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Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

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28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 403 - junio 2019

 

© 2006 Christine Flynn

Traiciones del pasado

Título original: The Sugar House

 

© 2006 Mary J. Forbes

Sueños de una vida

Título original: The Man from Montana

Publicadas originalmente por Silhouette® Books

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2006 y 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-995-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Traiciones del pasado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Sueños de una vida

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO debería haber contestado el teléfono», pensó Emmy Larkin.

Si no hubiera contestado, en aquellos instantes estaría disfrutando de un maravilloso paseo al sol invernal, pero ahora sabía con certeza que los rumores eran ciertos.

—Lo acabo de ver, Emmy. Estaba delante de la tienda ayudando a Mary Moorehouse a cargar la compra en el coche cuando ha aparecido un coche negro con matrícula de Nueva York. Ahora vive en Nueva York, ya sabes —le había dicho Agnes Waters—. Mi primo, el que trabaja en el registro de St. Johnsbury, lo vio cuando registró la escritura de venta del terreno. Bueno, en cualquier caso —continuó la propietaria de la tienda de ultramarinos de Maple Mountain—, ya sabes que por aquí no suele venir mucha gente en esta época del año, así que me he fijado en el coche y no tengo ninguna duda de que era él. Por supuesto, enseguida le he dicho a Mary que tenía que contarte, pobrecita mía, que Jack Travers andaba por aquí.

Pobrecita mía.

Emmy hizo una mueca de disgusto.

—Muchas gracias por acordarte de mí, Agnes —le dijo sinceramente.

—¿Cómo no me iba a acordar de ti después de lo que su padre le hizo al tuyo? Me parece insultante que ese jovenzuelo se atreva a aparecer por aquí. Después de todas las peleas en las que se metió antes de irse, no sé cómo tiene la caradura de volver por aquí. En cuanto a que haya comprado ese terreno —continuó cada vez más indignada—, estoy segura de que ningún miembro de esta comunidad va a dejar que construya apartamentos modernos de ésos ni nada por el estilo en esos diez acres. Mary dice que, a lo mejor, se construye una casa de vacaciones bien grande, pero yo no creo que sea así porque él y toda su familia deben de tener muy claro que no son bienvenidos por aquí.

Emmy llevaba dos semanas oyendo cosas sobre Jack Travers. Cada vez que bajaba al pueblo, la gente estaba hablando del terreno que Jack Travers había comprado y de que era increíble lo que el padre de él le había hecho al de ella. En cuanto la veían, se callaban y la miraban con compasión.

Emmy tenía veintisiete años, pero, a pesar de su edad, nadie quería hablar delante de ella de cómo Ed Travers había dejado a su padre sin medio de subsistencia ni de la posibilidad de que el accidente de coche que le había costado la vida unos años después no hubiera sido un accidente ni de que su madre se había dejado morir tras perder a su marido dejando a su hija sola.

El terreno que Jack Travers acababa de comprar había pertenecido a su padre muchos años atrás. Aquella tierra cubierta de arces formaba parte de la plantación de la que su padre sacaba la savia y era la parcela que puso como aval del préstamo que el padre de Jack le hizo para comprar máquinas nuevas.

Lo que había sucedido había sido que su padre no había cumplido el plazo de devolución y, a pesar de que eran amigos desde hacía mucho tiempo, Ed Travers no le había querido conceder más tiempo del estipulado, así que se había quedado con la tierra y poco tiempo después se la había vendido a un desconocido por mucho menos de lo que valía en realidad.

El padre de Jack recuperó su dinero, pero el padre de Emmy y su negocio quedaron destrozados. Sin aquellos árboles, los ingresos procedentes del jarabe de arce se habían visto reducidos en un tercio.

Emmy sabía que Agnes la apreciaba de verdad y que, al igual que todos los habitantes de aquella población perdida entre las montañas, se veía en la obligación y en el deber moral de alertarla de que el hijo de Ed Travers andaba por allí.

—Supongo que tendremos que esperar a ver qué hace —contestó Emmy tan pragmática como de costumbre—. Lo cierto es que yo tampoco entiendo muy bien cómo se le ocurre volver.

Emmy no entendía por qué Jack Travers había comprado el terreno adyacente al suyo, un terreno que había pasado de un desconocido a otro durante quince años. Solía tratarse de gente de la ciudad que lo compraba con la idea de construir, pero que, al ver que el terreno estaba en pendiente, lo volvía a vender.

Sin embargo, Jack Travers sabía perfectamente cómo era el terreno porque había ayudado a su padre a trabajarlo cuando era adolescente, así que sabía perfectamente lo que había comprado.

Aquella conversación la estaba llenando de angustia, así que Emmy se puso la cazadora y el sombrero para salir de paseo. Al instante, Rudy, su perro mezcla de Golden retriever y chucho, saltó del sofá y la esperó junto a la puerta con ojos brillantes.

—Lo siento, Agnes, pero te tengo que dejar porque me has pillado justamente saliendo a comprar algo para cenar mientras hierve al jarabe de arce—. Muchas gracias por haberme llamado. Te lo agradezco de veras. Cuídate —se despidió.

Emmy no quería mostrarse desagradable, pero era cierto que tenía poco tiempo. Hervir el jarabe de arce para convertirlo en sirope parecía muy sencillo, pero ella sabía por experiencia que no era así y que lo más probable era que estuviera trabajando hasta medianoche.

Agnes no se sintió en absoluto molesta porque, al igual que todos los que vivían por allí, sabía que cuando empezaba la sesión del jarabe de arce todos los que tenían plantaciones vivían por y para el sirope.

Emmy se recogió su melena cobriza en una coleta de caballo y sonrió a su perro, que daba vueltas sin parar porque sabía que iba a salir de paseo, le abrió la puerta y salió.

