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Siglo XXI / Serie Filosofía y pensamiento

Remedios Sánchez (coord.)

Nuevas poéticas y redes sociales

Joven poesía española en la era digital

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La incorporación de la llamada generación millenial al ámbito de la literatura en general y de la poesía en particular ha provocado un cambio en los modos de producción y recepción del poema que ha pillado desprevenidos tanto al lector tradicional como a los autores que responden a parámetros más tradicionales y canónicos. Esta obra, en la que participan profesores, investigadores y poetas de diferentes generaciones, estéticas y modos de entender la literatura, entra de lleno en el análisis de cómo afectan internet y las redes sociales a la construcción de la nueva poesía y a su proyección desde diferentes perspectivas y con distintos enfoques, buscando que el lector pueda formarse una opinión de un fenómeno novedoso y polémico del que todo el mundo habla. Desde este posicionamiento de entender lo literario como algo cambiante, que se enriquece constantemente con nuevos planteamientos (que el tiempo determinará si son válidos o no, pero que por el momento existen con evidente pujanza y fortaleza), se estructura este volumen que viene a desarrollar un debate amplio y plural a fin de propiciar el necesario análisis del nuevo discurso y el (re)conocimiento de las nuevas voces, tan diversas, tan ricas y tan poliédricas, y, hasta ahora, también tan ajenas a los estudios críticos canónicos que tienen la obligación de interpretar desde el rigor y la objetividad lo que está sucediendo, que es mucho, en la joven poesía española.

Remedios Sánchez (Barcelona, 1975) es profesora titular del Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universidad de Granada. Ha publicado más de cuarenta artículos sobre novela decimonónica y poesía contemporánea en revistas de prestigio y es autora de cinco ensayos sobre esta temática, aparte de coordinadora de otros doce. Ha realizado estancias tanto de investigación como de docencia en Oxford, Cambridge, La Sapienza o Bolonia y ha impartido medio centenar de conferencias en universidades de todo el mundo. Entre sus últimos libros destacan Humanismo Solidario. Poesía y compromiso en la sociedad contemporánea (2014) o El canon abierto. Última poesía en español (2015), Palabra heredada en el tiempo. Tendencias y estéticas en la poesía española contemporánea (1980-2015) (2016) y Así que pasen treinta años… Historia interna de la poesía española (1950-2017) (2018).

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© Los autores, 2018

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2018

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1934-1

PRESENTACIÓN

Escribía el filósofo y sociólogo Zygmunt Bauman que en este tiempo la sociedad ha evolucionado hacia una ruptura cada vez más evidente con las estructuras sociales prefijadas en tiempos anteriores. El individuo hoy funciona como medida de todas las cosas dentro de una sociedad que ahora piensa algo y, dentro de diez minutos, lo contrario. Es decir, que vivimos en una modernidad líquida (término que el polaco acuña para definir este momento histórico) donde los valores, las ideas y las propuestas estéticas son versátiles, movedizas y mediatas.

Es en esa sociedad donde han venido tomando fuerza las redes sociales como medio de promoción y divulgación de lo literario, entendido de la manera más abierta y democrática que el lector de esta obra pueda pensar. Los jóvenes disponen ahora de las herramientas digitales como algo inherente a su cotidianeidad, como la fórmula para intercomunicarse con el mundo (la amistad en ese entorno virtual se mide ahora en número de seguidores o de likes), especialmente en contextos no formales que al final son los que sustancian el día a día. Y con esos parámetros miran también la literatura. Las estructuras de difusión con intencionalidad artística y, en concreto de la poesía, han sufrido una evolución tan rápida y tan ágil hacia este camino de lo digital que ha pillado desprevenidos tanto al lector tradicional como a los autores que responden a parámetros canónicos. Y todo ese fenómeno se ha producido con la incorporación de la llamada generación millenial a la creación artística en cualquier campo. La promoción de autores nacidos a partir de 1982, según Prensky, son nativos digitales que no entienden la vida, su vida cotidiana, sin las nuevas tecnologías. También sus lectores, que son una suerte de seguidores motivados que elevan a la categoría de artista a cualquiera que empieza al margen de las estructuras habituales que se venían aplicando. Estos nativos digitales han llegado a la literatura y, aquellos que han encontrado en ella un camino de expresión creativa, han hecho patente la invalidez, en su caso, de los modelos tradicionales de difusión en una primera fase creativa. El primer modo de proyectar su poesía es mediante las redes sociales habituales que, además, resultan su medio natural de relación: Instagram y Twitter, fundamentalmente.

