Título original: The Rook

© de la obra: THE ROOK © Daniel O’Malley, 2012

© de la traducción: Manuel de los Reyes García Campos, 2018

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.o C, esc. dcha. 28002 Madrid

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www.nocturnaediciones.com

Primera edición : mayo de 2018

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-16858-56-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para mi padre, Bill O’Malley, que me leía por las noches

cuando estaba en la cama, y para mi madre,

Jeanne O’Malley, que me leía el resto del tiempo.

1

Querida tú:

El cuerpo que llevas puesto era mío. La cicatriz que tienes en la cara interior del muslo izquierdo está ahí porque me caí de un árbol y me empalé la pierna con nueve años. El empaste de ese diente al fondo del maxilar superior izquierdo es el resultado de haberme pasado cuatro años evitando ir al dentista. Pero lo más probable es que el pasado de este cuerpo te importe muy poco. Al fin y al cabo, si estoy escribiéndote esta carta es para que la leas en el futuro. Quizá te preguntes por qué querría hacer alguien tal cosa. La respuesta es muy simple y, a la vez , complicada. La respuesta simple es: porque sabía que sería necesario.

La respuesta complicada podría llevarme más tiempo.

¿Sabes cómo se llama el cuerpo que ocupas? Myfanwy. Myfanwy Alice Thomas. Te diría que ese es mi nombre, pero el cuerpo lo tienes tú ahora, así que me imagino que serás tú quien lo use. La gente suele equivocarse con la pronunciación, pero me gustaría que al menos tú supieras vocalizarlo. No sigo las normas tradicionales de pronunciación del galés, de modo que para mí la W es muda y la F es sorda. «Miff-un-ee», por tanto. Rima con Tiffany, de hecho, ahora que me paro a pensarlo.

Antes de que empiece a contarte esta historia, deberías conocer algunos detalles. Para empezar, eres alérgica a las picaduras de abeja. Como te clave el aguijón una y no actúes de inmediato, morirás. Siempre tengo a mano varios de esos tubitos inyectores de epinefrina, por lo que te recomiendo que los busques ahora que todavía no te hacen falta. Debería haber uno en mi bolso, otro en la guantera del coche y otro más en casi todas las chaquetas que posees ahora. Si te pican, apartas la pestaña del chisme, te lo pegas al muslo y aprietas. No te pasará nada. Vale, te sentirás como una auténtica porquería, pero por lo menos no estirarás la pata.

No sufres más alergias aparte de esa ni restricciones alimentarias, y estás en muy buena forma. Hay antecedentes de cáncer de colon en la familia, eso sí, por lo que deberías someterte a revisiones periódicas, aunque todavía no te han detectado nada. Ah, y tu tolerancia al alcohol es deplorable. Pero eso seguro que todavía no has tenido ocasión de averiguarlo. Te acucian preocupaciones más importantes.

Llevarás encima mi cartera, con suerte, la cual contiene todas esas tarjetitas de plástico tan imprescindibles hoy en día para sobrevivir en el mundo electrónico que nos rodea. Permiso de circulación, tarjetas de crédito, afiliación a la Seguridad Social y carné de la biblioteca, documentos todos ellos expedidos a nombre de Myfanwy Thomas. Salvo tres. Y esos tres son, ahora mismo, los más importantes. Escondidas por ahí encontrarás una tarjeta de débito y otra de crédito, además de un carné de conducir cuya titular es Anne Ryan, nombre sin vinculación oficial alguna contigo. El número de identificación personal para todos ellos es el 230500. La fecha de mi cumpleaños seguida de los años que tienes. ¡Eres una recién nacida! Te recomiendo que saques inmediatamente algo de dinero de la cuenta de Anne Ryan, busques un hotel y te registres con su nombre.

Es probable que ya estés al corriente de esta última parte, puesto que has debido de sobrevivir a varias amenazas inmediatas para leer esto, pero el caso es que corres peligro. El simple hecho de que no seas yo no significa que estés a salvo. Además de este cuerpo, has heredado unos cuantos problemas y responsabilidades. Busca un lugar seguro antes de abrir la segunda carta.

Atentamente,

Yo

Se quedó tiritando bajo la lluvia, viendo cómo se diluían las palabras con el aguacero. Le goteaban los cabellos, tenía un sabor salobre en los labios y le dolía todo. Había hurgado en los bolsillos de su chaqueta a la luz mortecina de una farola cercana en busca de alguna pista que le indicara quién era, dónde se encontraba o qué estaba pasando. Había dado con dos cartas en el bolsillo interior. El primer sobre estaba dirigido a «Tú», sin más. En el segundo sólo había un número dos.

Sacudió la cabeza con rabia, alzó el rostro hacia la tormenta y contempló el relámpago bifurcado que centelleaba en el cielo en aquellos precisos instantes. Escarbó en otro bolsillo y sus dedos se cerraron sobre un objeto abultado. Al sacarlo vio que se trataba de una caja de cartón, larga y delgada, que empezaba ya a deformarse a causa del agua que la empapaba. Lucía una etiqueta para medicamentos en la que podían leerse, mecanografiados, un término químico que parecía interminable y el nombre de Myfanwy Thomas. Le bastó con ejercer una suave presión con los dedos para notar la firmeza del autoinyector de plástico que contenía el envoltorio; volvió a guardárselo en el bolsillo.

«Así que esta soy yo —pensó con amargura—. Ni siquiera se me concede el lujo de no saber cómo me llamo. Se me deniega la oportunidad de empezar de cero. Quienquiera que fuese esta tal Myfanwy Thomas, ha conseguido meterme en un lío descomunal». Se sorbió los mocos y se limpió la nariz con la manga. Paseó la mirada en derredor. Se encontraba en una especie de parque. Las lacias copas de los sauces llorones barrían el claro. Una extensión de césped a la que le faltaba cada vez menos para convertirse en una fosa de barro la rodeaba. Despegó los pies del suelo fangoso, con decisión, y sorteó con cuidado el anillo de cuerpos diseminados a su alrededor. Todos estaban inertes y todos llevaban las manos enfundadas en guantes de látex.

