des1008.jpg

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Barbara Schenck y Lucy Gordon

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Dos hombres y el amor, n.º 1008 - agosto 2019

Título original: Blood Brothers

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-425-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Cuando el avión de Gabe McBride aterrizó en Inglaterra, él no tenía ni idea de que iba a tener una cita con el destino.

Su primo, lord Randall Stanton, que lo esperaba al otro lado de la aduana, no parecía el destino. Randall parecía, como siempre, una versión inglesa de Gabe: la misma alta figura y anchos hombros, el mismo pelo negro y ojos oscuros, y rasgos guapos, que eran característicos de la familia. Sus diferencias radicaban más en los gestos que en su físico.

Randall levantaba la cabeza con el orgullo de un inglés presumido.

«No hay más que mirarlo para saber que es un lord», pensó Gabe, con una sonrisa para sus adentros.

El aspecto de Gabe era totalmente diferente. Él tenía aspecto de ranchero. Pero había intentado disimularlo. No hacía falta que entrase en el comedor oliendo a granero. ¡El comedor! ¡Cuánto hacía que no oía esa palabra! Aquella palabra estaba lejos de parecerse al salón de su rancho de Montana, al que llamaba hogar cuando estaba allí.

Normalmente no estaba allí.

Solía estar en la carretera, yendo de rodeo en rodeo. Y lo habría estado haciendo en aquel momento, de no haber sido por aquel toro alocado de la Final Nacional de Las Vegas.

–Rotura de hombros –había dicho el médico.

Después había seguido la operación. La recuperación le había llevado meses, y se había visto obligado al ocio. Entonces había conocido a Tracy…

Aun entonces su boca se curvaba al pensar en ella. En cuanto la había visto había sabido que lo metería en problemas, pero a él le gustaban así… Chicas que resultaban un problema, descaradas y muy femeninas. Ella lo había llevado a la cama, sin que él se resistiera. Y le había salido caro.

Lo peor había sido su hermano, que había aparecido con una pistola en la mano. Y por supuesto, lo había convencido de que no volviera a acercarse a su hermana.

Y él había decidido que era un buen momento para ir a ver a su familia, que vivía en otro extremo del mundo

Eso lo mantendría a salvo, y lejos de Tracy. Y de paso complacería a su madre, que no podía viajar en aquel momento, puesto que se estaba recuperando de una gripe, y a su hermana, Martha, que estaba pasando una temporada en Brasil.

Además tenía ganas de unas breves vacaciones con sus familiares de Inglaterra. Y de estar presente en el cumpleaños de su abuelo, el conde Stanton, padre de su madre, que cumplía ochenta años.

 

 

Lord Randall Stanton sonrió al ver a su primo saliendo de la aduana, y pegó un grito que no concordó con su elegante traje hecho por un sastre. Su primo le contestó con otro chillido, y durante un rato, los dos hombres se golpearon como dos escolares.

–¡Me alegro de verte! –dijo Randall–. Aunque sé que vienes huyendo.

–No sé de qué estás hablando –dijo Gabe inocentemente–. Tenía que venir a ver al viejo. Va a cumplir ochenta años.

Randall sonrió.

–Tu madre ha llamado al abuelo, y le ha comentado algo de una chica.

Gabe gruñó.

–No se puede confiar en nadie.

–Ya sabes que tía Elaine es muy discreta –rio Randall–. Luego me lo cuentas en el coche.

Gabe no pensaba contar nada. Randall y él habían compartido muchas cosas de pequeños, muchos secretos, pero cuando se trataba de mujeres, Gabe ponía sus límites. Siguió a Randall al aparcamiento, y silbó al ver el Rolls Royce plateado de Randall.

–¿Esto te viene de la fortuna de la familia o te lo ha pagado Publicaciones Stanton?

–Publicaciones Stanton –le dijo Randall–. Lo único que hacen las propiedades de la familia es chupar dinero. Es la empresa la que funciona –se acomodó detrás del volante y miró ávidamente a su primo–. Venga. Suelta. Lo único que sé es que la historia tiene que ver con una chica llamada Tracy.

–¿Me parece notar una cierta envidia en tu voz, primo?

–Por supuesto que no –dijo Randall, poniendo la llave en el arranque.

–No es un delito. Todo hombre con sangre en las venas debe encontrarse con una o dos Tracies.

–O con veinte. ¿O ha habido más aún? –preguntó Randall.