El aire era frío, pero Rudy pegó el hocico al suelo cubierto de nieve dispuesto a localizar a cualquier criatura que hubiera osado invadir su terreno desde la última vez que lo había patrullado aquella mañana.

Emmy lo siguió lentamente, tomando el camino que había entre los árboles y que llevaba a su jardín. Dependiendo de lo que nevara al día siguiente, en unas cuantas semanas más tal vez ya no habría nieve. Eso significaba barro y lluvia, pero también flores de azafrán, narcisos y el comienzo de la primavera.

Emmy estaba intentando pensar en cosas sencillas y cotidianas, aquellas cosas que adoraba y que todos los años la sorprendían y la deleitaban, pero no le estaba saliendo bien.

Estaba angustiada y no podía olvidarse de ello.

No entendía por qué Jack Travers había vuelto. No podía entender por qué cualquier miembro de la familia Travers podría querer algo en un lugar donde la mera mención de su apellido, desataba todo tipo de habladurías de deslealtad, avaricia y, por supuesto, la mención del pobre Stan Larkin, la pobre Emmy y su pobre madre.

Emmy sintió un escalofrío por la espalda. Aquello de que siempre hablaran de ellos anteponiendo el adjetivo «pobre» a sus nombres la llenaba de incomodidad. También le molestaban las miradas de conmiseración y de piedad de sus vecinos y los comentarios de lo bien que se estaba tomando lo que estaba sucediendo.

En realidad, no era así.

A Emmy le había costado mucho superar el sentimiento de que, de un momento a otro, el mundo se iba a abrir a sus pies. Le había sucedido tantas veces, tantas veces su mundo se había ido abajo, que había llegado a vivir aguantando la respiración esperando que volviera a suceder de momento a otro.

En aquellos momentos, se sentía de nuevo así.

Emmy había hecho grandes esfuerzos para conseguir ignorar los sentimientos de vulnerabilidad y de inseguridad que surgían en ella cada vez que la gente hablaba de lo que había sucedido entre su padre y el de Jack Travers, pero, ahora que Jack Travers había vuelto, aquellos sentimientos habían vuelto también y amenazaban con resucitar los recuerdos que tanto empeño había puesto ella en olvidar.

A Emmy le había costado algo de trabajo ponerse al tanto de cómo se llevaba la fábrica de su padre, pero, al final, lo había conseguido y estaba trabajando en ello, lo que la llenaba de orgullo y de satisfacción.

En aquel momento, oyó los neumáticos de un coche sobre la nieve y, al volverse, vio que se trataba de un BMW con matrícula de Nueva York que se acercaba a su casa. Cuando el vehículo paró bajo las ramas del sicómoro que había junto al garaje, Rudy aulló y Emmy le tocó la cabeza para tranquilizarlo.

—No pasa nada, chico. Vamos a ver qué quiere —le dijo Emmy, viendo bajarse del coche a un hombre alto y de pelo oscuro.

La última vez que había visto a Jack Travers, ella tenía doce años. Los quince años que habían pasado desde entonces habían hecho que los rasgos de su rostro se borraran levemente de su memoria, pero Emmy recordaba perfectamente lo que había sentido por él en aquel entonces.

Para ella, había sido como un hermano mayor o lo que imaginaba que era un hermano mayor, porque era hija única. Su relación había sido fraternal hasta que Jack se había convertido en un hombre como su padre y había comenzado a preferir la compañía de sus amigos.

Le habían contado muchas veces que se había convertido en un jovencito de mucho genio, pero ella nunca lo había visto perder la compostura. Desde luego, jamás había perdido los nervios con ella y, sin embargo, había sido la persona que le había enseñado que uno no podía contar más que con la familia.

Dado que Emmy ya no tenía familia, en aquellos momentos no contaba más que consigo misma.

Jack Travers se había metido las manos en los bolsillos de los vaqueros y estaba mirando la estela de humo que salía del cobertizo del sirope, que estaba situado a cierta distancia de la casa principal.

Fue entonces cuando reparó en Emmy.

Emmy sintió que el corazón le daba un vuelco cuando Jack comenzó a avanzar hacia ella. Recordaba que era alto, pero ahora le parecía más alto y fuerte que nunca.

Emmy no sabía a qué se dedicaba profesionalmente, cómo se ganaba la vida, pero aquel hombre tenía un aura de éxito y de intensidad indiscutible.

Emmy estaba acostumbrada a aquella gente porque, después de la muerte de su padre, su madre y ella habían convertido su casa en una casa rural y por allí habían pasado muchos jovencitos y jovencitas de enorme éxito profesional.

Emmy se dio cuenta de que Jack entornaba los ojos mientras se acercaba a ella y, haciendo un gran esfuerzo para controlar su nerviosismo, lo estudió abiertamente también.

Rápidamente pensó en su madre, Ruth Travers, la que fuera años atrás la mejor amiga de la suya. Aquel hombre había heredado su pelo oscuro y sus larguísimas pestañas, pero los ojos azules eran de su padre.

Emmy no lo recordaba tan increíblemente guapo. Claro que la última vez que lo había visto ella tenía doce años y, en aquel entonces, para ella el único guapo que había por allí era su caballo.

—Hola, Emmy —la saludó Jack, sonriendo levemente—. Soy Jack, Jack Travers —añadió por si no lo había reconocido.

—Sé perfectamente quién eres.

—Sí, supongo que lo sabes —asintió Jack, volviendo a mirar hacia el cobertizo—. ¿Está tu padre por aquí?

—¿Mi padre? —se sorprendió Emmy—. Mi padre murió hace mucho tiempo.

—¿Tu padre ha muerto? —insistió Jack con incredulidad—. Lo siento —se disculpó, visiblemente consternado—. No tenía ni idea. ¿Cuándo?

—Hace doce años.

