ESTADOS DEL DESEO

Viajes por los Estados Unidos gays

 

EDMUND WHITE

Traducción de Mariano López Seoane

 

 

Blatt & Ríos

Edmund White nació en 1940 en Cincinnati, Estados Unidos. Novelista, biógrafo y ensayista. Entre sus novelas se destaca la trilogía autobiográfica compuesta por A Boy’s Own Story, The Beautiful Room is Empty y The Farewell Symphony. Publicó biografías de Jean Genet, Marcel Proust y Arthur Rimbaud y varios libros de memorias, entre ellos City Boy, sobre sus años en Nueva York, e Inside a Pearl: My Years in Paris.

Obtuvo numerosos premios y reconocimientos y fue nombrado Oficial de la Orden de las Artes y las Letras de Francia.

Estados del deseo, publicado originalmente en 1980, permanecía inédito en español.

 

 

 

 

 

 

 

 

Título original en inglés: States of Desire: Travels in Gay America

Copyright © 1980, 1983, 1991, 2014 by Edmund White

© 2019 Blatt & Ríos

© 2019, por la traducción: Mariano López Seoane

 

1ª edición en Blatt & Ríos: abril de 2019

1ª edición digital: abril de 2019

 

Diseño de cubierta: Iñaki Jankowski | www.jij.com.ar

Foto de cubierta: Nicolás Dodi

Producción de eBook: Libresque

 

 

blatt-rios.com.ar

facebook.com/BlattRios

 

eISBN: 978-987-49-4134-3

 

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso previo del editor y/o autor.

 

 

 

A Patrick Merla

San Francisco

Nuestra ciudad

 

 

 

 

San Francisco es la ciudad en la que se hacen realidad las fantasías gays, y el problema que presenta la ciudad es el de si después de todo queríamos que estos sueños se hicieran realidad o si hubiéramos preferido otros. ¿Sabíamos cuánto costarían estos sueños? ¿Anticipamos los modos en que, vívidos y continuos, nos volverían inútiles para los asuntos de la vida cotidiana? ¿O acaso la misma noción de vida cotidiana debería sufrir una transformación?

Viví en San Francisco los últimos meses de 1972 en una casa que era una joya en Russian Hill. Era, en realidad, una casita detrás de una más grande, separada de esa otra casa por un jardín colgante de pimpollos de fucsia y de días y noches reverberantes por el sonido del agua cayendo. El living room, beige y dorado, tenía una pared hecha de papiro chino; o, para ser más exacto, un ventanal mirando hacia la Bahía y Alcatraz hasta el Monte Tamalpais. San Francisco me resultaba melancólica, aunque puede que haya sido la historia de amor desdichada que yo había comenzado en Nueva York y que se estaba desenredando en esta nueva ciudad. Cada noche me encontraba sentado frente al enorme ventanal, mirando cómo la Bahía se llenaba de niebla y leyendo poesía del paisaje de la época Sung: “No preguntes quién soy; la colina, los árboles, el bote vacío”. O estas líneas: “La gran paz, aunque informe, encuentra aquí su forma; el humo solitario se enrosca hacia arriba; los hombres viven allí”.

Definitivamente no era feliz. Aunque era editor de una revista y me las había arreglado para traer desde Nueva York como colaboradores a muchos amigos y antiguos amantes, estaba bebiendo demasiado y fumando demasiado y las colinas se hacían más y más difíciles de subir. Abandoné mi casa-joya y me mudé durante unas semanas con un ex que al día de hoy se ve como un colegial inglés y que se siente atraído, ahora y entonces, a hacer interpretaciones jungianas de sus propios sueños. Dormíamos, profundamente cuando estábamos sedados con vodka, en su futón japonés; yo me limitaba a dormir mientras él ejecutaba su serio trabajo onírico. En la mañana abríamos la cortina, mirábamos la niebla y escuchábamos las sirenas. “Oh, no”, decíamos, y cerrábamos las cortinas. Después me mudé a una atractiva casita de hobbit en las colinas de Berkeley, la casa de un profesor de la Universidad de California. Escuchaba sus discos de música de cámara y leía su colección de mitografías renacentistas y miraba su grabado de la reina Victoria presidiendo la apertura de la exhibición del Palacio de Cristal. Una hermosa pareja joven heterosexual me cortejaba pero yo estaba muy deprimido como para siquiera responder a esta oportunidad extraordinaria; me sentía más a gusto en la casa hobbit y la soledad y la flor princesa junto a la puerta. Mis cuentas de teléfono a Nueva York eran escandalosas.

En cuanto a la célebre vida gay de la ciudad, la sentía ondear alrededor mío, apenas más allá de mi alcance. Cuando mi mejor amigo voló desde Nueva York para ver por sí mismo en qué andaba yo, hicimos un paseo en auto hacia Carmel en la costa. En el camino nos detuvimos en una playa gay nudista. El desvío no estaba marcado, el camino estaba lleno de baches. Un empleado nos mostró dónde estacionar, tomó nuestro dinero y nos condujo a un pasaje angosto y sucio que bajaba abruptamente desde el acantilado. Cuando finalmente llegamos a la playa paseamos de arriba abajo, dejando atrás a hombres desnudos tomando sol en cráteres lunares sin aire ahuecados en la arena para escapar del constante y fresco viento. Seguimos a una pareja desnuda que se dirigía a una cueva atravesando rocas resbalosas; no dejaban de mirar para atrás y de sonreírnos, pero la marea subía muy rápido y hacía imposible la persecución. Fue un emblema de mi estancia en San Francisco: agua que sube para separarme de hombres deseables y sonrientes. No fui capaz de acostarme con alguien casi nunca en la capital de la vida gay.

