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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Helen R. Myers

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El último hombre, n.º 1768- abril 2019

Título original: The Last Man She’d Marry

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-843-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ERA UN mal día.

Alyx Carmel no dijo en voz alta lo que pensaba. Apretó los dientes y soltó los mangos de la máquina de resistencia en la que había estado haciendo ejercicio en el Spa y Centro de Rehabilitación Mesa. Sintió deseos de tirar por la ventana el equipo de música que animaba el centro, en el que estaba sonando una canción pop.

Sí, era un mal día, un mal año, una mala vida. Y lo único que le faltaba era tener que escuchar esa música tan desagradable.

—Vamos, Alyx, inténtalo con más fuerza —dijo la instructora.

Sharleigh Moss, la rubia instructora de gimnasia, siempre estaba bronceada aunque ella misma admitía que huía de la luz del sol más que los vampiros.

Alyx tenía que reconocer que Sharleigh conocía bien los aparatos de ejercicios, pero su voz le resultaba muy desagradable.

Además, en un lugar tan supuestamente espiritual y armonioso como Sedona, Arizona, ¿cómo podían permitir que esa mujer dirigiera el centro de rehabilitación como si fuera una cámara de tortura?

Cada vez más irritada con la instructora, Alyx se esforzó por levantarse:

—No, no quiero intentarlo con más fuerza. Tengo que protegerme porque está claro que aquí sólo yo me preocupo por mi bienestar.

Sus heridas no eran visibles, pero ella sabía dónde las tenía, ocultas bajo su camiseta. Aquel pensamiento la amargó y se puso en pie, rechazando la mano que la instructora le tendía.

—¿Crees que ese comentario era necesario? —protestó la instructora, mirando a su alrededor.

—He estado intentando decirte que la tabla de ejercicios que has diseñado para mí es demasiado. Apenas consigo conducir hasta casa cuando termino la sesión y, cuando llego, no tengo fuerzas para seguir funcionando —replicó Alyx con tono civilizado, tras negar con la cabeza.

—Sólo llevas una semana. Siempre cuesta al principio.

¿A quién le importaba? A Alyx no le gustaba poner a prueba sus límites físicos. Lo más parecido a hacer deporte que solía hacer era sumergirse en una bañera de burbujas. También había empezado a hacer algo de yoga el año anterior al ataque, para aliviar el estrés.

—Tengo treinta y nueve años, no diecinueve —le recordó Alyx a la instructora veinteañera—. Y estoy toda magullada, igual que el resto de tus pacientes —añadió con rintintín.

—Sé que crees que le doy a los otros pacientes un tratamiento preferente, Alyx. Pero ten en cuenta que has pedido ayuda un poco tarde. Parece ser que algo del daño se ha hecho ya crónico, por eso me esfuerzo más contigo. Cuando más te presione, más grande será el progreso que hagas antes de que la fatiga te haga dejar la rehabilitación.

—Oh, eres una santa. Qué insensible soy. Es mejor que me vaya y te deje más tiempo para las personas que están deseando recibir tus castigos.

—Mira, puedo aguantar el sarcasmo —repuso Sharleigh, levantándose—. De hecho, lo prefiero antes que a aquéllos que me muerden o me dan patadas. Pero me gustaría que fueras consciente del inmenso error que sería rendirte —indicó, se colocó la cola de caballo y se cruzó de brazos—. Vamos, ayúdame. Tengo una reputación que mantener.

—No has vivido lo suficiente como para tener una —señaló Alyx, imaginando como le tiraba a la rubia una olla llena de puré de calabaza por la cabeza.

—¿Perdona?

En una ocasión, en un juzgado, Alyx hubiera dejado muda a Sharleigh sin necesidad de emplear demasiadas palabras. Pero había perdido el interés en aquellos juegos de poder.

—Prometo mantener en secreto que has perdido el tiempo conmigo —susurró Alyx, en tono conspiratorio.