Esta circunstancia, a priori negativa de que el modus operandi para darse a conocer no sea un libro completo, un poemario ya cerrado e impreso, ha propiciado que se pongan al servicio de lo literario nuevas herramientas de visibilización y que un nuevo público, tan diverso como heterogéneo (pero con un rasgo común: la poesía les era totalmente ajena), se acerque a los textos evidenciando la ampliación del mercado y dando un impulso al género poético en cuanto a ventas y lectores que no vamos a decir apriorísticamente si es bueno o no. La cuestión es que es y esta circunstancia, por sí sola, obliga al análisis. La literatura como medio de construcción de la identidad, para conocer/conocerse y para proyectar intereses y emociones puede ser un valioso medio de intercomunicación en una sociedad cada vez más individualista y extraña a las necesidades del otro. Además, de las redes como medio de fraguar estas individualidades creativas se pasa al papel, a la venta de miles de ejemplares (lo que en poesía es lo más parecido que conocemos a un milagro) desde las grandes editoriales españolas que han encontrado en este público un nuevo nicho de mercado hasta ahora inexistente. Los jóvenes de ese rango de edad no buscaban jamás en los anaqueles de la sección de poesía de las librerías y las grandes superficies y, ahora, agotan las ediciones en pocas semanas.

A lo largo de estas páginas se analiza el fenómeno de cómo afectan las redes sociales a la construcción de la nueva poesía desde diferentes perspectivas y con distintos enfoques, buscando únicamente que el lector se forme su propia opinión que, al final, es lo que importa. Desde este posicionamiento de entender la poesía como algo cambiante que se enriquece constantemente con nuevos modelos (que el tiempo determinará si son válidos o no, pero que por el momento existen con gran potencia y fortaleza), se estructura este volumen, patrocinado por el Ministerio de Cultura y la Asociación Colegial de Escritores de España (en su sección de Andalucía), para desarrollar un debate amplio y plural que propicie el análisis del nuevo discurso y el (re)conocimiento de las nuevas voces, tan diversas, tan ricas y tan poliédricas, y, hasta ahora, también tan ajenas a los estudios críticos canónicos que tienen la obligación de interpretar desde el rigor y la objetividad lo que está sucediendo, que es mucho, en la joven poesía española.

Remedios Sánchez

I. MEDITACIONES PREVIAS SOBRE POETAS JÓVENES

Luis García Montero

Cuando se trata de valorar novedades, la historia de la poesía invita a la precaución antes que al aplauso entusiasta o las negaciones radicales. Esta precaución es necesaria sobre todo cuando resulta obligado analizar no un libro nuevo, sino un tiempo nuevo para la creación. Hay muchos ejemplos de novedades que surgieron con una soberbia poco piadosa y que después desaparecieron en el desván inagotable de los juguetes rotos. Hay también propuestas que merecieron la descalificación de las poéticas respetadas, desde los endecasílabos de Garcilaso hasta los suspirillos germánicos de Bécquer, y que después han formado parte vertebradora de la historia de nuestra poesía.

Así que no se trata, según el provechoso consejo de Spinoza, de lamentar, o reír, o despreciar, sino de comprender. Y la comprensión en la historia literaria tiene que ver, como en cualquier historia, con la capacidad de entender lo que hay de nuevo dentro de las cosas de siempre o lo que hay de antiguo en las novedades. Esta perspectiva invita a meditaciones no solo precavidas, sino complejas, porque en los diálogos del tiempo a veces la innovación no inventa tesoros de la nada, sino que procura dar respuestas actuales a cuestiones heredadas en la dinámica de una ética o una tradición. El reto de la creación es una toma de postura en un conflicto en el que no marcan el paso las discusiones abstractas, sino los sentimientos de verdad. De ahí su verdadera dimensión ideológica.

La poesía se mantiene en pie desde hace siglos y se niega a convertirse en el resto arqueológico de una cultura desaparecida. Vive pegada a la piel de la realidad y sus imaginaciones. Además de historia es vida cotidiana, sueño íntimo, conversación callejera, amor, odio, palabra susurrada, declaración altiva, olor a lluvia, a tierra mojada, respuesta a las contradicciones de la convivencia o de la soledad. La historia se hace vida en la poesía, supera la narración oficial de los acontecimientos para mezclarse con el tejido diario de la existencia. Por eso la poesía está llamada a la transformación, al renacer sin morir; es flexible a un constante debate fundado en lo que Pierre Bourdieu llamó «el orden de las sucesiones» o «las contradicciones de la herencia». La contraposición, sin que sea posible un compromiso falso o superficial entre diferentes puntos de vista, toma cuerpo cuando las perspectivas dependen del tiempo, cuando la historia necesita afirmarse en una verdad vital y humana. Este es el terreno de juego de la poesía.

La poesía contemporánea está acostumbrada a tomarse en serio a la juventud. Sirva de ejemplo la respuesta que Antonio Machado escribió para la pregunta que propuso La Gaceta Literaria: «¿Cómo ven la nueva juventud española?». El poeta inició así su carta dirigida al director, Ernesto Giménez Caballero: «¿Me pregunta usted, dilecto amigo, qué es lo que pienso de la actual juventud literaria? Le contestaré muy gustoso. Pienso lo mejor que se puede pensar de ella: que es realmente joven. Hay algo verdaderamente juvenil en esa juventud literaria» (p. 1). Era el año 1929 y Antonio Machado pertenecía a una tradición pedagógica que había sobrecargado de valor el concepto de juventud. Como discípulo de Francisco Giner de los Ríos, soñaba con una juventud bien educada, innovadora, capaz de transformar la realidad mentirosa de la Restauración.