–¿No te gustaría saberlo? –sonrió Gabe, echándose hacia atrás en el asiento–. Deberías tener unas pocas chicas en tu vida, hombre. Te convertiría en un ser humano mejor.

–¿Como tú? –preguntó Randall.

–La vida llena de obligaciones y sin placeres hacen de Randall un chico muy apagado.

–Es mejor que todo placer y nada de obligaciones –dijo Randall.

Gabe alzó una ceja.

–¿Estamos un poco malhumorados, no?

–Tú también lo estarías, si tuvieras cerca a Conde. Llamaban a Cedric Stanton «abuelo» delante de él; cuando hablaban con extraños lo llamaban «el conde», pero a sus espaldas lo llamaban «Conde», como si fuera un nombre propio, porque una vez un cocinero lo había llamado así.

–Dile que se vaya al diablo.

Randall se rio y dijo:

–Sí, claro…

–Entonces, márchate tú. No veo ninguna cadena invisible en tu cuello, ¿no?

Randall se tocó el cuello inconscientemente.

–A veces tengo ganas de hacerlo, no creas –no dijo nada más, y se concentró en la carretera, en las afueras de Heathrow.

El tráfico era una buena excusa para permanecer callado. Pero Gabe le había tocado un punto débil.

La muerte de los padres de Randall en un accidente de coche cuando él tenía ocho años le había hecho heredar el título nobiliario, y todos sus derechos y responsabilidades. Y su abuelo no había dudado en poner sus expectativas sobre él. Randall había aprendido Administración de fincas para ocuparse de las propiedades familiares. No le había disgustado ocuparse de eso. También había tenido que aprender a dirigir el imperio editorial. Y tampoco se había sentido incómodo en él. Se había sometido al peso de su título… Pero a veces, una voz en su interior, le decía que había más cosas en la vida que aquello, y se sentía tentado a olvidarse de sus obligaciones.

Y cuando estaba con el juerguista y pícaro de su primo, aquel susurro amenazaba con transformarse en un gruñido.

Apretó el volante tan sutilmente, que solo unos ojos agudos como los de Gabe pudieron notarlo.

–Entonces, ¿cuándo es tu compromiso? –preguntó Gabe.

–¿Qué compromiso? –Randall giró la cabeza.

–Con lady Honoria, o con lady Serena o con lady Melanie Wicks-Havering o con la que sea. Es hora de que cumplas con tu deber con la Casa de Stanton, muchacho.

–Deja de hablar como Conde.

Gabe se rio.

–¿Así que hasta ahora te has librado? Pero, ¿cuánto tiempo más te librarás?

–Si tuviera las manos libres, te las echaría al cuello –contestó Randall–. No todos podemos ir de flor en flor sin pensar en las consecuencias.

–Parece que te han convencido…

–¡Vete al infierno, McBride!

–¡Oh! Sí, ya mismo… –dijo Gabe alegremente.

 

 

Conde parecía más viejo.

Gabe lo había visto hacía tres años, cuando había ido a Montana a pasar un mes. En aquel momento parecía no tener edad, sus ojos brillaban aún con entusiasmo, y no paraba de hablar de proyectos. Pero era Randall quien tenía que llevarlos a cabo.

Pero ahora se le notaba la edad. Gabe notó un leve temblor en los dedos de Conde cuando este alzó su copa para brindar por su ochenta cumpleaños.

Se dio cuenta de que un día Conde ya no estaría allí.

Pero también había pensado que tal vez Randall muriese antes, por exceso de trabajo.

Gabe había estado dos días en Inglaterra. Había estado bastante tiempo con el conde. Sin embargo a su primo apenas lo había visto desde que este lo había dejado en Stanton House en Belgravia y se había marchado.

–Tengo que ir a Glasgow para una reunión. Te veré más tarde –le había dicho Randall, a modo de disculpa.

Pero no lo había visto. Porque su primo había estado en Londres, en Glasgow, en Manchester, en Cardiff, en Penzance. No había recibido más que una llamada de él y un mensaje disculpándose. Ni siquiera había podido estar en el cumpleaños del conde.

Llamó para decir que iría un poco tarde, y cuando por fin llegó, se quedó al brindis y la tarta, y luego se excusó diciendo que tenía que hacer varias llamadas de negocios.

Gabe, por el contrario, se lo pasó estupendamente. Habló sobre caballos con un par de compañeros de su abuelo, y disfrutó de una comida fantástica. Bailó con todas las mujeres guapas, que eran muchas, y flirteó con la más guapa de todas, una rubia deslumbrante llamada Natasha, que lo miraba con grandes ojos violetas y decía:

–Tú no eres como tu primo, ¿verdad?

