Introducción

Hace ya algunos años un grupo señero de intelectuales, integrado por Alfonso Reyes (México), Francisco Romero (Argentina), Federico de Onís (España), Ricardo Baeza (Argentina) y Germán Arciniegas (Colombia), imaginaron y proyectaron una empresa editorial de divulgación sin paralelo en la historia del mundo de habla hispana. Para propósito tan generoso, reunieron el talento de destacadas personalidades quienes, en el ejercicio de su trabajo, dieron cumplimiento cabal a esta inmensa Biblioteca Universal, en la que se estableció un canon —una selección— de las obras literarias entonces propuestas como lo más relevante desde la epopeya homérica hasta los umbrales del siglo XX. Pocas veces tal cantidad de obras excepcionales habían quedado reunidas y presentadas en nuestro idioma.

En ese entonces se consideró que era posible establecer una selección dentro del vastísimo panorama de la literatura que permitiese al lector apreciar la consistencia de los cimientos mismos de la cultura occidental. Como españoles e hispanoamericanos, desde las dos orillas del Atlántico, nosotros pertenecemos a esta cultura. Y gracias al camino de los libros —fuente perenne de conocimiento— tenemos la oportunidad de reapropiarnos de este elemento de nuestra vida espiritual.

La certidumbre del proyecto, así como su consistencia y amplitud, dieron por resultado una colección amplísima de obras y autores, cuyo trabajo de traducción y edición puso a prueba el talento y la voluntad de nuestra propia cultura. No puede dejar de mencionarse a quienes hicieron posible esta tarea: Francisco Ayala, José Bergamín, Adolfo Bioy Casares, Hernán Díaz Arrieta, Mariano Gómez, José de la Cruz Herrera, Ezequiel Martínez Estrada, Agustín Millares Carlo, Julio E. Payró, Ángel del Río, José Luis Romero, Pablo Schostakovsky, Guillermo de Torre, Ángel Vasallo y Jorge Zalamea. Un equipo hispanoamericano del mundo literario. De modo que los volúmenes de esta Biblioteca Universal abarcan una variedad amplísima de géneros: poesía, teatro, ensayo, narrativa, biografía, historia, arte oratoria y epistolar, correspondientes a las literaturas europeas tradicionales y a las antiguas griega y latina.

Hoy, a varias décadas de distancia, podemos ver que este repertorio de obras y autores sigue vivo en nuestros afanes de conocimiento y recreación espiritual. El esfuerzo del aprendizaje es la obra cara de nuestros deseos de ejercer un disfrute creativo y estimulante: la lectura. Después de todo, el valor sustantivo de estas obras, y del mundo cultural que representan, sólo nos puede ser dado a través de este libre ejercicio, la lectura, que, a decir verdad, estimula —como lo ha hecho ya a lo largo de muchos siglos— el surgimiento de nuevos sentidos de convivencia, de creación y de entendimiento, conceptos que deben ser insustituibles en eso que llamamos civilización.

LOS EDITORES

Propósito

Un gran pensador inglés dijo que «la verdadera Universidad hoy día son los libros», y esta verdad, a pesar del desarrollo que modernamente han tenido las instituciones docentes, es en la actualidad más cierta que nunca. Nada aprende mejor el hombre que lo que aprende por sí mismo, lo que le exige un esfuerzo personal de búsqueda y de asimilación; y si los maestros sirven de guías y orientadores, las fuentes perennes del conocimiento están en los libros.

Hay por otra parte muchos hombres que no han tenido una enseñanza universitaria y para quienes el ejercicio de la cultura no es una necesidad profesional; pero, aun para éstos, sí lo es vital, puesto que viven dentro de una cultura, de un mundo cada vez más interdependiente y solidario y en el que la cultura es una necesidad cada día más general. Ignorar los cimientos sobre los cuales ha podido levantar su edificio admirable el espíritu del hombre es permanecer en cierto modo al margen de la vida, amputado de uno de sus elementos esenciales, renunciando voluntariamente a lo único que puede ampliar nuestra mente hacia el pasado y ponerla en condiciones de mejor encarar el porvenir. En este sentido, pudo decir con razón Gracián que «sólo vive el que sabe».

Esta colección de Clásicos Universales —por primera vez concebida y ejecutada en tan amplios términos y que por razones editoriales nos hemos visto precisados a dividir en dos series, la primera de las cuales ofrecemos ahora— va encaminada, y del modo más general, a todos los que sienten lo que podríamos llamar el instinto de la cultura, hayan pasado o no por las aulas universitarias y sea cual fuere la profesión o disciplina a la que hayan consagrado su actividad. Los autores reunidos son, como decimos, los cimientos mismos de la cultura occidental y de una u otra manera, cada uno de nosotros halla en ellos el eco de sus propias ideas y sentimientos.

Es obvio que, dada la extensión forzosamente restringida de la Colección, la máxima dificultad estribaba en la selección dentro del vastísimo panorama de la literatura. A este propósito, y tomando el concepto de clásico en su sentido más lato, de obras maestras, procediendo con arreglo a una norma más crítica que histórica, aunque tratando de dar también un panorama de la historia literaria de Occidente en sus líneas cardinales, hemos tenido ante todo en cuenta el valor sustantivo de las obras, su contenido vivo y su capacidad formativa sobre el espíritu del hombre de hoy. Con una pauta igualmente universalista, hemos espigado en el inmenso acervo de las literaturas europeas tradicionales y las antiguas literaturas griega y latina, que sirven de base común a aquéllas, abarcando un amplísimo compás de tiempo, que va desde la epopeya homérica hasta los umbrales mismos de nuestro siglo.

Se ha procurado, dentro de los límites de la Colección, que aparezcan representados los diversos géneros literarios: poesía, teatro, historia, ensayo, arte biográfico y epistolar, oratoria, ficción; y si, en este último, no se ha dado a la novela mayor espacio fue considerando que es el género más difundido al par que el más moderno, ya que su gran desarrollo ha tenido lugar en los dos últimos siglos. En cambio, aunque la serie sea de carácter puramente literario, se ha incluido en ella una selección de Platón y de Aristóteles, no sólo porque ambos filósofos pertenecen también a la literatura, sino porque sus obras constituyen los fundamentos del pensamiento occidental.

