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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

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28001 Madrid

 

© 2001 Skdennison, Inc.

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tormenta en la noche, n.º 1047 - febrero 2019

Título original: Stormbound with a Tycoon

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-480-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Jessica McGuire no sabía cuánto tiempo llevaba durmiendo cuando algo la despertó. Al abrir los ojos, vio la luz de un amanecer tormentoso y comprendió que seguía lloviendo. Luego se dio cuenta de que un fuerte brazo la tenía sujeta por la cintura. Tumbado junto a ella había un hombre desnudo.

Asustada, saltó de la cama y, poniéndose a toda prisa una camiseta, se detuvo junto a la puerta del dormitorio y miró hacia atrás con alivio. Aunque casi no podía verle cara, era evidente que el desconocido estaba profundamente dormido.

Jessica se acercó sigilosamente a la cama y lo observó, intentando ver su cara con claridad. Algo en él le resultaba familiar. Tenía la vaga sensación de conocerlo. Pulsó el interruptor de la luz, pero seguía sin haber corriente. Aquella noche había habido un apagón y la luz aún no había vuelto. En esa parte de la Península de Olympic las tormentas del Océano Pacífico causaban con frecuencia cortes de luz. Pero Jessica estaba acostumbrada. Además, cuando llegó a la cabaña la noche anterior, estaba tan cansada que no le importó que no hubiera electricidad. Había atravesado a oscuras el salón y subido a ciegas las escaleras hasta el dormitorio. Se había desvestido, tirando la ropa al suelo, y se había quedado dormida en cuanto apoyó la cabeza en la almohada.

Sin perder de vista al desconocido, recogió del suelo el resto de su ropa. Despertaría a aquel tipo y lo echaría de la cabaña en cuanto estuviera vestida. Pero, al volverse hacia la puerta, se dio cuenta de que ya estaba despierto y la miraba. Se quedó boquiabierta al ver a aquel hombre guapo cuyo cuerpo desnudo había tenido a su lado toda la noche.

Él se había desarropado parcialmente, dejando al descubierto un torso fuerte y atlético. Tenía el pelo negro revuelto del lado sobre el que había estado apoyado en la almohada, y había una mirada maliciosa en sus ojos verdes, que la miraban de arriba abajo con descaro.

Algo le había despertado en medio de un sueño delicioso. Estaba soñando que acariciaba el cuerpo maravillosamente suave de una mujer. Era un sueño muy real, y lo molestó despertar. Pero, al abrir despacio los ojos, contempló una imagen que se ajustaba exactamente a la de su sueño. Primero, vio unas largas piernas que se prolongaban hasta el borde de una camiseta. Luego, se recreó la vista observando cómo la tela de la camiseta se ajustaba a las caderas y pechos de aquella visión. Se incorporó un poco para ver a la mujer de cuerpo entero. Medía alrededor de un metro setenta, era rubia y tenía el pelo corto y despeinado, lo que le daba un aspecto desenfadado. Su aire de familia lo convenció enseguida de que se trataba de Jessica McGuire, la hermana de su mejor amigo. Había cambiado mucho desde la última vez que la había visto, hacía muchos años. Ya no era la desmañada adolescente que él recordaba.

–Bueno, bueno, bueno…. Si es la pequeña Jessica McGuire… –dijo con la voz todavía ronca por el sueño–. Has crecido mucho desde la última vez que te vi.

–¿Dylan? –se quedó pasmada al reconocerlo–. ¿Dylan Russell? ¿Eres tú?

–Sí –levantó un poco las mantas para echar un vistazo a la parte inferior de su cuerpo; luego, le dirigió una mirada traviesa–. En carne y hueso.

Jessica se sonrojó, avergonzada. Ella se preciaba de llevar una vida responsable y ordenada, y despertarse y descubrir un hombre desnudo en su cama no encajaba en ese esquema. Intentó cubrirse un poco con la ropa que llevaba en las manos. Le pareció que él se reía y sintió una punzada de irritación y disgusto. A él no parecía importarle estar desnudo, ni haberse despertado con una mujer en la cama. Más bien parecía que la situación lo divertía.

–¿Te diviertes? –dijo, intentando mantener la compostura.

