Sobre el autor

El poeta, narrador, ensayista y dramaturgo Luis Benítez nació en Buenos Aires el 10 de noviembre de 1956. Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía, Capítulo de New York, (EE.UU.) con sede en la Columbia University, de la World Poetry Society (EE.UU.); de World Poets (Grecia) y del Advisory Board de Poetry Press (La India). Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie de la Association La Porte des Poètes, con sede en la Université de La Sorbonne, París, Francia. Miembro de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la República Argentina. Ha recibido numerosos premios nacionales e internacionales por su obra literaria, entre ellos el Primer Premio Internacional de Poesía La Porte des Poètes (París, 1991); la Mención de Honor del Concurso Municipal de Literatura (Poesía, Buenos Aires, 1991); el Segundo Premio Bienal de la Poesía Argentina (Buenos Aires, 1992); el Primer Premio Joven Literatura (Poesía) de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat (Buenos Aires, 1996); el Primer Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); el Primo Premio Tuscolorum Di Poesia (Sicilia, Italia, 1996); el Tercer Premio Eduardo Mallea de Narrativa (Buenos Aires, período 1995–1997); el Primer Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003); el Accesit 10éme. Concours International de Poésie (París, 2003) y el Primer Premio Internacional para Obra Publicada “Macedonio Palomino” (México, 2008). Sus 32 libros de poesía, ensayo, narrativa y teatro han sido publicados en Argentina, Chile, España, Estados Unidos, México, Venezuela y Uruguay y obras suyas fueron traducidas al inglés, francés, alemán, italiano, flamenco, griego y macedonio. En 2010 la editorial española publicatuslibros.com editó en e–book, en 3 tomos, sus “Poemas Completos (1980–2006)”, con ensayo introductorio del Prof. Luis González Platón, de la Universidad de Madrid.

Benítez, Luis

Tango del mudo / Luis Benítez ; dirigido por Jose Marcelo Caballero ; con prólogo de Ana Turón. - 1a ed. - Buenos Aires : Pluma y Papel, 2012.

E-Book.

ISBN 978-987-648-080-2

1. Narrativa Argentina. I. Caballero, Jose Marcelo, dir. II. Turón, Ana, prolog.

CDD A863

Tango del mudo

© 2012 Luis Benitez

© 2012 de esta edición eBook Argentino

Alberdi 872, C1424BYV, C.A.B.A., Argentina

info@ebookargentino.com

www.ebookargentino.com

Director Editorial: José Marcelo Caballero

Coordinadora de edición: Marcela Serrano

Ilustraciónes de cubierta: HM

ISBN:978-987-648-080-2

Primera edición eBook:Marzo 2012

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723

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Published under the Copyright Laws 11.723 Of The Republica Argentina.

Hecho en Argentina – Made in Argentina

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1ra. edición uruguaya: Ediciones de la Plaza, Montevideo, 1997.

2da. edición, 1ra. argentina: Ediciones Piel de Leopardo, Buenos Aires, 2003.

3ra. edición, 2da. argentina: Pluma y Papel Ediciones, Buenos Aires, 2012.

Esta obra ha recibido las siguientes distinciones:

Primer Premio Internacional de Ficción (Montevideo, 1996)

Jurado:

Enrique Estrázulas, Alicia Migdal, Tomás de Mattos

Tercer Premio “Eduardo Mallea”

(Municipalidad de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 1998)

Primer Premio Letras de Oro (Buenos Aires, 2003)

Jurado:

Alicia Dujovne Ortiz, María Fasce, Paulina Vinderman, Liliana Díaz Mindurry, Laura Massolo, Joaquín Giannuzzi, María Rosa Lojo, Tulio Stella y Diana Blumenfeld.

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Table of Content

Sobre el autor

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Prólogo

“Tango del Mudo” es una aventura literaria; es pícara, audaz y profunda.

En un continuo juego de tiempos que se desdoblan, se superponen, finalizan y recomienzan; pasamos de 1997 a 1913 ó 1955, en vaivenes de insuperable creatividad, ingenio y profesionalismo.