Salió del parque abrazándose a sí misma y calada hasta los huesos. Con las advertencias de la carta muy presentes en sus pensamientos, había sido precavida y había explorado los alrededores en busca de cualquier agresor en potencia que pudiera estar al acecho entre los árboles. El trueno que reverberó sobre su cabeza le hizo dar un respingo. Contempló la escena que se desplegaba ante sus ojos cuando hubo llegado al final del sendero que había tomado. Era evidente que el parque se encontraba en algún tipo de zona residencial, pues frente a ella se erguía una hilera de casas de estilo victoriano. Seguro que eran preciosas, se dijo con aspereza, pero no estaba de humor para admirarlas como se merecían. No se veía luz en ninguna de las ventanas y se había levantado un viento frío. Entornó los párpados para otear la carretera, a lo lejos, y discernió un distante resplandor de neón que auguraba la presencia de algún tipo de emporio empresarial. Exhaló un suspiro mientras encaminaba sus pasos en esa dirección, con las manos embutidas en las axilas a fin de calmar los temblores que las atenazaban.

Una visita al cajero automático, una llamada de teléfono realizada desde una cabina cochambrosa y ya estaba sentada en la parte de atrás del taxi que habría de conducirla a un hotel de cinco estrellas. Miró atrás varias veces para cerciorarse de que no estuviera siguiéndolos nadie, y en cierta ocasión llegó incluso a pedirle al conductor que diese dos vueltas extra a la manzana por la que circulaban en esos momentos. No sucedió nada sospechoso, aunque el taxista sí que le lanzó un par de miradas cargadas de recelo desde el espejo retrovisor. Cuando llegaron por fin al hotel, murmuró algo acerca de un novio que la acosaba y el conductor asintió comprensivo, en silencio, aunque no sin dejar de observarla como si se quisiera quedar con su cara. Los alumnos de hostelería en prácticas a los que les habían endilgado el papel de porteros para el turno de noche hicieron honor a su formación y ni siquiera pestañearon mientras le franqueaban el paso a aquella mujer chorreante de agua. Cruzó el majestuoso vestíbulo dejando un húmedo rastro sobre las baldosas.

La recepcionista, con su uniforme y su peinado impecables (¡a las tres de la madrugada! ¿Qué clase de autómata monstruoso era esa mujer?), reprimió educadamente un bostezo y sólo abrió los ojos un poco más de la cuenta mientras aquella persona que, titubeante, se había identificado como Anne Ryan se registraba sin reserva previa ni rastro de equipaje a la vista. El botones que apareció a continuación tenía pinta de estar más dormido que despierto, pero se las apañó para conducirla hasta su habitación y abrir la cerradura electrónica. No le dio propina, pero supuso que su andrajosa apariencia contribuiría, cuando menos en parte, a que se le disculpara esa omisión.

Mientras se desvestía, el temor a quedarse dormida y perecer sumergida en el olvido del agua perfumada con esencias florales la llevó a descartar la idea de meterse en la bañera y optó por darse una ducha. Así descubrió que tenía el cuerpo cubierto de moratones. Jadeó de dolor al agacharse para coger el jabón, terminó de asearse, se envolvió en un gigantesco albornoz esponjoso y, tambaleándose, regresó al dormitorio. Tras detectar un movimiento por el rabillo del ojo, se giró y se quedó mirando fijamente a la desconocida que la observaba desde el espejo.

Se examinó la cara, dominada por unos feos ojos morados. «Diablos —maldijo—. No me extraña que el taxista se tragara la historia del novio acosador». Daba la impresión de haber recibido dos fuertes puñetazos, y tenía la esclerótica inyectada en sangre a causa del llanto. Los labios, en carne viva, le escocieron cuando se pasó la lengua por ellos.

—Alguien ha intentado reventarte a patadas —le dijo a la mujer del espejo. El rostro que le devolvía la mirada tenía las facciones enjutas y, si bien no podría calificarse de hermoso, tampoco era feo. «Soy anodina —se lamentó—. Anodina y con el pelo moreno hasta los hombros. Hmm». Se abrió el albornoz y se examinó de arriba abajo con expresión crítica.

«Esto es una colección de adjetivos superlativos —refunfuñó para sus adentros—: superbajita, superdelgada, superplana y con las rodillas superdespellejadas», aunque por lo menos esto último podía contar con que se arreglaría con el paso del tiempo. Se acordó de algo que había leído en la carta y se palpó la cara interior del muslo izquierdo. Encontró una pequeña cicatriz, en efecto. «Porque te caíste de un árbol y te empalaste la pierna con nueve años», rememoró. Su figura no daba la impresión de ser particularmente atlética, pero dio gracias al cielo porque al menos parecía estar libre de celulitis. Llevaba las piernas rasuradas y el depilado que exhibían sus ingles era conservador y reciente. Aunque desde la última vez que miró habían aflorado todavía más moratones, estos no disimulaban el hecho de que la naturaleza no había querido agraciarla con un cuerpo especialmente sexy. «Creo que podría mejorar —se dijo—. Quizá no llegue nunca al nivel de “tía buena”, pero el de “chica mona” debería ser algo factible. Si me alcanza el presupuesto. O si encuentro un poco de maquillaje con el que apañármelas, en el peor de los casos».

Desvió la mirada de su cuerpo al reflejo de la habitación que tenía a su espalda: una cama enorme con grandes almohadas mullidas, una manta de aspecto extraordinariamente suave y unas sábanas blancas tan bien almidonadas que se podría crear una escultura con ellas. Era casi justo lo que necesitaba. Si además hubiera un… ¡Allí estaba! ¡La pastillita de menta de bienvenida! Decidido, si había un obsequio de bienvenida, por modesto que fuese, eso significaba que debía de merecer la pena arrastrarse por aquella alfombra inmensa para llegar a la cama. No le habría costado ningún esfuerzo dejarse caer encima de la blanda alfombra, pero la perspectiva de degustar aquel diminuto caramelo de menta bastó para impelerla a continuar. Cubrió la distancia con dificultad, renqueando y arrastrando los pies, pero consiguió quedarse dormida sin atragantarse con la pastilla.