Un comité formado por Germán Arciniegas, Ricardo Baeza, Federico de Onís, Alfonso Reyes y Francisco Romero ha planeado y dirigido la presente colección, llevándola a cabo con la colaboración de algunas de las más prestigiosas figuras de las letras y el profesorado en el mundo actual de habla castellana.

LOS EDITORES

Estudio preliminar por Adolfo Bioy Casares

En el segundo piso de su decaído castillo, hacia marzo de 1571, Miguel de Montaigne inventó el ensayo. "La palabra es nueva, pero la cosa es vieja", pocos años después anota, sin embargo, Bacon (Letters and Life, IV) y agrega: "Las Epístolas de Séneca a Lucilo son ensayos, vale decir, meditaciones dispersas, aunque en forma de epístolas". Con este criterio, cabría incluir en el catálogo de los precursores a Jenofonte, a Aristóteles, a Valerio Máximo, a Cicerón, a Plutarco, a Aulo Gelio, a Macrobio: todos ellos escribieron ensayos, de acuerdo con la calificación de "meditaciones dispersas", o de "composiciones irregulares, no trabajadas", que prefiere Johnson. Pero desde la primavera de 1571, la "nota personal", la sombra del autor mezclándose con el tema, caracteriza para siempre el género. Así, con mayor comprensión que felicidad, Edmund Gosse define: "El ensayo es un escrito de moderada extensión, generalmente en prosa, que de un modo subjetivo y fácil trata de un asunto cualquiera".

En cuanto a los antecedentes del género en Inglaterra, hay que buscarlos (sin olvidar a Montaigne) entre las meditaciones religiosas, los modestos cuadernos de apuntes y las descripciones de caracteres, al modo de Teofrasto. Todos estos escritos satisfacían imperfectamente el interés por las disquisiciones sobre asuntos de moral y de costumbres, ya muy vivo en las postrimerías del siglo XVI; los libros de caracteres quizá lo habrían satisfecho, pero pronto degeneraron, según lo declara H. V. Routh, "en un mero triunfo de la paradoja".1

En 1597 Francis Bacon publicó sus Essays. Religious Meditations. Places of Perswasion and diswasion. Seene and allowed. La fortuna del libro fue grande. Si tuvo precursores —por ejemplo, el anónimo Remedies against discontentment (1596)—, cayeron en el más inmediato olvido. Nicholas Breton al dedicar a Bacon sus Characters upon Essays, le confiesa: "He leído muchos ensayos y aun cierta caracterización de ellos y, cuando examino la forma y la naturaleza de esos trabajos, me agrada pensar que sus autores son discípulos tuyos, que avanzan por la brecha que tú has abierto...".

Quizá la falta de transiciones en la redacción es el mayor defecto de los ensayos de Bacon: diríase que el texto es una sucesión de frases y no un discurso. Dentro de los límites de cada frase, la expresión es justa y, muchas veces, memorable y perfecta; pero la estructura general parece, en ocasiones, el fruto de la apresurada espontaneidad de una mente caudalosa y aguda. En la acepción original del término, todavía no alterada por la tradición, las composiciones que integran el libro son verdaderos ensayos: esto es, apuntes para la expresión de temas que requerirían un desarrollo más amplio. El tono de conversación o de confidencia, tan oportuno en esta clase de escritos, casi nunca se logra.

Suelo preguntarme por qué este libro, donde abundan con tanta generosidad las observaciones originales y donde la antigüedad resuena en sentencias magníficas y puras, como las quiere la memoria, defrauda un poco al lector. Quizá haya que buscar la respuesta en su mismo brillo, vivísimo pero discontinuo. Por ejemplo, Bacon escribe: "En toda belleza extrema hay cierta anomalía en la proporción" y, como si la observación le interesara menos que a nosotros, no se esfuerza en razonarla. A veces no oculta su impaciencia; el ensayo Of Masks and Triumphs acaba abruptamente con la frase: "Basta de estos juguetes".

A partir de 1625 la boga del género decae; luego, por influencia de Saint—Évremond, la gente vuelve a leer a Montaigne y hacia fines del siglo algunos buenos escritores componen ensayos. Recordemos a Cowley, el poeta; a Sir William Temple, cuyo estudio Upon Ancient and Modern Learning originó la polémica entre Bentley y Charles Boyle sobre las cartas atribuidas a Falaris, y a Clarendon, que dejó además de su autobiografía y de la famosa historia de las guerras civiles, unas Reflections by Way of Essays, en laberínticas frases que exceden, a veces, los términos de una página.

La figura más considerable de la época es Dryden. Su vasta producción comprende obras dramáticas, poéticas, críticas y traducciones de autores griegos, latinos, franceses e italianos.2 Las tragedias y las comedias ocuparon la mayor parte de sus afanes literarios; la oda a la Pía Memoria de Mrs. Anne Killigrew fue juzgada por Johnson la más bella de la lengua inglesa; las canciones, incluidas en sus obras dramáticas, embelesaron y escandalizaron a Saintsbury; pero los ensayos —las agradables disertaciones de un artista sobre su arte— son su más seguro título de inmortalidad. Johnson describió así la prosa de Dryden: "No tiene la formalidad de un estilo trabajado, en que la primera parte de una frase anuncia la segunda. Las cláusulas no están balanceadas ni los períodos modelados; diríase que cada palabra cae al azar, aunque siempre cae en el lugar debido. Nada es lánguido; el conjunto es ágil, animado y vigoroso; lo que es pequeño es alegre; lo que es grande es espléndido. Tal vez alude a sí mismo con demasiada frecuencia; pero ya que se impone a nuestra estima, admitiremos que ocupe un elevado lugar en la propia". Como sus ensayos —casi todos en forma de prólogos, epílogos y dedicatorias— son críticos, no corresponde analizarlos aquí; agregaré tan sólo que Dryden ha sido llamado el padre de la prosa inglesa y que la historia de esa prosa transcurre primordialmente a través del ensayo.