–No. Gracias a Dios –respondió él alegremente.

Cuando finalmente terminó la fiesta, Randall todavía no había vuelto. Probablemente andaría por ahí haciendo más dinero para Pubicaciones Stanton.

Gabe miró su reloj.

–¿Has pensado alguna vez en darle un día libre a Randall? –le preguntó al conde.

Estaban en la biblioteca, cómodamente sentados en unos sillones de cuero, bebiendo el mejor whisky escocés que había bebido en su vida, y Gabe había visto suficientemente reblandecido al viejo como para permitirse sacar el tema.

–¿Un día libre? –preguntó Conde–. ¿Día libre? ¡A mí jamás me dieron un día libre! Los condes no se toman días libres.

Gabe sonrió. ¡Pobre Randall!

–Me alegro de no serlo entonces –alzó su vaso para un brindis–. Por el pueblo llano. Por seguir haraganeando.

–No hace falta que estés tan orgulloso de ello, muchacho. La mayoría de los hombres han sentado cabeza a tu edad.

–¿Como tú, por ejemplo?

Gabe conocía bien al viejo. Y sabía que había sido un derrochador incorregible en sus días de juventud. Había tenido que aparecer lady Cornelia Abercrombie-Jones para encauzar a Cedric David Phillip Stanton, arrancarle una propuesta de matrimonio y poner fin a su vida frívola.

–No estamos hablando de mí –dijo Conde.

–No. Porque sabes que no te conviene. A mí no me importa que hayas sido un vividor, ya lo sabes –sonrió–. Solo creo que debieras dar un poco de rienda suelta a Randall, antes de que te mueras, no sea que se canse y termine tirando todo por la borda.

–¿Crees que voy a morirme?

–No, probablemente, no. Pero algún día te morirás. Y si Randall no ha vivido, ¡quién sabe qué podrá hacer con la herencia de los Stanton! ¡Quizás se quite tanto peso y responsabilidad de encima!

Conde se puso todo colorado.

–¡Randall no haría eso nunca!

–¿Cómo lo sabes? ¿Lo has dejado alguna vez andar por ahí después de las diez, excepto haciendo negocios?

Gabe no oyó la respuesta a esa pregunta, porque en aquel momento se abrió la puerta de la biblioteca y apareció Randall, con una sonrisa de satisfacción en su cara sobria.

–Lo hemos conseguido. ¡Hemos conseguido la Gazette!

–¿Otra Gazette? –preguntó Gabe–. ¿Cuántas Gazettes, Echoes, Advertisers, Recorders y lo que sea edita esa empresa?

Ediciones Stanton se especializaba en periódicos locales, y poseía ochenta en todo el país.

–Esta es la Buckworthy Gazette –dijo Randall, triunfante–. Hemos estado detrás de ella durante años.

–¡Ah! –Gabe asintió.

La residencia familiar estaba situada cerca del pequeño pueblo de Buckworthy, hacia el sur del condado de Devon. Y los Stanton siempre habían lamentado no poder hacerse con el periódico de su propia localidad. Y ahora Randall lo había conseguido.

Conde, por supuesto, estaba feliz. Se levantó de su asiento, rejuvenecido, y palmeó a su nieto en la espalda.

–¡Era hora! –exclamó–. En pocos meses se habría venido abajo. Ahora tú puedes hacerla brillar –miró su reloj–. Si mañana sales bien temprano, puedes estar allí a mediodía. Es un periódico de los jueves. Llegarás a tiempo de poner algo en el número de esta semana. No hay nada como el presente para empezar a poner las cosas en su sitio. Las ventas no han sido como esperábamos. Puedes empezar una campaña publicitaria también. Y alguna discusión acerca de algún tema controvertido… ¡O algo así! –Conde se frotó las manos, entusiasmado.

Pero mientras Gabe miraba, Randall parecía ir perdiendo entusiasmo. Como si comprendiera que aquello suponía más responsabilidades.

–¡Eh! ¡Espera! Lo vas a abrumar… –dijo Gabe.

Miró a Randall.

Randall dudó. Luego se aflojó la corbata. Abrió la boca, y la volvió a cerrar.

«¡Idiota!», pensó Gabe. ¿Iba a dejarse mandar de ese modo? Randall también lo miró.

Conde miró a uno y a otro. Frunció el ceño y preguntó:

–¿Cuál es el problema?