Rodeado de simbologías encubiertas –y no tanto– un hombre maduro enfrenta la desocupación, la incertidumbre económica, el fracaso de pareja. Un periodista frustrado y sin perspectivas, para quien no hay lugar en la sociedad, debe resignarse a la monótona tarea de sereno en un asilo de ancianos.

Es de noche en la vida de Severiano Cárdenas y es también de noche –sugestivamente Navidad– cuando descubre una puerta, una luz, un camino y otra vida. Tal vez la verdadera.

Nada hay librado al azar. Ni la callecita laberíntica por la que muchos partieron y nadie volvió, ni el ovillo de lana que va desenrollando por consejo de Adriana.

Estas magistrales fantasías nos conducen al Buenos Aires de comienzos de siglo XX.

Por descuido, Cárdenas lleva en su bolsillo un viejo librito de tango que relee y compara con su presente. Ahora él es parte de la historia que había conocido en su vida “anterior” –tan pasada como futura– transgrediendo siempre la temporalidad en todas sus formas y creando un clima que atrapa a los lectores, cómplices omniscientes de un autor que se funde y confunde con el protagonista.

Traba amistad con Contursi, Alippi, Casaux y otras figuras fundacionales de nuestra cultura popular que ignoran que han de ser parte de la mitología porteña. Sabe que conocerá al Mudo, a quien verá con careta de toro en una noche de Carnaval.

Sentimos su adrenalina –que, insisto, es la de Benítez– en cada momento; disfruta a pleno de una charla con Enrique Santos Discépolo y se atreve a mostrarle la letra de un tango que había escrito “antes”, en 1997.

Cárdenas se ha convertido en consejero de Gardel, forma parte de su entorno más íntimo, lo acompaña en sus giras y le anticipa el porvenir. Benítez conoce muy bien la psicología de sus personajes, las costumbres de la época y los ámbitos como para relatar cada circunstancia y reproducir los diálogos con admirable justeza y equilibrio.

Por su autonomía argumental, podríamos extraer esta etapa de la novela y disfrutarla en forma independiente sin perjuicio alguno.

Pero, como fue dicho, nada hay librado al azar. Atrás –es decir, en el futuro– quedó un geriátrico, un laberinto, Adriana y un ovillo de lana.

El ser sobrenatural alimentado por su pueblo va a morir.

Y Cárdenas lo sabe.

Años más tarde, mientras escribe sus vivencias, descubrirá que su tango fue grabado por Gardel.

Acaso toda la novela sea un pretexto para que Luis Benítez pudiera cumplir este sueño.

Ana Turón

Abril de 2012

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Capítulo 6

Contursi me despertó apenas íbamos llegando a las luces de la avenida 18 de Julio.

Lucía tan fresco como el aire y el chofer impasible. Solamente yo parecía sacado del fondo del río. Me dolía todo el cuerpo por la posición en que había dormido y recién cuando el Daimler se detuvo, en la avenida cubierta de tolditos de uno y otro lado de la calle y Plaza de Cagancha, a la vuelta de donde debíamos actuar, comencé a entender un poco dónde estábamos y qué habíamos venido a hacer.

Miré a Pascual Contursi con el mismo asombro con que, todas las veces que dormía en una habitación de hotel o en su casa lo miraba. Necesitando de un esfuerzo extra para comprender que estaba allí y era tan real como mi mano. o el dolor de los músculos de mi espalda.

Bajo el sombrero, mientras él mismo bajaba nuestras pocas cosas, sin esperar la ayuda demorada del chofer, Contursi tenía los ojos brillantes. Resté la fecha de su nacimiento a la de su muerte y recordé que tenía, en ese instante en que lo miraba hacer, veintiséis años.

El chofer se fue y desapareció para siempre de ese amanecer remoto. El hotel se llamaba “El Serpentario” y, a juzgar por la confianza con que mi amigo trataba al somnoliento portero de noche y el tuteo que empleaba con el botones, más la soltura con que le daba la propina, no era la primera vez que paraba allí.