Algunos escritos de Swift, a pesar del tiempo y de la fama, conservan poco menos que intacta la virtud de asombrar. La terrible y apenas prolija Proposición sobre los niños de Irlanda es uno de ellos. También se leen con agrado Hints Towards an Essay on Conversation; Directions to Servants; Proposal for Correcting; Improving and Ascertaining the English Tongue. En el ensayo mencionado en último término se advierte una preocupación purista que, afortunadamente para las letras, no prosperó en Inglaterra. Swift ambicionaba fundar una academia similar a la francesa y a la española. Sir Leslie Stephen comenta: "Pocos escritores lamentarán el fracaso de este proyecto, contrario a nuestra idiosincrasia y destinado, me parece, a organizar la pedantería".

Según Johnson, el estudioso de Swift no requiere muchos conocimientos previos; yo diría que al lector de los ensayos de Swift le conviene alguna previa familiaridad con Swift. El estudioso halla una pronta y generosa recompensa de sus afanes, pero el lector que abre el libro con indiferencia y lo hojea con atención impaciente corre el riesgo de suponer que el gran satírico es a veces un poco lento, un poco obvio, un poco trivial. Aun es posible que en el curso de la lectura crea adelantarse al pensamiento del autor. Swift es siempre original: quien tiene conciencia de proponer ideas asombrosas condesciende fácilmente a explicarlas. Por lo demás, su estilo descarnado y viril no interpone (como el de Sir Thomas Browne, por ejemplo) esplendores propios, que halaguen y distraigan el juicio. La figura de Swift crecerá con el mayor conocimiento que tengamos de su obra, rica en observaciones y toques luminosos, y de su terrible vida. "Fue un hombre tan grande", ha escrito Thackeray, "que pensar en él es como pensar en el derrumbe de un imperio".

Creo, finalmente, que Swift ha sido un prodigioso novelista. En los Viajes de Gulliver abunda el detalle circunstancial, la escena vívida, que pedía Stevenson, y la feliz aventura. En el último viaje, la evolución del ánimo de Gulliver y en especial la confusión en un solo aborrecimiento y en un solo asco de los hombres y los yahoos, aunque gobernadas por un criterio satírico, son genuinos aciertos novelísticos. Como curioso comentario sobre la verosimilitud que Swift infundía en su relato, recordaré que un obispo de Irlanda declaró que por su parte no estaba dispuesto a creer todas las patrañas que el viajero historiaba.

Con el ensayo de publicación periódica y donde el autor no hablaba directamente, sino a través de seudónimos, de personajes ficticios y de cartas de lectores imaginarios, se logró ese tono ágil, despreocupado y no vanidoso, que llegó a ser peculiar del género. Sir Richard Steele y Joseph Addison, en sus periódicos The Tatler y The Spectator, iniciaron este proceso y, simultáneamente, una fecunda tradición de las letras británicas: la de hojas periódicas publicadas por ensayistas. Recuérdese, entre otras, The Rambler, The Adventurer, The Idler, The Bee, The Watchman, The Friend.

Steele y Addison nacieron el mismo año (1672), fueron compañeros de estudios, colaboraron en las tareas literarias y, casi hasta la muerte de Addison, vivieron unidos por una hermosa amistad. Steele, autor del Christian Hero, se pasó la vida escribiendo contra los vicios, exaltando las virtudes domésticas, huyendo de los acreedores, bebiendo para celebrar alegrías y para ahogar pesadumbres, remitiendo, desde los innumerables cafés y tabernas en donde atendía sus negocios, cartas a su mujer, en cuyo texto ponderaba, con tierna veneración, los tormentos de estar siquiera unos minutos alejado de ella y en cuya posdata añadía que esa noche llegaría tarde o que no dormiría en su casa. Steele era menos culto que Addison, pero de ingenio más inventivo; casi todas las innovaciones literarias a que están asociados los nombres de Addison y de Steele, se deben a iniciativas de este último.

Addison fue un hombre ordenado en su vida y en sus escritos, extraordinariamente civilizado y urbano. Según Macaulay, su cultura clásica era profunda pero limitada: conocía a los griegos superficialmente y, en cuanto a los latinos, sólo a los poetas; pero a los poetas los conocía con asombrosa familiaridad y perfección. Su carácter era pacífico, amable y bondadoso. "Sin embargo", relata Swift, "cuando hallaba a alguien invenciblemente equivocado, adulaba sus opiniones y lo hundía aún más en el error". En su Vida de Addison, el doctor Johnson escribe: "Me han contado que su avidez no se calmaba con el aire del renombre", y refiere esta anécdota: "Una vez, en el apremio de la necesidad, Steele obtuvo de su amigo un préstamo de cien libras, sin preocuparse mayormente en devolverlas; pero Addison se impacientó por la demora y reclamó judicialmente el pago" (en aquella época había prisión por deudas). "Steele sintió la inflexibilidad de su amigo, pero con emociones de tristeza, no de rencor."

De lo expuesto parecería desprenderse que la perfección de Addison surgió de un cúmulo de limitaciones y que él prescindió con más fervor de la grandeza que de la mezquindad. Su obra y el recuerdo de cuantos lo conocieron testimonian sus muchas virtudes. La grandeza de su alma se manifiesta impresionantemente en aquella anécdota referente al joven de costumbres disipadas, a quien, como había sido incapaz de enmendar con advertencias y consejos, llamó en la hora de la agonía "para que viera morir a un cristiano".

Con el seudónimo "Isaac Bickerstaff" (nombre del astrólogo inventado por Swift), Steele comenzó en 1709 la publicación del Tatler. Addison, que estaba en Irlanda y que no tenía noticias de las actividades de su amigo, al leer en el número sexto una observación sobre los epítetos que Virgilio aplica a Eneas descubrió que Steele era el redactor. Las colaboraciones de Addison empezaron poco después.

The Spectator, que se publicó diariamente entre 1711 y 1712, apareció como el portavoz de un club de amigos: Mr. Spectator, el director; Sir Roger de Coverley, un caballero rural; Sir Andrew Freeport, un comerciante; Will Honeycomb, un hombre de ciudad; el capitán Sandy, un militar. En el primer número se reconoce que "pocas veces un Lector recorre un Libro con Deleite si no sabe si el Autor es rubio o moreno, de Naturaleza colérica o tranquila, Casado o Soltero y otros Pormenores del mismo tenor" y se consigna después una descripción de Mr. Spectator y "de las demás personas ocupadas en esta publicación" (los miembros del imaginario club).