Jack no se lo podía creer.

—¿Y tu madre? ¿Podría hablar con ella?

Emmy dio un paso atrás. Por lo visto, Jack Travers no tenía ni idea de lo que les había sucedido a sus progenitores y a ella en aquellos años. Aquel hombre no era consciente de lo que su familia les había hecho, de cómo había destrozado a sus padres, de cómo le habían robado su juventud a ella y la habían dejado sin seguridad.

—Mi madre también ha muerto.

Jack sintió un increíble dolor en el pecho, pues sabía que Emmy Larkin tenía una intensa relación con su madre y que adoraba a su padre.

—Emmy —le dijo, mirando los delicados rasgos de su rostro—. Siento mucho lo de tus padres. Te lo digo de verdad. No sabía que hubieran muerto los dos. Mi madre tampoco lo sabe. Cuando se lo diga, se va a entristecer mucho.

Emmy dio otro paso atrás.

—Gracias —murmuró, incómoda.

Jack se había olvidado de lo sucintos que podían resultar los habitantes de aquellas tierras, pero tenía la sensación de que Emmy no estaba siendo simplemente concisa. Su brevedad y su forma de comportarse con él dejaban muy claro que su presencia no era bienvenida en aquella casa.

A Jack no lo sorprendía que no confiara en el, pero no estaba preparado para que su vulnerabilidad lo emocionara tanto.

Recordaba a Emmy como a una chiquillada menuda y serena, muy delgada y de pelo largo y pelirrojo, una chiquilla que lo seguía como un perrillo faldero, haciendo preguntas todo el rato, riéndose cuando él la tomaba el pelo.

Entonces, la había tratado como a una hermana pequeña, protegiéndola exactamente igual que hacía con Liz, su verdadera hermana.

Aquella relación había durado hasta el día en el que él la había abandonado.

Jack no había olvidado la última vez que la había visto ni la mirada de pena de sus luminosos ojos grises. Aquel día, había ido a su casa a devolverle a su padre el juego de llaves de la furgoneta que solía utilizar para ir a buscar leña.

Aquel día Emmy estaba agarrada a la mano de su padre, que estaba destrozado. Jack le entregó las llaves a Stan Larkin y, al mirar a Emmy, vio sus enormes ojos rogándole en silencio que hiciera algo para cambiar lo que había sucedido.

Jack no recordaba si Stan y él se habían dicho algo, pero lo que jamás había olvidado habían sido las lágrimas de incomprensión que cubrían las mejillas de Emmy en aquellos momentos.

Jack no había podido olvidar aquella mirada de tristeza.

—Entonces, supongo que tú eres la persona con la que debo hablar —le dijo, dándose cuenta de que Emmy seguía teniendo aquella mirada.

Emmy seguía siendo muy tranquila, pero ahora parecía más reservada y, desde luego, ya no era una niña.

Llevaba el rostro sin rastro de maquillaje, pero tenía una boca voluminosa que parecía un melocotón y una piel tan cremosa y blanca que daban ganas de tocarla. Siempre había sido una chiquilla delgada y, aunque ahora llevaba una amplia parca, Jack supuso que seguiría siéndolo.

Parecía un ángel de Botticelli, tan frágil como el cristal.

—¿Te importaría que entráramos en casa? Sólo serán unos minutos —le preguntó, intentando concentrarse en lo que había ido a decirle.

—Lo siento, pero no tengo tiempo de visitas —contestó Emmy, girándose para irse.

Jack la agarró del brazo y se colocó delante de ella para que no pudiera huir. Tenía que decirle muchas cosas y no podía permitir que se fuera sin oírlas. Sin embargo, cuando la tuvo ante sí y se miró en sus ojos, Jack olvidó qué era lo que tenía que decirle.

La tenía tan cerca que veía las rayitas plateadas de sus ojos y las grietas de su labio inferior, que pedía a gritos que lo besaran.

En aquel momento, Jack se percató de que el perro de Emmy le estaba ladrando y enseñando los dientes y de que su dueña no parecía tan poco excesivamente contenta, así que la soltó.

—No he venido de visita, Emmy. Necesito hacer una cosa, pero me tienes que escuchar primero. Si no, no puedo hacerla —le dijo, dando un paso atrás.

—Si has venido a decirme que has comprado el terreno de al lado, ya lo sé. Todo el mundo lo sabe.

—Ya veo que aquí las noticias siguen volando.

—Así es.

—Bueno, para que lo sepas, en este caso no tienes toda la información. Nadie sabe lo que quiero hacer con ese terreno.

—Lo que hagas con él es asunto tuyo y del ayuntamiento, que, para que lo sepas, va a intentar bloquear cualquier proyecto que presentes —contestó Emmy, esquivándolo con intención de seguir caminando.

—El ayuntamiento no tiene nada que decir porque lo he comprado para devolvérselo a tus padres —le explicó Jack, siguiéndola—. Mi padre murió el año pasado y mi madre nunca estuvo de acuerdo con lo que sucedió entre nuestras familias. Yo, tampoco. Quiero devolver el terreno y pedir disculpas —añadió antes de que a Emmy le diera tiempo de protestar—. No sabíamos que tus padres hubieran muerto, así que la escritura de cesión que he traído está a su nombre, pero me voy a poner inmediatamente en contacto con mi abogado para que la redacte de nuevo a tu nombre. No creo que tarde mucho. Lo único que necesito es que me des tu nombre completo porque yo siempre te he llamado Emmy —concluyó, mirándole la mano izquierda—. ¿Sigues apellidándote Larkin o estás casada?

Emmy se había quedado mirándolo fijamente, estupefacta. ¡Jack Travers quería devolverle el terreno! De todas las posibilidades que se le habían ocurrido, aquélla jamás se le había pasado por la cabeza.

—Mi nombre da igual porque no quiero ese terreno.