La habitación estaba en los altos y las escaleras eran empinadas. La pieza era como todas las que habíamos conocido en nuestro andar por la provincia de Buenos Aires, por el sur de Santa Fe, igual a las que habíamos ocupado las dos veces que fuimos a Córdoba para animar los casamientos de otros. –Che– le oí decir desde el baño, a donde había ido a refrescarse, mientras yo empezaba a amodorrarme sobre un colchón sorprendentemente mullido– oiga, no se me va a dormir en Montevideo, ¿no?– Aquel hombre era infatigable.

No, Pascual no iba a querer dormirse hasta que llegara la función vespertina, cuando teníamos que hacer lo nuestro.

En ocasiones decía que permanecer sin dormir le servía para escribir, que lo inspiraba ese estar como dentro de una película, permanecer entre dos mundos. Y casi llevaba dos días sin tocar la almohada.

–Salgamos, Cárdenas, ¡mire que mañana!– y abrió de golpe la ventana.

El sol me dio de lleno en la cara y sentí dolor detrás de los ojos. Me sentí como un vampiro de cine, de esos que se retuercen en el cajón cuando les pega el sol de frente.

Pascual se cagó de risa y sacudió la cama para despertarme.

–Agarre el saco que nos vamos a almorzar–

Me vestí resignado, como un mártir, como una piltrafa.

–Se nota que es el mayor– dijo con sorna, mientras bajábamos las escaleras que acabábamos de subir hacía poco.

–Si le digo que soy más joven que usted, no me va a creer– le respondí.

–¡Este Cardenitas! ¡Este Cardenitas, carajo!– me pareció todavía más juvenil cuando dijo esto y salió a la calle respirando hondo.

–Doblando la esquina, Cardenitas. Lo de Leguizamón: dos churrascos como no hay en casa y un litro de clarete– festejó.

Eran las siete.

En lo de Leguizamón no había más parroquianos que uno dormido de bruces sobre su mesa y Leguizamón no estaba. El dependiente nos saludó con efusión y le preguntó a Pascual por las guitarras y no sé cuánto más dijo. Le gustaba hablar al muchacho.

Pascual agregó cuatro huevos fritos al pedido y exigió el vino rápido.

Tenía gusto a gloria el uruguayito en jarra y me sentí mejor, mucho mejor.

Contursi decía pavadas y parecía más chico de lo que era. Nunca me acostumbraría a sus cambios de estado de ánimo. Sabía que una hora después podía estar sumido en la más profunda melancolía y que, cuando fuéramos a hacer nuestro número, podía encontrarse tanto enojado como festivo.

El lugar donde íbamos a actuar esa tarde no tenía nada de extraordinario. Ni siquiera era un dancing o un prostíbulo de fama. Se trataba de una academia de baile, a seis pesos la hora, donde los hombres iban a aprender a mover los pies sobre el piso y las manos sobre las señoritas encargadas de enseñarles, pacientemente, ambas cosas. Iban menores a esas veladas, me dijo Pascual, risueño.

Los churrascos matinales venían jugosos en sus platos, cubiertos de aros de cebolla, nadando en un mar de salsa y arropados por los huevos fritos en manteca gruesa.

Bajamos una panera y pedimos otra y otra jarra de vino y después otra jarra más.

Yo era joven de nuevo y tenía doscientos pesos de la época en mis bolsillos. Era eterno, no podía morir. Como Contursi.

Pedimos grapa con limón.

Pascual embromaba y jodía, acordándose de todo y todo le causaba gracia, como un niño que recuerda sus travesuras: la ida del hotel aquel, lejanísimo, de Colonia (¿cuándo había sucedido aquello?, me pregunté, la tarde anterior estaba en otro mundo), el encuentro con Saldívar y sus amigos, el flaco Magallanes y su amante, la sospechosa dueña de casa…

Repentinamente, como le había venido aquel estado de casi euforia, Pascual se fue apagando.

Dejó de hablar, se peinó de un manotazo y se tocó las polainas como si no supiera qué hacer con las manos. Me miró de soslayo, como para asegurarse de algo y pidió el sombrero y se fue, no sin antes decirme, muy serio: –Pague si tardo un poco –vaciló– cualquier cosa lo veo en el hotel…

Y se quedó mirándome unos segundos, como para que adivinara lo que le pasaba.