Se ha observado que en estos ensayos están insinuados la novela de costumbres y el cuento moderno; por mi parte agregaría que percibo en ellos le comique d'idées que, según Flaubert, en Bouvard et Pécuchet se intentaba por vez primera.

Entre los temas que informan los ensayos de ambos periódicos, recordamos: la locura de las mujeres que se casan por dinero o que prefieren los placeres sociales a los deberes hogareños, la decadencia de la oratoria sagrada, la estupidez de los maridos que tiranizan a sus mujeres y de los padres que tiranizan a sus hijos, los deleites de la vida de campo, los peligros que acechan a las niñas en el uso de prendas vistosas o en la lectura de novelas, la tontería de los duelos, el abuso del título de esquire, las molestias ocasionadas por los estafadores, la incertidumbre de los juegos de azar, etcétera. La aceptación del Tatler y del Spectator fue extraordinaria y nadie niega su eficacia en la reforma de las costumbres. Esta buena fortuna puede atribuirse a una coincidencia entre las preocupaciones de los autores y de la época; también, a virtudes literarias: la agilidad con que Addison y Steele proponen los argumentos y, antes de fatigar, los abandonan; el buen manejo de la ironía; la agradable trama de razonamiento y de ficción. Los difundidos productos de la llamada "literatura social" —trátese de un sermón laico del siglo XVIII o de una desapacible novela del siglo XX— sólo sobreviven al éxito de su prédica si el interés de ésta no los agota.

El estilo del Tatler y del Spectator es llano; el del Rambler y del Idler es ornado, formal y majestuoso. Según Joseph Wood Krutch, The Rambler fue de todas las publicaciones de Samuel Johnson, la que en vida le trajo mayor fama y en la posteridad mayor descrédito. Krutch arguye que los "defectos" de la prosa de Johnson son particularmente perceptibles en estos ensayos; yo confieso que soy particularmente insensible a los "defectos" de la prosa de Johnson; reconozco, sin embargo, que ciertos hábitos, ciertas complejas simetrías que en la composición más libre de las Vidas de los poetas son felicidades, aquí se repiten de manera casi mecánica. Lytton Strachey, en un estudio sobre Sir Thomas Browne, declara que Johnson transformó la prosa de su tiempo, "convirtió el orden dórico de Swift en el orden coríntico de Gibbon" y, con referencia a las objeciones que la crítica suele hacer al estilo ornado, agrega: "No es fácil responder a estos ataques; para quien sostiene la opinión contraria parecen tan desprovistos de simpatía con el tema, que la discusión resulta imposible". Cabría añadir que en favor de la sencillez suele abogar la acepción moral de algunas palabras, acepción que en cuestiones de estilo es impertinente.

La ambigua fortuna de Johnson es la del hombre de letras sobre quien se ha escrito la mejor biografía.3 Con epigramática injusticia Bernard Shaw resume: "Platón y Boswell, esos dramaturgos que inventaron a Sócrates y a Johnson". Para muchos, el doctor Johnson, más que un autor de libros es el personaje de un libro. No es tan grave este concepto por lo que indebidamente niega a Johnson, sino por lo que puede negar a generaciones de lectores. Sería grave que las Vidas de los poetas, el prólogo de Shakespeare y el prólogo al Diccionario —las mejores páginas críticas del idioma inglés— cayeran en el olvido.

Las colecciones del Rambler y del Idler contienen admirables ensayos críticos y morales. The Rambler apareció dos veces por semana, desde 1750 hasta 1752. Puede afirmarse que Johnson lo escribió solo (el total de colaboraciones que recibió es de cuatro ensayos —uno de ellos de Richardson— y seis cartas). En el último número anotó: "Quien se condena a publicar en fecha fija, frecuentemente llevará a su tarea una atención disipada, una imaginación abrumada, una memoria perpleja, una mente que se aflige en la angustia y un cuerpo que languidece en la enfermedad; se afanará en un asunto estéril, hasta que sea tarde para cambiarlo; o, en el ardor de la invención, prodigará sus pensamientos en un exuberante desorden y el apremio de la publicación no tolerará que el juicio los revise o los modere".

Remy de Gourmont se describía a sí mismo como "disociador de ideas". La frase conviene a Johnson. Su juicio es irreprimiblemente discriminativo. No tolera compromisos. "La crítica sincera", dijo una vez, "no debe causar resentimiento, porque el juicio no está subordinado a la voluntad".

Johnson me parece un acabado ejemplo del hombre del siglo XVIII. Piensa, o quiere pensar, que su cuerpo y su alma se mueven en un mundo ordenado, que le garantiza la tranquilidad necesaria para el trabajo. Su limitada provincia es la literatura: lo que está afuera no le incumbe (recordemos su lamentable refutación del idealismo); o si le incumbe, si muchas veces lo preocupa, es porque (a su entender) una temeraria multitud se afana en socavar ese orden admirable, aunque imperfecto. (Esto explica también los sombríos párrafos de Gibbon sobre la Revolución francesa y los legados de Schopenhauer a la policía.) Pero el retrato moral de Johnson no se agota con estas afirmaciones. Hay siempre en él una tranquila y denodada confianza en los poderes del hombre, que eleva y mejora. Así, como Goldsmith confiesa que su aptitud para escribir varía con su estado de ánimo, le contesta que prescinda de tales afectaciones, que un escritor siempre puede escribir, si se aplica tenazmente a hacerlo; cuando alguien observa que, para un anciano, perder la conciencia puede ser una dicha, Johnson "con desdén y noble elevación" responde: "No, señor. Nunca seré más dichoso por ser menos racional". Cuando alguien habla de que el saber no mejora los hombres, Johnson declara: "Recordemos, sin embargo, que la eficacia de la ignorancia desde hace mucho tiempo se ha puesto a prueba y que no ha producido los resultados esperados. Intentemos, pues, la cultura". Su contemporáneo William Strahan lo describió así: "Posee una elocuencia viril, nerviosa y siempre despierta; es rápido en discernir la fuerza o la debilidad de un argumento; se expresa con claridad y precisión, y no ha nacido hombre que lo atemorice".