Afirmar que la juventud era verdaderamente joven suponía un reconocimiento necesario, un elogio generoso antes de pasar a las dudas. Machado reconoció el diálogo generacional de los poetas del 27 porque habían superado las rupturas tajantes y superficiales del espíritu juvenil de la primera vanguardia. Luego aplaudió la formación europea de los nuevos poetas, pero dejó una sospecha en el aire sobre las consecuencias de su posible separación de la realidad española y sobre los peligros de una falta de personalidad provocada por las tendencias objetivistas de la nueva cultura dominante.

Y es que la literatura española también aprendió pronto a dudar del vitalismo juvenil. Sirva de ejemplo ahora un artículo de Francisco Ayala, uno de los prosistas más granados de la vanguardia española, «Anotaciones en el margen del calendario», que se publicó en La Gaceta Literaria, en 1931. Después de evocar el prestigio de lo juvenil en los años 20, la fascinación por un mundo nuevo que hacía interesantes hasta los crímenes, tomó conciencia de la vuelta a la tristeza, según expresión de Salazar Chapela, en un mundo que se ponía serio de repente. «Toda una promoción literaria –escribió Ayala en tono autobiográfico– ha encontrado de pronto su adultez. Ha tirado los juguetes y ahora se siente desconcertada porque, en cierto modo, había hecho profesión de la edad infantil» (p. 16).

En ese desconcierto que puso en duda el vitalismo juvenil no solo estaba presente la toma de conciencia adulta de la vocación literaria, sino la deriva poderosa del activismo juvenil hacia el nazismo, un fenómeno que Ayala había observado con atención en Alemania. Una parte del vitalismo español desembocaría poco después en la Falange y en el Frente de Juventudes.

De manera que en el diálogo de la literatura, la vida, la sociedad y la historia parece sensato tomar precauciones para no caer en la superstición de lo nuevo ni en un academicismo acomodado a la parálisis. Por lo que se refiere a la juventud española actual resulta obligado tomarse en serio su lugar político y su cotidianidad tecnológica a la hora de entender la educación sentimental que sostiene el horizonte de las diversas apuestas poéticas.

Con la llegada de la democracia española, al final de los años 80 y en los noventa, se vivió en España una particular versión del fin de la historia. La sobrecarga ideológica que había padecido el concepto de juventud pareció suavizarse. Conseguida por fin la democracia, los jóvenes ya no estaban responsabilizados de transformar el país según la épica del republicanismo y el antifranquismo, sino que podían integrarse de un modo natural en el capitalismo avanzado europeo y podían dedicarse, como correspondía a su edad, a una diversión sin mala conciencia. Una metáfora social clara fue la sustitución de las concentraciones políticas en las plazas públicas por el botellón. La lucha daba paso a la fiesta.

Esa alegría del fin de la historia chocó con la realidad de una democracia imperfecta en la que el neoliberalismo empezó a limitar derechos sociales. La crisis económica mundial agravó el proceso cuando las elites económicas españolas, nostálgicas de los privilegios franquistas, aprovecharon la situación general para recuperar su prepotencia frente al Estado y los equilibrios sociales más justos. Que la juventud no iba a caer en la trampa del final de la historia se demostró con reacciones sociales como el 15M, protagonizadas por jóvenes que veían muy negro su futuro laboral y que estaban padeciendo la integración en el capitalismo europeo como una nueva forma de emigración y precariedad. Me gusta pensar que el protagonismo de la poesía como forma literaria para la juventud tiene entre sus razones una encarnación íntima de esta rebeldía. En épocas de nuestra historia en las que los jóvenes necesitaron reaccionar frente a las mentiras oficiales (el espíritu republicano y la generación del 27, el antifranquismo y la poesía social, la transición democrática y la otra sentimentalidad), la palabra del poeta adquirió una importancia nutritiva.

En la dinámica de cambios importantes debe tenerse también muy en cuenta la educación o mala educación en las redes sociales y el predominio tecnológico. Una dinámica tan descomunal en su multiplicación afecta a todas las generaciones vivas. De hecho, las redes sociales se han convertido en un asilo para viejas organizaciones y sueños del pasado que se resisten a la desaparición con mensajes emocionados al calor de los funerales y las efemérides nostálgicas. Pero no cabe duda de que es mucho más profundo el impacto de esta nueva dinámica tecnológica en la generación que ha nacido con ella.

Por utilizar un estribillo muy necesario cada vez que pensamos en la literatura joven, diré que el impacto tecnológico no es un fenómeno nuevo. Rosa Chacel consideraba la «Carta abierta» de Rafael Alberti, poema perteneciente a Cal y canto (1929), como un manifiesto generacional:

Yo nací –¡respetadme!– con el cine.

Bajo una red de cables y de aviones.

Cuando abolidas fueron las carrozas

de los reyes y al auto subió el Papa.