Jack la miró, estupefacto.

«Ahora estamos en paz», pensó Emmy.

Aquel hombre la estaba poniendo muy nerviosa. Cada vez que se miraba en sus ojos, sentía un pinchazo de deseo entre las piernas, así que decidió no volver a mirarlo.

Su padre había destrozado a su familia y Jack tampoco tenía buena fama. Por ejemplo, todos sabían que era responsable de la cicatriz que Joe Sheldon lucía junto a la boca.

Aun así, Emmy se dijo que debía ser justa. Había ido hasta allí a pedir perdón en su nombre y en nombre de su madre.

Aunque Emmy no quería remover el pasado, debía darle la oportunidad de quedar en paz.

—Acepto tu disculpa —contestó—, pero no necesito nada más de vosotros. Ahora, si me disculpas, tengo cosas que hacer —se despidió, dirigiéndose a casa con la esperanza de que Jack se fuera—. Estoy preparando sirope, así que te tengo que dejar.

Emmy estaba desesperada por evitar los sentimientos y los recuerdos que la presencia de Jack Travers creaban en ella, así que se dirigió a toda velocidad al cobertizo seguida muy de cerca por Rudy.

Por una parte, no se podía creer lo maleducada que estaba siendo. No era propio de ella comportarse así, pero, aunque se sentía culpable por dejar a Jack allí plantado, su instinto de supervivencia la llevaba a alejarse de él en tiempo récord.

Jack se quedó observándola mientras Emmy se perdía entre los árboles en dirección al cobertizo del sirope.

No era normal que una situación se le fuera de las manos. Estaba acostumbrado a alcanzar su objetivo y siempre tenía preparado un plan b por si acaso. Enterarse de que Stan y Cara Larkin habían muerto y el hecho de que su hija no quisiera que le devolviera el terreno, lo había dejado con la boca abierta.

Jack se sentía como si se hubiera topado con un muro, pero se dijo que tenía que haber alguna manera de evitarlo. Decidiendo que no era el momento de insistir, volvió a su coche.

Desde el mismo instante en el que su madre y él habían encontrado una copia del aval del crédito que su padre le había hecho a Stan, Jack había tomado la decisión de adquirir aquellos terrenos y devolverlos a la familia Larkin.

Al día siguiente de la muerte de su padre, su madre y él habían revisado su mesa en busca de los documentos de su seguro de vida y por primera vez en muchos años habían hablado de lo que había sucedido en Maple Mountain.

Desde el momento en el que su padre había decidido que se iban a vivir a Maine para escapar al ostracismo que sufría su familia, aquel tema había quedado prohibido en su casa. Aquello había significado que nadie podía hablar de cómo los vecinos habían condenado a su padre por haberse quedado con el terreno de Stan o de cómo las amigas de su madre habían dejado de ir a verla por estar casada con él.

Aquel día, su madre le contó que no había podido decirle a ninguna de sus amigas que no estaba de acuerdo con la actuación de su marido porque no le había parecido apropiado hablar mal de él en público.

Jack entendía perfectamente el dilema al que había tenido que hacer frente su madre porque él había rezado muchas veces para estar equivocado y para no haber comprendido realmente lo que había sucedido. Cuántas veces había pedido que su padre tuviera una justificación apropiada para haber traicionado a su amigo.

En aquel entonces, Jack se había enfrentado a todos los que antes eran sus amigos y que ahora insultaban a su padre llamándolo ladrón. Por supuesto, se había sentido obligado a defender su apellido, pero ahora comprendía que el dolor que había sentido era porque también se había sentido traicionado por su propio padre.

Con diecisiete años, se habían encontrado dividido entre la lealtad a un padre al que admiraba y el sentimiento de que su padre no había actuado bien, pero el día en el que su madre y él encontraron los documentos, su madre le confirmó que lo había entendido todo muy bien.

Stan Larkin le había pedido a su padre que le prestara cinco mil dólares y había puesto como aval un terreno que valía tres veces más. Era cierto que Stan no había pagado el crédito a tiempo, pero su padre no había querido darle margen y había vendido el terreno por mucho menos de lo que valía porque su única preocupación era recuperar el dinero cuanto antes.

Por lo que le había contado su madre, Jack podía entender la lógica de su padre. Su padre había trabajado mucho para tener dinero y tenía que mantener a su familia, pero Jack no podía entender por qué no había preferido vender la propiedad por lo que realmente valía, haberse quedado él con lo que su amigo le debía y haberle dado a Stan la diferencia.

Su padre sólo había pensado en recuperar el dinero y lo había conseguido, pero a qué precio para él y para su familia.

Jack avanzó por el camino cubierto de nieve hasta el pueblo, decidido a aclarar las cosas con Emmy. Aunque tenía previsto estar en casa aquella noche, podía quedarse a dormir allí siempre y cuando estuviera en Manhattan a las cinco de la tarde del día siguiente porque tenía que terminar de embalar antes de que llegaran los empleados de la empresa de mudanzas el lunes por la mañana. En cuanto se fueran, se iría a Boston para incorporarse a su nuevo puesto de trabajo.

Desde el día en el que nueve años atrás había empezado a trabajar para Atlantic Commercial Development Corporation, había tenido muy claro que quería llegar a los puestos directivos de la empresa.

Durante los últimos dos años, había estado trabajando veinticuatro horas al día siete días a la semana para obtener el último ascenso, el de vicepresidente regional. Las comisiones que cobraba ahora triplicaban su salario original, pero, aun así, todavía quería seguir subiendo, así que no quería que nada interfiriera en la reunión de las siete de la mañana que tenía el martes con su equipo.

Mientras tanto, tenía que averiguar cuál era el nombre legal de Emmy, encontrar a un notario para que diera fe de su firma y a una fotocopiadora para hacer una copia nueva del documento.