El autor del famoso Vicario de Wakefield, novela que Goethe recomendaba "en la certidumbre de merecer la gratitud de los lectores alemanes", según Saintsbury descuella en el manejo del ensayo; los mejores ensayos de Goldsmith aparecieron en el pequeño periódico The Bee —del que era redactor único— y en The Public Ledger. Colaboró también en el British Magazine de Smollett. En The Public Ledger dio a conocer las famosas Cartas chinas, inspiradas en las Cartas persas de Montesquieu. Con referencia a estas últimas, observó que "fueron escritas a imitación de las Cartas siamesas de Du Freny [Dufresny]". Las Cartas chinas, reunidas en volumen, llevaron el título The Citizen of the World.

De Oliver Goldsmith no cabe decir (como se dijo de Johnson) que es el héroe de la mejor de las biografías. Las Vidas que escribieron Malone, Forster, Black, no son libros extraordinarios; tampoco lo son los bosquejos biográficos que dejaron De Quincey4 —a cuya pluma debemos inolvidables retratos— y Thackeray. Sin embargo, en su vida y en su carácter, según lo revelan pasajes de biografías de otros hombres y antiguas colecciones de anécdotas, hay unas vertiginosas combinaciones de grandeza y de frustración, de comedia y de dolor, de juicio y de locura, que hacen de Goldsmith el prodigioso héroe de una biografía por escribirse y un conmovedor símbolo del destino humano. Por eso quizá, Wells, tan disímil de Goldsmith en la obra, veía en él un invisible y fraterno compañero, "cuya mano tomaba en horas de incertidumbre y de adversidad".

Según Walpole, Goldsmith era "un idiota inspirado". Según Garrick, "escribía como un ángel y hablaba como un tonto". Las anécdotas que registran actitudes y dichos con los que él mismo se cubría de ridículo son innumerables. Basta recordar aquello de que no le convenía la carrera eclesiástica porque le gustaban los trajes vistosos. O la ocasión en que, ofendido porque unos soldados, en Francia, miraban con alguna insistencia a las agraciadas señoritas Horneck, sus compañeras de viaje, explicó: "En otras partes yo también tengo admiradores". O aquella vez (conversaban en el Literary Club, si mal no recuerdo) en que, después de extraviarse por los dédalos de una frase y cerrarla con muchos balbuceos, preguntó si "no había hablado como Johnson". Black sospecha que Goldsmith practicaba "esa delicada forma de ironía que consiste en reírse de sí mismo". Sus contemporáneos, salvo algunas mujeres, no lo entendían así. Para ellos Goldsmith ilustraba el caso prodigioso de una persona de talento que se conducía tontamente. Desde luego, si se le niega el talento no hay prodigio.

De Goldsmith, Johnson escribió: "No hubo casi género literario que no intentara; no intentó ninguno sin mejorarlo".

La desaparición de Johnson, de Hume, de Goldsmith, de Gibbon, de Boswell, de Blake, pudo sugerir que para las letras británicas la edad de oro había muerto en el siglo XVIII y sólo quedaba un futuro de nostalgia y de hermenéutica. Muy pronto, sin embargo, surgieron nuevos grupos de hombres que reanimaron la vida literaria y conmovieron las ideas. Que Wordsworth, o Coleridge, o Landor, o Lamb, o Hazlitt, o Leigh Hunt, o De Quincey, o Byron, o Shelley, o Keats hayan sido tan complejos, tan maduros, tan lúcidos, como los escritores que les precedieron, es una cuestión que indefinidamente podrá discutirse; en cambio, es indiscutible que unos y otros son admirables instancias del continuo renacer de la inteligencia en Inglaterra, renacer que ocurrirá de nuevo en la época victoriana y en los primeros años del siglo XX y cuya puntualidad periódica debe esperanzar a cuantos sentimos que las muertes de Wilde, de Conrad, de Bennett, de Moore, de Kipling, de Chesterton, de Wells están despoblando el mundo.

Samuel Taylor Coleridge, el Sócrates del movimiento romántico inglés, se pasó la vida conversando. Quienes lo escuchaban sentían el poder avasallador de su intelecto. "Habla como un ángel", afirmaba Lord Egmont, "pero apenas hace otra cosa". Añadía: "¡Qué desgracia si este hombre se desvanece como una aparición... y si a usted, a mí y a los otros pocos que lo hemos oído nos cabe la suerte de los que han visto fantasmas, y nadie da crédito a nuestras inflamadas aseveraciones!". Coleridge planeaba monumentales obras de crítica, de teología y de filosofía, que serían meros apéndices de su Gran Obra (también futura): un sistema general de filosofía basado en el trascendentalismo alemán. Mientras tanto, entregado al opio, se perdía en laberintos de postergaciones, de arrepentimientos y de resoluciones adoptadas con sinceridad y olvidadas con prontitud. "Nadie confiaba en sus promesas in re futura", afirma uno de sus biógrafos. "Quienes lo invitaban a comer, si querían contar con él, debían buscarlo personalmente; en cuanto a las cartas... nunca las abría." Bastaba que algo asumiera el carácter de deber para que su ejecución le resultara imposible. El 11 de julio de 1834 escribió: "Me muero... Hooker anhelaba vivir para dar término a su Gobierno eclesiástico; igualmente yo hubiera querido vida y fuerza para completar mi Filosofía. Pero visum aliter Deo, y que Su voluntad se cumpla".

La obra inmortal que dejó Coleridge consta de algunos poemas, de los comentarios a Shakespeare y de la Biographia Literaria. Este último libro es rico en digresiones que no es injusto calificar de ensayos admirables.

Charles Lamb es notable por la diáfana llaneza y por el versátil progreso de sus pláticas —que tales parecen sus ensayos— y por la amorosa atención que lo lleva a descubrir en los actos de nuestra vida cotidiana y en todo lo creado un recóndito fulgor de poesía.

