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Director de la colección

Pascual Serrano

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ISBN: 978-84-460-4703-2

Rafael Poch-de-Feliu

Entender la Rusia de Putin

De la humillación al restablecimiento

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La Rusia postsoviética y el régimen del presidente Putin, su nacionalismo, su crítico desdén y desconfianza hacia Occidente y su escepticismo hacia los valores reclamados como «occidentales», así como el considerable consenso que todo ello tiene en la sociedad rusa, no se comprenden sin atender a la humillación de los años noventa. Aquel periodo supuso una traumática depresión para millones de rusos, pero ofreció también un ambiente idóneo para la reconversión social de una casta administrativa en clase propietaria.

Realizada aquella operación, en las elites rusas se planteó de nuevo la cuestión del Estado: restablecer su maltrecha función y autoridad, tanto dentro como fuera del país. Putin ha sido el encargado. Ese restablecimiento genera fuertes tensiones, porque Occidente no lo acepta. Una «nueva Guerra Fría», sanciones, y grandes contradicciones en el seno del régimen y de la sociedad rusa, son las consecuencias.

Este libro aborda todos esos aspectos, así como las raíces de las dificultades de Rusia con el pluralismo y el estado de derecho, y es una posdata de la crónica que Rafael Poch-de-Feliu realizó hace quince años sobre el fin de la URSS y el nacimiento de la Rusia postsoviética, La Gran Transición. Rusia 1985-2002, considerada la mejor síntesis de aquel tumultuoso periodo.

 

Hasta su despido de La Vanguardia, Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona, 1956) fue veinte años corresponsal de ese diario en Moscú y Pekín, nueve en Berlín y en la Europa del Este, y tres en París. Fue corresponsal de Die Tageszeitung, colaborador de Le Monde Diplomatique y de la revista Du Shu de Pekín. Actualmente mantiene el blog semanal rafaelpoch.com.

 

 

 

A Lou, con retraso

 

Presentación

¿Recuerdan qué relajados estábamos cuando al frente de Rusia había un borracho que pellizcaba a las secretarias? Con Yeltsin controlando el botón nuclear, nuestros dirigentes y medios de comunicación sí que estaban tranquilos. Ahora no, ahora hay un presidente en Rusia que es militarista, porque que no tolera que le sigan dando dentelladas alrededor (en Ucrania, en Siria...), que se le ocurre poner en el aire una televisión para contarnos las noticias a su manera y, encima, el muy tunante, ha logrado situar a «uno de los suyos» al frente de la presidencia de Estados Unidos. Y hasta está consiguiendo que se rompa España con su apoyo al procés.

Observando el discurso dominante en Occidente, esta caricatura podría ser la imagen de la situación rusa actual y de su presidente, Vladímir Putin. En la historia de la humanidad, los gobernantes han aplicado frecuentemente la clásica estrategia de señalar a sus ciudadanos que el enemigo estaba fuera para, así, desviar la atención de los problemas interiores y sus responsabilidades. El agresor, el violador de derechos humanos, quien ponía en peligro la paz e incumplía las promesas y los tratados siempre era el otro. Excepto cuando el otro era una marioneta a nuestro servicio, como Yeltsin. De ahí que la imagen que siempre se nos ha transmitido de Rusia, y de la Unión Soviética anteriormente, estaba muy influida por los intereses occidentales. La realidad es que la evolución y los cambios desarrollados en Rusia en los últimos cincuenta años no los hubiera podido prever el más imaginativo de los escritores de ciencia ficción. De epicentro de una gran potencia mundial que contrapesaba el capitalismo y despertaba pasiones en los movimientos obreros de todo el planeta, pasó en pocos años a ser un Estado fallido y saqueado. De estar bajo el liderazgo de un símbolo del diálogo y de la paz mundial como era Gorbachov a estarlo de un patético borracho al que la comunidad internacional le permitió bombardear el Parlamento. Y cuando parecía que Rusia iba a terminar en el estercolero de la historia, se levanta de sus cenizas y acaba expulsando a Estados Unidos y sus amigos de Osetia del Sur, Crimea y Siria.