Por supuesto, enfrenté el asunto de la peor manera, extrañando Nueva York como un niño y anhelando sus calles sucias y repletas de gente, la teatralidad de Sheridan Square, la sensación de que todo y todos están a punto de convertirse en un titular. La conversación, la industria artesanal más grande de Nueva York, no existe en San Francisco en el sentido de discurso sostenido y discusión amistosa. Y los habitantes de San Francisco tampoco aprueban la obsesión de los neoyorquinos con sus carreras. Justo antes de irme de San Francisco alguien me apartó y me dijo: “¿Sabes qué? Tienes una costumbre que aquí es considerada de mala educación: siempre le preguntas a la gente qué hace de su vida. Cuando se dan cuenta de que no quieres preguntarles qué hacen en la cama o qué drogas toman se ofenden”.

“¿Por qué?”, pregunté. “¿Es porque todos cobran seguros sociales? ¿O porque están sobrecalificados para sus trabajos? Parece que todos los que tienen empleo tienen un doctorado en Historia del Arte pero trabajan como repositores en un supermercado”.

“¡Ves!”, exclamó, ofendido a partir de entonces. “No queremos pensar en términos de trepar a toda costa y apoderarse de nuevo terreno. En el Este no tienen nada salvo sus carreras para sostenerse. ¿Y qué les dan esas carreras? Deudas, ataques al corazón, úlceras. Nosotros estamos metidos en algo nuevo: una verdadera aventura espiritual, de expansión de la conciencia”.

Durante los últimos quince años intenté una y otra vez reconocer la validez, o más bien la superioridad, de las formas alternativas de cultura –la cultura feminista, la cultura de las drogas, la cultura drag, la cultura Esalen, la cultura est–, y el castigo por no aceptar estas pretensiones es que se te tache de virilista, cuadrado, estirado, homofóbico, racional o simplemente estúpido y ciego. Puesto que me gusta pensar que soy progresista políticamente y dado que soy el primero en admitir el elitismo y la arbitrariedad que rigen las restricciones del “arte elevado” y “los valores tradicionales”, soy sensible a esas acusaciones. Pero todavía sigo esperando que estas facciones hagan arte convincente. Hasta entonces seguiré siendo conservador en lo cultural y radical en lo social, una posición insoportable, debo añadir, y bastante opuesta al impulso californiano, que en general presenta una confusión política pero paralelamente una fascinación con cualquier innovación cultural, especialmente si puede funcionar como vehículo para la “autorealización”.

 

Cuando regresé a San Francisco hace poco, alquilé un auto para ir a ver a David Goodstein, el responsable de The Advocate. Su propiedad en Atherton está custodiada por una cerca alta y una puerta imponente. Toqué el timbre pero nadie me respondió por el portero eléctrico. Una vez que volví a mi auto para esperar, escuché el crujido distante de las ruedas sobre la grava y observé cómo la puerta era activada electrónicamente por Goodstein que se acercaba en su vehículo. Me dieron la bienvenida al complejo unas puertas de garaje que se abrían automáticamente. Como me explicó más tarde, el ochenta por ciento de la gente que está en una lista de asesinatos planeados que confeccionó el “ejército de liberación” de California vive en Atherton. “Es por eso que estamos todos paranoicos y vivimos detrás de portones. Yo también he recibido algunas amenazas de muerte de maricas de la liberación”.

Goodstein no era lo que había esperado: una persona descarada, grande, egoísta, en estado de hiperventilación, con un conejito de Playboy en cada brazo, predicando ferozmente las bondades de la lujuria y la avaricia mientras pasaba el bhang y disertaba sobre lo que está pasando, bebé, en el mundo entero. Había oído rumores sobre sus intentos de limpiar su imagen gay suprimiendo drag queens, locas de la tribu leather y otros “raros”. Y sabía que también era discípulo de Werner Erhard y que había creado una versión de est para los gays, la Experiencia Advocate.

Frente a mí había alguien pequeño, oscuro, burlón, de mediana edad, y su cuerpo comunicaba dolor de algún modo, y sus ojos algo aniñado, atractivo pero casi timorato. Si era descarado, sólo lo era en el sentido de que era muy directo, un hombre de negocios exitoso acostumbrado a tomar decisiones y avanzar hacia metas que le parecían innatamente deseables. Que este temperamento no sea el mejor para algo tan espinoso, complejo y móvil como la política gay (imagínense una planta rodadora) no debería condenarlo al desprecio; es posible que sólo alguien tan idealista como Dag Hammarskjöld y tan pasivo como Freud pueda ser un líder gay.

Me pidió que nadara con él desnudo en su enorme piscina, calentada a unos sibaritas veinticuatro grados centígrados. La propiedad entera estaba vacía con excepción de nosotros (un cuidador había dejado una comida de varios platos en la cocina). Bajo la prolongada luz del anochecer nadamos estilo perro por toda la piscina. David Goodstein me dijo que yo era una “buena figura de un hombre”, y le agradecí el cumplido. Volver a San Francisco me había hecho sentir no deseado y necesitaba un poco de admiración. Nadie nos vigilaba, porque incluso las estatuas griegas del parque estaban cubiertas con sacos impermeables, como si fueran los envoltorios de Christo. Imagino que debían estar en reparación.

“Gané una fortuna en Wall Street”, me dijo Goodstein después de nadar mientras comíamos, “y luego dirigí una galería en Nueva York. Pero un día vino Norton Simon y compró doce pinturas de golpe, dejándome sólo con un Manet, que ahora está en un museo. Tuve que cerrar el negocio; ya no tenía qué vender. Vine a San Francisco como gerente de distrito de una compañía. Aunque fui discreto, fui a la ópera con mi amante de ese momento, y entonces me echaron. Ahí fue cuando decidí hacer algo para los gays, y tiempo después compré The Advocate. Salir del clóset… bueno, no es un clóset: es un túnel”.

Nos interrumpió un llamado de un entrenador informándonos que el caballo herido de Goodstein sólo tenía bursitis y nada más serio. Mientras mi anfitrión hablaba por teléfono, inspeccioné sus trofeos de equitación y su escudo de armas con el lema “Bono Vince Malum”. Esa parecía ser su determinación: derrotar el mal con el bien.