Los sueños que tuvo fueron confusos, aunque al despertar no pudo por menos de preguntarse si ello se debía a que las personas que los protagonizaban pertenecían a su pasado preamnésico. Mientras dormía, en cualquier caso, su desconcierto había sido palpable. Estaba besándose con alguien, aunque no podía verlo, sólo le estaba permitido sentirlo y estremecerse de placer. En ningún momento sucumbió al pánico, ni siquiera cuando aquella lengua extraña comenzó a deslizarse por su garganta.

Después de aquello, se descubrió sentada a una mesa en la que alguien acababa de servir el té, en una estancia repleta de helechos con el suelo cubierto de baldosas negras y blancas. El ambiente era sofocante, cálido y húmedo, y frente a ella había una señora mayor ataviada al estilo victoriano. La mujer bebió de su taza con actitud pensativa mientras la observaba con sus fríos ojos castaños, tan oscuros como el chocolate.

—Buenas tardes, Myfanwy. Disculpa que me entrometa en tus sueños, pero me sentía en la obligación de darte las gracias.

—¿Gracias?

—Myfanwy, no creas que no soy consciente de lo que has hecho por mí —prosiguió con voz glacial la desconocida—. Me repele estar en deuda contigo, pero gracias a ti se ha eliminado una amenaza para mí y mi familia. Si alguna vez se me presentara la oportunidad de devolverte el favor, supongo que no me quedaría más remedio que hacerlo, por fastidioso que me resulte. ¿Té?

Le sirvió una taza y bebió de la suya. Myfanwy probó un sorbito, desconfiada, y le sorprendió descubrir que le gustaba.

—Está delicioso —dijo, muy educada.

—Gracias —replicó la mujer, distraída, mientras paseaba la mirada en derredor con expresión intrigada—. ¿Estás bien? Noto algo extraño… —Dejó la frase inacabada, flotando en el aire, mientras la escudriñaba pensativa—. Tu mente es distinta. Te ha sucedido algo, es casi como si…

Se incorporó de improviso y se apartó de la mesa. La silla, derribada en el proceso, se disolvió en medio de una nube de vapor y las plantas se cerraron a su alrededor con un estremecimiento.

—¿Quién eres? No entiendo nada… ¡Tú no eres la torre Thomas, pero en el fondo sí que lo eres!

—Myfanwy Thomas ha perdido la memoria —le explicó sin alterarse la joven, con ese desapego tan peculiar y característico de algunos sueños—. Yo soy lo que ha despertado.

—Estás en su cuerpo —murmuró la señora despacio.

—Sí —confirmó a regañadientes Myfanwy.

—Menudo inconveniente —suspiró la anciana—. Una torre que no recuerda quién es. —Se quedó callada un momento antes de sentenciar—: Qué incordio.

—Lo siento —dijo Myfanwy, sintiéndose ridícula por estar disculpándose.

—Ya, bueno. Dame unos instantes. Tengo que reflexionar. —La señora se dedicó a deambular de aquí para allá durante unos minutos, deteniéndose a intervalos para aspirar la fragancia de las flores—. Por desgracia, jovencita, no dispongo del tiempo necesario para ponderar todos los factores implicados en este particular. Me acucian mis propios problemas y no puedo ayudarte de forma directa, ni aquí ni en el mundo de la vigilia. Cualquier movimiento fuera de lo normal por mi parte nos pondría en peligro a las dos.

—¿No estabas en deuda conmigo? Thomas te ayudó.

—¡Pero tú no eres Thomas! —le espetó la mujer, irritada.

—Me extrañaría que ella estuviese a punto de dejarse caer por aquí para saldar cualquier posible cuenta pendiente —sentenció con aspereza Myfanwy.

—Buena observación —claudicó la desconocida—. Pero lo único que puedo hacer es guardarte el secreto. No actuaré contra ti ni le contaré a nadie lo que te ha pasado. El resto depende de ti.

—¿Eso es todo? —preguntó con incredulidad.

—Es más de lo que te imaginas y podría suponer una diferencia fundamental. Debo irme ya, y tú será mejor que te despiertes.

Las plantas que la rodeaban se estremecieron de nuevo y comenzaron a replegarse. Un manto de oscuridad se cernió sobre ellas desde el techo de cristal que se extendía sobre sus cabezas.

—Espera un momento —pidió. La mujer enarcó una ceja, sobresaltada, y las tinieblas interrumpieron su creciente expansión—. ¿No me vas a proporcionar más ayuda?

—Pues no —respondió esta, sin disimular su sorpresa. Volvió a sentarse a la mesa—. Tú no eres Myfanwy Thomas, ahora sí que ya no me cabe la menor duda al respecto —agregó mientras se servía una nueva taza de té—. Buenas noches.

—Buenas noches —dijo Myfanwy, y se ruborizó al ver que la ceja de su interlocutora se arqueaba de nuevo. Era evidente que debería añadir algo más; un vago recuerdo afloró a su memoria, apenas el retal de una evocación moribunda—. ¿Buenas noches…, mi señora?

La mujer, complacida, asintió con la cabeza.

—Bueno, por lo menos no se te ha olvidado todo, al parecer.

Se despertó y tanteó junto a la cama en busca del interruptor de la luz. El reloj la informó de que eran las siete de la mañana. Aunque se sentía agotada, las probabilidades de volver a conciliar el sueño eran inexistentes. Había demasiadas incógnitas agolpándose en su cabeza. ¿Qué significaban aquellos sueños? ¿Debería tomárselos en serio?

Se le antojaba injusto concederle más importancia al sueño del diálogo que al de la lengua que la había besado. La conversación, sin embargo, había sido extraordinariamente realista. ¿Serían aquellos sueños mensajes de su subconsciente? Se sentía inclinada a tomarlos por el simple resultado de la criba del barullo de sus pensamientos que realizaba el tamiz de su cerebro mientras dormía, pero en realidad tampoco podía poner la mano el fuego por ello.