Alyx estaba deseando masajearse la zona desde los hombros a la muñeca para calmar el dolor y pensó que lo mejor que podía hacer era salir de allí e ir al vestuario. Una ducha caliente le ayudaría a alejar la tentación de tomar píldoras o algo peor.

Era agosto. Habían pasado siete meses desde el ataque que había cambiado su vida para siempre, en una fría mañana de enero, en Austin, Texas. Sharleigh se equivocaba: había estado intentando seguir los consejos médicos en casa, pero el dolor no había remitido. Su cirujano, uno de los mejores en su profesión, le había advertido de que serían permanentes algunos de los daños causados por Doug Conroe, ex pareja de su antigua clienta Cassandra Field Conroe. Con su habitual bravuconería, ella le había asegurado que iba a estar bien. Después de todo, ella estaba viva, mientras que la pobre Cassandra estaba enterrada en Austin.

Alyx había dejado su profesión, su casa y se había alejado de casi todas las personas que habían formado parte de su vida. Su prima, Parke Preston, una artista cuyas obras se exponían cada vez más en los hoteles y restaurantes de Sedona, había estado a punto de cancelar una invitación para ir a Europa por no tener a nadie que cuidara de su casa y su amada perra, un galgo llamado Grace. Y ahí había entrado en juego ella.

Aunque a Alyx no le encantaban los animales, se estaba llevando cada vez mejor con Grace. Le hubiera gustado sentir el mismo entusiasmo por el centro de salud y rehabilitación que le había recomendado Parke, pero era así.

Al salir a la calle, el sol de Arizona le hizo detenerse en seco. Necesitaba una botella de agua. Estaba acostumbrada a un ambiente más húmedo, como el de Texas, gracias a las corrientes de aire del Golfo de México. En aquella zona del país, donde los cactus tenían la altura de un hombre, el clima caluroso era poco clemente con su indumentaria: pantalones largos de chándal y una camiseta demasiado grande. Pero era el atuendo que ella había elegido para ocultar sus cicatrices.

Quizá era hora de considerar un ajuste en la medicación, se dijo, mientras sacaba las llaves del coche del bolso y se lo colgaba en el hombro bueno. Aunque los cortes que había recibido en las piernas ya estaban curados, seguía despertándose por las noches sufriendo espasmos de dolor. El médico le había asegurado que eran dolores psicosomáticos, dolores fantasma, y que se aliviarían con el tiempo. Aún seguía esperando y los dolores no habían remitido. Se preguntó si se habrían equivocado en su diagnóstico. Al menos, había conseguido mantenerse apartada de esas adictivas píldoras para el dolor, se dijo para consolarse.

Deseando llegar a la casa y darse una ducha para calmar el dolor, se puso las gafas de sol. En cuestión de minutos, salió del aparcamiento, en el coche negro de Parke.

Como era habitual, el pueblo estaba lleno de actividad. Era un lugar muy turístico, una especie de oasis para los amantes de la espiritualidad. Mientras que las tiendas comenzaban a llenarse con los primeros compradores, muchas personas paseaban por los valles y colinas que rodeaban la población. El resto de la gente, formado por residentes y visitantes de estancias largas, como ella misma, sufría el tráfico con impaciencia.

Alyx se dio cuenta de que estaba frente al centro comercial que Parke le había recomendado para comprar verduras. Se echó a un lado, provocando un pitido de protesta del coche de detrás. Había conseguido hacer perder la paciencia a otro nativo, además de Sharleigh.

—¡Lo siento, lo siento! —gritó Alyx.

Al entrar en el aparcamiento, encontró un sitio justo delante de la entrada del centro comercial. Se dijo que iría directa a la zona de alimentación y acumularía suficientes frutas y verduras como para permanecer aislada del contacto humano durante al menos tres días. Pensó que, en ese tiempo, sería capaz de formular un plan B para recuperarse sin tener que sudar la gota gorda.

