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El Airbus 320 de LAN corrió tres cuartos de la pista y se elevó ágil como una flecha lanzada a lo alto. Al igual que en ocasiones anteriores, Roberto estuvo atento hasta escuchar el crujido del tren de aterrizaje al plegarse. Un tanto miedoso en los despegues, esa señal le indicaba que el proceso había terminado sin problemas. Entonces, ya relajado, observó por la ventanilla los alrededores de Pudahuel mientras el avión ganaba altura, un paisaje árido matizado con rectángulos de un verde intenso y al fondo la cordillera de la costa con sus cordones de cerros invadiendo el valle. Una vez que atravesaron las nubes, soltó el cinturón y tomó el diario con la intención de distraerse. Se dirigía a Punta Arenas, una ciudad que no conocía, en busca de una mujer mayor que tampoco conocía –quien ignoraba su visita– a fin de entregarle un encargo de su padre, que ella no esperaba.

Enrique, su padre, después de nueve años de viudez, había fallecido de un sorpresivo ataque al corazón y nunca le habló de la existencia de Valeria. Aun cuando él era hijo único y siempre mantuvieron una buena relación con frecuentes demostraciones de cariño, la comunicación no había alcanzado la intimidad profunda. Tras la muerte de su madre, Roberto cuidó de estar más cerca de él; los días de semana, si no se reunía con su polola Isabel después de la oficina, iba directo a casa. Cenaban temprano y luego veían los noticiarios de televisión, comentaban los sucesos y también los resultados del fútbol. Enrique se interesaba en conocer las novedades de la empresa donde su hijo desempeñaba el cargo de Subgerente de Finanzas y como padre orgulloso de su rápido ascenso, no perdía oportunidad de aconsejarlo. Roberto lo escuchaba atento sabiendo que, si bien las recomendaciones de su padre eran válidas, no todas tenían aplicación práctica en el frío y acelerado mundo empresarial que le correspondía enfrentar. Por eso, cuando meses más tarde Roberto dejó el departamento paterno para irse a vivir con Isabel, Enrique, al quedar aún más solo, acusó el golpe, a pesar de que su hijo lo visitaba con frecuencia y mantenía un diario contacto telefónico.

Semanas después del fallecimiento, y luego de que el abogado le asegurara que el trámite de la posesión efectiva demoraría pocos meses, Roberto volvió a visitar el departamento de su padre. Como único heredero, debía tomar decisiones sobre los objetos personales, el destino de los enseres y luego encargar la venta del inmueble, ya resuelta, dada la antigüedad del edificio. Al entrar tuvo una extraña sensación. En ese silencio sólido de casa abandonada, le pareció actuar como un ladrón que va en la búsqueda de un botín oculto. Luego de un rápido recorrido, como para cerciorarse de que no había nadie, despacio fue paseando su mirada por cada habitación. En el living rememoró el habitual aperitivo de las tardes de sus padres, ella sentada junto a la ventana leyendo o tejiendo y él en su berger revisando el diario La Segunda. Del mobiliario tenía decidido conservar, por supuesto, los tres cuadros con escenas porteñas pintados por su padre en su juventud; el preferido de Roberto mostraba la Plaza Wheelright de Valparaíso, con el imponente edificio de la Aduana de color rojo y el ascensor del cerro Artillería. Decidió que salvo estos cuadros y uno que otro adorno que le recordara a sus progenitores, debería sacar todo a remate. Ya en el dormitorio, se emocionó al abrir el clóset principal que estaba con llave, y toparse con la mejor ropa y los objetos íntimos. En una de las cajoneras, encontró una carpeta con documentos notariales, un antiguo misal, juegos de prendedores de corbata y colleras y una billetera nueva vacía. Comprendió que debería hacer una revisión prolija de todo el clóset para determinar cuáles objetos conservar. Todo ello tomaría mucho más tiempo que lo imaginado.