Además, ¿quién era esa tal Myfanwy Thomas? ¿Una torre? Ella no era tan alta como para justificar la interpretación literal de ese apelativo. Ni estaba hecha de piedra, pensó con sarcasmo, así que ya podía ir olvidándose de descifrar con éxito el sueño. En esos instantes, no sabía nada: ni cuántos años tenía, ni si estaba soltera o casada… En sus dedos no había ninguna sortija ni se intuían marcas que apuntaran a que alguna vez las hubiese habido. ¿Trabajaría en algún sitio? No había caído antes en comprobar el estado de sus finanzas. Estaba demasiado ocupada procurando no morir de congelación. ¿Tendría familia? ¿Amigos? Con un suspiro, seguido de varios gruñiditos de dolor, se obligó a rodar hasta levantarse de la cama y se dirigió, renqueante, a la mesa sobre la que había tirado la chaqueta. Notaba una punzada de dolor en las rodillas laceradas al agacharse y sentía una opresión en el pecho si respiraba demasiado hondo. Se disponía a vaciar los bolsillos de la prenda cuando su mirada se posó en el teléfono y en el menú del hotel.

—Hola, llamo desde la habitación quinientos cincuenta y tres.

—Sí, buenos días, señorita Ryan —respondió una voz refinada y, por fortuna, no demasiado jovial—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Pues… me gustaría encargar algo para desayunar. ¿Podrían traerme una jarra de café, tortitas con salsa de arándanos, zumo de naranja, tostadas de trigo, mermelada y dos filetes sin cocinar?

Sin ninguna pausa de desconcierto, para su sorpresa, la voz al otro lado de la línea accedió servicialmente a enviárselo todo enseguida.

—La carne cruda es para ponérmela en los párpados —se sintió en la obligación de explicar—. He tenido un accidente.

—Claro que sí, señorita Ryan. Subiremos lo antes posible.

Preguntó además si en el hotel podrían lavarle la única muda de ropa que llevaba con ella, y la voz del teléfono le prometió despachar a alguien de inmediato para recoger la colada.

—Gracias —dijo mientras miraba por la ventana.

La tormenta había amainado durante la noche y ya no se divisaba ni una sola nube en el firmamento. Transcurridos unos minutos, sus pasos la condujeron a las puertas que daban al balcón. Se disponía a abrirlas cuando oyó que alguien llamaba de forma discreta a la puerta con los nudillos. «Recuerda —se dijo— que alguien te ha pegado una paliza de muerte y lo más probable es que te esté siguiendo la pista». Al asomarse a la mirilla vio que se trataba de un joven, de aspecto cohibido y ataviado con el uniforme del hotel, que sostenía en la mano una bolsa vacía para la lavandería. Echó un vistazo al rastro de ropa mojada que conducía hasta el baño y decidió dejar a un lado su paranoia. «Habrá que arriesgarse. Todo con tal de volver a sentirme limpia cuando me vista». Abrió la puerta, le dio las gracias al joven y, ruborizándose, se apresuró a recoger las prendas desperdigadas por el suelo de cualquier manera para meterlas en la bolsa. A continuación, al acordarse del portero al que lamentaba no haberle dado nada la noche anterior, le dejó una más que generosa propina al muchacho.

Estaba viendo el telediario de la mañana, maravillándose ante la ausencia de noticias relacionadas con el descubrimiento de cadáveres en los parques, cuando le trajeron y sirvieron el desayuno, todo lo cual se saldó con otra propina desorbitada. Se sentó, rebuscó en los bolsillos de la chaqueta y sacó el sobre marcado con un pulcro número 2. El mero hecho de verlo reavivó su irritación hacia la mujer que lo había escrito, la misma que la había metido en ese atolladero. «Enseguida lo leo —prometió—. En cuanto me haya tomado el café». Dejó el sobre a un lado, sacó la cartera y se dedicó a mordisquear una tostada mientras examinaba las tarjetas. Había dos permisos de conducir, uno de los cuales confirmaba que su identidad era, en efecto, la de Myfanwy Alice Thomas. Aunque la dirección que aparecía en él no desencadenó ningún recuerdo en absoluto, le intrigó fijarse en que parecía corresponder a una casa más que a un apartamento. Según el documento, tenía el pelo castaño, los ojos azules y treinta y un años. Observó la foto con un mohín de insatisfacción: sus rasgos eran del montón, tenía la piel pálida y las cejas asimétricas.

La cartera contenía asimismo varias tarjetas, tanto de crédito como de débito, y una nota en la que alguien había escrito a mano: «Entiendo lo que intentas hacer, pero, de verdad, tú no eres de las que guardan el corazón en la billetera».

—Qué graciosa —murmuró—. Me da que debía de tener mucha chispa antes de perder la memoria.

Tras hurgar en el resto de los bolsillos, desenterró un paquete de pañuelos de papel, un teléfono móvil sin batería y un pase con pinza incorporada. Dedicó varios infructuosos minutos a examinar este último artículo, tan grueso como cuatro tarjetas de crédito juntas, que sólo contenía una foto suya con cara de pocos amigos y un código de barras. Al cabo de un rato, dejó la chaqueta a un lado y le pegó un buen trago al café, que era excelente. Qué mejor momento que ese para leer una carta remitida por ella misma. Con algo de suerte, esa resultaría más reveladora que la anterior. Bueno, por lo menos estaba redactada a máquina en vez de caligrafiada.

Querida tú:

¿Te has dado cuenta de que no te llamo Myfanwy? Esto obedece a dos motivos: el primero, que me parecería una descortesía imponerte mi nombre, y el segundo…, en fin, que se me haría muy raro. Hablando de lo cual, supongo que te estarás preguntando cómo me dio por escribir estas cartas. Cómo sabía que iban a ser necesarias.

Cómo es que puedo ver el futuro.

Pues bien, te traigo malas noticias: no soy adivina. No tengo el don de saber lo que va a suceder ni puedo predecir cuáles serán los números agraciados en la lotería esta noche, lo cual es una auténtica lástima, porque sería de lo más práctico. En el transcurso del último año, sin embargo, me han abordado varias personas que afirmaban ser capaces de ver mi futuro. Desconocidos sin la menor relación entre sí ni conmigo. Algunos aseguraban sufrir ocasionales arrebatos precognitivos, mientras que otros ni siquiera sabían explicarme por qué se habían acercado a mí en la calle. Todos experimentaban sueños, visiones o presentimientos. Al principio los tomé por chiflados inofensivos, sin más, pero seguían apareciendo, e ignorar el fenómeno se convirtió en algo cada vez más difícil.