Es evidente que no se puede intentar descifrar la geopolítica internacional sin estudiar a Rusia y que no se puede conocer Rusia si nos limitamos a los grandes medios de comunicación. Por ello en la colección «A Fondo» de Akal hemos querido conocer ese país. Y para hacerlo hemos viajado a las raíces de la autocracia rusa, cinco o seis siglos atrás. Hemos recordado el derrumbe de la URSS, sus razones, su proceso y sus consecuencias. Y así llegamos a la Rusia actual y a su presidente, Vladímir Putin. El hombre que, siendo anticomunista, ha terminado siendo más odiado y temido por los gobernantes occidentales que cualquier líder comunista ruso. Este libro se titula Entender la Rusia de Putin, y nuestro autor fue durante veinte años corresponsal en Moscú y Pekín, y otros nueve en Berlín y Europa del Este. Muchos estudiosos y periodistas nos explicaban en periódicos y libros los acontecimientos de la Rusia moderna, pero muy pocos vivían allí. Y Rafael Poch-de-Feliu era uno de esos pocos.

A lo largo de estas páginas, Poch analiza la geopolítica, pero también la historia de Rusia, porque sin ella no se puede entender nada. Y también nos debemos acercar a las ideologías y los valores que sacudieron a Rusia y a la Unión Soviética, porque tampoco podremos entender los acontecimientos y la actualidad si no desciframos las emociones que despertaron esas ideologías. Por cierto, algún mito sobre el pueblo ruso se nos puede caer leyendo este libro.

También se nos recordará algún dato que la historia ha sepultado. Como que ocho meses antes de que un contubernio palaciego entre los presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia disolviera la URSS, en diciembre de 1991, 148 millones de soviéticos de los 185 con derecho a voto habían participado en un referéndum sobre el mantenimiento de una URSS renovada en el que el «sí» obtuvo el 76 por 100 de los votos. La Rusia de hoy nace de un golpe de Estado contra la URSS.

Poch nos dará su valioso testimonio sobre la desilusión de la promesa socialista entre la población soviética. Como dice nuestro autor, es el problema de las religiones laicas, que, a diferencia de las religiones normales que no precisan ni demostración ni verificación, llevan incluidas la promesa de resultados con fecha de cumplimiento. Y el socialismo no la cumplió. Recuerdo la arrogante pregunta que me hizo un líder de Hezbolá en el Líbano hace varios años: «¿Por qué tantos marxistas se están pasando al islam?». Mi respuesta no fue menos arrogante: «Porque el marxismo no puede competir con ustedes en el más allá. Ustedes prometen paraísos y mujeres vírgenes, el marxismo sólo polvo tras la muerte porque sus promesas son aquí y se pueden comprobar o desmentir. Ustedes son una competencia desleal».

Con el derrumbe de la URSS se nos prometió la paz que un mundo dividido en dos bloques y bajo la tensión de la denominada Guerra Fría nunca pudo disfrutar. Nos volvieron a engañar. Sin el contrapeso del socialismo real el neoliberalismo se desbocó, los derechos de los trabajadores (tanto los del Este como los del Oeste) se desplomaron gracias a que se disparó la demanda desesperada de trabajo. En la película Los lunes al sol, del director Fernando León, un emigrante ruso, recién despedido de una empresa astillera española, cuenta un chiste que circula por su país: «Se ven dos viejos camaradas de partido y uno le dice al otro: “Ves, todo lo que nos contaban del comunismo era mentira”. Y responde el otro: “No, todavía es peor, todo lo que nos contaban del capitalismo era verdad”». Pero, además, como recuerda Poch-de-Feliu, el camino libre hacia las zonas de Oriente Medio que estaban vetadas por el poder de la Unión Soviética desencadenó una serie de intervenciones militares de Occidente en todos los países cuyos Gobiernos no eran del agrado de Estados Unidos (Iraq, Afganistán, Siria, Libia, Yemen) dejando atrás millones de muertos.

Lo señala nuestro autor, el simplismo occidental nos lleva a dividir el mundo entre dictaduras y democracias, olvidando que algunas democracias son responsables de miles de crímenes fuera de sus fronteras y que algunos Gobiernos, poco o nada democráticos, han logrado con su diplomacia y tolerancia colaborar más por la paz en el mundo que nuestras democracias.