(p. 155)

Por consideraciones que tienen que ver con la experiencia tecnológica de la que hablaré después, me interesa recordar aquí un poema de Pedro Salinas, publicado en Seguro azar (1929), «Far West», en el que se habla también del cine. La protagonista femenina, como ocurre en algunos cuentos vanguardistas de Ayala, propone una hermosura que condena a la insatisfacción, al ser una imagen sin raíz, puro viento alejado de la realidad de carne y hueso. Cara y cruz de la nueva experiencia tecnológica:

Sí, lo veo.

Y nada más que lo veo.

Ese viento

está al otro lado, está

en una tarde distante

de tierras que no pisé.

Agitando está unos ramos

sin dónde,

está besando unos labios

sin quién.

(Salinas, 1929: 38)

El cine se convertirá en una referencia imprescindible en la literatura española de posguerra. Pero habrá que esperar a que el acontecimiento cinematográfico se naturalice, se vista con ropa de calle, para que las contradicciones de su irrupción tecnológica dejen de ser una discusión teórica y pasen a crear experiencia en la vida cotidiana. La tecnología provoca sentimientos, incluso su reverso, la falta de innovación tecnológica, cuando el poeta toma conciencia de estar viviendo en un país separado del progreso por culpa del anacronismo de las elites sociales. También tienen su cara y su cruz estos versos de Jaime Gil de Biedma, pertenecientes a «Infancia y confesiones», poema de Compañeros de viaje (1959). Suponen un homenaje al «Retrato» de Antonio Machado y al poema de Alberti citado anteriormente, evocaciones históricas que permiten una mirada a su propia realidad:

Mi infancia eran recuerdos de una casa

con escuela y despensa y llave en el ropero,

de cuando las familias

acomodadas,

como su nombre indica,

veraneaban infinitamente

en Villa Estefanía o en La Torre

del Mirador

y más allá continuaba el mundo

con senderos de grava y cenadores

rústicos, decorado de hortensias pomposas.

Yo nací (perdonadme)

en la edad de la pérgola y el tenis.

(Gil de Biedma, 1959: 43-44)

Son ejemplos de cómo la tecnología con su impacto en la realidad y sus contradicciones deja huellas poéticas en la educación sentimental, incluso cuando permanece ausente en una sociedad paralizada y desconectada del mundo. Así que debemos preguntarnos desde diversos puntos de vista por el impacto de la tecnología en las costumbres que sostienen los nuevos comportamientos poéticos. Como ocurre en cualquier meditación compleja, no se trata de descalificar o aplaudir, sino de comprender y de aceptar el conflicto.

Después del prestigio de las redes sociales e internet en una sociedad de predominio tecnológico, después del optimismo con el que se celebraba su irrupción, han llegado también las sospechas y los análisis más cautos. Ya no predomina en las reflexiones la alegría tecnológica de Howard Rheingold que celebraba sin apenas dudas los beneficios progresistas de La comunidad virtual (1994). En un libro posterior, Multitudes inteligentes. La próxima revolución social defendió incluso que la era digital podía solucionar las viejas heridas de las multitudes, sus anonimatos y su falta de articulación sentimental e intelectual, males que habían denunciado poetas como Poe, Baudelaire y García Lorca. Rheingold saludó una comunidad de internet capaz de debilitar gobiernos y de reorganizar la vida económica, como una verdadera revolución: «Las multitudes inteligentes están formadas por personas capaces de actuar conjuntamente aunque no se conozcan. Los miembros de estos grupos cooperan de modos inconcebibles en otras épocas porque emplean sistemas informáticos y de telecomunicaciones muy novedosos que le permiten conectarse con otros sistemas del entorno, así como con los teléfonos de otras personas. Los microprocesadores, hoy baratísimos, integrados en casi todos los objetos, desde las tapas de las cajas hasta los zapatos, penetran poco a poco en los muebles, edificios, barrios y diversos productos, convirtiéndose así en auténticos artilugios inteligentes de intercomunicación» (Rheingold, 2004: 18).

Este optimismo fue cuestionado por filósofos como Alain Badiou. Su libro El despertar de la historia no carece de un optimismo ingenuo a la hora de pensar el significado de las revueltas populares que se produjeron en los primeros años del siglo XXI, pero sus observaciones veían en la realidad motivos serios para poner en duda los cambios celebrados por la superstición tecnológica. Interesado en rebatir la ilusión de Toni Negri, pensador dispuesto a defender la cercanía de un comunismo nacido de las mutaciones tecnológicas del capitalismo, Badiou avisó contra la trampa de pensar que hay que abandonarse a la carrera de las novedades «so pena de ruina o de muerte». Bajo el disfraz del futuro, advirtió el filósofo francés al estudiar las reglas sociales y económicas de la globalización, «nos encontramos con la tentativa histórica de una regresión sin precedentes que aspira a que el desarrollo del capitalismo globalizado y la acción de los políticos se adecúen a sus normas de nacimiento, al liberalismo de mediados del siglo XIX» (Badiou, 2001: 13). Un gran retroceso bajo la máscara de la novedad.

