazado un plan para sacarla de allí. Antes del Cortocircuito, cuando Lobezno era Simon Yeager en vez de un monstruo, puede que él y sus amigos hubieran escalado un montón y explorado a fondo la mina de Rule y todos sus recovecos.

De pronto, se acordó: Tom. El corazón le martilleó. Tom había estado allí. La había llamado a voces y luego ella había oído disparos.

—¿Lo has matado? —Temía tanto por Tom que creyó que el corazón se le iba a romper. ¿Estaría muerto y tirado en la nieve por su culpa?—. Como lo hayas matado, como le hayas hecho daño…

Lobezno no respondió. No podía. Pero ahora que lo tenía tan cerca, olió algo más entremezclado con la niebla y las sombras: un aroma dulce y… agradable, un leve perfume a lilas y a madreselva. Y la cara de su padre se materializó de repente en un fogonazo: «Salta adonde estoy yo, princesa».

—A salvo. —Las palabras escaparon de sus labios y, por un instante, dejó de importarle dónde se encontraba y lo que estaba ocurriendo. Era como si Lobezno y ella se hubieran escabullido a una habitación privada, silenciosa y bien iluminada sólo para los dos. «Y no sólo a salvo…»—. Casa —susurró—. ¿Familia?

El olor se intensificó. La cara de Lobezno se suavizó y, durante un momento, se convirtió en el fantasma de Chris —los labios que había besado, los ángulos y planos que sus dedos conocían— y sintió que el monstruo la alcanzaba, que era consciente de aquel dolor y de aquella ardiente quemazón de necesidad y deseo que le corría como lava por las venas.

«El monstruo conoce a Lobezno». Eso era nuevo, como lo eran las palpitaciones del cuello y ese algo tan cercano a un anhelo puro y rojo que le desgarraba el pecho. ¿Qué demonios estaba pasando? Las veces que su mente se había desligado de ella y había acabado tras los ojos de los Cambiados —Araña, Leopardo y Lobezno— se podían contar con los dedos de una mano y en general había sido en respuesta a las intensas emociones de ellos, no a las suyas. Tiempo atrás, Kincaid se había preguntado si el tumor se estaría reorganizando, si el monstruo estaría cobrando vida propia al margen de ella. «Pues así es. El monstruo quiere a Lobezno».

—No. Yo tengo el control —dijo de manera mecánica, sin saber muy bien si le hablaba al monstruo o a Lobezno. Se aferró a la roca—. Soy Alex, no un mons…

¡CRACK!

Un grito escapó de sus labios. El ruido, procedente de algún lugar a su izquierda, había sido enorme. Al principio creyó ver más agua, un torrente de curso irregular corriendo a oscuras sobre el lecho de roca. Pero entonces se oyeron más crujidos y chasquidos, los típicos sonidos que produce una capa de hielo sobre un lago profundo en pleno invierno, porque el hielo nunca descansa, siempre está en movimiento, va acumulando tensión hasta que se rompe. Aquel torrente irregular se convirtió en un negro relámpago que se fue haciendo más ancho, más oscuro y más largo… El agua seguía arremolinándose alrededor de su cintura, pero ahora notaba que el tirón era mucho más fuerte.

Arriba se oyeron varios pums y bangs cuando las rocas brincaron y rebotaron antes de caer en forma de lluvia pedregosa. ¡Crack! La pared de roca chirriaba y rechinaba de la presión. ¡Crack! ¡CRACK!

Y entonces fue cuando la Uzi por fin se movió.

Sintió el pánico en las venas. Casi sin pensar, saltó desplegando la mano derecha. Si el tobillo se le resintió, no se dio cuenta. Lo único que vio fueron las manos de Lobezno, una agarrada a su parka y la otra, enguantada, sujetando la tensa cuerda serpentina que debía de ser lo bastante resistente para soportar el peso de ambos. Notó el impacto de la muñeca del chico en la palma y luego se vio balanceándose en una especie de torpe movimiento de trapecio cuando Lobezno le dio un fuerte tirón, como si fuera la corredera de una corbata de cordón, para tratar de atraerla hacia su pecho. Y podría haberlo hecho, pues tenía la fuerza que a ella le faltaba y estaba anclado con solidez, pero en ese momento la Uzi volvió a moverse, una súbita sacudida que le cortó de cuajo la respiración.