Después de la cena nos sentamos en un living formal bajo un lienzo enorme de estructuras romanas caídas. Goodstein llevaba jeans y una camiseta de David Bowie. Aunque parecía no tener problemas con quedarse por horas donde estaba, su cuerpo no estaba para nada quieto. Sus manos describían sus ideas en el aire. Sus ojos titilaban con brillantes fuegos artificiales de orgullo que luego se iban apagando hasta ser lánguidas chispas de autocuestionamiento. Goodstein es un hombre que aunque es pequeño parece alguien más grande.

Le pregunté cómo se las arreglaba para vivir en semejante esplendor. Aunque sus pinturas son viejas, la casa es nuevísima. “No gracias a The Advocate, sin duda”, me dijo. “De hecho tengo la actitud est hacia el dinero: haz lo que realmente deseas hacer y el dinero te encontrará. Tengo una organización de inversiones en la que en el último año sólo trabajé tres días. Tomé dos decisiones brillantes, que financiaron todas mis otras actividades”.

Leída, tal observación huele a jactancia, pero Goodstein tiene el truco ejecutivo exitoso de hacer que “financiar” suene trivial, una mera cuestión de “implementación”. No pude evitar pensar que esta naturalidad con respecto al dinero propia de la cultura est funciona mejor para aquellos que ya son ricos o que lo serán pronto, o al menos blancos, educados, hombres y bien conectados. La vida en las corporaciones entrena a sus empleados a ser miedosos y dóciles, pero premia a aquellos que son, en momentos estratégicos, temibles y fuertes. Una de las funciones de est es restituirles a los excesivamente deferentes algo de la jactancia de la rectitud interna del capitalismo temprano. Por supuesto, est insiste en que su eficacia no está atada a una clase; será interesante ver cómo funciona su programa actual de rehabilitación de prisioneros. ¿Cómo entenderán los prisioneros negros, por ejemplo, el mandato de hacerse “responsables” de la propia experiencia y recordar que ellos mismos la han creado? El programa est, como la mayor parte de los programas de autoayuda, entiende el statu quo como algo más o menos inmutable, y considera que el único cambio necesario (o posible) es el cambio individual. La única excepción es el discutible programa est para acabar con el hambre en el mundo. Y sin embargo, este abordaje “individual” es programático en la cultura est; grupos enteros son conducidos a través del mismo proceso básico, perdiendo de ese modo la ventaja de la buena terapia de conectar percepciones particulares con problemas particulares. Est, por supuesto, sostiene que todas las personas son esencialmente similares, incluso mecánicas en su conformidad; y en efecto en el nivel molar de la intimidación y la sumisión la gente es, sí, similar, aunque en el nivel molecular de la experiencia interior cada persona es única.

La liberación gay se está esforzando por entender la homofobia como una realidad política que cumple una función política; se espera que el análisis y la acción puedan modificar tanto la realidad como la función. ¿Deberíamos los gays “hacernos responsables” de nuestra opresión? Est querría que confrontemos nuestros miedos, nuestro abandono y nuestras nociones preconcebidas, que “experimentemos” antes que “entendamos” nuestra degradación (“Recuerden”, ha dicho Werner Erhard, “que entender es el premio consuelo”). Pero necesitamos una comprensión que promueva la acción política del mismo modo que necesitamos una programación para alcanzar el éxito personal. En efecto, ambos deberían funcionar como aspectos del mismo proceso. Lo que se descubre en sesiones de concientización debería llevar a un programa político, y los resultados de ese programa, idealmente, liberarían tanto a los homosexuales como a los heterosexuales. Las feministas y los que luchan por la liberación gay están forjando nuevos vínculos entre la vida pública y la vida privada que se proponen modificar ambos. Hombres de negocios como Goodstein (o Erhard) han sido tan exitosos dentro del sistema que creen que sus éxitos pueden ser emulados por cualquiera. Ambos hombres son excepcionalmente inteligentes y agresivos; una sociedad decente debería tener lugar para todo el mundo, no sólo para los excepcionales. Aun más: algunos de nosotros creemos que un éxito dentro del sistema tal como es hoy sólo puede ser estéril.

Ninguna de mis objeciones significaría algo para Goodstein. Me dijo que se está retirando del control editorial directo de The Advocate y de la política gay, y dedicándose por completo a la Experiencia Advocate. Cuando lo vi, de hecho, estaba intentando dedicarle treinta horas del fin de semana a una sesión. “Primero, un facilitador presenta información. Después preparamos algunas confrontaciones duras que deslumbran al aprendiz, luego…”. Dejé de escuchar, apenas un programa como esos llega a mi televisión mental, la pantalla se vuelve blanco nieve. “Lo mejor de la Experiencia Advocate para mí”, me dijo (de pronto la imagen se vuelve nítida tras el regreso al tono personal), “es que conozco a cientos de personas. He descubierto que la gente no me conoce lo suficientemente bien; de otro modo no tendría esta imagen de fascista”. Para intensificar su propio entrenamiento est, Goodstein estaba pensando en asistir a una sesión de alto nivel de seis días con el propio Erhard, que se ha convertido en uno de los mejores amigos de Goodstein. “Será muy riguroso, con sesiones de veinte horas diarias. Tuve que hacerme un examen físico y obtener un permiso médico para asistir. En esa sesión cada uno de nosotros se enfrenta a la confrontación definitiva: nuestra actuación”.

“¿Ah, sí?”, comenté, buscando algo que decir, “Siempre sentí que lo más profundo es la superficie, ¿no lo dijo Oscar Wilde de un modo inteligente? Una vez que estaba alucinando vi que lo más personal que tengo son mis manierismos, mis formas de hacer las cosas”.

Goodstein se rio amablemente de la sugerencia absurda. “No”, me dijo, enfatizando sus palabras como si estuvieran a punto de ser grabadas en piedra, “detrás de la actuación está el tú que temes, y detrás de él está el tú que tú eres: puro amor”.

“¿Eh?”.

“Absolutamente. Tu yo más íntimo es puro amor. Estoy realmente atemorizado y entusiasmado por este encuentro”.

Sentí que estábamos en un nivel de la retórica en el que se podía decir cualquier cosa. Tal vez tu yo más íntimo es una banana. O tolerancia. U odio. O una banana.