Hacía un año, hubiera dado un respingo ante la idea de rendirse. ¿Alyx Carmel asustada de verse reflejada en los espejos? ¿Alyx Carmel encogida? A sus detractores se les habría atragantado el martini con la sorpresa.

Cómo podían cambiar las cosas en un año.

Alyx suspiró aliviada al comprobar que la tienda estaba casi vacía, excepto por algunos empleados. Agarró una cesta de plástico en vez de un carrito y maniobró alrededor del puesto de frutos secos para conseguir una bolsa para meter la fruta. Al alcanzar un manojo de plátanos, una mano masculina y peluda se cerró sobre la suya.

—Lo siento… —dijo Alyx, reculando como si la hubiera mordido un escorpión.

—Es culpa mía. Parece que los dos tenemos el mismo buen gusto.

Un hombre patilludo, de más o menos un metro setenta igual que ella, dio un paso atrás arrastrando los pies y sonrió con jovialidad. Se inclinó haciendo una reverencia:

—Después de ti.

—No te había visto —dijo Alyx, desconcertada. Hubiera jurado que no había nadie cerca. Además, no podía culpar a sus gafas de sol, pues se las había quitado al entrar en la tienda, cuando casi había chocado con la máquina de refrescos.

—Es lo que me pasa por moverme en la tienda como si estuviera en mi casa —repuso el extraño—. Adelante, por favor. Prefiero observar a una mujer bonita mil veces antes que seguir la lista de la compra.

Vaya, se dijo Alyx. Ni aunque hubiera sido el hombre más atractivo del mundo, se habría dejado impresionar por un piropo tan mediocre. Le lanzó una mirada de «gracias, pero no, gracias» y agarró un manojo de plátanos del otro lado del puesto.

—Hay uno magullado en ese manojo —dijo el extraño, casi apoyándose sobre el hombro de ella—. El manojo de al lado está mejor.

—Pero tiene más plátanos de los que quiero —respondió ella, poniéndose tensa ante la invasión de su espacio personal.

—Eh, ¿no llevas anillo de boda? Yo, tampoco —dijo él, poniéndole la mano delante de la cara—. Me llamo Denny. Deja ese manojo medio podrido y te buscaré uno mejor.

—Si me disculpas, tengo prisa —replicó ella, ignorando su oferta.

Alyx se dirigió hacia la bandeja de los tomates. Por desgracia, aquel hombre no era de los que se rendían.

—El café de la cafetería no está mal. ¿Puedo invitarte a una taza?

—Gracias, pero no.

—¿Por qué no? Por cómo vas vestida, no parece que tengas prisa para ir a trabajar.

Campanas de alarma sonaron dentro de Alyx. Aquél había sido un comentario negativo de lo más sutil. Y ella, como abogado de divorcios, había escuchado muchos, desde los ataques personales que había recibido hasta las historias que le habían contado sus clientas, casadas con maestros en el maltrato psicológico. Qué manera tan barata de hacer que una mujer se sintiera feliz de recibir la atención de un hombre. Para ella, sólo fue un recordatorio de todas las personas a las que había intentado ayudar, personas que habían escuchado aquella cantinela durante demasiado tiempo, al límite de la cordura. Bueno, aquel machito estaba a punto de descubrir que se había equivocado de víctima.

—Deja que te lo aclare. No. Estoy. Interesada —señaló Alyx con la mayor frialdad posible.

El extraño pareció hacer caso omiso.

—¿Por qué no? Pareces una buena persona. Yo soy una buena persona.

—¿Quién te dijo eso? ¿Tu madre? Apuesto a que mintió para hacerte abandonar el nido.

Denny rió, pero algo en su mirada se endureció.

—Eres ruda.

—No quieras descubrir cuánto —repuso ella, dedicándole la mirada más helada de la que era capaz. Puso unos tomates en la cesta y se dirigió hacia las lechugas. Quería acabar cuanto antes con la compra y dar por terminada aquella molestia.