Por eso sabía desde hace tiempo que, tarde o temprano, te encontrarías bajo la lluvia sin recordar quién eres. Sabía que recuperarías el conocimiento rodeada de cadáveres con las manos enguantadas. Sabía que estos estarían esparcidos por el suelo tras haber recibido «una paliza de espanto», citando la expresión utilizada por una anciana estrafalaria que habló conmigo en una calle de Liverpool.

Me pregunto si estás hecha de partes de mí o si eres una persona totalmente nueva. No sabes quién eres, eso lo tengo muy claro, pero ¿qué más habrás olvidado? Supongo que no sospechas siquiera que Jane Eyre es el libro que más detesto del mundo, ni que todos mis favoritos los ha escrito Georgette Heyer. Me gustan las naranjas. Me gustan las pastas.

—¿Y las tortitas? —preguntó la chica que estaba en la habitación del hotel mientras probaba un delicioso bocado relleno de arándanos—. Porque a mí sí, eso seguro. Ya me podrías haber avisado.

Lo cierto es que todo este asunto me parece alarmante. La vida que llevo es cómoda y ordenada. Poco ortodoxa, cierto, pero me las he apañado para salir adelante. Ahora, sin embargo, me veo obligada a ir reuniendo pistas de aquí y de allá a partir de las cosas que me han ido contando.

1. Sé que voy a perder la memoria. Ignoro por qué, pero intentaré tomar precauciones y allanarte el terreno en la medida de lo posible.

2. Sé que tú o yo sufriremos una agresión, lucharemos y saldremos victoriosas. Intuyo que esta última parte te sucederá a ti. Tengo un don para la organización, pero no se me da bien pelear. Seré yo a la que le hayan puesto los ojos morados, no obstante. No sé cómo me las apaño, pero me suelen pasar esas cosas.

3. Sé que todos nuestros asaltantes llevaban puestos guantes de látex, lo cual es un detalle muy importante. Sé que podría parecer intrascendente, quizás una simple perversión fortuita. A ti se te escapará su significado, pero a mí no; con tu permiso, te lo voy a explicar. Lo único que necesitas saber ahora mismo es que alguien en quien yo debería ser capaz de confiar ha decidido que tiene que eliminarme. Ignoro de quién se trata. Ignoro por qué. Cabe la posibilidad de que se trate de algo que todavía no he hecho.

Nada me garantiza que vayas a leer esta carta. Ni siquiera puedo tener la seguridad de que hayas leído la primera. He guardado copias de ellas en todas las chaquetas y abrigos que poseo para cerciorarme de que estén a tu alcance cuando las necesites. Espero que mi limitado conocimiento del futuro te resulte útil y que recabes algo de información adicional por tus propios medios.

Y que lleve puesto un abrigo cuando eso suceda.

Debemos afrontar los hechos, en cualquier caso. Tienes una decisión que tomar, porque yo no pienso hacerlo por ti. Puedes alejarte de mi vida y forjarte otra nueva. Si eliges esa opción, tendrás que abandonar el país, pero este cuerpo viene acompañado de una gran cantidad de dinero, más que de sobra para comprarte una existencia acomodada. Te he dejado instrucciones precisas sobre cómo crear una identidad nueva, así como listas de nombres y actividades que podrás emplear para protegerte. En ningún caso sería una vida completamente segura, tan sólo hasta donde yo, alguien con los conocimientos necesarios para estar lo más preparada posible, sea capaz de facilitarte las cosas.

O puedes adoptar mi vida y convertirla en la tuya. Puedes averiguar por qué te han traicionado. Antes te he dicho que mi vida no está nada mal y así es. El cuerpo que habitas goza de los privilegios necesarios para haber amasado riquezas, poder y conocimientos inimaginables para el común de los mortales. También tú puedes disfrutar de esas cosas, pero esta opción no está exenta de riesgos. Se ha cometido una injusticia contra nosotras, por el motivo que sea: contra ti, porque no has hecho nada, y contra mí porque me cuesta creer que habré hecho algo para merecerlo.

He aquí la decisión que debes tomar. ¿Injusto? Sin duda. Pero eso no te exime de enfrentarte a ella. En este sobre hay dos llaves, las cuales abren sendas consignas privadas en la sucursal del Banco Mansel que encontrarás en la calle Bassingthwaighte de la City; la 1011-A contiene todos los materiales necesarios para desaparecer, mientras que la 1011-B volverá a sumergirte en mi vida. Elijas lo que elijas, no pienso juzgarte por ello.

Te deseo únicamente lo mejor. Hagas lo que hagas, ten cuidado hasta que hayas abierto una de las consignas. Recuerda que alguien te quiere ver muerta.

Atentamente,

Myfanwy Thomas

Dejó la carta encima de la mesa, cogió el café y se acercó a la puerta del balcón. Titubeó durante unos instantes, pero acabó descartando sus temores. «No me ha seguido nadie —intentó tranquilizarse—. No hay ningún francotirador esperándome ahí fuera. Tranquilízate». Abrió la puerta y salió a la claridad matinal. Hacía un día agradable. Estaba rodeada de habitaciones de hotel cuyos ocupantes disfrutaban de la misma comida que ella, de balcones en los que la gente se deleitaba con el mismo sol de finales de invierno mientras contemplaba las mismas nubes de vapor que se elevaban de la piscina climatizada (y completamente desierta). Pero suponía que, a diferencia de los demás, ella debía de ser la única que estaba intentando decidir quién quería ser.

«Hay que reconocer, señorita Thomas, que tu historia es de lo más seductora —reflexionó—. Has intentado embaucarme deliberadamente para que me embarque en una especie de cruzada por la justicia. No me has proporcionado ningún detalle sobre esa supuesta existencia que podría heredar. Te gustaría que me dejase llevar por la curiosidad y, aunque siga sin tener ni idea de quién soy, algo me dice que las intrigas son mi debilidad».