Él se echó a reír.

–¿Tú no?

–No, yo no. ¿Cómo has llegado hasta aquí? Anoche, cuando llegué, no vi ningún coche fuera. ¿Cómo has entrado? La puerta estaba cerrada.

–Todo tiene su explicación –se sentó y se pasó los dedos por el pelo–. No intentaste meter tu coche en el garaje, ¿verdad? Si no, habrías visto que el mío estaba dentro.

–No, aparqué frente a la casa porque estaba lloviendo y no quería mojarme. Pero eso no explica cómo has entrado.

–Tengo una llave.

–¿Una llave? –no pudo ocultar su sorpresa–. ¿Cómo la has conseguido?

–Justin me la dio cuando le pedí que me dejara la cabaña un par de semanas.

–¿Justin te dejó la cabaña? No me dijo nada –sintió un incómodo escalofrío. Dylan parecía estar observándola detenidamente.

–Tal vez porque se suponía que ibas a estar en Nueva York tres semanas.

–Oh… Es verdad –su voz se redujo a un susurro–. Nueva York…

Tenía razón. Se suponía que debía estar allí, no en una cabaña en las montañas al otro lado del país. En realidad, había estado en Nueva York hasta la mañana del día anterior, cuando tomó un vuelo a Seattle después de que el proyecto en el que trabajaba fuera pospuesto.

–Sugiero que dejemos esta conversación para más tarde –dijo–. Tengo que vestirme y tú debes salir de mi habitación… porque está claro que no puedes quedarte aquí.

Él siguió mirándola con curiosidad, pero no hizo ningún esfuerzo por levantarse. Por el contrario, se acomodó mejor en la cama y volvió a arroparse.

–¿Por qué no?

–¿Por qué no? –¿lo había oído bien? ¿Estaba cuestionando su decisión?–. Me parece obvio. Porque yo no estoy en Nueva York y tú estás en mi cama. Por eso.

–Me acosté en la primera habitación que encontré.

–Pues esta es la mía. La otra es la de Justin.

Él adoptó una actitud formal.

–Tienes razón. Es mejor que dejemos esta conversación para después –le lanzó una mirada burlona–. Al menos, hasta que me haya tomado un café –se estiró para recoger sus pantalones del respaldo de una silla, pero se detuvo y la miró–. ¿Te importa darte la vuelta para que me ponga los pantalones, o vas a quedarte ahí, tapándote con la ropa?

–Este es mi cuarto. Deberías ser tú quien…

Él la miró, divertido, e hizo amago de retirar las mantas para salir de la cama. Avergonzada, Jessica se dio la vuelta y salió de la habitación. Bajó corriendo las escaleras, se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta. Se sentó en el borde de la bañera. No sabía si enfadarse o echarse a reír. Estaba perpleja. Dylan había querido burlarse de ella. Y no era la primera vez. Sus pensamientos retrocedieron a cuando tenía dieciséis años.

Un día, Justin llevó a Dylan a casa. El año anterior, una desgarbada Jessica de quince años había intentado sin éxito atraer su atención. Pero, aquel día, cuando Jessica ya había cumplido los dieciséis, Dylan estuvo muy amable con ella e incluso le regaló un osito de peluche. Jugaron a las cartas, hablaron, y, al final, él le preguntó si quería que quedaran para comer.

Ella se puso su mejor vestido, se maquilló y se recogió el pelo, todo para demostrarle que era lo bastante mayor como para salir con un universitario de veinte años. Pero, cuando llegó la hora, se quedó atónita al comprobar que aquella no era la clase de cita que se había imaginado: era una comida en grupo con casi una docena de personas, y ella era la única que se había arreglado para la ocasión. Y, lo que era peor, Dylan iba acompañado de otra chica.

Se había sentido humillada y nunca había podido olvidar aquel incidente, aunque, al recordarlo, se daba cuenta de que él solo había querido ser amable e integrarla en el grupo. Pero, de todas formas, aquello había sido un trauma para ella.

Sin embargo, eso era agua pasada. Jessica tenía ya treinta y un años y se había convertido en una mujer madura e inteligente que no se dejaba impresionar por un hombre atractivo de pelo negro, ojos verdes y sonrisa deslumbrante.