Jack sabía que no tardaría mucho en tenerlo todo listo y, en cuanto lo tuviera, volvería a casa de Emmy a ver si en aquella ocasión estaba más receptiva y aceptaba el terreno porque él no lo quería absolutamente para nada.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

DESDE luego, Maple Mountain no era un destino de vacaciones y, en opinión de Jack, incluso tenía suerte de figurar en los mapas porque, excepto por los tres festivales de temporada que los vecinos organizaban para recaudar fondos para las arcas municipales, la mayoría de los turistas simplemente pasaban de largo.

Aquellos que decidían pasar la noche, podían hacerlo en la única casa rural de la zona, que no solía estar abierta en invierno, o en la posada que había en la calle principal, que permanecía abierta única y exclusivamente para que el operario de la máquina quitanieves tuviera un sitio en el que dormir.

Como no tenía más opciones, Jack decidió hospedarse en la posada, un edificio minúsculo de ocho habitaciones que daban a una campa cubierta de nieve.

La recepcionista resultó ser Hanna Talbot, una chica un poco mayor que Jack a la que apenas recordaba, pero cuya familia era dueña del motel desde hacía varias generaciones.

Aunque las llaves de las ocho habitaciones colgaban en el tablero que tenía detrás y el aparcamiento estaba completamente vacío, cuando Jack le pidió habitación, tuvo la incómoda sensación de que por un momento Hanna dudaba si dársela.

Era obvio que se acordaba de su familia.

Jack estaba bastante incómodo porque una de las cosas que menos le gustaba en el mundo era verse obligado a quedarse en un sitio en el que no le apetecía estar en realidad.

Jack decidió que lo mejor era no hablar mucho, así que le entregó a la recepcionista su carné de identidad y su tarjeta de crédito y esperó en silencio.

—Esta noche hay una cena comunitaria, así que la cafetería de Dora está cerrada —le dijo Hanna—. Supongo que querrás que te traiga algo de cenar de allí.

Lo que debía de suponer, más bien, era que Jack no sería bien recibido en una cena comunitaria y Jack se encontró bastante molesto por la evidente actitud de rechazo que aquella mujer mostraba hacia él cuando apenas lo conocía.

—No, gracias, ya cenaré algo yo por ahí —contestó—. ¿La hamburguesería está abierta?

—No, está cerrada en invierno, como casi todo por aquí.

—¿Y la tienda? ¿Hasta qué hora abre? —quiso saber Jack.

—Hasta dentro de aproximadamente cinco minutos.

—Una última cosa, ¿conoces a Emmy Larkin?

—Por supuesto —contestó Hanna, mirándolo con curiosidad.

—¿Y no sabrás por casualidad su nombre completo?

El que un Travers preguntara por una Larkin, hizo que la curiosidad de Hanna se tornara desconfianza.

—¿Para qué lo quieres saber?

—Porque le quiero llevar una cosa.

—Pues pregúntaselo a ella.

Jack recogió el recibo de la tarjeta de crédito, asintió y se lo metió en el bolsillo convencido de que no iba a obtener ninguna información.

—Sí, eso haré. Gracias.

—Ahora estará haciendo sirope, así que no creo que te pueda atender.

—No pensaba ir ahora, sino mañana.

—No la vas a encontrar en casa porque mañana es domingo y viene a misa de once.

—Gracias —contestó Jack, desconociendo si Hanna lo hacía para desanimarlo a que fuera a ver a Emmy o para ayudarlo de verdad.

—Tienes que dejar la habitación antes de las doce.

—Muy bien —se despidió Jack, saliendo de nuevo a la calle.

Eran las seis de la tarde de un sábado, estaba oscureciendo y no había absolutamente nadie en la calle. Todas las tiendas de la calle principal estaban cerradas y la única luz que quedaba era la de la tienda de ultramarinos.

Jack apretó el paso para llegar a tiempo y poder comprar algo para cenar y desayunar en la habitación del motel. Con un poco de suerte, también podría averiguar el nombre completo de Emmy.

Al entrar en la tienda de ultramarinos, comprobó que el lugar había cambiado poco. Seguía oliendo como siempre, a una mezcla de mosto y de leña de la estufa que había en el centro de la estancia.

La propietaria, Agnes Waters, tampoco había cambiado mucho. Ahora tenía el pelo canoso en lugar de castaño y más arrugas alrededor de los ojos que cuando él jugaba al fútbol con su hijo pequeño, pero sus ojos color almendra seguían siendo tan intensos e inteligentes como siempre.

Nada más verlo, lo miró con desaprobación.

Al instante, Jack sintió que se ponía a la defensiva como un gato con el lomo erizado. Lo cierto era que se había concentrado tanto en adquirir el terreno fuente de la disputa con la familia Larkin para devolverlo cuanto antes, que no había pensado en lo que iba a sentir cuando tuviera que volver a ver a las personas que se lo habían hecho pasar tan mal quince años atrás.

—Buenas noches, señora Waters —saludó con educación.

—Hola, Jack. Hacía mucho tiempo que no venías por aquí —lo saludó la mujer, cruzándose de brazos.

—Sí —contestó Jack, intentando mantener la calma para impedir que el rencor se apoderara de él—. Ya sé que está usted a punto de cerrar, así que me daré deprisa.

—¿Cómo te ganas la vida? —le preguntó la señora Waters a bocajarro.

—¿Cómo? —se sorprendió Jack.

—¿A qué te dedicas profesionalmente?

—A la promoción inmobiliaria.

—¡Lo sabía!

—¿Perdón?

—En cuanto me enteré de que habías comprado el terreno de al lado de casa de Emmy, supe que ibas a construir, pero, para que lo sepas, ya te puedes ir olvidando de esa idea, Jack Travers, porque aquí no queremos urbanizaciones. El ayuntamiento no lo va a permitir.