Este libro se subtitula De la humillación al restablecimiento, y su lectura nos ayudará a comprender esa evolución. Un país donde un día, tras la caída de la Unión Soviética, los ahorros de un profesor de la universidad, que llegaban para un retiro holgado, pasaron a valer lo que un par de zapatos. Donde el primer Parlamento plenamente electo de la historia rusa se disuelve a cañonazos ante el asentimiento de la comunidad internacional. Donde el saqueo de sus recursos naturales fue tal que tres toneladas de petróleo ruso costaban lo que una cajetilla de cigarrillos norteamericanos. Partir de todo ello nos debe servir para comprender cómo recuperar un mínimo de dignidad en el tablero internacional era fundamental para el pueblo ruso, y la garantía de apoyo para quien lo lograra. Pero, ¿qué más hay detrás de Putin? ¿Cuán seguro y firme es su régimen? ¿Cuál es su papel en la tríada con Estados Unidos y China? ¿Cuál es esa relación de amor/odio con Trump? Pongámonos el abrigo y viajemos a Rusia, sólo allí, de la mano de Rafael Poch-de-Feliu, encontraremos las respuestas.

 

Pascual Serrano

 

Prólogo

Hace poco alguien puso en la red un mapa de la actual Rusia –oligárquica y capitalista– señalando a su alrededor las bases militares emplazadas por Estados Unidos. La enorme masa continental rusa aparecía rodeada de un colosal sarpullido. A diferencia del que rodeaba a la URSS en la Guerra Fría, el actual mapa incluye una buena cantidad de puntos en el antiguo bloque de Europa Oriental y en algunas antiguas repúblicas soviéticas. Y el jocoso comentario de aquel mapa decía: «Rusia quiere la guerra», y a continuación: «miren, si no, lo cerca que ponen su país de nuestras bases militares». El gasto militar de la OTAN es de 954.000 millones de dólares, el de Rusia de 66.000 millones, sin embargo es la OTAN la que clama contra la «amenaza rusa».

La desvergüenza de este mundo al revés es tan vieja como los imperios y más conocida que la sopa de ajo, y ya le pueden dar todas las vueltas que quieran con sus ridícu­los nuevos conceptos «fake news», «posverdad», etc., que los contenidos cambian poco. En los dolores de parto del mundo multipolar, la demonización del adversario determina la labor de políticos, expertos e informadores. Es así como se pretende hacer pasar por anacronismo las «zonas de influencia» de una gran potencia (que intenten los rusos, los chinos o los iraníes establecer una base militar en México). Es así como en la época de los Julian Assange y los Edward Snowden –el hombre que demostró la existencia del big brother, lo identificó con las siglas NSA e incluso ofreció detallados documentos de su actividad global– la gran amenaza son los hackers rusos, que, según cuenta la leyenda, determinaron nada menos que la victoria electoral de un presidente de Estados Unidos. Es así como en la época de las mayores matanzas jamás vistas en Oriente Medio, es en Rusia, o en cualquier otro país adversario, donde se localizan las peores violaciones de derechos humanos con los atribuidos asesinatos de espías y enemigos, los desmanes en el Cáucaso norte o el maltrato de opositores.

Si a alguien le queda el suficiente buen sentido como para no tragar con todo esto, se le dedicará una segunda batería de recursos, estos ya no para fabricar consenso y convencer a base de mentiras, omisiones o interesadas focalizaciones, sino de tipo intimidatorio. Un ejemplo, clásico y rancio, es que la crítica a las criminales acciones del Estado de Israel pisoteando la legalidad internacional se haga pasar por «antisemitismo». Otro, que también denota la misma desesperación, es desempolvar la acusación y la sospecha de traición que inventó el senador McCarthy para criminalizar hasta simples contactos diplomáticos con Rusia. Y otro, en fin, es el recurso semántico acuñado en Alemania para dejar fuera de juego a quien intente racionalizar las contradicciones de ese mundo al revés: el Putinversteher, literalmente el que comprende a Putin.