César Rendueles, por su parte, en el ensayo Sociofobia (2013), también mostró su inquietud al observar cómo la pretendida comunidad digital y el ciberfetichismo estaban sirviendo para desgradar el valor de palabras como vínculo, compromiso y amistad y para provocar una puerilización del pensamiento. Y nos invitó de manera brillante a repensar la permanencia de los viejos debates escondidos en las fórmulas nuevas.

¿Qué lugar ocupa ahora la poesía en todos estos procesos? Porque es una realidad que la poesía está de moda y que hay jóvenes poetas, muchachos y muchachas muy jóvenes que reúnen numerosos seguidores entre las personas de su generación, que son muy seguidos en sus redes y que alcanzan ventas inusuales en la poesía cuando publican sus libros. Antes de pasar a un análisis algo más detallado, podemos celebrar que la poesía humanice el mundo frío de la tecnología y que por internet naveguen poemas de autores consagrados. Si la tecnología se convierte en vida cotidiana, tiene que llenarse de sentimientos. La socióloga Belén Barreiro ha estudiado en La sociedad que seremos (2017) que el alejamiento paulatino del ámbito rural y la convivencia diaria con la tecnología encuentran en el cuidado de mascotas y animales domésticos una forma de compensación, una nostalgia de la naturaleza en la vida urbana. Es muy posible que también la poesía esté llegando a los corazones de muchos adolescentes para cumplir un papel de mascota, algo que, por otra parte, puede ser muy educativo. Es buena noticia que haya también poesía en un lugar proclive al vertedero, en el que suelen volar los insultos, las calumnias y las mentiras.

Pero desde una perspectiva más literaria, ¿cómo afecta la nueva situación a la poesía? Mi pregunta no va dirigida a las nuevas posibilidades creativas que permiten los soportes visuales (palabra, música, imágenes en acción…), ni a las dinámicas de escritura colectiva que favorece la comunidad digital, sino a los efectos de la poesía como género literario, la poesía heredera de Garcilaso, Leopardi, Rosalía de Castro o Cernuda, la poesía que yo leo y escribo desde mi propia infancia y mi juventud.

Empecemos por advertir que la cotidianidad de las redes sociales ha acentuado la relación fluida entre la intimidad, lo privado y lo público, es decir, entre lo que se siente, lo que se dice y lo que se publica, un eje fundamental de la escritura poética. Si un adolescente de 1990 podía sentir pudor al leer poesía en alto, algo propio de un estado de afeminamiento y debilidad según los prejuicios sociales, hoy vive acostumbrado a que la gente publique sus enfados, sus amores, sus penas y sus duelos casi en el momento de ser vividos.

Ahora bien, ¿cuál es la experiencia subjetiva y la experiencia del mundo que reproduce esta versión nueva de las relaciones entre lo privado y lo público? ¿Cuál es su conformación de la identidad? Me parece una cuestión decisiva a la hora de meditar los rumbos, las ventajas y los peligros de la nueva poesía. Y una cuestión que vuelve a no ser nueva. Si recordamos los primeros cuadros cubistas de Picasso al inicio del siglo XX, el manifiesto «Non serviam» de Vicente Huidobro en 1914 o el «Ensayo de estética a manera de prólogo» con el que Ortega y Gasset presentó El pasajero (1914) de Moreno Villa, nos enfrentaremos a los testimonios de un deseo orgulloso de delimitar el mundo artístico como realidad independiente, autónoma, bien diferenciada de la experiencia cotidiana de la historia. El arte abría camino en la construcción de mundos virtuales. Si Alain Badiou pudo caracterizar el siglo XX por su pasión por lo real, Slavoj Žižek avisó de que se trataba de un apasionamiento llamado a desembocar en mundo virtuales, en representaciones alternativas de la realidad. En Bienvenidos al desierto de lo real, explicó la evidencia, porque a veces las evidencias hay que explicarlas, de que «la pasión por lo Real culmina en su opuesto aparente, en un espectáculo teatral» (Žižek, 2005: 14).

La preocupación más importante es la sospecha de que la experiencia que conforma la identidad subjetiva puede pasar a formar parte de una realidad virtual programada publicitariamente y vaciada de su propia historia. Del mismo modo que en la aceleración de la sociedad que habitamos la gente se acostumbra a decir lo que piensa sin pensar lo que dice, o sea, a decir sin decirse, es muy posible acostumbrarse a habitar mundos sin estar en ellos, partícipes de las realidades convocadas, pero como fantasmas efímeros, como espacios vacíos.

Esta imagen de la subjetividad como espacio vacío es la que mejor conviene a una ideología que necesita transformar al ciudadano en consumidor, hueco insaciable para asumir productos de usar y tirar. Quien tenga un uso frecuente de las redes sociales y se convierta en receptor de sus mensajes y sus informaciones, hará bien en leer con cuidado un ensayo de Eli Pariser: El filtro burbuja. Cómo la red decide lo que leemos y lo que pensamos (2017). Los filtros de las plataformas digitales adaptan sus mensajes a nuestra apetencia como consumidores, hasta el punto de que el buscador de Google en el ordenador da una información distinta a cada usuario según su personalidad. Los filtros no solo procuran venderte tus propias apetencias, sino que evitan un conocimiento abierto del mundo, negando a la curiosidad de cada individuo la existencia de los diversos mundos posibles. El consumo trabaja, convierte en mercancía nuestros prejuicios. ¿Este es un modo de hacernos más libres o de programar nuevas formas de dominio?