—Vaya, ¿no me digas que eres vegetariana?

¿Había una cámara oculta en alguna parte?, se preguntó Alyx, dudando tener esa suerte. Aquel tipo tenía todas las dotes de un acosador.

—Señor, ¿es que no lo entiende?

—No tienes por qué avergonzarte —dijo él, como si no hubiera oído, y se encogió de hombros—. A mí me encanta la carne, pero puedo soportar un poco de comida verde si eso supone pasar la noche contigo.

Alyx sintió que se le erizaban los pelos de la nuca y supo que, si no salía de allí, sufriría un ataque de pánico. Desesperada, miró a su alrededor buscando a algún empleado de la tienda, pero todos parecían haber desaparecido.

—Bueno, ya está bien —advirtió ella, girándose para encarar al hombre con determinación—. O te vas o llamo al encargado.

—Hazlo. Es mi tío.

Alyx se quedó boquiabierta. ¿Por qué Parke no la había prevenido sobre aquel tipejo? Parecía ser que aquel casanova de pacotilla era un habitual en la tienda.

Le extrañó que su prima no se hubiera topado con él en alguna ocasión. Parke era muy atractiva. Tenía el pelo negro como el carbón, heredado de sus ancestros galeses, y unos ojos negros preciosos. Pero también tenía un temperamento fuerte. Para ser sincera, ella le había envidiado a su prima aquel pelo tan negro cuando eran niñas y había imitado a Parke más de una vez durante los juicios, cuando la situación había requerido un acercamiento al estilo de un Ranger de Texas. Casi siempre le había funcionado. Se dijo que emplearía una dosis de la fuerza verbal de su prima en ese momento.

—¿Tu tío? ¿Cómo se llama? —inquirió ella y, como Denny no respondió, tomó aire y gritó—: ¡Tío de Denny! ¡Te necesitan en el pasillo de verduras!

—Eso no ha sido gracioso… ni educado —comentó Denny, sin sonreír.

—Tampoco lo es molestar a las mujeres que no quieren nada contigo.

Alyx salió de la sección de verduras y, al divisar el cartel que anunciaba el pan, giró a la izquierda. Se hizo a un lado para dejar pasar a un repartidor que empujaba un carrito y agarró la primera barra de pan de avena que encontró. Al instante siguiente, alguien le agarró del hombro herido y la volteó. Gritó de dolor.

—¡No!

Por instinto, Alyx, empujó a Denny para alejarlo de ella. Y por desgracia, lo envió hacia las bandejas de pan, que descansaban sobre un soporte con ruedas. Lo observó con una mezcla de miedo y fascinación, mientras Denny sorteaba una avalancha de bandejas de plástico llenas de productos horneados. Rugiendo de rabia, Denny se levantó y volvió a la carga.

Alyx tragó saliva por el dolor de su hombro y se lo cubrió con la mano. Se agachó, hecha un ovillo, con la esperanza de evitar más daños. Oyó un golpe y, cuando levantó la vista, vio a Denny enterrado del todo bajo bandejas y pan. ¿Había sido ella quien había hecho eso?

—¿Estás loco? ¡Eh, señor, ayúdele a salir de ahí!

Alyx parpadeó varias veces cuando vio que alguien sacaba a Denny de la montaña de pan por el cuello, como si fuera un perrito asustado. Su rescatador era más alto que Denny y más delgado… ¡pero qué trasero!

Un momento, se dijo Alyx. ¿Dónde había visto ese trasero antes?

—Piérdete —espetó el héroe a Denny—. Inténtalo de nuevo y te aseguro que te arrastraré por todos los cactus que hay desde aquí hasta Agave.

¿Jonas?

Alyx se quedó perpleja al ver como aquel hombre con cabello rubio plateado empujaba al atónito Denny a la salida. Cuando regresó, a ella no le cabía ninguna duda de quién era.