«Ignoro si esto te lo debo a ti —se dijo—, pero tengo los suficientes dedos de frente como para darme cuenta de que esa misicioncita tuya sería una causa perdida. En cuanto a todas “esas riquezas, ese poder y esos conocimientos inimaginables para el común de los mortales” que me prometes, no me podrían traer más sin cuidado. ¿Puedes oírme ahí dentro, en algún rincón en el fondo de mi cabeza? Porque, en tal caso, escucha esto con atención: no te des tanto pisto, querida. Para mí tu vida no tiene el menor atractivo».

Dejó vagar la mirada por el manto de nubes, algo que no recordaba haber hecho jamás. Probó otro sorbo de café; pese a saber que estaba bueno y que le gustaba con leche y azúcar, no conservaba ningún recuerdo en el que lo hubiera bebido así. Sabía cuáles eran los movimientos necesarios para nadar al estilo mariposa, pero no recordaba haberse sumergido nunca en ninguna piscina. Ante ella se desplegaba todo un abanico de nuevos recuerdos que construir y experiencias que sabía que le iban a resultar placenteras.

«Si alguien me quiere ver muerta, lo que tengo que hacer es poner tierra de por medio y utilizar la mayor cantidad posible de todo ese dinero que, según tú, me has legado. El valor que a ti te faltaba lo compensaré con grandes dosis de sentido común». Entró en la habitación, cogió un bolígrafo y trazó un círculo con decisión alrededor del código 1011-A.

Se tumbó en la cama con un filete encima de cada párpado mientras pensaba qué hacer a continuación. Había una serie de puntos que debía abordar. En primer lugar, ¿cómo iba a llegar hasta el banco sin despertar el interés (y, por consiguiente, las iras) de ningún psicópata cuyo fetiche fueran los guantes de cirujano? Y en segundo, ¿adónde le gustaría ir tras haber abierto la puerta a su nueva existencia? El primer problema parecía relativamente sencillo de resolver. Llevada por el pánico, la noche anterior había retirado una sustanciosa cantidad de dinero en metálico. Suficiente, sin duda, para alquilar un coche con chófer que la llevara al banco. En cuanto al otro…, en fin, pese a todos sus más que evidentes defectos, la señorita Myfanwy Thomas no daba la impresión de ser ninguna embustera. Esperaba encontrar todo lo que necesitaba en la caja 1011-A. Thomas había dicho que le proporcionaría instrucciones y consejos para construir una vida nueva. Por otra parte, claro está, quedaba por determinar por qué Myfanwy Thomas no había optado por invertir todo el capital que aseguraba tener a su disposición en escapar del país antes de perder la memoria. Si hubiese tenido agallas, podría haber evitado la amnesia y, a estas alturas, estar refugiada y a salvo en cualquier terraza de Borneo. ¿Qué se lo habría impedido?

«A lo mejor —especuló— tuvieron la culpa todas esas predicciones que recibía. Aunque ¿qué clase de persona se fía de lo que le diga un “vidente” cualquiera en la calle? Además, si Thomas estaba segura de que iba a sufrir un ataque, también lo estaba de que yo me iba a escapar con su vida. ¡Thomas era demasiado pusilánime para cambiar el destino, pero yo no!».

Armada de una determinación renovada, se quitó los filetes de los ojos con cuidado y examinó el resultado en el espejo. La inflamación se había rebajado, en parte, pero los moratones presentaban un tono oscuro e intenso. Habrían de pasar días antes de que desaparecieran por completo las marcas, y el dolor continuaría siendo un problema. Se dirigió al cuarto de baño para lavarse la cara y el pelo, húmedos ahora a causa de los restos de carne fresca, no sin antes realizar una breve parada en el minibar para coger un Toblerone.

Tres cuartos de hora después, montó en el coche que la estaba esperando para transportarla cómodamente al corazón de la City. Tenía la ropa limpia, el pelo le olía a flores en vez de a tartar y todos sus pensamientos giraban en torno a cuál iba a ser su siguiente paso. Estaba claro que Thomas y ella eran dos personas distintas. En fin, recibiría con gratitud lo que le hubieran legado y la chica que antes residía en su cuerpo podría descansar en paz.

Llevada por el impulso, le solicitó al conductor que pasara por delante de algunas de las principales atracciones de Londres. Entornó los párpados mientras recorrían Trafalgar Square y aminoraban al circular frente a la catedral de San Pablo. Conocía estos lugares, pero como si los hubiera visto en fotos o hubiese leído acerca de ellos.

El estilizado vehículo negro redujo la velocidad hasta detenerse delante del banco. El conductor mostró su conformidad asintiendo con la cabeza cuando ella le pidió que esperara. «Me pregunto si a Thomas le gustaría el lujo tanto como a mí. Sería una lástima si pensase lo contrario, porque podía permitírselo». Después de desayunar, había utilizado uno de los cajeros del hotel para comprobar el estado de sus cuentas; la cantidad de ceros que desfiló ante sus ojos le había producido un estremecimiento de emoción. Si esa era la riqueza a la que se refería Thomas en su carta, iba a vivir a cuerpo de rey. Como hubiera todavía más, llevaría una existencia rodeada de lujos. Se apeó del coche y, mientras subía los escalones, miró con disimulo a su alrededor para cerciorarse de que no hubiera nadie espiándola. Sin el menor rastro de guantes de látex ni nadie que la estuviese observando en las proximidades, se relajó y entró en el edificio.

«Supongo que debería haberme inventado algún nombre —reflexionó—. No puedo ir por ahí anunciándome como Myfanwy Thomas si quiero escapar del pasado, pero el alias de Anne Ryan tampoco es que sea como para tirar cohetes. Por otra parte, quizá sea arriesgado tomar cualquier decisión antes de averiguar cuáles eran los planes de Thomas. A lo mejor me encuentro con un pasaporte falso o algo por el estilo. Aunque siempre me ha gustado el nombre de Jeanne.

O eso creo, al menos».