Me parece una reflexión importante en la configuración de la intimidad poética. Los que vivimos la lectura de los medios digitales como una operación de libertad frente a los viejos medios de comunicación en manos de los bancos y las grandes multinacionales, comprobamos ahora el peligro de un círculo vicioso, el empobrecimiento de la experiencia que supone buscar libremente aquello que nos da la razón y nos confirma en lo que queremos saber. Ponía el dedo en la llaga el filósofo Emilio Lledó al hablar de la importancia de tomar conciencia de nuestro papel de receptores. En una de las entrevistas recogidas en Dar razón. Conversaciones, afirmaba: «Hoy, cuando el enorme volumen de informaciones que nos acosa no nos permite construir nuestra receptividad, nos asfixia, no dejándonos pensar, yo creo que uno de nuestros problemas es hacernos buenos receptores: poder criticar la información que recibimos. La construcción de la recepción es importantísima y se relaciona con la mentira o la verdad del logos» (Lledó, 2017: 194-195). Emilio Lledó nos aconsejaba tener cuidado con las carreras por las autovías de la información.

Ser receptor, o ser lector, o estar educado en la propia conciencia para no convertirnos en sujetos vacíos obligados a asumir los productos efímeros que la publicidad produce en busca de consumidores. Un juicio literario no debe ser confundido con las palabras de un influencer que ocupe con audiencias y seguidores el lugar antes otorgado al conocimiento. El academicismo tendió en muchas ocasiones a la paralización. Es memorable la ironía de Gerardo Diego cuando reivindicó en 1927 a Góngora frente a una crítica oscura, soberbia y apartada de la realidad. En el prólogo a su famosa Antología poética en honor de Góngora (1927), escribía: «Frecuentemente, la repulsa indigna y unánime de los eruditos, que suelen siempre acertar al revés con las verdaderas minas de la poesía, como los meteorólogos de campanario» (p. 8). Frente a esos eruditos de campanario, se trataba de conformar una alternativa crítica en un conocimiento distinto, fundado en la labor consciente de estudiosos como Dámaso Alonso, Miguel Artigas, José María de Cossío o el propio Gerardo Diego. La tentación de sustituir a los posibles eruditos de campanario con la indocumentada opinión de los influencer corre el peligro de confundir el espacio del lector por la aceleración de las audiencias y la lógica del consumo. Y la poesía no es una mercancía de usar y tirar. La ética de la poesía es incompatible con la obediencia efímera al «me gusta».

El acercamiento a lo cotidiano en esta lógica del consumo nos invita a meditar sobre otros peligros. Como estudió el poeta Antonio Manilla en Ciberadaptados (2016), un libro que evita al mismo tiempo el optimismo celebratorio y el catastrofismo, el abaratamiento de la cultura viene de lejos y tiene que ver con las reglas de la sociedad del espectáculo impuestas por un neoliberalismo capaz de convertir la cultura en entretenimiento superficial dentro del consumo de ocio. La sustitución del reto educativo, cada vez más deteriorado en la sociedad contemporánea, por el entretenimiento, facilita a su vez la sustitución del conocimiento por la comunicación y de la ciudadanía por el público de un espectáculo. Es lo que estudió Matellart Armand en Diversidad cultural y mundialización (2006).

En esta confusión entre la libertad y la sociedad de consumo, resulta iluminador plantearse la actividad que propone internet en los proyectos digitales y en sus relaciones comunitarias, tan utilizadas desde un optimismo cibernético que argumenta la ilusión activa de la participación. Se corre el peligro de confundir el papel activo del lector, figura imprescindible en el hecho literario a la hora de participar y habitar en la escritura del otro desde la propia experiencia, con el falso activismo del consumidor cibernético que acaba convirtiéndose en receptor pasivo del discurso programado por los filtros de la publicidad. Iluminadoras son las reflexiones que Justo Navarro publicó en su ensayo El videojugador. A propósito de la máquina recreativa. Los mecanismos que sustituyen la experiencia de la historia por las realidades virtuales, algo controlado por los poderes bélicos a la hora de ordenar las guerras en la lógica de los videojuegos, convierten al jugador en una parte más de la estrategia programada desde fuera de su voluntad. «La interactividad tal como hoy se entiende cuando se habla de videojuegos –escribe Justo Navarro– consiste en que el jugador obedece a órdenes que la máquina renovará en caso de que las anteriores sean obedecidas. Si no son obedecidas las órdenes dadas, la máquina sanciona o despide al jugador» (Navarro, 2017: 33).