Le pedí a Goodstein que me ofreciera su perspectiva sobre San Francisco.

“Ante todo, es una ciudad que funciona. Nueva York ya no funciona; el contrato social se ha roto allí. Hay dos grupos grandes de hombres gay en San Francisco. Uno está compuesto primordialmente por hombres de más de treinta que han estado aquí durante al menos una década. Participan de los comités de ópera, son profesionales y muestran su interés y su preocupación por la comunidad. No son muy diferentes de los gays de todas partes, aunque aquí hay más que están fuera del clóset y están mejor organizados que en la mayoría de los lugares. Tenemos algunas federaciones de negocios gays excelentes.

”Luego está el otro grupo, la cultura de Castro. Es esencialmente una cultura de refugiados hecha de hombres gays que, en cierto sentido, están convalecientes en el gueto a causa de todos esos años dañinos en esa ciudaducha. El que tiene suerte asciende después de un tiempo al otro grupo, aunque los líderes del grupo de Castro han estado en ese lugar durante ocho o diez años, demasiado.

”El grupo de Castro constituye en realidad una cultura agreste. Sus relaciones son breves, no trabajan y viven del subsidio de desempleo, pierden el tiempo como los adolescentes, beben demasiado, toman demasiadas drogas, tienen sexo día y noche, están desperdigados… y por supuesto políticamente son radicales. Actúan como niños en un negocio de golosinas. La población masculina blanca educada que recibe prestaciones de seguridad social en San Francisco es inusualmente grande. Me opongo a la obsesión gay con el sexo. La mayoría de los hombres gay tienen su vida controlada por sus penes. A cambio de diez minutos de placer diseñan el resto del día”.

No se me escapó la ironía de que uno de los editores de The Advocate (sin duda uno de los emporios más grandes de sexo gay a través de la publicidad) le hable alarmado de la promiscuidad a alguien que coescribió un libro llamado The Joy of Gay Sexy. “Macho caliente y dotado…”, las palabras se me aparecían en la imaginación como si estuvieran deletreadas en papel. Siempre sospecho, debo confesarlo, de aquellos que denuncian a los otros por tener “demasiado” sexo. ¿En qué momento una cantidad “saludable” se vuelve “demasiado”? Existen aquellos que sufren, por supuesto, porque su deseo de sexo se ha vuelto compulsivo; en sus casos el motor (la soledad, la culpa) es lo que está mal, no la actividad en sí. Casi todo el mundo está dispuesto a trazar una línea en algún punto; esto es, a trazarla para los demás. Pero ¿por qué? Cuando se discute sobre “moralidad”, invariablemente descubro, a mitad de la conversación, que lo que se discute no son las grandes cuestiones éticas (cómo debería decidir entre las exigencias en conflicto de la familia y los amigos, los individuos y la sociedad, el deseo y el amor, el arte y la política) sino la cuestión gris de los hábitos sexuales, que en mi opinión es más un asunto estético que ético, algo relacionado con lo que da placer antes que con lo que está bien o está mal (en la medida en que nadie sea lastimado). Pocas personas hoy reconocen que el deseo sexual varía de un individuo a otro y que lo que es demasiado para mí puede ser demasiado poco para el otro. Esta variación biológica la atribuimos a la psique (que por supuesto juega un papel, aunque no necesariamente el decisivo). Los psicólogos entienden el apetito sexual como algo mental; los moralistas como algo moral; pero yo creo que es al menos en parte un impulso heredado. Las emociones que acompañan el sexo son psicológicas, sin dudas, pero el impulso puede ser biológico.

“Ahora bien, yo apoyo a los refugiados del grupo de Castro”, añadió Goodstein, “pero pienso que los hombres capaces deberían trabajar. Si un hombre necesita un año o dos para hacerse gay, para vivir sus fantasías, estoy a favor de ello. Después de eso trazo una línea. Pero hay muchas cosas que están mal en la cultura de Castro. Las drogas y el alcohol son graves problemas para los gays, pero Castro intensifica el problema. Estos hombres además son totalmente desconsiderados con los demás; ni se mosquean cuando infectan conscientemente a sus compañeros con una enfermedad venérea. Y luego tienen una conciencia shtetl, como la del gueto judío. Compran en los negocios de Castro; en realidad casi nunca dejan el área. Son como el hombre que fue al sastre judío local y luego comentó: ‘Te vas con un traje malo pero con mucha conversación’”.

Calentando motores para llegar a su tema predilecto, Goodstein volvió a hablar de la Experiencia Advocate. “Lo que quiero ofrecer es un lugar en el que los hombres gay puedan conocerse de un modo no sexual y no competitivo. Todo lo que tenemos ahora son bares para beber, saunas para tener sexo, agencias para los pobres, y nada más. La experiencia gay es… ¿estrecha? Quiero enriquecerla. Quiero ofrecer iluminación, es decir, echar luz sobre algo, tratar ligeramente. Werner habla de los ‘niños del oscurecimiento’, los ‘gemelos oscuros y sus primos: Lúgubre, Cuidadoso, Importante y Serio’”. Cuando menciona el nombre de Werner, Goodstein se pone todo reverencial. “La seriedad es una trampa, ¿no te parece? Estoy tratando de llegar a los gays que habitualmente no vemos. Estoy convencido de que el ochenta y cinco por ciento de los gays en los Estados Unidos viven vidas muy privadas, no se preocupan por la escena gay y no van a bares más de cuatro veces por año. Son como cualquier otra pareja suburbana. The Advocate es para lectores de clase media alta; los gays radicalizados no leen, no tienen tiempo”. Me imaginé a todos esos gays suburbanos ojeando los avisos de oferta de sexo, perdiendo el tiempo en los clasificados antes que en una larga tarde de domingo en Peoria. La fantasía de los gays progresistas (en oposición a los radicalizados) es que todos los homosexuales son básicamente iguales al resto de la gente.

“También estoy tratando de ayudar a los gays a liberarse del daño causado por las cuatro religiones que más nos han oprimido: la judía, la católica, la fundamentalista y la Iglesia de Mormón. Hay tanto auto-odio gay. Quiero preparar cinco o seis acciones para celebrar nuestra propia viveza y magnificencia”.