Pasando junto al boquiabierto repartidor, el agente Jonas Hunter, del FBI, se arrodilló delante de ella.

—¿Estás bien? —preguntó Jonas, frunciendo el ceño.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó ella a su vez. Estaba siendo un poco grosera, teniendo en cuenta que Jonas acababa de rescatarla. Pero no sintió ganas de abrazarlo llena de gratitud. Los espasmos de dolor habían pasado y lo único que sentía eran los vestigios de un miedo terrible.

—Sí. El mundo es un pañuelo —dijo él, y señaló con la mirada hacia el hombro de ella—. ¿Podemos ponernos en pie y terminar esta conversación en otra parte? Tienes aspecto de necesitar aire fresco… o una bolsa para vomitar.

Alyx miró por encima del hombro de Jonas y vio que el repartidor del supermercado parecía dudar entre ofrecer ayuda o salir corriendo. Dejó a Jonas que la ayudara a ponerse en pie.

—Gracias por lo que has hecho —dijo ella.

—¿Te ha hecho daño en el hombro herido? ¿Crees que deberíamos ir al hospital? —quiso saber Jonas.

—Haría falta un batallón de marines para llevarme de nuevo a un sitio de ésos —gruñó ella—. Puedo soportar un poco de dolor.

Jonas dio un respingo:

—Serías capaz de llevar el brazo en la mano tú misma a urgencias, dejar al médico al borde del desmayo y encima regañarlo por ser un idiota.

—¿No crees que estás siendo un poco dramático?

—Bueno, pues deja que te diga que te has quedado blanca como la leche.

Alyx tomó aliento para estabilizarse.

—Ese tipo me tomó desprevenida. Ahora estoy bien. Por cierto, ¿dónde está mi cesta?

—La tengo yo —dijo Jonas, y la sacó de entre el carrito y las baldas. La alejó del alcance de ella—. ¿Necesitas algo más? ¿Por qué no te sientas en el coche y me esperas allí? Yo me encargaré de esto. Aunque, mejor pensado, deja que te escolte fuera para asegurarme de que ese tipo no está esperándote detrás de la esquina o algo así.

Jonas estaba siendo considerado y amable con ella, como si hubieran desayunado juntos y se hubieran despedido con un beso, se dijo Alyx. Aunque lo cierto era que llevaban meses sin verse… siete meses, para ser exactos. Además, su separación no había sido muy amistosa. Había sido culpa de ella, pero no quiso recordar esos días de nuevo. Entonces, se dijo a sí misma que Jonas sólo estaba comportándose con profesionalidad y que la estaba tratando con la misma atención que dedicaría a cualquiera.

Alyx hizo un gesto para que le diera la cesta.

—De veras, yo puedo llevarla, pero gracias por tu amabilidad.

Jonas no cedió y Alyx se acercó más para agarrar la cesta. Tiró de una de las asas con suavidad. La gente estaba empezando a mirarlos.

—Por favor, Jonas.

—Lo siento. Aún estoy intentando entender… ¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió él con un sonrisa escéptica.

Así que estaba sorprendido, se dijo Alyx, que al principio había querido asumir que todo había sido un plan romántico de Jonas para encontrarse con ella. Se sintió avergonzada por esos pensamientos y se sonrojó.

—Tú no me has dicho qué haces aquí, ¿por qué iba a contártelo yo? —replicó ella con una mueca, al mismo tiempo que conseguía apoderarse de su cesta de la compra.

—Qué mujer tan cabezota —dijo Jonas, y se encogió de hombros—. Estoy ayudando a un amigo. ¿Y tú?

—Lo mismo… a mi prima.

—Sí, claro —repuso él, con tono burlón.

—Me da igual que me creas o no.

Jonas pareció arrepentirse de su tono de burla, la tocó en el brazo e hizo un gesto con la cabeza, indicándole que caminaran hacia la caja.

—Quiero entender —dijo Jonas, muy bajo, detrás de ella—. He querido entender desde el principio. Me echaste de tu vida.