Para cuidar a una hermana sobre quien pendía la amenaza de periódicos ataques de locura homicida —en el primero de esos ataques había apuñalado a su madre— Lamb renunció al amor y a la libertad y sacrificó la mitad de sus días en las oficinas de la East India House y, con una imperturbable abnegación, con un indeclinable fervor por la belleza, con una conformidad que no excluía cierto epicureísmo, con un tranquilo coraje que no excluía ninguna ternura, obtuvo esa flor de la sabiduría, más ardua que todas las obras de arte: una vida recta, hermosa y feliz. Con respecto a la muerte dijo que las metáforas no lo conformaban. "No quiero ser llevado por la marea que suavemente conduce la vida humana a la inmortalidad", escribió, "y el curso inevitable del destino me desagrada. Estoy enamorado de esta verde tierra; del rostro de la ciudad y del rostro de los campos; de las inefables soledades rurales y de la dulce protección de las calles. Levantaría aquí mi tabernáculo. Me gustaría seguir viviendo a la edad que tengo; perpetuarnos, yo y mis amigos; no ser más jóvenes, ni más ricos, ni más apuestos... No quiero caer en la tumba como un fruto maduro... Toda alteración en este mundo mío me desconcierta y me confunde. Toda situación nueva me asusta. El sol y el cielo y la brisa y las caminatas solitarias y las vacaciones veraniegas y el verdor de los campos y la delicia de las comidas y los amigos y la copa que reanima y la luz de las velas y las conversaciones junto al fuego y las inocentes vanidades y las bromas y la ironía misma, ¿todo esto se acaba con la vida? ¡Y vosotros, mis placeres de medianoche, mis infolios! ¿Deberé despedirme del intenso deleite de abrazaros? ¿El conocimiento tendrá que llegar a mí, si de algún modo ha de llegar, por un grosero experimento de intuición y ya no por el familiar proceso de lectura?"

Lamb empezó a escribir los Essays of Elia, la más leída de sus obras, a los cincuenta y cinco años. Con anterioridad había publicado el cuento Rosamund Gray, numerosos ensayos, críticas de poesía dramática y, en colaboración con su hermana, los famosos Tales from Shakespeare. En una carta a su editor refiere el origen de su seudónimo Elia: "Una persona de ese nombre, un italiano, fue mi compañero de oficina... hace treinta (no cuarenta) años. Los otros días fui a su casa para bromear con él sobre la usurpación de su nombre y, ¡Dios mío!, encontré que de Elia sólo quedaba el nombre... Hacía once meses que había muerto".

La relación de los lectores con Charles Lamb es —y sigue siendo, de generación en generación— una suerte de amistad personal. Lo admiran, pero, sobre todo, lo quieren. Carlyle, en sus Reminiscencies, tuvo la temeridad de menospreciarlo.5 Después de leer esas páginas, Swinburne escribió tres sonetos; en uno de ellos pide a Lamb que lo perdone por "haber mezclado su nombre, el más dulce del idioma inglés, con palabras amargas"; las que emplea para referirse a Carlyle son: "esa víbora muerta".

Hay obras que siguen un patético destino de infelicidad. Lo que un hombre trabajó con su más lúcido fervor se marchita, como calcinado por una secreta voluntad de morir, y lo que hizo como en un juego, o para cumplir con un compromiso, perdura, como si la creación despreocupada comunicara un hálito inmortal. William Hazlitt quiso ser pintor (dejó un hermoso retrato de Lamb), quiso ser filósofo, quiso ser historiador. Entre tanto escribió innumerables ensayos y llegó a ser, opina Sainstbury, el mejor de los críticos. En Virginibus Puerisque, Robert Louis Stevenson declara: "Todos nosotros somos personas admirables, pero no escribimos como Hazlitt".

Hazlitt pensó mucho, escribió mucho, combatió mucho; siempre leal, en el amor y en la amistad encontró desengaños,6 murió en la miseria. Sus últimas palabras fueron: "Bien, he tenido una vida feliz". Ninguna desventura pudo enturbiar su imagen de este mundo magnífico. (Critilo, en el amargo Criticón, exclama: "¡Oh vida, no habías de comenzar, pero ya que comenzaste, no habías de acabar!".)

Atareadamente, no sin amargura, aun con prisiones (menos crueles que las de Wilde), vivió Leigh Hunt. Como ensayista fue muy fértil, a veces trivial, notable por su comprensión y por su libertad de juicio. Se le reconoce el haber advertido antes que nadie el valor de Keats y, quizá también, de Shelley; que su influencia sobre estos poetas fuera siempre benéfica es discutible.

Tradujo a Tasso; tradujo (como Dryden) a Chaucer. Compiló antologías. En su obra poética hay composiciones popularmente célebres, como Jenny Kissed Me, o célebres en la historia literaria del siglo XIX, como The Story of Rimini, y también joyas memorables, como los tres sonetos del apólogo The Fish, The Man and The Spirit.

También es muy rica la obra de Thomas De Quincey. La colección de sus escritos —las Confesiones y los artículos autobiográficos, algún tratado de economía, alguna novela, algunos cuentos, infinidad de ensayos sobre una extraordinaria variedad de temas— constituye una vasta y deslumbrante miscelánea, que inagotablemente emociona, instruye y deleita.

Cabe, tal vez, recordar que todavía hoy esta obra aumenta y que no es ilógico esperar que siga aumentando. En 1946, a casi noventa años de la muerte del autor, aparece su interpretación de la famosa carta de Johnson a Lord Chesterfield. La explicación de esta fecundidad póstuma, que confiere al mundo una suerte de mágica riqueza, debe de hallarse en la costumbre que tenía De Quincey de llenar materialmente de libros y de papeles los cuartos que alquilaba, para luego cerrarlos y mudarse, y en el descubrimiento, por parte de algunos de sus locadores, de que esos cuartos eran posibles fuentes de recursos. (Véase el libro de Masson, Thomas De Quincey, y la Cambridge History of English Literature, XII, 9.)

Si yo pudiera iniciar a alguien en las dichas de la lectura de De Quincey, le sugeriría los ensayos biográficos —sobre Coleridge, sobre Wordsworth, sobre Charles Lloyd—7 o los ensayos sobre cuestiones literarias, como el titulado Ortographical Mutineers, o la terrible descripción de los últimos días de Kant, o la divertida crítica del Werther de Goethe, o la monumental8 narración de la revuelta de los tártaros, o las hermosas y vívidas y sentimentales Confesiones.