Cuando estuve con David Goodstein me cayó bien. Todavía recuerdo mi visita cálidamente. Parte de la atracción, sin duda, fue haber nadado desnudos. Fue una forma linda de conocer a alguien, despojarse de las insignias de la ropa “casual” (no existe la ropa casual, por supuesto, toda la ropa está tan densamente inscripta de mensajes que es un milagro que la tinta no se corra cuando llueve). Y parte del sentimiento de amistad lo despertó sin duda la riqueza y el buen gusto que su casa desplegaba en grandes cantidades. Como todos los socialistas, suelo sobrevalorar a los ricos.

Aun más, dos de mis amigos han encontrado la Experiencia Advocate muy beneficiosa. Uno, casi un ermitaño profundamente inseguro de su atractivo físico y social e inclinado a la depresión, ha hecho muchos amigos gracias a las sesiones y ha llegado a tener una imagen mucho más amorosa de sí mismo. Otro, que antes no podía resolver su auto-opresión como gay, ha aprendido a aceptar e incluso a afirmar su homosexualidad. Los grupos menos personales, o aquellos abiertamente políticos, no habrían ayudado a ninguno de los dos.

En retrospectiva, sin embargo, especialmente en la retrospección extrañamente lúcida de la escritura, me doy cuenta de que me opongo a la tendencia de Goodstein a reposar en eslóganes, categorías y listas. Para que el lenguaje sea honesto tiene que comenzar desde el principio cada vez. Nada puede ser fijado en palabras; cuando se fija algo en palabras, la fijeza mata a la mariposa y detiene su característica más distintiva: el movimiento. Como escritor he cultivado una desconfianza aguda hacia todas las palabras, no sólo hacia las frases hechas. Las veo como lianas delgadas que deben ser arrojadas para que atraviesen el quiasmo entre nosotros una y otra vez; pueden cargar con el peso del significado pero no por mucho tiempo. Se pudren o ceden, porque son filamentos vivos. Cuando alguien recurre a expresiones preparadas (¿y en qué consiste un culto fuera de ese tipo de expresiones?) puedo escuchar las líneas quebrarse y me domina el vértigo.

 

Pasé el día siguiente paseando por San Francisco con un compañero al que llamaré Buddy, precisamente el tipo de vagabundo de Castro que Goodstein denunciaba. Era un día brillante de verano; si tocabas una barra de metal te dabas cuenta de lo fuerte que se había puesto el sol, cuánta energía líquida había almacenada en el metal, aunque la brisa fresca salada disimulaba el calor y te convencía de que estabas navegando en el mar. Toda la ciudad parecía excitada, despierta, inclinada hacia el viento y, si cerrabas los ojos, casi podías oír el batir de las velas. Ese día parecía que las trompetas no paraban de sonar a una cuadra de distancia; muchos vagabundos y hippies haciendo sonar la bocina para que les den sus comidas. O, en un caso, la trompeta de juguete era blandida por un excéntrico entretenido que se incorporó de una caja y empezó a tocar una melodía desde un escenario no más grande que un teatro de títeres: la rocola humana automática producía música a cambio de unos centavos. Mientras descendíamos rápidamente por calles bien empinadas pasamos por pequeños jardines repletos de prímulas y amapolas naranjas de California que estaban al frente de unas casas victorianas altas y angostas llenas de detalles alegremente pintados: falsos aguilones, volutas de yeso o de lata, cercas de hierro forjado, bahías redondeadas o cuadradas, ribetes blancos sobre gris, terracota sobre crema, azul sobre beige.

En el bus nos sentamos junto a un grupo de ruidosos niños de nueve años, uno de los cuales gritó: “Apuesto a que ustedes se chupan muy bien los penes”. Buddy, incapaz de sentir dolor tras los dos cigarrillos de marihuana de la mañana, sonríe soñolientamente y pregunta: “¿Dónde aprendieron a hablar así?”. El niño apunta inmediatamente un dedito afilado a un hombre negro joven muy tranquilo, su cabello meticulosamente trenzado al estilo africano, y chilla: “Nos enseñó nuestro maestro”. El maestro frunce el ceño. La entera troupe malcriada y sonriente grita y se atropella para bajar en la siguiente parada, profiriendo todavía sonidos indecentes chupándose los dedos, metiéndolos y sacándolos de sus labios redondeados rojo oscuro. “No estoy seguro de querer que mis hijos crezcan en San Francisco”, dice mi amigo. “Parecen ser muy precoces”.

En Nueva York y en San Francisco, donde la percepción de que los gays son una amenaza es mayor que en lugares en los que la homosexualidad es menos visible, los niños y los muchachos de la ciudad suelen ser hostiles a los gays. Los adolescentes heterosexuales quieren muchas de las mismas cosas que los hombres gays adultos tienen: coches glamorosos, ropa deportiva, membresías en las mejores discos, libertad sexual, mucho dinero para gastar, acceso a las drogas. No es que los muchachos quieran ser gays; lejos de eso. De hecho, los perturba precisamente que la forma de vida de los gays esté tan cerca de la que ellos quisieran tener. Los adultos heterosexuales –casados, un poco serios, desconectados de las últimas modas– parecen menos atractivos como modelo. Los hombres gays son atractivos en todas las áreas salvo en la crucial: la de la orientación sexual. La conjunción de tantos atributos admirables con una sexualidad despreciada hace de los gays blancos naturales de la tendencia de los adolescentes al acoso.

Tres turistas gays detrás de nosotros empiezan a discutir: “Bobby, ¿por qué te gastaste todo el dinero en tu primer día? Yo todavía tengo cien dólares y planeo pasarla muy bien”. Una lesbiana vestida a la moda, delatada por sus uñas recortadas, se balancea tomada de una cuerna con una mano, mientras que con la otra sostiene un periódico gay prolijamente doblado. Dos hombres de negocios con trajes negros, chalecos de verano y corbatas a rayas miran por encima de sus hombros para seducirnos. Pero a Buddy le gusta el hombre que está delante de nosotros: entrados los treinta, fornido, con jeans, una camiseta italiana y un maletín de Gucci. Buddy se le acerca, conversa con él y regresa con un número de teléfono. “Es contador de una revista sucia. Nos vamos a encontrar hoy a la tarde”.