–Ninguno –dijo Randall, al mismo tiempo que Gabe decía:

–¡Claro que hay un problema! ¡Vas y lo presionas con más trabajo! ¡Te lo he dicho, necesita un descanso!

–¡Y yo te he dicho que hay mucho trabajo que hacer!

–¡Pon a otra persona!

–¿A otra persona? –preguntó Conde, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo–. La Buckworthy Gazette es un periódico de los Stanton –gruñó–. Es nuestra por derecho. Y va mal. Necesita un Stanton para enderezarla.

–Pero, ¿por qué tiene que ser este Stanton? –preguntó Gabe.

–Porque Martha está en la otra punta del mundo.

–¡Martha no es la única otra Stanton!

–Bueno, no, estás tú –dijo Conde–. Pero antes enviaría a un chico de catorce años a dirigir un banco que mandarte a ti a levantar la Gazette.

–¿Crees que no puedo hacerlo?

–Es trabajo –señaló Conde.

–¿Y crees que no es trabajo criar ganado? ¿Crees que no es trabajo transportar ganado? ¿Vacunarlo?

–Tu padre trabajó duro –dijo Conde.

–¡Yo trabajé con él! –exclamó Gabe.

–Tú dabas una mano cuando pasabas por allí.

–¿Quién crees que lo ha hecho desde hace un año, en que murió papá?

–¿Tú? –Conde casi chasqueó la lengua–. Creí que tu madre había contratado a Frank como encargado del rancho. O tal vez lo haya hecho Martha o esa pequeña huérfana, Claire. Tu madre dice que Claire siempre anda vestida con vaqueros y que hace el trabajo de tres hombres a la vez. ¿Para qué te quieren a ti?

Gabe apretó los dientes y dijo:

–Piénsalo otra vez.

–¿No dices tú que puedes trabajar duro? –Conde lo miró con una sonrisa burlona.

–Por supuesto –dijo Gabe–. Tanto como él –señaló a Randall.

–¡Ja, ja, ja! –dijo Conde.

–No te rías de mí, viejo.

–Y a mí no me llames viejo

–Mira… –dijo Randall.

–¡Tú no te metas! –gritaron los otros dos al mismo tiempo.

–Haré lo que se necesite hacer –dijo Gabe, desafiante–. Y tú, Randall… Ponme al corriente del periódico, y tómate unas vacaciones.

–Estás loco –Randall agitó la cabeza–. Nos llevarás a la bancarrota.

Gabe dejó su vaso en la mesa violentamente.

–¿Y eso quién lo dice? ¿Crees que no puedo dirigir las cosas yo? Te lo demostraré. Mañana por la mañana saldré para Devon.

Hubo un silencio.

Randall y Conde se miraron. Luego miraron a Gabe.

Gabe los miró también. Luego, del mismo modo que lo había asaltado la adrenalina, recuperó la claridad mental y vio la realidad. Y pensó «¡Oh, Dios! ¿Qué he hecho? ¿En qué me he metido?».

Lentamente se pasó la mano por el cuello.

 

 

Más tarde, los dos primos acompañaron a Conde a acostarse. Luego fueron juntos hasta la habitación de Gabe, donde este sacó una botella de Jack Daniel’s.

–Hablando en serio, es una locura.

–Sí –Gabe sirvió dos vasos de whisky y alzó el suyo diciendo–: ¡Por la Buckworthy Gazette!

–¡No tienes obligación de hacerlo!

–Sí –dijo Gabe. Se bebió el whisky de un trago, dejó el vaso encima de la mesa con un golpe y se echó en la cama mirando a su primo–. En serio –repitió–. Acuérdate de cuando éramos niños y tú viniste a Montana por primera vez. Nos hicimos hermanos de sangre, y juramos defendernos y protegernos contra el mundo entero. Bueno, eso es exactamente lo que estoy haciendo.

Randall agitó la cabeza y dijo:

–¡No necesito que me protejan!

Gabe no estaba convencido, pero no iba a discutir. Se incorporó un poco y tomó la botella nuevamente. Con cuidado se sirvió otro vaso de whisky–. Y hay algo más. Tú no eres el único Stanton –dijo.

Randall pestañeó y preguntó:

–¿Qué?

Gabe alzó la mirada y se encontró con los ojos de su primo.

–Puedo hacer esto –dijo Gabe, tanto a Randall como a sí mismo–. Será divertido –agregó después de un momento.

–No sabes en lo que te estás metiendo.

Gabe alzó su vaso y miró el líquido ámbar a la luz.

–Por eso mismo será divertido.