Los filtros crean esquemas que reducen el mundo a un mapa, unos paradigmas más identificados con la caricatura del consumo que con el conocimiento. Los procesos de abstracción, de alejamiento de la experiencia de la realidad, pueden servir para convertir un bombardeo en un videojuego o una subjetividad en un modelo de consumo. Los lectores de poesía hemos observado con frecuencia de qué modo los versos que circulan por internet, de forma espontánea o firmados por aspirantes a poeta, se parecen demasiado a las campañas publicitarias de los grandes almacenes para motivar ventas en el día de la madre o de los enamorados.

Este proceso publicitario de infantilización tiene que ver con otro aspecto fundamental para la poesía, otro debate de siempre obligado a vivir en nuevas circunstancias: la cultura popular.

Desde que Augusto Ferrán publicó La soledad y, sobre todo, desde que Gustavo Adolfo Bécquer escribió su famosa reseña en El Contemporáneo, la poesía popular ocupó un papel decisivo en el esfuerzo de superar la retórica grandilocuente del romanticismo desgarrado. Las canciones servían para buscar una condensación, una síntesis: la intimidad del yo alcanzaba a objetivarse con naturalidad en un sentimiento colectivo. Cantó o escribió Ferrán:

No os extrañe, compañeros,

que siempre cante mis penas,

porque el mundo me ha enseñado

que las mías son las vuestras.

(Ferrán, 1861: 45)

Este tipo de declaración implicaba varias situaciones a tener en cuenta. Que el sentimiento fuese compartido no significaba que el poeta pudiera ser uno más a la hora de escribir la canción. Se trataba de tener sabiduría lírica, oficio, para condensar en unos versos algo importante y sentido por todos. Los poetas neopopulares se identificaron en su mayoría, más allá de los ensueños románticos, con la famosa afirmación de Juan Ramón Jiménez en una de las notas a su Segunda antología: «No hay arte popular, sino imitación, tradición popular del arte» (Jiménez, 1920: 322). Puestos a escribir una poesía natural, conversacional, sin retóricas grandilocuentes, tampoco debe olvidarse esta otra declaración del poeta: «No entiendo por qué lo sencillo y lo espontáneo han de eludir la consciencia» (Jiménez, 1920: 323). La conciencia de la escritura.

Pero hay algo más que conviene tener en cuenta. La apuesta por el folklore que esgrimió Antonio Machado en diversos momentos de su obra venía de tradición familiar, aunque también de la confianza que se depositaba en el saber popular, fruto de la experiencia de la vida real, frente a las mentiras oficiales de la aristocracia y de la burguesía. El poeta se encargó de situar la existencia cotidiana de Juan de Mairena: «Vivía en una gran población andaluza, compuesta de una burguesía algo beocia, de una aristocracia demasiado rural y de un pueblo inteligente, sensible, de artesanos que saben su oficio y para quienes el hacer bien las cosas es, como para el artista, mucho más importante que el hacerlas» (Machado, 1936: 74). Esto le sirvió a Mairena para afirmar cosas como la que sigue: «Es muy posible que, entre nosotros, el saber universitario no puede competir con el folklore, con el saber popular. El pueblo sabe más, y sobre todo, mejor que nosotros» (Machado, 1936: 74).

¿Sería posible afirmar hoy esto? Quizá en 1936 tenía sentido apostar por la experiencia vital del pueblo frente a los señoritos, aunque confieso que, por un motivo o por otro, nunca me siento cómodo con las separaciones tajantes entre la cultura académica y la popular. Pero la realidad es que, en 2018, cuando la larga relación de la experiencia vital que sostenía el folklore ha sido sustituida por la telebasura, los bajos instintos, el vertedero de las audiencias y la degradación calculada de los sistemas educativos, no deja de parecer preocupante la sustitución de la vida institucional por una indignación callejera capaz de pedir la pena de muerte o el linchamiento público movilizada por la demagogia. La cultura popular parece hoy la respuesta a un crimen convertido en espectáculo mediático. El propio Juan de Mairena hablaba de una libertad que no consistía en poder decir lo que pensamos, sino en poder pensar lo que decimos. ¿Es esa la dinámica que fluye ahora en las redes? ¿Es posible confiar en la artesanía y en el oficio cuando la degradación del mundo laboral ha roto las vocaciones para repartir empleos baratos con los que ganarse la vida? ¿Es lo mismo tener un empleo que tener un oficio?

La aceleración de las redes sociales es la culminación de una lógica mercantilista que ha convertido el tiempo como pacto social en un objeto de usar y tirar. El instante no es ya un eslabón de una cadena dispuesta a formar un relato, en el que la herencia del pasado es la mejor complicidad de compromiso con el futuro. El presente como objeto de usar y tirar permite la lógica del consumo inmediato, la falta de responsabilidad sobre las palabras que se dicen, el predominio de lo que se ha dado en llamar la posverdad, es decir, una inercia radicalmente distinta a la experiencia de la verdad que busca la poesía. No la insatisfacción del sujeto vacío del consumo, que vive su existencia de acuerdo a los programas publicitarios, sino las operaciones de conocimiento que puede asumir una mirada consciente sobre la realidad.