Frunció el ceño. Por lo que su hermano le había contado, para Dylan Russell no era nada extraordinario despertarse con una mujer en la cama. Pero ¿qué hacía allí Dylan Russell? No era el tipo de hombre que se refugiaba en una cabaña en las montañas o, al menos, no sin asegurarse previamente compañía femenina. Tenía fama de ser un granuja encantador, un vividor que saltaba de cama en cama y huía de compromisos y responsabilidades. Así es que ¿qué estaba haciendo en la cabaña? ¿Estaría esperando a alguien? ¿A una mujer? La idea la puso furiosa, pero, inmediatamente, se avergonzó. La vida privada de Dylan Russell no era asunto suyo.

Siempre le habían fascinado las historias que su hermano le contaba sobre él, pero sabía que los hombres como Dylan nunca traían nada bueno, por muy excitantes y atractivos que fueran. Y Dylan Russell, ciertamente, era ambas cosas. Jessica sabía por experiencia que esa clase de hombres eran pura apariencia sin nada de sustancia debajo. Ella se había casado con un hombre muy guapo, al que le daba lo mismo en qué cama se despertaba, y había quedado escarmentada.

Pero Jessica no era la única que reflexionaba sobre lo que acababa de ocurrir. Tumbado en la cama, Dylan miraba hacia la puerta que daba a la escalera. Jessica era mucho más interesante de lo que había imaginado. Justin decía de ella que era ordenada y seria, que sabía lo que quería y tenía firmemente plantados los pies en la tierra. Pero nunca había mencionado que tenía un cuerpo magnífico. Dylan meneó la cabeza y se dijo que era la hermana de su mejor amigo. No podía pensar en ella como una potencial compañera de cama.

Respiró hondo, pero no pudo apartar el recuerdo del cuerpo de Jessica pegado al suyo, ni su imagen de pie junto a la cama, despeinada y medio desnuda. Volvió a respirar hondo y apartó las mantas; saltó de la cama, se vistió y bajó las escaleras. Se detuvo en el último escalón. Desde allí, podía ver a Jessica a través de la ventana de la cocina. Ceñuda, parecía observar algo. Dylan entró en la cocina, se acercó a ella por la espalda y miró por encima de su hombro.

–¿Algo va mal?

Jessica se sobresaltó. Al darse la vuelta, se encontró a Dylan frente a ella, muy cerca. Durante un instante, miró sus profundos ojos verdes.

–¿Mal? –retrocedió un poco para apartarse de él.

–Estabas mirando fijamente la cocina. ¿Pasa algo raro?

Ella dio otro paso atrás.

–¿Raro? –sabía que parecía idiota, repitiendo una y otra vez las palabras de Dylan; intentó recobrar la compostura, pero sentía un nudo en el estómago–. No hay gas… No puedo encender la cocina. Tampoco hay agua caliente y el radiador del cuarto de estar no funciona. Debe de pasarle algo al depósito de propano.

–Yo no usé el agua caliente, ni el radiador, ni la cocina anoche cuando llegué. Me fui directamente a la cama. Pensaba leer un poco, pero se fue la luz.

–El depósito debe de estar apagado. Lo llenaron la semana pasada, así que se supone que hay gas –miró primero por la ventana y, luego, al techo. La lluvia seguía cayendo sobre el tejado–. Maldita sea –dijo, dando un suspiro–. Voy a tener que salir con esta lluvia para ver qué ocurre.

–¿Dónde está el depósito de propano?

–Detrás del garaje.

Dylan miró por la ventana.

–Llueve mucho. Saldré yo. Tú quédate aquí.

–No –dijo ella–. Yo sé cuidar de mí misma.

–Guau… –un leve tono de irritación resonó en su voz–. Yo no he dicho que no sepas. Solo te he ofrecido ayuda.

Jessica alcanzó una chaqueta del perchero de la entrada.

–No me has ofrecido ayuda: me has dicho lo que tenía que hacer –metió los brazos en las mangas de la chaqueta y abrió la puerta; antes de salir, le lanzó a Dylan una mirada desdeñosa–. No necesito tu ayuda –salió al porche.