No adiviné y se fue, como un papel que sale por la puerta llevado por el viento.

Desde atrás del mostrador el dependiente me miraba, pero desvió los ojos cuando le clavé los míos. El otro cliente del establecimiento seguía en lo suyo. El tipo roncaba, volcado sobre la mesa, en su rincón.

Pedí otra vuelta de grapa, solo para mí, y me di cuenta de que no tenía sueño ni nada que hacer sin él.

Entonces, paladeando mi copita, me acordé de la vez aquella en que había descubierto el resplandor y había salido a la noche y había pasado el resto de la guardia como un loco, yendo y viniendo de aquí para allá, de arriba para abajo del asilo, hasta poder más o menos tranquilizarme o algo parecido.

Sonreí, porque con la tranquilidad que sentía en ese momento, me parecía gracioso haber estado tan asustado alguna vez. Y estar allí, en esa mañana montevideana, bien comido y mejor bebido, era para mí lo más natural del mundo.

El día de mi descubrimiento no había dormido, tampoco, porque no podía.

Temía volver a mi trabajo porque sabía que iba a subir a ese lugar y que iba a entrar por esa puerta donde era de día, imposiblemente, de día en medio de la noche.

Por eso bendije como un premio que me destacaran en un depósito –otro del turno había faltado sin aviso y el cambio de tarea, pensé, me había beneficiado– pero ese día, el siguiente, tampoco pude cerrar los ojos.

Valentini, cuando tomé la guardia, me miró de hito en hito y me preguntó si venía teniendo demasiado sexo, ya que lucía tan agobiado. Seguía intentando bromear, con algún éxito.

Esa tarde me persuadí de que todo había sido un sueño, de que nada había allí arriba, de que con mi juego de asustarme para que pasara algo había caído en mi propia trampa, divirtiéndome en exceso conmigo mismo.

Casi lo había logrado y con ello me había sobrevenido todo el cansancio de dos días en vela, cuando pasé por el corredor, donde unos internos y la asistente social que los dirigía estaban colgando de las paredes adornos de confección casera.

Toscos, horribles, chillones sobre el gris sucio de los muros, como manchones de papel crepé.

Los parlantes en esos días especiales estaban conectados casi todo el tiempo y entonces recordé que estábamos en vísperas de año nuevo.

Hoy que anda revoleando sus puñaladas, el frío de tu ausencia como un matón, me da por evocarte como vos eras, antes de que me alcance el corazón.

Cantaba “El Mudo” otro tango desconocido. Apenas pensé en ese detalle. Apenas, también, pensé en Leonor. Quería que se fuera diluyendo, como el resto de mi vida, y me ilusionaba pensando que así sucedía, en realidad.

Entre el grupo de decoradores rengueaba la Adriana, que me miró acercarme con su sonrisa siniestra.

Me miraba a los ojos, fijo, muy fijo como para no saberlo.

Y cuando pasé a su lado, haciéndome el desentendido y sin saludar a nadie, rengueó tras de mí y al oírlo sentí algo correrme de nuevo por la espalda. Como el frío de la panza de una lagartija, de la nuca hasta las piernas.

–Espere, querido. Espere– Quise no escuchar su voz, quise no detenerme.

Me tomó del brazo con una mano minúscula, como de murciélago, y tuve que pararme. También tuve que mirar para otro lado.

–Escuche, no sea sonso, si hoy va de vuelta y entra, mejor que se lleve esto– susurró.

Ahí sí que la miré. Parecía una abuelita de cuento infantil, como transfigurada, y en la mano sostenía un ovillo de lana roja.

Lo tomé, creo que sin saber bien qué estaba haciendo.

–¡Adriana! ¡Doña Adriana! ¡Deje de molestar a los muchachos y venga que tenemos que terminar!– la llamó la asistente social, completamente ignorante de todo y sonriendo profesional, maternalmente, a la distancia.