Entonces perdió pie y cayó cuando la roca se desmoronó bajo su peso. La Uzi resbaló y fue arrastrada por el repentino oleaje hacia la nueva fisura que no dejaba de aumentar y que se había convertido en una gigantesca boca negra, siniestra y desdentada que sonreía y gritaba a la par que ella.

Al instante, la pared se rajó, reventó y se abrió con un rugido.

6

Wii-wii-wii. —El brazo derecho de Aidan se desdibujó por la velocidad. Sonó un silbido y luego un latigazo viscoso cuando una antena de coche flexible entró en contacto con la masa sanguinolenta que una vez había sido la planta de un pie derecho—. ¡Wii-wii-wii, cerdito!

—¡No me pegues más, por favor, no… AAAHHH! —El tipo, Dale Privet, soltó otro chillido cuando Aidan le golpeó el pie izquierdo mientras Mick Jagger decía a gritos lo mucho que se alegraba de conocerte.

Dios, Greg deseaba con todas sus fuerzas que aquel viejo radiocasete jadeante callara para siempre. Tenía otra migraña monstruosa que marcaba el ritmo con Charlie Watts. Pero a Aidan le encantaban los Stones: «Son unos profesionales; es para ponerlos a toda caña veinticuatro horas al día los siete días de la semana». Que aquel cabrón supiera algo de tíos que eran profesionales torturando a otros tíos le acojonaba. Aquella pesadilla era como cuando Greg tenía seis años y su hermano mayor —un auténtico capullo, a Aidan le habría encantado— lo llevó a aquel viejo sitio mexicano, un viejo cascarón desvencijado al final de un carril de campo de un solo sentido. Lo que más recordaba Greg era cuando un par de tipos risueños con caretas de Scream que brillaban en la oscuridad le metieron la mano en un mejunje frío y viscoso al que llamaban tripas de monstruo. Sólo eran espaguetis, pero Greg pasó tanto miedo que se orinó encima.

Otro fogonazo impredecible, un silbido… y, ¡zas!, Dale pegaba otra sacudida violenta. Los íntimos amigos de Aidan, Lucian y Sam, presionaron hacia abajo para evitar que todo aquel invento —la puerta de un granero a la que habían clavado cinturones de coche y cuerdas— se cayera de los caballetes y se estampara contra el suelo. A Aidan le gustaban los caballetes. Cuando andaba por allí para practicar alguna asfixia simulada, lo único que tenían que hacer era deslizar un par de tablones de cinco por diez bajo el caballete a los pies de Dale (Aidan decía que el ángulo era fundamental; que tenías que ajustarlo para que el agua no inundara la nariz y la garganta). Cada vez que Dale saltaba, la puerta del granero saltaba con él.

—¡AAAHHH, para! —balbució Dale—. ¡Paraparapara, por favor, para!

—Entonces, dínoslo, cerdito. —Aidan se pasó la lengua por el labio inferior y por una reluciente mancha de sangre. Él era así: un psicópata en ciernes, esbelto y con cara de rata, ojos grises rasgados y greñas tan mugrientas que lo más seguro es que se dedicara a chupar piojos como tentempié de media mañana. Dos hileras de lágrimas tatuadas le recorrían las enjutas mejillas. Cuando un prisionero se quebraba, Lucian (un genio con las agujas, las puntillas y los martillos) añadía otra. Un mes más y Aidan sólo lloraría tinta—. ¿Cuántos en tu campamento?

—¡Ya te lo he dicho! —resolló Dale.

Greg pensó que, a juzgar por la piel que le colgaba de los brazos, antes Dale habría sido bastante grandote y probablemente fuerte. Ahora no era más que otro viejo en gayumbos mugrientos que apestaba a orina, a sudor viscoso y a sangre fresca. A él no le gustaba mirar los escasos pelos grises que sobresalían de su pecho a modo de sacacorchos. Era como si le estuvieran dando una paliza a su propio abuelo, lo cual, en cierto sentido, estaban haciendo.

Y tampoco es que les estuviera sirviendo de mucho.