—Le aseguro que no tengo intención de construir por aquí —contestó Jack—. Simplemente, me voy a comprar unas cuantas cosas para cenar y me voy, ¿de acuerdo?

La señora Waters lo miró confusa mientras Jack agarraba una bolsa de patatas fritas y se dirigía a la parte trasera de la tienda en busca de algo más.

A Jack le hubiera apetecido soltarle que se podía meter sus temores y sus habladurías donde le cupieran, pero sabía que aquélla no era la mejor manera de conseguir la información que quería, así que, cuando volvió a la parte delantera de la tienda para que la señora Waters le cobrara, se mostró amable.

—¿Sabe dónde podría encontrar a un notario y una fotocopiadora?

—En la biblioteca hay fotocopiadora —contestó la mujer, ignorando la otra pregunta—. Si no vas a construir nada, ¿por qué has comprado el terreno de los Larkin?

—No lo he comprado para hacer negocio —le aseguró Jack, entregándole un cepillo de dientes y una maquinilla de afeitar—. Lo he comprado por motivos personales.

—¿Vas a construir apartamentos?

—No, no voy a construir nada, ya se lo he dicho —repitió Jack, añadiendo un paquete de galletas danesas y un refresco—. Por cierto, ¿sabe cuál es el nombre completo de Emmy Larkin?

—¿Para qué quieres saber eso? Será mejor que no le causes ningún problema. Esa chica ya ha sufrido bastante como para que ahora vengas tú a complicarle la vida. Perdió a…

—Sí, ya me ha dicho que sus padres han muerto —la interrumpió Jack—. Me ha apenado mucho enterarme.

Agnes Waters lo miró como diciéndole que realmente debía estar apenado porque por culpa de su padre habían muerto los de Emmy. Era la misma sensación que había tenido cuando se había ido de casa de los Larkin.

—¿Qué tal le va? —preguntó mientras la propietaria de la tienda le hacía la cuenta.

Jack se sentía como hacía quince años, cuando todo el mundo le había dado la espalda por lo que había hecho su padre.

—¿Le va bien con el sirope de arce? —insistió.

—Le va tan bien como a todos los demás —contestó Agnes—. Además, tiene una casa rural. Trabaja mucho.

—¿Emmy tiene una casa rural?

—Sí, la tiene abierta durante el verano y el otoño. Rechazó una beca para estudiar arquitectura cuando su madre se puso enferma y se quedó con ella para ayudarla con la casa rural. La ha reconstruido y la ha decorado ella.

En aquel momento, la caja registradora dio el total de la cuenta.

—Son diez con ochenta —anunció Agnes mientras otro cliente entraba en la tienda.

Jack pensó en quedarse porque aquella mujer era una mina de información, pero, al girarse para ver quién había entrado, cambió de idea.

—Ya sé que estás a punto de cerrar, pero le he prometido a Amber que le llevaría un refresco y me acabo de acordar —se disculpó el recién llegado nada más entrar.

Acto seguido, miró al otro cliente y, al reconocerlo, se le borró la sonrisa del rostro.

Se trataba, ni más ni menos que de Joe Sheldon, que a juzgar por su uniforme, era ahora el sheriff del lugar.

¡Ironías de la vida!

A Jack le pareció que Joe maldecía en voz baja. La última vez que se habían visto, el entonces sheriff había estado a punto de detener a Jack por partirle la mandíbula a Joe.

El actual sheriff se llevó la mano a la boca y se acarició la cicatriz que tenía en el lado izquierdo. Por lo visto, él también recordaba su último encuentro.

—Había oído que andabas por aquí, Travers —lo saludó con voz grave.

—Me acaba de decir que no va a construir en el terreno que ha comprado —intervino Agnes, metiendo la compra de Jack en una bolsa—. Pero me ha preguntado por Emmy.

Joe dio un paso al frente sin dejar de mirar a Jack. Desde luego, el que muchos años atrás había sido uno de sus mejores amigos y compañero de equipo de fútbol americano se había convertido en un hombre muy fuerte con el que Jack no quería tener que vérselas.

En aquel entonces, se pegaba con unos y otros porque se sentía obligado a defender el apellido de su familia. Ahora, aunque salía a correr varios kilómetros todos los días e iba al gimnasio cuatro mañanas por semana, ganaba las batallas con determinación, ambición e intención.

—¿Qué quieres de ella?

Jack no quería problemas, pero tampoco tenía intención de ir por ahí contestando a las preguntas de todo el mundo.

—Ese asunto es entre Emmy y yo.

—No si le causas a ella o a cualquier otra persona de por aquí cualquier problema —le advirtió Joe—. Si lo haces, responderás ante mí.

Jack pagó a la señora Waters y agarró su bolsa de papel. No tenía ninguna intención de alimentar viejos rencores.

—No he venido con intención de causarle problemas a nadie —contestó sinceramente—. Ni a Emmy ni a nadie.

—Entonces, ¿a qué has venido?

—A arreglar las cosas —contestó Jack con aplomo, saliendo de la tienda.

—¿Cómo? —le preguntó el sheriff.

—Eso es entre Emmy y yo —repitió Jack, cerrando la puerta.

Por supuesto, no había olvidado lo estrecha y protectora que era la mentalidad de pueblo de por allí. En Maple Mountain los pecados de un padre les podían amargar la vida a todos sus hijos. Era obvio que los de por allí no habían olvidado que él había defendido a su progenitor, pero Jack no estaba dispuesto a vérselas con nadie que no fuera un Larkin.

Jack apretó los dientes y se dirigió a su incómoda y oscura habitación de motel. Lo bueno era que allí nadie le hacía preguntas indiscretas, y lo malo, que todavía no había conseguido averiguar el nombre completo de Emmy, lo que lo ponía de mal humor.