La anciana la miró muy rápido, con una expresión de superioridad apenas perceptible y se volvió para decirme, mientras se iba en su dirección: –Vaya largando lana y acuérdese por dónde entró. Si no, seguro que se pierde–

Me quedé parado allí y después comencé a caminar, guardándome el ovillo en la campera de reglamento.

–¡Mire que se perdió mucha gente por ahí!– me gritó de repente la vieja Adriana, antes de que yo doblara hacia la enfermería mi camino.

Y antes de que yo desapareciera del corredor, todavía volvió a gritarme una vez más: –¡Y cuídese del hombre con cabeza de toro!–

La asistente social, lo oí claramente, la regañó y la hizo callar.

Al final de la enfermería había otra escalera que llevaba hacia arriba.

La subí despacio, acariciando el ovillo de lana que llevaba en mi bolsillo, junto con un librito de historia del tango que alguna vez me había servido para mis artículos en revistas de espectáculos.

Cuando entré en el pabellón quemado y busqué el baño entre las ruinas, no pensé en nada. Algo se había quedado quieto en mi cabeza y todo era extremadamente sencillo.

En el baño, anudé el extremo del ovillo a un caño roto que sobresalía un metro de la pared y lo fui desenrrollando despacio, sintiendo que, de alguna manera, aquel acto ya lo había hecho antes, en un pasado lejanísimo o en un sueño.

Curiosamente, abrir la puerta y ver que era de día detrás de ella no me impresionó como la primera vez, quizá porque entonces también era de día en el asilo y en cuanto lo rodeaba.

Pero, llamativamente, la puerta daba a un callejón.

Un callejón sinuoso, lleno de vueltas y de codos, según pude comprobar al recorrerlo como un sonámbulo.

Siempre soltando lana, avancé por ese callejón desierto, casi tan sucio como el pabellón quemado de un primer piso que había dejado atrás y vi que no había nadie en él, aunque llegaban algunos ruidos hasta mí.

Ruidos distintos a los que estaba acostumbrado a oír en el asilo.

Ya en la esquina observé que el ovillo había perdido bastante de su tamaño y volví a mirar hacia atrás, a donde se extendía el hilo rojo, que me pareció delgadísimo.

Entonces vi al chico aquel y no sé cómo no grité.

Su ropa, creo que fue su ropa, aunque me parece que también me asusté tanto porque estaba voceando los diarios junto a un auto y después me percaté de que había otros, pocos, en aquella calle. Parecían recién salidos de un museo de autos antiguos.

La calle también era distinta.

Empedrada, sin asfalto, imposible y jalonada por unos postes que, tuve que admitir después de un rato, servían para atar caballos.

El chico gritaba la quinta edición y no me prestó atención alguna. Yo sí a él.

Tenía bajo el brazo la edición de “Crítica”.

Cuando vi a dos hombres y a una mujer pasar cerca del chico, retrocedí hasta el callejón.

Sus sombreros, el bastón de uno de ellos, el vestido que usaba esa mujer.

Acobardado, acuclillado en aquel callejón, con el ovillito de lana entre las manos, vi o, mejor dicho, no vi terminar de caer la tarde.

La calle había quedado desierta y me animé a salir del callejón roñoso. Dejé el ovillo enganchado en una saliente de la pared. No convenía que nadie lo descubriera y, además, razoné, quedaba tan poca lana en él, que sólo podría acompañarme unos pocos metros.

Fui hasta la otra esquina, atraído por la luz de un farol. Era un farol a gas que alguien, indudablemente, había prendido pasando por allí sin que yo lo hubiera visto, escondido como estaba en el callejón.

En cada esquina había un farol igual y la luz que se iba apenas competía con sus llamas a unos pocos metros del poste.

El hombre que pasó, acariciándose el bigote bien engomado y se descubrió al aproximarse a mí, me miró con una extraña mezcla de curiosidad y de respeto.

Me extrañé de su actitud, pero llevé mi mano a la gorra para responder a su saludo.

Entonces, luego de que se fue, comprendí que mi uniforme y mi arma eran el motivo de su sorpresa. Un nuevo uniforme para la policía, habrá pensando aquel anónimo paseante.