Poco después recorremos rápidamente de arriba abajo las olorosas calles del Barrio Chino, dejando atrás verdulerías al aire libre, en las que los nombres chinos de cada vegetal están nítidamente escritos sobre tarjetas blancas con letras negras fluidas, algo a mitad de camino entre la prolija escritura de sello y la elegantemente ilegible escritura cursiva china. Echo un vistazo a un sótano a través de una puerta abierta que da a la acera y veo cerdos bebé colgando boca abajo desde sus patas. Subimos apresurados una escalera sospechosa que lleva a una habitación alta y angosta, un restaurante iluminado por tubos de neón zumbantes fríamente reflejados en los tableros amarillos de fórmica. El camarero grita nuestro pedido por un vertedero; en pocos segundos, nuestros platos deliciosos y humeantes ascienden desde una cocina subterránea que prefiero no imaginar. Mi cuenta: dos dólares con cincuenta; la de mi amigo: uno con setenta y cinco. En un negocio en una calle lateral una mujer nos presenta unas raíces de ginseng ennegrecidas y brillantes que saca de una caja de sándalo. Las trata como si fueran joyas; y de hecho son casi tan caras como algunas joyas.

Tomamos un tranvía hacia Fisherman’s Wharf. Están vendiendo cangrejos y hogazas de masa fermentada. Escuchamos una conversación entre dos hombres gays que pasan por ahí: “El sábado a la tarde voy a tomar ácido y ver Fantasia”. “¡Oh! El ácido no está bueno para nada. Verás las fallas en la animación. Es mucho mejor fumar marihuana”. Todo esto dicho con firmeza de experto, como se podría decir: “Pero el vino de Valpolicella va a saturar el jamón crudo”.

En Ghiradelli Square hay más trompetas salvajes dando vueltas por allí, retumbando débilmente, o más violentamente en un recinto cerrado de piedra. Hay una boutique detrás de otra. Muchas veces en mis viajes he sentido que los Estados Unidos no eran otra cosa que barrios familiares desaliñados rodeando depósitos de tranvías, almacenes y oficinas de Canal Barge, todo lo cual había sido decorado y transformado incesantemente en boutique. Si esto es así, entonces las áreas de Cannery y Ghiradelli Square en San Francisco proporcionaron el modelo de lo que siempre se denomina “renacimiento urbano”. Vagamos por boutiques que ofrecían ítems como pantallas de lámparas con mostacillas, bordados exhibiendo el emblema de Porsche, globos de polietileno, el Complete Jockstrap Book (el “Disc Jockey” es un suspensor atlético que viene con audífonos), fichas para mostrar en un levante de auto a auto. A lo largo del corredor de ladrillos podía oírse una máquina de expreso con un águila en la punta bufando como un ganso furioso. Dimos una vuelta por los shows callejeros: una mujer con un largo vestido de fustán tocando unas melodías folk con su violín; otra mujer ofreciendo una larga pipa blanca de hachís (“Es bueno para las fiestas”, murmura suavemente, “porque se siente como una pipa de la paz”); un universitario haciendo malabares con manzanas del modo usual, pero que luego captura maníacamente una de las manzanas con sus dientes y la come, mordida a mordida, malabar a malabar, hasta que no es más que un carozo empapado y su boca está llena de jugo; un grupo musical de un sólo hombre que, sin ayuda y simultáneamente, pedalea un cimbal, friega una tabla de lavar, golpea un tambor y toca una armónica sostenida por un soporte de metal encajado sobre sus hombros. Muy cerca, una muchacha menos ambiciosa trina líquidamente en un silbato de plástico azul relleno de agua y con la forma de un pájaro. Alguien sostiene cristales que refractan la luz del sol en un millón de puntos de arcoíris.

Nos posamos precariamente en un costado de un tranvía que se tambaleaba a medida que ascendía una colina. El guardafrenos hace sonar su campana, arroja su peso sobre la quilla que se hunde y nos congela en el lugar, luego la suelta y se enfrenta al cable que zumba y atraviesa su canal de metal. Arriba. Arriba. Este ritmo –detención móvil, salida tambaleante, deslizamiento– pronto se volvió cómodo. Nos arrastramos a la cima de la colina, la mitad de los pasajeros eran ciudadanos sobrios que iban a algún lado; el resto, personas de vacaciones que veíamos la ciudad como un parque de diversiones.

Descendimos del tranvía y después de una caminata interminable nos encontramos de algún modo en Cliff House, un complejo de negocios y restaurantes que mira a unas rocas llenas de focas que están muy lejos y entonces no se aparecen como los libertinos eduardianos bigotudos y juguetones que en realidad son. No, desde aquí se ven como la roca misma, fluyendo con una suerte de movimiento que revuelve el estómago. Desde nuestra ventana miramos las gaviotas en pleno vuelo y un mirlo, agazapado, aturdido, sobre el alero adyacente. Miramos las olas desde arriba y pienso que si las olas fueran caballos, entonces la Costa del Pacífico sería la línea de llegada del Preakness de Dios. La niebla de la tarde pinta con aerógrafo la línea que divide el mar de las montañas.

Buddy me cuenta acerca de todos los trabajos que tuvo. Viene de una granja en Ohio, donde sus padres asisten a la Iglesia de Dios. Nunca se mezcló con otros adolescentes y se limitó a jugar con sus hermanos y hermanas. Después de ir a la universidad, trabajó para Vista en Arkansas como consejero de artes y oficios para gente pobre del campo, muchos de ellos muy viejos; se suponía que les enseñaría a hacer artesanías vendibles. Moviéndose siempre por todo el país, trabajó en distintos momentos como: fotógrafo; joyero; chef au froid en un restaurante francés (lo confinaban a una cisterna helada por el aire acondicionado en el sótano, en la que preparaba ensaladas compuestas y platos de pescado frío); y también como intérprete para sordos en sus intercambios con doctores, abogados y agentes inmobiliarios (Buddy había aprendido el lenguaje de señas en Arkansas). Aunque durante la mayor parte de este período él se sentía nervioso y deprimido, no era capaz de salir del clóset. Tenía que comer seis pequeñas comidas por día, mantener una dieta blanda y consumir cantidades de Valium y píldoras antiacidez.