 

 

Emmy sabía que Jack no se había ido de Maple Mountain porque Agnes la había llamado el día anterior por la noche para decírselo. La había pillado llenando latas de sirope y, como aquélla era una tarea que no se debía interrumpir bajo ningún concepto, le había dejado un mensaje en el contestador.

No le había devuelto la llamada, pero le había dado las gracias aquella mañana después de misa, cuando la esposa del pastor, que Dios la bendijera, la había rescatado de la propietaria de la tienda, que, obviamente, se había acercado a ella para cotillear sobre Jack Travers.

Emmy sabía por experiencia propia que cuanto menos contara de algo que la preocupaba, menos se preocupaban los demás por ella y menos se metían en su vida. También había aprendido que la vida era menos complicada cuando uno no dejaba que todos los demás interfirieran en ella.

Actualmente, intentaba concentrarse en el presente y no mirar nunca hacia atrás. Mientras conducía su vieja furgoneta, sólo pensaba en llegar a casa y en ponerse a hervir sirope cuanto antes porque ya era la una de la tarde.

La mujer del pastor le había pedido un favor, lo que la había retrasado y ahora, al ver el coche negro que había junto al sicómoro de nuevo y a Jack junto a él, supo que iba a volver a retrasarse.

Desde luego, Jack no parecía de los que se daban por vencidos fácilmente. Al enterarse de que se había quedado a dormir en Maple Mountain, Emmy había intuido que se presentaría en su casa, pero había rezado para que la encontrara vacía y se fuera.

Sin saber a ciencia cierta si se sentía amenazada por su insistencia o aliviada por ella, Emmy pasó a su lado y metió la furgoneta en el garaje.

Emmy se había pasado toda la noche anterior pensando en lo que Jack le había dicho de devolverle el terreno y había sido lo primero que se le había pasado por la cabeza nada más despertarse aquella mañana.

Una parte de ella, la parte que se sentía desagradable e incómoda por haberlo dejado allí plantado la tarde anterior, había considerado parar en el motel para pedirle disculpas por su comportamiento, porque se sentía fatal por haberlo tratado así.

Lo cierto era que, después de haber considerado con objetividad lo mucho que le tenía que haber costado a Jack volver, después de haberse dado cuenta del valor, la integridad y la honradez que hacían falta para hacer algo así, se había sentido todavía peor.

Ni siquiera le había dado las gracias por disculparse.

Sin embargo, otra parte de ella, la más protectora, había rezado para que se hubiera cansado de esperarla y se hubiera ido.

Por eso, probablemente, no le había importado demasiado el retraso.

Emmy se bajó de la furgoneta y miró al cielo. Aunque se suponía que no iba a comenzar a nevar hasta aquella noche, estaban comenzando a caer copos.

Al fijarse en Jack, vio que iba igual vestido que el día anterior, con una chaqueta gris oscuro que marcaba sus increíbles hombros, un jersey de cuello vuelto también gris pero más clarito y unos vaqueros desgastados que se ajustaba a sus caderas y a sus fuertes piernas.

Sin embargo, se había afeitado.

—Acompáñame al cobertizo —le dijo—. Tengo que encender la chimenea y recoger más leña. Podemos hablar mientras tanto.

A continuación, se sacó un gorro rosa del bolsillo del abrigo y se la puso. Jack la siguió, fascinado por cómo su coleta se movía de un lado a otro de su cabeza y sin poder evitar fijarse también en sus maravillosas curvas.

Jack dio gracias porque Emmy parecía más receptiva que el día anterior y se fijó en que la furgoneta que conducía parecía la que tenía su padre hacía quince años.

—¿Todo bien esta mañana?

—Sí —contestó Emmy—. ¿Por qué?

—Creía que, como estás en plena temporada de sirope, estarías hirviendo jarabe como una loca.

—La mujer del pastor me ha pedido que le hiciera una evaluación para restaurar la iglesia, he estado un rato charlando con ella y me he retrasado —contestó Emmy, avanzando hacia la casa principal en lugar de hacia el cobertizo.

Lo cierto era que Emmy estaba encantada con el favor que le había pedido la esposa del pastor porque no había en el mundo nada que le gustara más que poder recuperar algo en malas condiciones y darle nueva vida.

Estudiar el edificio de la iglesia, que tenía ciento veinte años de antigüedad, y comenzar a cavilar cómo repararlo, la emocionaba.

—Creía que habías rechazado la beca.

Emmy se paró en seco y se giró hacia él.

—¿Cómo sabes tú eso?

—Agnes me lo dijo ayer. Me dijo que querías estudiar Arquitectura, pero que tuviste que rechazar la beca para quedarte ayudando a tu madre con la casa rural.

—Sí, así fue, rechacé la beca —admitió Emmy, comenzando a andar de nuevo.

—Entonces, ¿dónde has aprendido a restaurar iglesias?

—En el mismo sitio en el que he aprendido a reparar muros y molduras. Me encargué de restaurar la biblioteca y para ello compré libros y me documenté en Internet. Así fue como llegué hasta una restauradora de Montpelier. Estuve una primavera entera trabajando con ella y me lancé a restaurar la biblioteca con su ayuda. Ella venía una vez a la semana para ver qué tal iba todo, pero yo era la que tomaba las decisiones —le explicó Emmy, abriendo la puerta trasera para dejar salir al perro, que no miró a Jack con cara de muchos amigos—. No pasa nada, Rudy. Jack se viene con nosotros.

Al instante, el animal lo ignoró y se concentró en correr bajo los copos de nieve en dirección al cobertizo.

—Una cosa: tu furgoneta no será la misma que tu padre me solía dejar para recoger leña, ¿verdad? —le preguntó Jack, recordando que aquella furgoneta era verde oscuro y ésta era azul.