La distinción entre cultura y entretenimiento no es un asunto de elitismo. Estamos hablando más bien de educación y de tiempo. Antonio Manilla citó en su libro unas reflexiones de Pierre Bourdieu en las que se definía la cultura como el «estado incorporado», «una propiedad hecha cuerpo». Escribió Bourdieu: «La acumulación del capital cultural exige una incorporación que, en la medida en que supone un trabajo de inculcación y de asimilación, consume tiempo, tiempo que tiene que ser invertido personalmente por el inversionista (al igual que el bronceado, no puede realizarse por el poder): el trabajo personal, el trabajo de adquisición, es un trabajo del sujeto sobre sí mismo (se habla de cultivarse). El capital cultural es un tener transformado en ser» (Bourdieu, 2010: 38).

La cultura supone una idea del tiempo que se niega a definir al individuo como consumidor, como sujeto vacío, y que se resiste a tratar el presente con la prisa del usar y el tirar. Desembocamos aquí en un cauce imprescindible para la vocación literaria: el diálogo generacional, la escritura como herencia de una tradición que exige ser asumida para buscar nuevas respuestas ante los cambios vivos y verdaderos de la realidad. Ni ancianos que imponen el fin de la historia, ni jóvenes adánicos que llegan a creerse inventores de un mundo sin deudas con el pasado. Ante la desarticulación ética que sufren las sociedades de la posverdad, el tiempo de la literatura, inseparable de la apuesta por la verdad de la poesía, es una buena forma de resistencia.

Hubo un tiempo en las polémicas literarias españolas en el que se enfrentaron los partidarios de la poesía de la comunicación con los partidarios de la poesía del conocimiento. Eran polémicas generacionales, porque no hay hecho literario que pueda desprenderse de las posibilidades de conocimiento que provoca la escritura, ni tampoco de la comunicación con un lector llamado a apropiarse de la cita literaria como asunto propio. Pero convenía distinguir un panfleto de una elaboración poética. En la actualidad, afirmar que la poesía no es comunicación supone, lo mismo que afirmar que el periodismo no es comunicación, el deseo de defender la verdad frente a la posverdad que circula a través de las redes sociales. Se trata de volver a reivindicar una honestidad que se relaciona con la intimidad de la escritura y no con los soportes de la difusión veloz.

Todas mis reflexiones anteriores tienden a justificar mi fe en el futuro de la poesía y mi confianza en una juventud capaz de recibir la antorcha. Se trata de comprender sus conflictos y las apuestas en juego. La poesía será, desde luego, de una juventud educada en el mundo de hoy, en las redes sociales, en las nuevas dinámicas de la realidad. Pero el joven capaz de hacer la poesía de hoy no actuará de Adán, ni de buen salvaje, sino como un lector de Leopardi, de Garcilaso o de Rosalía de Castro, alguien que haya recibido la herencia y sea dueño de su presente y de su compromiso con la verdad. Un letraherido.

¿El ordenador? Pues claro, y antes la máquina de escribir, y antes el bolígrafo y la pluma… No se trata de negarnos a comprender los cambios que va imponiendo la vida, sino de negarnos a ser sujetos vacíos, esos sujetos que son siempre los humillados en el juego de la caducidad, del usar y tirar, sujetos sobrantes en la historia escrita por el poder. Ese es nuestro compromiso con las letras, con todo lo que hay detrás de las palabras que componen nuestra vieja lucha con la página en blanco. Pedro Salinas, en Fábula y signo (1931), escribió un poema de amor republicano sobre las letras de su máquina de escribir. Lo tituló «Underwood Girls», y digo que es un poema de amor republicano porque el colofón del libro se fechó un 14 de abril de 1931. Fue un seguro azar:

Quietas, dormidas están,

las treinta, redondas, blancas.

Entre todas

sostienen el mundo.

Míralas, aquí en su sueño,

como nubes,

redondas, blancas, y dentro

destinos de trueno y rayo,

destinos de lluvia lenta,

de nieve, de viento, signos.

Despiértalas,

con contactos saltarines

de dedos rápidos, leves,

como a músicas antiguas.

Ellas suenan otra música:

fantasías de metal

valses duros, al dictado.

Que se alcen desde siglos

todas iguales, distintas

como las olas del mar

y una gran alma secreta.

Que se crean que es la carta,

la fórmula, como siempre.

Tú alócate

bien los dedos, y las

raptas y las lanzas,

a las treinta, eternas ninfas

contra el gran mundo vacío,

blanco a blanco.

Por fin a la hazaña pura,

sin palabras, sin sentido,

ese, zeda, jota, i…

(Salinas, 1931)

La hazaña no estaba en utilizar la tecnología para llegar a la abstracción absoluta o el sinsentido, sino para continuar el relato humano de la búsqueda de sentido a través de la pluma, el bolígrafo, la máquina de escribir y el ordenador. La aventura es responder a una idea del ser humano, del tiempo y de las relaciones sociales entre la intimidad, lo privado y lo público. Las cosas de siempre para una conciencia vigilante.

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