Ahora que ha superado esta angustia, su estómago funciona bien y se ha armado para sí mismo una vida activa y sin ataduras. Pasa los inviernos en Key West, la primavera y el verano en San Francisco y el otoño en Dallas. En cada ciudad tiene un amante y un trabajo diferente. En Key West trabaja de jardinero y de sirviente; en San Francisco es un albañil que repara casas viejas; y en Dallas vende drogas. Es un hombre joven y delgado con una caperuza de pelo negro tan brillante que podrías ver el reflejo de las nubes al moverse. Sus dientes y su cutis son impecables, y sus ojos, negros y avispados, sugieren que él guarda un secreto que no sólo lo satisface inmensamente sino que además podría divertirte a ti, si él decidiera confiártelo, si en verdad él pudiera ponerlo en palabras. Alguien me dijo más tarde que yo estaba complicando demasiado las cosas; el “secreto” que yo detectaba era en realidad un pene enorme, que en efecto divertía a los demás y del que él se enorgullecía excesivamente.

Vi cómo uno de sus amantes le echaba algo en cara e intentaba hacerlo sentir culpable. Todo fue muy profesional, pero Buddy no respondió como tenía pensado. Quedó en silencio, se encogió de hombros y se fue, todavía sonriendo, impasible. Me cuenta que en el sexo es sádico; como la mayoría de los sádicos, es muy amable en sus asuntos con el mundo. Amable y confiado.

Esa noche me llevó a la fiesta de cumpleaños disco de Coco Vega en el barrio Haight-Ashbury. La hicieron en un negocio destartalado que ahora funciona como estudio de danza. En la vidriera había dos muñecas, réplicas astutas y precisas de Tutankamón y Bette Midler (“Para hacer la muñeca de Bette”, explica alguien, “me drogué y empecé a jugar con pegamento, papel, basura y cigarrillos”). El deprimente salón estaba iluminado en su totalidad por una única lamparita colgando desnuda del techo. Muchos de los hombres estaban dragueados, pero los looks eran tan desaliñados que me rehúso a emplear un término tan glamoroso como drag para describirlos. Uno de los invitados estaba arreglado como una “muñeca” de los años sesenta: una polera de angora, el cabello rubio largo peinado en un rodete alto con un fleco de flequillo en la frente, una falda negra recta sobre pantalones anchos negros y botas negras con un borde de piel blanca un poco sucia. Estaba mascando chicle y haciendo el Twist. La estrella de la fiesta era Ambisextro (en la guía telefónica aparecía como Ambi). Llevaba un traje de baño rojo y un corpiño negro sobre medias rojas, tacos de punta de lamé dorado, un signo de pregunta de diamante sobre su entrepierna y gafas de mariposa repletas de diamantes falsos. Su barba estaba delineada con un marcador mágico que la enfatizaba. Para mí el efecto no era de ambigüedad sexual sino de ocultamiento: me preguntaba cómo se veía bajo todo esto, del mismo modo que solía preguntarme cómo se veían los payasos debajo de esas narices falsas melancólicas y ese maquillaje. Creo que era hipersensible a la mínima indicación de pobreza, y me imaginaba que a los payasos no les pagaban muy bien. Un hombre frágil, mal alimentado y de mediana edad vestido con ropa de bebé no era una imagen apetecedora. Ambi, correteando por el regordete “estudio” e invitando a la gente a admirar su montaje, parecía igualmente vulnerable.

Entraban vagabundos desde la calle; no había nadie en la puerta. Un vagabundo estaba ofreciendo unos pocos vestidos a la venta. Otro cayó en un somnoliento paso doble con un sumiso Ambi, que intentó imitar precisamente el modo en que el otro arrastraba los pies, empatía a la manera de las mejores enfermeras psiquiátricas. La propia Coco Vega llevaba un body y una falda larga, y giraba sobre sí misma con los pies desnudos, haciendo tintinear sus dedos como platillos. Una serie de bailarines y bailarinas del vientre, indiferentes a todos, los ojos bajos en trance, giraban graciosamente mientras una boa constrictora serpenteaba pasando de un cuerpo duro a otro cuerpo duro, entrenado y sin edad. Coco estaba correteando por allí cuando nos fuimos, chillando “¿Alguien tiene un poco de cambio para comprar algo de alcohol?”. Dos punks, uno rapado y teñido de rojo, el otro rapado y teñido de verde, entraron corriendo al salón y se arrojaron con todas sus fuerzas contra los otros dos bailarines. Todos terminaron en el piso en un charco, muertos de la risa.

Si esta es una parte del San Francisco gay –el remanente quebrado y con lentejuelas de los años sesenta– hay otra parte, más evidente, que podía verse más tarde esa misma noche en cualquiera de las muchas discos de la ciudad: los hombres jóvenes con el bigote y el pelo recortados, los jeans bien ajustados y abotonados, camisas leñadoras, botas de trabajo. En Ver a través de la ropa, Anne Hollander sostiene que percibimos el cuerpo desnudo a través de la vestimenta; la ropa enfatiza, erotiza, fetichiza la vaga realidad animal que está debajo y moldea nuestro modo de verla. Si esto es así, entonces el celebrado look del llamado “Clon de Castro” ha creado: una boca fuertemente marcada y unos ojos enternecedores (el efecto del bigote); un torso en V por metonimia con la V abierta de la camisa abotonada hasta la mitad sobre el pecho sudado; nalgas redondeadas estrujadas en jeans, hinchándose desde la cintura y enfatizadas por las insignias eróticas cargadas de los pañuelos de colores y las llaves; una entrepierna a la que se puede acceder instantáneamente por medio de los botones (el primer botón ya abierto) y agrandada porque se la empuja, junto con el escroto, a un lado; piernas moldeadas con detalle perfecto y poderoso; los pies simplificados, brutalizados y magnificados por las botas.