Absorta aún en sus cavilaciones, siguió las indicaciones de los carteles, tomó el ascensor para bajar a la zona de las cajas de seguridad, abrió las recias puertas de madera y se acercó a la recepcionista.

—Buenos días, me llamo Anne Ryan —dijo, y le enseñó su permiso de conducir.

La recepcionista se incorporó mientras asentía con la cabeza. Llevaba las manos enfundadas en unos guantes de látex y, antes de que la mujer antes conocida como Myfanwy Thomas pudiera reaccionar, la recepcionista cogió impulso y le asestó un puñetazo en la cara.

Salió disparada de espaldas; el dolor latente en sus ojos se incrementó con un estallido, provocando que se le escapase un grito tan estridente como el pitido de una locomotora. Entre las estrellas que flotaban en su campo visual distinguió a tres hombres que entraron en la habitación y cerraron la puerta tras ellos. Después de rodearla, uno de los recién llegados se inclinó sobre ella con una aguja hipodérmica en la mano. Poseída por una rabia inesperada, amartilló la rodilla y le pegó una patada en la entrepierna con todas sus fuerzas. El hombre se dobló por la mitad con un chillido, momento que ella aprovechó para conectar un puñetazo con su barbilla y enviarlo trastabillando de espaldas contra sus compañeros. Se incorporó enseñando los dientes, pero le sobrevino un arrebato de pánico al recordar que no tenía ni idea de cómo comportarse en una pelea. Pese a todo, había cosas que incluso para ella eran obvias. Le propinó un violento empujón al hombre al que había empujado antes, estrellándolo contra la pared junto con uno de sus aliados. El tercer hombre y la recepcionista se mantenían al margen, como si temieran incluso tocarla. Se fijó en que también ellos llevaban puestos guantes de látex. La mujer observó de reojo al hombre que quedaba en pie, interrogándolo con la mirada.

Aprovechó la ocasión para abalanzarse sobre ella, apostando a que sería el blanco más fácil. Daban la impresión de estar desarmados y, por ahora, la mujer era la única que había demostrado tener alguna intención de agredirla. Aunque en vez de embestir a su objetivo, se topó con que este la esquivaba con una finta antes de inmovilizarle el brazo con una férrea maniobra. Sus adversarios eran profesionales. «Lo siento, Thomas. Me temo que me habías sobrestimado». Uno de los hombres se acercó a ella y la abofeteó con fuerza. El dolor provocó que se le doblaran las rodillas y se quedara inerte entre los brazos de la mujer. La muy zorra reafirmó ligeramente su presa, lo que llevó la resistencia de sus huesos al límite. El hombre le pegó un puñetazo.

—¡Cabrones! —chilló.

El primero de los hombres renqueaba ya en dirección a ella, jeringuilla en mano. Cuando la mujer volvió a presionar contra su brazo, el dolor que rugía en su interior se transformó en una agonía explosiva. Cerró los ojos y profirió un alarido. Todo cuanto había en el mundo dejó de existir a excepción de ese grito que ahogaba lo demás, incluso el dolor. Sus pulmones se vaciaron por completo de aire y dejó de sentirlo y oírlo todo, salvo su propia voz. Cuando abrió los ojos de nuevo, respiró hondo y vio que ya no estaba reteniéndola nadie. Sus cuatro agresores yacían desperdigados por el suelo y se convulsionaban de forma incontrolable.

«¿Qué diablos acaba de pasar aquí? ¿Qué es lo que he hecho?».

Se tambaleó, jadeante, pero se negó a perder el conocimiento. Miró a su alrededor, a la espera de que llegara alguien más, pero no apareció nadie. «¿Ni siquiera el personal del banco?», dudó. Las puertas, sin embargo, parecían ser lo bastante gruesas como para haber amortiguado el sonido de la pelea. Aunque el instinto le ordenaba que huyera, la poseía una férrea determinación. Su existencia hasta ese momento había sido muy extraña, sin duda, pero todas las decisiones que había tomado se sustentaban en los hechos que conocía. Ahora ya no podía fiarse de lo que creía saber. Todas sus suposiciones, por vagas que fuesen, sobre quién era Myfanwy Thomas o qué le había ocurrido estaban desencaminadas por completo. Ignoraba demasiadas cosas sobre el mundo en el que se desenvolvía, y quería desentrañar todos sus secretos.

Sometió los bolsillos de la recepcionista a un minucioso registro, esforzándose por desoír la creciente debilidad que sentía. Nada. A continuación, su somero examen del escritorio reveló un cajón lleno de llaves numeradas, cada una de las cuales estaba guardada dentro de un diminuto compartimento. Buscó las que coincidían con las que obraban ya en su poder y, sorteando los cuerpos que yacían en el suelo, entró en la cámara que contenía las cajas de seguridad. Reprimió un grito de sorpresa al encontrar allí a una mujer inconsciente cuya tarjeta con un nombre impreso la identificaba como la auténtica recepcionista. «Supongo que la dejarían fuera de combate antes de tenderme esta emboscada —meditó Myfanwy—. ¿Cómo habrán dado conmigo y llegado aquí tan deprisa?».

Pasó por encima de la empleada del banco, escudriñó las hileras de enormes compuertas hasta encontrar las indicadas e introdujo las dos llaves en sus correspondientes cerraduras. Por un momento estuvo tentada de cambiar de opinión, pero le bastó con echar un vistazo de reojo por encima del hombro en dirección al suelo sembrado de cuerpos para decidirse. Apretó las mandíbulas y abrió la caja número 1011-B.

En su interior había dos maletas. En la primera encontró unos cuantos objetos envueltos en plástico de burbujas. Se volvió hacia la segunda, la abrió a su vez y dio un paso atrás, impactada. La maleta estaba repleta de sobres, montones de ellos, todos con su respectivo número anotado con la caligrafía inconfundible de Myfanwy Thomas.