La nítida percepción de lo contradictorio, de lo patéticamente absurdo, de lo misterioso, de lo heroico, permitió a De Quincey delinear imperecederos retratos literarios. Algunos críticos lo inculpan de maledicencia y llegan a describirlo como a una especie de periodista que abusa de la confianza concedida por sus mejores. No sé quienes fueron los mejores, con relación a De Quincey. Además, como dice Duclos en su prefacio a la Histoire de Louis XI, "On peut toujours relever les défauts des grands hommes, et peutêtre sont ils les seuls qui en soient dignes, et dont la critique soit utile".

Con respecto al opio, De Quincey tuvo mejor suerte que Coleridge. La droga nunca destruyó su voluntad y si muchas veces le infundió horribles pesadillas, muchas también le sirvió de estímulo, o quizá de pretexto, para escribir páginas inolvidables. De Quincey, que murió en 1859, a los setenta y cuatro años, desde 1804 ingirió regularmente la droga. En los años de mayor moderación, tomaba unas cuatro mil gotas una vez por semana; en los años peores —1814-1818— la dosis diaria llegó a ser de doce mil gotas (equivalente a siete vasos de vino).

Más que un ensayista, más que un historiador, Carlyle9 llegó a ser un conductor de opiniones y, principalmente, de pensamientos y de conciencias. "Fue en verdad un profeta", escribe un biógrafo, "y nos ha dejado sus evangelios". Con un estilo que Thoreau compara con "brillantes cuchillos que rompen el hielo" y "libertan el torrente", y Rebecca West con una sucesión de accidentes ferroviarios, Carlyle se dedicó a exaltar lo que admiraba y a denunciar cuanto le parecía una impostura.10 Entre sus simpatías y diferencias recordamos: amor al trabajo; amor a los hechos; odio a las teorías; amor a la Edad Media; odio a Grecia; amor a la fe; odio a la duda; amor a los "héroes", del tipo de Cromwell y de Federico el Grande, y a "la viva y no escrupulosa fuerza que los habita"; amor a los gobernantes enérgicos, que no llegan al poder por simples elecciones; amor a Alemania; odio a Heine. Desde luego, si consideramos a Carlyle como literato, lo entenderemos con mayor precisión y en sus juicios, como en toda su obra, hallaremos las pruebas de una inteligencia poderosa y libérrima. Carlyle es autor de una biografía de Schiller, del extraño Sartor Resartus, de la magistral historia de la Revolución francesa (hay al respecto una anécdota que recuerda un relato de Henry James: Cuando Carlyle acabó tras mucha labor el primer volumen, confió el manuscrito a Stuart Mill, que lo confió a una dama, que por descuido dejó que una sirvienta lo quemara), de una biografía de Cromwell y de otra de Federico el Grande, de muchos ensayos históricos y biográficos.

La parte histórica y biográfica es, también, preeminente en los ensayos de Macaulay. La capacidad descriptiva del autor, verdaderamente extraordinaria, y su genio para ordenar en oraciones y en párrafos certeros la agolpada y ancha realidad, le permitieron componer los más vívidos ensayos (y la historia más vívida) que se han escrito en Inglaterra.

Dijérase que en la memoria, la luz del mundo, o la luz de un museo de figuras de cera, o la luz de una pesadilla, ilumina estos libros. Macaulay tenía, sin duda, una propensión a "descubrir asombrosas incongruencias y contradicciones en la naturaleza humana". Según Raleigh, pueblan sus páginas una muchedumbre de monstruos.

Siempre escribe bien (siempre escribió bien: Lang señala que en un ejercicio sobre Guillermo III, que Macaulay compuso cuando era estudiante en Oxford, ya aparece el estilo de la Historia). Es verdad que es más convincente que sutil; más enérgico; más memorable; es verdad que es mucho mejor en el relato que en la disertación moral o filosófica. Su caudalosa inteligencia, que maneja conocimientos innumerables y que discierne de manera justa, admite conceptos que no es seguro que haya examinado suficientemente. Hay, en toda su obra, una sospechosa coincidencia con la opinión pública y un incontenible espíritu afirmativo (Lord Melbourne habría dicho una vez: "Me agradaría estar seguro de algo como Tom Macaulay lo está de todo").

Los filistinos de hoy, al llamar filistino a Macaulay, no se engañan; por lo menos, no se engañan si no creen que ese adjetivo lo define y lo agota; pero quienes tengan alguna familiaridad con los problemas literarios advertirán que la composición de ensayos como el dedicado a Bunyan, por ejemplo, exige una riquísima e insólita conjunción de méritos. Finalmente, su nombre evoca poderes humanos extremados y enaltecedores: una infinita capacidad de trabajo, una entera y ferviente consagración, una memoria cuantiosa... Macaulay documentándose para cada párrafo de su historia como otros hombres se documentarían para cada volumen; Macaulay leyendo incesantemente, leyendo en largas caminatas infolios griegos o latinos "que pesaban más que un fusil"; Macaulay repitiendo, casi íntegramente, el Lay of the Last Minstrel después de haberlo oído una vez (si hubieran desaparecido el Paradise Lost y el Pilgrim's Progress la memoria de Macaulay nos los hubiera devuelto)... Queda una epopeya para escribir sobre las aventuras del trabajo mental, intensas como la vida heroica de un César, pero más dignas y misteriosas.

La mente de John Ruskin tuvo una continua, temprana y apresurada actividad. A los cuatro años, Ruskin redactaba cartas; a los cinco era un ávido lector; a los seis escribía poemas "correctos en cuanto a la forma y a la métrica"; a los siete comenzaba una obra en varios tomos y a los nueve, un poema sobre el universo. Puede afirmarse que la producción juvenil, numerosa y de poco valor intrínseco, cesó en 1843. El autor, que tenía veinticuatro años de edad, publicó entonces su primer libro importante: Modern Painters, volumen I. Durante los diecisiete años que trabajó en los cinco volúmenes de esta obra, Ruskin escribió ensayos para la Quarterly Review y otros periódicos y publicó The Seven Lamps of Architecture; The Stones of Venice (saludado por Carlyle como "un nuevo Renacimiento, un sermón en piedras"), Pre—Raphaelitism; The Political Economy of Art. Escribió mucho, publicó rápidamente, y sus obras registran, con no igualada espontaneidad, los movimientos de una opinión impulsiva, siempre honesta y siempre original. Después de los cincuenta y seis años padeció de inflamaciones cerebrales que interrumpieron, y hacia el final casi anularon, su actividad literaria.