—No, no es la misma —contestó Emmy con voz trémula—. Aquélla terminó siniestro total.

—¿Qué ocurrió?

—Tuvimos un accidente con ella —contestó Emmy—. ¡Rudy, por aquí! —añadió, dando por terminada una conversación que Jack creía intrascendental.

Acto seguido, apretó el paso en dirección al cobertizo y Jack la imitó porque estaba empezando a nevar con más fuerza y él lo único que quería era averiguar unos cuantos detalles y marcharse de allí antes de que estallara la tormenta de nieve.

Necesitaba su nombre completo para cambiar la escritura de cesión del terreno. No le iba a dar tiempo de hacerlo allí, pero podría mandárselo por correo más adelante. Además, Jack tenía intención de preguntarle cómo se las había apañado con las responsabilidades que había heredado y, por supuesto, quería saber qué había ocurrido cuando su familia se había ido, porque tenía la desagradable sensación de que culpaban a los Travers de algo más de lo que él sabía.

Sin embargo, primero tenía intención de dejar hablar a Emmy porque, a juzgar por cómo lo había invitado a acompañarla, era evidente que tenía algo que decirle.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

ES ésta la leña que quieres meter en el cobertizo? —oyó Emmy que Jack le preguntaba.

Le contestó que sí, que la metería después de haber encendido el fuego, y se recordó a sí misma que debía asegurarse de que los generadores tenían combustible por si acaso se iba la luz.

Emmy abrió la puerta del cobertizo, encendió la luz y las bombillas iluminaron el pequeño pero eficiente espacio. Al fondo, estaba el pequeño despacho que utilizaba para la administración de facturas y la impresión de etiquetas, cerca de la puerta, estaban las cajas con las latas de sirope llenas esperando a que vinieran a buscarlas y, en el centro de la sala, se encontraba la máquina en la que hervía el sirope.

—Deja la puerta abierta para que Rudy pueda entrar y salir, ¿de acuerdo? —le dijo a Jack, poniéndose unos guantes y acercándose al horno que calentaba la máquina.

Jack se acercó también con dos leños que había agarrado al entrar.

—¿Quieres que te meta la leña mientras tú te ocupas de esto? —se ofreció.

—No, no es necesario, ahora lo hago yo —contestó Emmy.

—No me importa.

—No hace falta, de verdad —insistió Emmy, poniéndose manos a la obra.

Al abrir la puertecilla del horno y echar los dos leños, sintió un intenso calor, pero también lo sentía en la nuca porque sabía que Jack la estaba mirando.

Aquella sensación la desconcertaba, así que echó un par de leños más al fuego y cerró la puerta del horno. A continuación, dejó los guantes sobre una silla y se dirigió a la espita que había al otro lado de la máquina. Un conducto de una pulgada de ancho llevaba el jarabe desde los árboles al tanque de almacenamiento.

Emmy abrió la espita y vio cómo el líquido caía desde el tanque a la superficie de la máquina.

Ahora que ya había puesto todo en marcha, tenía que hacer lo que tendría que haber hecho el día anterior.

El cobertizo no era muy grande, treinta pies por veinte, más o menos, pero Emmy no se había dado cuenta de lo pequeño que era hasta que se giró y se encontró con Jack y su imponente presencia, que parecía dominar toda la estancia.

—Debo ser honesta contigo —dijo con la intención de pedir disculpas cuanto antes—. Tenía la esperanza de que te hubieras ido cuando yo llegara, pero me alegro de que estés aquí. Ayer no te di las gracias por pedirme perdón —añadió al ver que Jack enarcaba las cejas—. Después de todo el tiempo que ha pasado, no tendrías por qué haber dicho nada. Así que gracias —concluyó—. Supongo que no habrá sido fácil para ti volver por aquí. Por eso quiero que sepas que aprecio el esfuerzo que has hecho. Te doy las gracias también por haberte ofrecido a devolverme el terreno. No puedo aceptarlo, pero es increíblemente generoso por tu parte habérmelo ofrecido. En cuanto a tu madre, dile que aprecio profundamente haberme enterado de que no estaba de acuerdo con lo que sucedió.

Lo cierto era que a Emmy nunca se lo había ocurrido que Ruth Travers no hubiera estado de acuerdo con lo que había hecho su marido. Desde sus doce años, había crecido dando por hecho que todos los Travers eran iguales, personas que habían hecho daño a su familia.

—Quiero que sepas que, para mi madre, una de las cosas más duras fue perder su amistad.

—Para mi madre también fue muy duro —contestó Jack—. Se pasó todo el viaje a Maine llorando—. Supongo que nadie de por aquí lo creería, pero mi madre quería mucho a sus amigas y lo pasó muy mal cuando sucedió lo que sucedió.

Para su hermana pequeña y para él también había sido muy duro porque ellos también habían perdido a sus amigos. A Liz, que era dos años mayor que Emmy, sus amigas no la habían pegado ni insultado, como a él, pero la habían excluido y marginado de sus juegos, haciéndola llorar todos los días.

Por supuesto, Jack no mencionó nada de aquello porque, por lo que le había contado Agnes la noche anterior, para Emmy había sido todavía peor.

—Dile que yo sí la creo —sonrió Emmy con bondad—. Lo que sucedió no fue culpa suya.

—Se sentirá muy aliviada cuando lo sepa.

Jack quería que aquella sonrisa fuera también para él, quería que Emmy entendiera que tampoco había sido culpa suya, que no podría haber hecho absolutamente nada para evitar que su padre hiciera lo que hizo, pero Emmy había dejado ya de sonreír.

—Tengo que meter la leña —anunció, saliendo—. ¿Llevas un termo en el coche?

—¿Un termo? —se extrañó Jack.

—Sí, por si quieres llevarte café o cacao para el camino —contestó Emmy.