Prendí un cigarrillo y al ir a guardar mi encendedor me di cuenta de que aquel pequeño objeto podía delatarme. De que también podían hacerlo otras cosas que llevaba conmigo, mi forma de hablar, mi condición de ignorante de todo lo concerniente a aquel lugar… a todo aquello que me rodeaba. Me sentí indefenso y tan asustado, que retrocedí hasta el callejón y pensé en volver mis pasos siguiendo el rastro de lana, en desandar sus vueltas hasta la puerta y tras ella, otra vez, estaría cuanto yo conocía y me conocía.

Pero, cuando me disponía a hacerlo, me detuvo algo. Un deseo, un sentimiento tan fuerte y tan cierto como cuando, siendo un niño, había descubierto el mar. Como cuando, ya un poco mayor, besé a una mujer por primera vez. Una fuerza más poderosa que el miedo y que, con el miedo, sin desalojarlo pero compitiendo con él, se despertaba dentro mío y se desenrrollaba como yo había hecho con el ovillo de lana.

Estaba como suspendido entre lo que era tras esa puerta mugrienta que me esperaba al final del ovillo y lo que no era allí, al final del ovillo.

Muchas cosas pasaron por mi cabeza en ese instante, ya bajo la franca noche –¿la noche de cuándo? ¿la noche de dónde?, si me quedaba allí lo sabría, inevitablemente– y sentí crecer ese sentimiento en mí. Volvía a ser, de alguna manera, yo mismo o a ser el hombre en su dimensión más honda, pensé, como en una épica. Aunque no recordaba muy bien qué significaba exactamente aquella palabra, sentía que encajaba perfectamente en aquel momento y que llenaba nuevamente de sentido mi vida. Pensé en el asilo, en aquel corredor interminable, en los años que recorrería una y otra vez la misma fila de baldosas, siguiendo la misma pared manchada, hasta que sólo el uniforme me diferenciara de aquellos a los que vigilaba. Pensé en Valentini robándole naranjas a la Cerqueiro y ensayando bromas para no morirse, en la rutina de llegar y de irme siempre a las mismas horas, en mi departamento miserable, en mi vida.También pensé en Leonor, con aquel largo pedazo de lana en las manos. Si bien Leonor estaba también en el otro extremo del ovillo, lo estaba para mí, yo lo sabía, quizá lo comprendí sólo en aquel momento, tan en ese mundo como las pirámides en Egipto o una piedra en el fondo de un río desconocido. Lejos y seguramente para siempre. Pensé en que, si ella me hubiera llamado cuando yo todavía tenía teléfono y mi vida aquel sentido, hubiera remontado el curso del hilo hasta la puerta y dejado atrás el resplandor.

Dudé, con remordimiento y teniendo que aceptarlo, pero preferí pensar que sí, que hubiera vuelto.

Entonces, de una vez, tiré del hilo y se rompió allá a lo lejos, en alguna parte del callejón sinuoso que yo no podía ni quería volver a ver, y lo enrrollé despacio, gozando del peligro, la intemperie y la aventura que venían a mí, cada vez más cerca, con cada vuelta.

Cuando reuní todo el ovillo me volví y lo tiré lo más lejos que pude a través de la calle. Lo vi rebotar y perderse, rodando hacia la nada.

Comencé a caminar calle abajo y sentí unas lágrimas que, por primera vez en mucho tiempo, no eran de tristeza, bajarme por la cara mientras todo, absolutamente todo, me parecía visible por primera vez, como cuando era un niño.

Quería alejarme tanto del callejón que no pudiera recordar dónde quedaba y lo logré. Llegué cerca del puerto, lo vi a lo lejos y no encontré a nadie por las calles vacías. Corría como un loco, armado y feliz, entre los puentes y las grúas abandonadas en la oscuridad. Los barcos flotaban mansos, dormidos como caballos de pie, atados a las columnas del muelle.

Recorrí con la mirada los nombres pintados en sus cascos, pero no me dijeron nada.

Miré cada cosa, entonces, preguntándole dónde estaba y no me respondió ninguna.