Influyó en el arte y en la economía política. Admiró los primitivos italianos; tuvo una acción preponderante en el grupo de los prerrafaelistas y contribuyó a despertar el entusiasmo, en Inglaterra, por el arte gótico. Afirmó que el arte expresa la felicidad de la vida.

Señaló, con razón, que no podía existir una ciencia económica independiente de una filosofía de la sociedad. Dijo que el lujo era vergonzoso y que la posesión de bienes entrañaba graves responsabilidades.11 Luchó contra el laissez faire, contra el utilitarismo. "Compra cuando los precios bajen. ¿Cuándo bajan los precios? El carbón estará barato en tu casa después del incendio y los ladrillos, en tu calle, después del terremoto. Vende cuando los precios suban. ¿Cuándo suben los precios? Vendiste bien tu pan. Lo vendiste al moribundo que te dio su último centavo." "Si un objeto escasea, si la gente lo necesita y no lo tiene, el precio subirá." "El arte de enriquecerse consiste en empobrecer al vecino." (Estos argumentos impresionaron a Wells; véanse las conversaciones de George Ponderevo con su tío en Tono—Bungay.) Como las de otros socialistas ingleses del siglo XIX, sus utopías y sus críticas al liberalismo están viciadas por lo que bien podríamos describir como una deficiente experiencia en tiranos.

Ruskin entró en la vida triunfalmente. Desde muy joven se le consideró un genio ("el mayor genio natural que he conocido", dijo de él, en 1838, el periodista Loudon). Su padre, que era muy rico, le hizo conocer, en largos viajes, Europa. Los tratos de Ruskin con el amor fueron pocos y desastrosos. "Swift se parece mucho a mí", escribió una vez. "Conozco el secreto de extraer la tristeza de todas las cosas, pero no la alegría."

Matthew Arnold, que escribió una prosa ingrávida, transparente y justa, aunque a veces obstruida por artificiosas repeticiones, y un verso frecuentemente feliz, siempre sabio y ocasionalmente prosaico y difícil de leer, dejó algunos poemas verdaderamente hermosos (Dover Beach, por ejemplo), una admirable colección de ensayos críticos y biográficos, numerosas monografías sobre cuestiones didácticas, religiosas, políticas, una polémica con Newman sobre las traducciones homéricas, que suele ser, con el libro de Fraser Tytler, la autoridad no confesada o no conocida para la mayor parte de las observaciones lúcidas sobre las traducciones en general, y un delicado y riquísimo estudio sobre la literatura celta, que movió a Saintsbury, en una casi enconada biografía, a acusarlo de uno de "los más grandes pecados" imputables a un literato: hablar de libros que no pudo leer en el idioma original (esta prohibición, aplicada indiscriminadamente, sería perjudicial, ya que apartaría de algunos temas a las mejores inteligencias).

Arnold fue un estudioso, un literato, un académico, en el mejor sentido de esa palabra. Según Andrew Lang, su genio, que tenía algo de griego, ignoraba la vana agitación y el frenesí.

Toda la obra de Walter Pater, aun los Imaginary Portraits, Gaston de Latour y Marius the Epicurean (la única novela inglesa que los literatos releerán en los tiempos venideros, según Moore), cabe dentro del orden del ensayo. Sus libros, poco numerosos, escritos en una prosa trabajada, de frases largas, produjeron una muy viva impresión entre las personas de más pura y sensible intelectualidad de los últimos años del siglo XIX. George Moore refiere en Avowals que el día que leyó por primera vez a Pater anduvo por los campos murmurando: "El idioma inglés vive todavía, Pater lo ha resucitado de entre los muertos".

El epicureísmo intelectual expuesto en los Studies in the History of the Renaissance tuvo una señalada influencia en el llamado Movimiento Estético. En la Conclusión de ese libro Pater había escrito: "La utilidad de la filosofía es que nos despierta... A cada instante, y por ese instante solamente, en una mano o en un rostro, una forma alcanza la perfección, en la colina o en el mar aparece la tonalidad más delicada y en nosotros llega a ser irresistiblemente real y seductora una exaltación de los sentimientos, de los sentidos o del intelecto. No es el fruto de la experiencia lo que debemos buscar, sino la experiencia misma. Nos han concedido un limitado número de pulsaciones de una vida matizada y dramática. ¿Cuántas percibiremos con la integridad de que son capaces los mejores sentidos?... Arder siempre en esta llama, dura y preciosa, mantener siempre el éxtasis, es triunfar en la vida. En cierto modo puede afirmarse que el fracaso proviene de contraer costumbres... Sintiendo así el esplendor de nuestra experiencia y su tremenda brevedad, juntando todo lo que somos en un desesperado esfuerzo para ver y tocar, poco tiempo tendremos para urdir teorías sobre las cosas que vemos y tocamos... Nuestra esperanza consiste en dilatar ese intervalo, en lograr el mayor número de pulsaciones en el tiempo acordado..."

La vida de Pater, gobernada por aficiones sendentarias y por una atareada timidez, fue tranquila, casi vacía. Wilde, que había declarado: "Los ensayos del señor Pater me parecieron el Libro de Oro del espíritu y de la razón, las Sagradas Escrituras de la belleza", dijo una vez: "El pobre Pater vivió para desmentir cuanto había escrito".

Hay en torno a Robert Louis Stevenson algunas asociaciones de ideas que tienden, cuando no lo leemos, a desacreditarlo: su admiración por el coraje, por la dulzura, por la alegría12 el entusiasmo que despertó en personas esencialmente alejadas de las letras y la infinidad de artículos y de libros que esas personas escribieron sobre él. Pero, como dice Chesterton, una cosa no es vulgar porque se la vulgarice.