Para los hombres gay hay tres zonas eróticas (la boca, el pene y el ano) y las tres están vívidamente dramatizadas por este disfraz, el culo con mayor insistencia, dado que su status como objeto de deseo es históricamente el más nuevo y por lo tanto el que tiene mayor necesidad de ser redefinido. Más recientemente aun, los pezones han comenzado a ser sensibilizados, algo que indican los anillos dorados que se les clavan. La nuca, el cuello y las manos y la cara expresiva son la parte juvenil y sensible del cuerpo, su pasaje lírico; esa parte descansa como un príncipe joven sobre el trono sangriento y bárbaro de la mitad inferior, que es impersonal, intercambiable, cruel, recubierta de denim impermeable. Si esta dicotomía se lleva al extremo, como lo he visto hacer en el hombre leather de San Francisco, entonces el torso puede estar costosamente vestido con seda, un filamento de oro alrededor del cuello (la mitad excéntrica, femenina, suave), y las piernas pueden llevar chaparreras de cuero y los pies botas de ingeniero (la mitad saturnina, la bestia nocturna). Puesto que la mano pertenece al torso pero cuelga por debajo de la cintura y cerca de la zona peligrosa de la entrepierna, tiene la función de mediar entre las dos mitades, y por lo tanto tendrá un anillo de sello de oro en un dedo pero un cock ring de cuero y tachas alrededor de la muñeca. En cuanto al atuendo para estar fuera, la moda reinante es la campera de nylon verde sin cuello, una versión actualizada de (o más bien una alusión a) la vieja campera con letras de la escuela secundaria pero sin la vergüenza de la nostalgia. Lo más importante es que es lo suficientemente simple como para no distraer la atención de la máquina sexual que reside bajo la cintura.

Si describo este look con frialdad antropológica, lo hago reconociendo plenamente que es sólo un disfraz, el que la “selección natural” ha preferido para el levante. Es una imagen del deseo homosexual lo suficientemente potente como para haber desplazado a todas las otras. Hace poco leí con interés que un grupo de trotskistas gays de San Francisco había destacado este look en particular para ridiculizarlo. Parece que los gays radicalizados le han encontrado el gusto a mofarse de los clones incluso en el propio Castro. Puede que la acción sea poco feliz; me parece que aún estamos en un período en el que nuestra meta debería ser la unanimidad gay. Pero puedo entender la antipatía, dado que el look macho suele ir acompañado de todo un mundo de trabajos a tiempo parcial, salidas a las discos y drogas. La energía que podría ser desatada en la protesta política está siendo sedada por opiáceos literales y figurados. Nadie, sin embargo, debería imaginar que los hombres bajo esos uniformes son intercambiables. Son marcadamente diversos y en cierto sentido el uniforme debe constituir su principal y, quién sabe, el único estandarte de su “identidad gay”.

Simplemente hablen con cualquiera de ellos durante un rato y verán lo que quiero decir. Mi anfitrión vive a pocos pasos de la calle Castro en lo que la gente de San Francisco llama un “piso”, con lo que quieren decir un departamento de todo un piso con una entrada privada en la planta baja. Nos sentamos en la anticuada mesa de su cocina en una terraza vidriada sujeta a la parte de atrás de la casa. El purificador electrostático de aire del dormitorio se la pasaba explotando como un loro enojado tirando con su pico de los barrotes de su jaula. Denton, así lo llamaré, tiene treinta, es alto y musculoso. Alterna entre ser generoso por demás (una característica adquirida) y cauteloso de que uno de sus invitados no vaya a quedarse con una porción extra y no merecida de guisantes (una característica heredada, o como mínimo el miedo infantil de que te falte algo).

Resultó ser que su niñez había sido muy dura. Cuando era pequeño vivió en una granja en Louisiana, luego en una pequeña ciudad en Mississippi en la que su padre administraba una estación de servicio. Su problema ha sido siempre su padre: un miembro de la John Birch Society, admirador de George Wallace, metodista convencido, un macho pueblerino. Cuando era niño Denton recibió una paliza por referirse al “po pó”, aunque su padre se pavoneaba por la casa tirándose gases fétidos y rebuznando. “Papi podía dejar la tina sucia”, me cuenta Denton, “pero yo tenía que pulirla hasta que brillara. Podía relajarse en ropa interior, pero yo tenía que estar impecable, con el faldón de la camisa dentro del pantalón, y cada vez que me hablaba si yo olvidaba decirle ‘Sí, señor’, me daba una bofetada en la cara. Mi padre es devoto de los deportes y de la caza; yo lo enfurecía con mis hábitos de leer y escuchar música. Uno de los libros que leí cuando era niño –de algún modo lo encontré en la biblioteca– era sobre hinduismo. Recuerdo pensar: ‘No sé por qué elegí esta encarnación’”.

Denton todavía parece sufrir la falta de amor; es sombrío, desconfiado, temeroso de que cualquier broma pueda ser a su costo. No es alguien a quien se pueda embromar, y las chanzas ligeras pero bruscas que nos permitimos con mis amigos en Nueva York tuvieron que ser eliminadas en consideración de sus sentimientos. Aunque pertenece a un grupo de discusión gay y tiene unos pocos amigos, una imagen representativa de él lo mostraría solo, con anteojos de alambre brillando bajo la luz de la lámpara, sentado en la mesa de la cocina y trabajando en las cartas astrológicas de sus clientes. Se mueve alrededor de la casa con una lentitud rural, como si estuviera testeando cada cuarto en busca de peligro antes de ingresar. Todo lo que estoy diciendo él lo sabe tan bien como yo, y está comprometido, como mucha gente en San Francisco parece ser, con la autosuperación. Lee libros de autoayuda y tratados que se acercan al polo de Jung, Krishnamurti y Gurdjieff. Consulta las estrellas para que lo guíen y está explorando los niveles de su personalidad actual y los estratos de sus vidas pasadas.