2

La desilusión inicial que había sentido al descubrir una maleta llena de papeles en vez de aparatitos de alta tecnología o monedas de oro dio paso a la intriga. No sabía muy bien con qué se iba a encontrar, así que supuso que un montón de cartas tampoco era algo tan descabellado. Con suerte, Myfanwy Thomas le habría dejado algún consejo para afrontar ese tipo de situaciones. Pero ¿disponía del tiempo necesario para examinar esas notas? Se arriesgó a echar un vistazo atrás por encima del hombro y comprobó que las cuatro figuras no se habían incorporado ni se cernían sobre ella; antes bien, las convulsiones habían cesado y ahora yacían inmóviles. Tampoco la recepcionista daba la impresión de ir a despertarse de un momento a otro. Se quedó un instante mordisqueándose los labios, sopesando las distintas posibilidades que se le ofrecían, y la sensatez terminó imponiéndose a la curiosidad que la martirizaba. «A la mierda —pensó—, ya iré leyendo en el coche».

Se guardó el primer sobre, etiquetado con el número 3, en el bolsillo trasero de los pantalones y levantó las dos maletas, más pesadas de lo que esperaba. Las sacó de la caja de seguridad, las depositó en el suelo y, no sin esfuerzo, las arrastró fuera de la cámara acorazada. Sorteó con cuidado los cuerpos y montó en el ascensor para subir al recibidor.

«Calma —se dijo—. Serénate. No todos los empleados del banco van a llevar puestos guantes de látex». Ni de látex ni de ningún otro tipo, de hecho; nadie parecía estar prestándole ni un ápice de atención. «Bueno, seguro que cambian las cosas en cuanto a alguien se le ocurra asomarse a la cámara», se dijo mientras se apresuraba a salir a la calle. La escalinata de acceso al edificio constituía un escollo, pero el chófer la vio forcejando con las maletas y se ofreció, servicial, a acarrearlas hasta el vehículo. Myfanwy le dio las gracias y se instaló en el asiento de atrás.

—Arranque, por favor —le pidió—. Enseguida.

Se reclinó, agotada, y se concentró en acompasar la respiración para que no le diera un infarto.

«Vale, ya estás a salvo —se tranquilizó—. De acuerdo, ¿y ahora qué?». Sacó el sobre del bolsillo en el que lo había metido y lo abrió.

Querida tú:

Las probabilidades de que estés leyendo esto son entre escasas y nulas. ¿Quién elegiría la incertidumbre y un puñado de advertencias ambiguamente formuladas antes que una nueva vida repleta de lujo y riquezas? Tendré que asumir que te has visto sometida a una situación de estrés insoportable, habrás tocado la piel de alguien y esta persona se habrá quedado paralizada. O ciega. O muda. O se habrá ensuciado los pantalones. O habrá sufrido cualquier otro tipo de efecto adverso en cuyos detalles no voy a entrar ahora. Fuera como fuese, sé lo que se siente la primera vez que te sucede algo así. Es como si se abriera una puerta en lo más hondo de tu ser, ¿verdad? Como si te hubiera atropellado un camión. No puedes hacer como si no hubiese pasado nada. Aunque seguramente ahora preferirías haber abierto la otra caja (elección, por cierto, con la que habrías pasado el resto de tu vida llamándote Jeanne Citeaux), me alegra que hayas tomado esta decisión.

Coge las dos maletas y dirígete a la dirección detallada más abajo. La llave que contiene este sobre te franqueará la entrada y debería ser un refugio seguro; no guarda ninguna relación directa conmigo. Abre el siguiente sobre cuando estés asentada. Procura que no te sigan.

La nota no llevaba ninguna firma y la llave que extrajo del sobre carecía de distintivos. La dirección, que no constaba en ninguno de sus permisos de conducir, parecía corresponderse con algún tipo de apartamento. Se guardó la carta y la llave en un bolsillo y le anunció su próximo destino al chófer, con la advertencia de que intentase evitar que alguien los siguiera. Tras asentir con la cabeza, el hombre se embarcó en una travesía tan llena de meandros y bruscos cambios de dirección que a su pasajera no le cupo duda de que nadie podría ir tras su pista sin que al menos él se enterara. El conductor esbozó una sonrisita cuando a Myfanwy se le ocurrió expresar ese pensamiento en voz alta.

—Estoy acostumbrado a este tipo de cosas, señorita. Los paparazzi acosan a muchos de nuestros clientes.

Ella asintió con la cabeza, meditabunda, sacó la llave y empezó a darle vueltas y más vueltas entre los dedos mientras miraba por la ventanilla. Ya habían salido de la City. En algunas partes del recorrido circulaban en paralelo al Támesis, que se veía precioso, surcado de embarcaciones turísticas, pero enseguida volvían a alejarse, se cambiaban de carril y se internaban por tortuosos distritos residenciales. Aprovechó para empezar a digerir lo sucedido en el banco mientras el vehículo continuaba su mareante rumbo hacia el este, en dirección a los Docklands.

Finalmente se detuvieron frente a un edificio de apartamentos. El conductor le llevó las maletas al recibidor, ella le dio una generosa propina por la pericia que había demostrado al volante y arrastró el equipaje hasta el ascensor. Al llegar a la novena planta, buscó la puerta apropiada y la abrió.

Saltaba a la vista que el lugar llevaba semanas, por no decir meses, vacío. Aunque entraba un reguero de claridad a pesar de que las cortinas estaban cerradas, encendió la luz. El sitio entero olía a abandono y reinaba un silencio espeluznante. Dio unos cuantos pasos sin rumbo fijo, titubeante, sintiéndose como una intrusa que acabara de invadir el hogar de otra persona.

Ante ella se abría la sala de estar, en la que un puñado de sólidos muebles aguardaban bajo las sábanas que alguien les había echado por encima para evitar que se cubrieran de polvo. No se veía ningún cuadro en las paredes. La cocina quedaba a su derecha. Al abrir el frigorífico descubrió unos cuantos packs de agua embotellada y latas de refrescos. El congelador contenía un surtido de platos precocinados y algunas bandejas de plástico con carne. Encontró cubiertos en uno de los cajones, así como platos y vasos en la alacena. Regresó a la sala de estar y quitó las sábanas del mobiliario, lo que reveló unos grandes divanes de aspecto mullido y sillas de color rojo burdeos. De una de las paredes colgaba un televisor de generosas dimensiones.

—Qué minimalista —murmuró para sí.