Quien cuestione la lógica del mencionado mapa no recibirá argumentos, sino su automática descalificación como abogado de Putin a través de ese concepto lanzado tras una intensa campaña mediática de demonización. Y es que el mero ejercicio de intentar comprender y explicar –la funesta manía de pensar en la descarnada versión ibérica– ya es percibido como falta y defecto. Cuando se tocan determinados temas, quien no se pone firme al instante y sin titubear queda automáticamente descalificado como justificador en un telegráfico mensaje de Twitter de 280 caracteres. Como dijo, tras los atentados yihadistas de enero de 2015 en París, el entonces primer ministro francés, Manuel Valls: «Para estos enemigos no puede haber explicación que valga, porque explicar ya es un poco querer disculpar». La frase contiene toda una ruptura con la filosofía de la Ilustración y sugiere ese regreso al mundo anterior a Voltaire y Diderot que nuestras oligarquías parecen añorar en la intimidad.

Este libro rompe con todo eso, como anuncia su título, y es la genuina obra de un Putinversteher, de alguien que considera que, a la hora de observar nuestro mundo, la razón y el intento de comprender son preferibles a la disciplina y la demonización.

La Rusia postsoviética y el particular régimen del presidente Putin, su nacionalismo, su crítico desdén y desconfianza hacia Occidente y su cínico escepticismo hacia los valores reclamados como «occidentales», así como el considerable consenso que todo ello tiene en la sociedad rusa, no se comprenden sin atender a los años noventa y al rasgo central que esa década imprimió en la conciencia social y nacional de los rusos: la humillación. Todo eso no ha caído del cielo.

Aquel periodo no sólo supuso una gran y traumática depresión para millones de rusos, sino que ofreció también el entorno idóneo para la reconversión social de una casta administrativa en clase propietaria. Una vez realizada aquella crucial operación, en las elites rusas se planteó de nuevo la cuestión del Estado: recuperar su maltrecha función y restablecer su prestigio, tanto dentro como fuera del país.

Vladímir Putin, que si concluye su actual mandato habrá gobernado Rusia tanto tiempo como Stalin o Brézhnev, fue el encargado de acometer ese restablecimiento porque reunía tres características idóneas: era una persona «de orden», leal y obediente; no corrupta, con sentido de Estado; y al mismo tiempo desengañada de las ideologías del antiguo régimen soviético y desmarcada de cualquier tentación de poner en cuestión la turbia privatización que acabó con la nivelación soviética y convirtió Rusia en una sociedad de grandes desigualdades. Putin ha restablecido un orden elemental consolidando y perfeccionando el régimen autocrático de su predecesor, Borís Yeltsin, pero, a diferencia de aquel, sin ser una marioneta de Occidente.

El actual restablecimiento, mayormente militar, de la potencia rusa genera fuertes tensiones, fundamentalmente porque Occidente no lo acepta. Tras muchos años de avasallamiento sin respuesta en sus fronteras, en 2008, hace diez años, Rusia comenzó a responder. Desde entonces cuando le meten el dedo en el ojo, el oso ruso no sólo gruñe sino que también reacciona con un zarpazo. Esa reacción lanza al mundo un mensaje inaceptable para el hegemonismo, porque contiene el peligro de que otros sigan el ejemplo. Por eso el castigo es imperativo. Putin podría ser diez veces más cruel con sus opositores y diez veces más transgresor de derechos humanos y no habría ningún problema con él si al mismo tiempo su régimen fuera un complaciente vasallo. Eso es algo perfectamente perceptible tanto en el trato recibido por otros Estados, como Arabia Saudí o Colombia, como en la indulgencia demostrada por los autoproclamados jueces y moralizadores respecto a los mayores crímenes contra la humanidad de los que las últimas guerras están repletas. Precisamente porque el autor considera básico y universal el concepto de derechos del hombre y del ciudadano que nos legó la Revolución francesa, este libro no entra al trapo de la «política occidental de derechos humanos», que es su más hipócrita perversión.