Allí se quedó parada un momento, pensando. Tal vez había sido un poco dura con él. Realmente, Dylan no había dicho nada malo. Pero le había puesto muy nerviosa, y eso no le gustaba. Cruzó los brazos para protegerse del aire helado y corrió hacia el depósito.

Dylan la miraba, asombrado. Jessica lo había despreciado como si hubiera hecho algún comentario execrable, en lugar de un ofrecimiento sincero de ayuda. No estaba acostumbrado a que lo trataran así, y menos una mujer. Pero, por supuesto, no estaba acostumbrado a tratar con mujeres autosuficientes que supieran lo que era un depósito de propano y cómo funcionaba.

Salió tras ella justo cuando Jessica doblaba la esquina del garaje. Se quedó de pie, mientras ella se agachaba para mirar el indicador del depósito y comprobaba la conexión. Luego, Jessica se volvió hacia él, haciéndose pantalla con la mano para protegerse de la lluvia.

–La válvula está cerrada.

La abrió, se irguió y dio unos pasos hacia adelante, pero Dylan le cortó el paso, tenso al sentir la mirada de Jessica. Esta tenía el pelo y la cara empapados por la lluvia. Dylan extendió una mano para tocarla, pero se detuvo. Deseaba enjugar sus mejillas y sus labios tentadores, pero reprimió sus deseos y se apartó de mala gana.

Ella se quedó clavada en el sitio. Cada fibra de su cuerpo deseaba que Dylan la tocara. Tragó saliva e intentó calmarse. Por fin consiguió soltarse del lazo invisible que la arrastraba hacia él y echó a correr hacia la casa.

Dylan la siguió. Cuando llegaron al porche, Jessica se quitó la chaqueta empapada y la sacudió; luego se sacó las botas llenas de barro y las dejó junto a la puerta antes de entrar. Él también se quitó los zapatos. Ya dentro de la cabaña, Jessica colgó la chaqueta en el perchero para que se secara, y Dylan se quitó el jersey. La camiseta que llevaba debajo también estaba empapada. Jessica intentó no mirar cómo se le ajustaba al torso, pero no lo consiguió. Se le aceleró el corazón. De alguna forma debía sustraerse a la turbación que Dylan le provocaba.

Él colgó el jersey del pomo de la puerta y se pasó los dedos por el pelo mojado.

–¿Dónde están las cerillas? –miró a su alrededor–. ¿En la cocina?

Ella intentó aparentar indiferencia.

–Los de la compañía de gas debieron de cerrar el depósito cuando lo llenaron, y luego se olvidaron de volver a abrirlo –agarró las cerillas de la repisa de la chimenea–. Has tenido suerte de que yo esté aquí –dijo, si querer.

Él dio un respingo.

–Creo que yo solo podría haber encendido el depósito y encontrado las cerillas.

Ella se sonrojó, avergonzada. ¿Qué le pasaba? No podía apartar los ojos de él.

–No pretendía decir que…

–Como parece que lo tienes todo bajo control –dijo él con sarcasmo–, te dejaré que acabes el trabajo. Voy a quitarme esta ropa. Si me disculpas… –se dio la vuelta y se alejó.

Jessica lo miró mientras subía las escaleras. El hombre al que ella recordaba como un gigante había quedado reducido a la estatura de un tipo corriente que llevaba la ropa empapada y dejaba charquitos en el suelo. Bueno, tal vez «corriente» no fuera la palabra adecuada. No había nada corriente en Dylan Russell, como demostraba el efecto perturbador que ejercía sobre ella.

Dylan se quitó la ropa mojada. No sabía qué pensar del giro inesperado que habían tomado los acontecimientos. No tenía experiencia con mujeres que no fueran bonitas piezas decorativas colgadas de su brazo o entusiastas compañeras de cama.

Pero todo eso se había terminado. Hacía ya algún tiempo que no se relacionaba con mujeres. Y, ciertamente, no por falta de oportunidades. Pero la emoción de la caza ya no lo excitaba como antes, sobre todo teniendo en cuenta que las presas no ofrecían ningún desafío. Jessica, sin embargo, no encajaba en ese molde. Dylan no sabía en qué molde encajaba, pero sospechaba que en ninguno de los que él conocía.