Oh, más no, por favor, se dijo Alyx. No quería tener aquella conversación de nuevo.

—Te estaba haciendo un favor —dijo ella—. Tenías un trabajo que atender.

—Me hubiera encantado tomarme unas vacaciones.

Era la primera vez que Jonas decía eso. Nunca había tenido el lujo de tomarse un tiempo libre, pensó Alyx.

—No tienes un trabajo. Tienes una carrera —puntualizó ella, y se dijo que los hombres como Jonas dedicaban con orgullo toda su vida y su determinación a su trabajo. No era fácil tomarse vacaciones de la dedicación absoluta y, después de todo el esfuerzo y dinero que se invertía en la formación de un agente, el FBI tampoco iba a ponerle las cosas fáciles para que se fuera. Además, lo que habían compartido no podía considerarse una verdadera relación. Se habían visto unos cuantos fines de semana, cuando él había tenido ocasión de viajar desde Washington D.C. a Austin, Texas. De hecho, lo único bueno que había pasado entre ellos había sido que había terminado antes de que ella hubiera tenido que preocuparse porque la cosa hubiera ido demasiado lejos.

Jonas se quedó mirándola, en silencio.

—No crees que sea cierto que quiero ayudarte. ¿Por qué crees que te envié esas notas y te dejé esos mensajes en el teléfono?

—Quizá, no quiera ser el proyecto de nadie —replicó ella, sintiendo la necesidad de tener la situación bajo control. Le tendió la cesta al cajero.

—Mis disculpas, señora —dijo el encargado del supermercado. Tenía el rostro sonrojado, en contraste con su blanquísima camisa—. ¿Puedo hacer algo por usted? ¿Se encuentra bien?

¿Acaso sería el tío de Denny? Al menos, no se parecían en nada, se dijo Alyx.

—Estoy bien, gracias —repuso ella. Con el único deseo de escapar de allí, señaló hacia la cesta—. Sólo quiero pagar esto e irme a casa.

—Permítame que meta estas cosas en una bolsa. No voy a cobrarle su compra. Siento que haya sido… que haya tenido esta mala experiencia. Deje que le asegure que no volverá a pasar.

Alyx se preguntó cuántas veces habría tenido el encargado que pagar de su bolsillo para proteger al hijo delincuente de su hermana o hermano.

—Se lo agradezco, pero no es necesario que pague por mi compra —repuso Alyx, sintiendo compasión por él.

—¿Dónde está el tipo que la asaltó? —intervino Jonas.

El encargado miró a gran velocidad hacia ambas entradas de la tienda y tragó saliva.

—Él está… eh… lo están llevando a casa, señor. He llamado a su… su casa. Su familia se asegurará de que permanezca allí.

En otros tiempos, a Alyx le habría hecho gracia que el encargado se sintiera intimidado por Jonas. Hacía un año, la primera vez que ella había puesto los ojos en él, había tenido que esforzarse mucho para no perder su frialdad y decoro habituales. Entonces, durante un momento, no le había importado demasiado que su cliente, la oficial E.D. Martel y el juez Dylan Justiss, amigo de Jonas, se hubieran enamorado en un momento tan inoportuno. Jonas tenía un aspecto tan imponente que había merecido toda su atención. Siempre le había recordado a algún actor de Hollywood, pero no había sabido a quién.

De pronto, después de todo aquel tiempo, le vino a la mente. Le recordaba a George Pappard, el enamorado de Audrey Hepburn en Desayuno con Diamantes.

—Aquí tiene, señora —indicó el encargado, sin tomar la tarjeta de crédito que ella le había tendido—. Le repito que lo siento mucho.

—Gracias —repuso Alyx, y salió de la tienda, consciente de que todos los ojos estaban fijos en ella. Lo único que quería era meterse en el coche de Parke cuanto antes y escapar de allí.

—¿Alyx? ¿Tienes un momento?