En el entorno de Rusia, como en el de China, se han creado nuevos y peligrosos focos de tensión militar, agravados por la imposición de sanciones. Durante la mayor parte del siglo xx, Rusia ya estuvo sometida a sanciones. La diferencia ahora es que su economía exportadora de materias primas está muy inserta en la mundialización y depende sobremanera de sus adversarios. Esta contradicción contiene otras.

El actual sistema ruso puede definirse como un capitalismo burocrático basado en el acuerdo entre la burocracia y el capital privado. El desafío militar ruso está afectando a las bases de ese acuerdo, porque parte de la elite rusa se ve perjudicada por él en sus intereses económicos más vitales. Eso quiere decir que no puede excluirse un cisma en el seno mismo de las fuerzas vivas que gobiernan el país y monopolizan su Gobierno. Respecto a la sociedad, su consenso hacia un Gobierno firme y autoritario tampoco está garantizado y se enfrenta también a grandes contradicciones.

Por fuerte que parezca el nacionalismo de la sociedad rusa, su proverbial disposición hacia el sacrificio en el altar del Estado parece haber caducado. El patriotismo y su recuperado orgullo no son incompatibles, sino más bien complementarios con un fuerte vector de occidentalización y modernidad europea que es el espejo en el que los rusos se miran. Si, como parece, el desafío que implica el resurgir de la potencia rusa exigiera dolorosos sacrificios para su sociedad, habrá que estar muy atentos a la reacción de la calle.

Pero lo peor es que, fuera de la industria militar, el régimen ruso no está siendo muy eficaz en el desarrollo. El eterno problema de no quedarse peligrosamente rezagado respecto a sus rivales, esa angustia histórica de Rusia que Pedro I oficializó en sus reformas, sigue ahí. Putin parece reconocerlo cuando dice que «la principal amenaza y nuestro peor enemigo es el hecho de que nos estamos quedando atrás: si somos incapaces de revertir esa tendencia». El retraso de Rusia, del que su arcaico y poco funcional régimen político forma parte, «supone una amenaza mucho más significativa a la soberanía e integridad territorial del país que las reales amenazas militares contra las que Rusia ya está bien protegida», reconoce un reputado centro de análisis de Moscú.

Todos estos aspectos de la Rusia a caballo entre dos siglos se insertan también sobre un entramado histórico concreto, una impronta secular que explica no pocas inercias y regresos al régimen autocrático tradicional en Rusia desde los tiempos de su misma fundación como Estado. ¿Por qué le cuesta tanto a la Rusia contemporánea afirmar una democracia de baja intensidad del tipo de las que hay en el resto del continente europeo? ¿Cuáles son los obstácu­los, culturales e históricos, para una separación de poderes y un Estado de derecho que no sean una pura construcción de cartón piedra? Sin caer en el determinismo histórico, esa inercia no puede ser obviada al intentar una descripción general del presente y por eso este libro le dedica el primer capítulo, que pretende ser un atisbo de alternativa al abusado e inútil concepto de «totalitarismo». Para entender la Rusia de hoy, no sólo las razones de su afirmación y la legitimidad de su nacionalismo, sino también sus límites, miserias y fragilidades, esa excursión al pasado resulta ineludible y por eso empezamos por ella.

Este libro es también una especie de posdata para mi crónica de hace quince años sobre el fin de la URSS y la génesis de la actual Rusia, lo que incluye un breve y necesario recordatorio sobre los motivos de la autodisolución de la Unión Soviética en diciembre de 1991, sobre la que se siguen escuchando los juicios más estrambóticos.

No es este un libro de periodista que ha pisado el terreno fresco que describe, sino de un observador distanciado que no ha visitado el país desde hace diez años. Es un género que no me agrada particularmente y si me he decidido a practicarlo ha sido únicamente a la vista de la pobreza y el bajo nivel de lo que se publica actualmente sobre Rusia, país que no se entiende sin situarlo en el marco mundial del que forma parte. Por supuesto, esto no debe entenderse como una disculpa por los errores de percepción y los defectos de este intento de alternativa a la demonización que se nos sirve machaconamente, y que, en cualquier caso, el lector deberá juzgar.

Gerona, otoño de 2018