En la siguiente visita inspeccionó el escritorio de su padre. En la mesa de tamaño medio yacía el antiguo computador; en la pared principal un mueble biblioteca y una estantería repletos de libros, álbumes de fotos y portarretratos con fotografías familiares. En el clóset de la habitación se encontró con un sinnúmero de cajas de archivo rotuladas con el asunto de su contenido. Nada de eso le llamó la atención porque sabía que era aficionado a la lectura y a recortar y guardar cualquier artículo que considerara interesante, en particular si estaba relacionado con la historia y costumbres de Chile, los temas que más lo apasionaban. De hecho, había escrito ensayos sobre la Patria Vieja y el gobierno de Freire que motivaron su ingreso a la Academia Chilena de la Historia. Pensó que lo mejor sería embalar los libros y guardarlos en la bodega de su departamento, a la espera de tener tiempo suficiente para tomar una decisión sobre su destino final. Luego dio una mirada a los letreros de las cajas del clóset antes de eliminarlas. Varios se referían a viajes que había efectuado junto a su madre y las cajas guardaban los folletos de turismo, pasajes aéreos, facturas de hoteles, boletos de museos, además de un breve diario del viaje. Otros solo indicaban “Recortes”. Dos cajas le llamaron la atención porque en vez de llevar un rótulo, tenían solo los números 1 y 2. Abrió la caja 1; en su interior encontró un fajo de cartas y lo desató. Los sobres, manuscritos, estaban dirigidos a su padre y eran de distintos tamaños. Miró el remitente de uno y solo figuraban las iniciales “VD”. La letra cursiva era hermosa y delataba una mano femenina. Luego tomó la caja 2, allí encontró dos carpetas, una con fotocopias sueltas de cartas escritas por su padre durante el año 1988; encabezadas con el saludo: “Mi querida Valeria” y otras con la frase “Mi amor”. La segunda carpeta también contenía fotocopias de cartas dirigidas a Valeria, pero fechadas en la década del 50.

Con el contenido de las cajas encima del escritorio se sentó estupefacto, mientras un sudor frío le empapaba la frente. ¿Quién era Valeria? No lo podía creer; en el año 1988 su madre aún vivía, entonces ¿cómo era eso de que se escribiera con otra mujer, llamándola “mi amor”? La gran cantidad de cartas demostraba que entre ellos hubo una relación, y que no se trataba de algo pasajero, de una simple aventura sentimental; al contrario, todo parecía indicar que su padre se había involucrado con esa mujer. ¿Por qué tantas cartas? Sin embargo, la última estaba fechada en septiembre de 1988. ¿Qué pasó después? Resolvió no examinarlas, prefería no enterarse. Si tuvo algún tipo de vinculación con otra mujer, que se llevara su secreto a la tumba. No quería estropear la buena imagen que tenía de él, un hombre más bien tranquilo, intelectual, que demostraba una actitud de cariño y respeto hacia su madre. Como matrimonio se habían llevado bien; nunca los vio disgustados y jamás se habría imaginado que uno de ellos pudiera cometer una infidelidad.

Devolvió las carpetas con las fotocopias a su caja y al amarrar el fajo de las cartas se desprendió un papel suelto, donde, con letras mayúsculas se leía: “En caso de mi muerte ruego devolver estas cartas a Valeria…”. Reconoció la letra de su padre. Pero ¿qué es esto?, pensó. ¡Qué clase de petición era esa! Si las cartas son del año 88 y estamos en el 2004 y ya habían transcurrido más de dieciséis años, ¿por qué no las devolvió él mismo? No lograba imaginar cuál sería la razón. Estaba confundido, guardó las cajas en el clóset y decidió marcharse. Por esa tarde ya había experimentado demasiadas emociones. Sin embargo, no pudo olvidar el tema. ¿Por qué su padre pedía que las cartas fueran devueltas? ¿Dónde vivía Valeria?

2

Mientras hojeaba el diario, Roberto escuchó la voz del piloto quien, tras presentarse, informó que la ruta presentaba excelentes condiciones y que arribarían a Punta Arenas según itinerario. Terminada la lectura miró a su alrededor, el avión estaba completo y salvo contados grupos o parejas que dialogaban, la mayoría de los pasajeros viajaban solos y en silencio. Supuso que lo hacían por negocios. Su viaje, en cambio, tenía una motivación muy distinta: cumplir el encargo póstumo de su padre de entregar a la señora Valeria –para él siempre sería una extraña– todas las cartas que ella le había escrito. Dio por sobreentendido que esta devolución tenía que ser efectuada en forma confidencial y por eso la visitaría en su colegio, dado que era la única dirección que figuraba en las cartas. Había calculado que ya tenía sesenta y tres años, o sea era una mujer mayor. ¿Cómo lo recibiría? Verse obligado a tener una entrevista tan desusada le era incómodo. No por timidez, sino que verse cara a cara con una mujer con quien su padre, de alguna manera, había sido infiel a su madre, no le resultaba agradable en absoluto.

En verdad, en un comienzo dudó en viajar; sin embargo, por el respeto que siempre le tuvo decidió cumplir con el cometido. Además, al conversar el tema con Isabel, surgió la idea de agregar otra motivación al viaje: obtuvo cuatro días de permiso en la empresa para aprovechar de conocer lo más posible de Punta Arenas. Sabía que era una ciudad diferente en muchos aspectos, alejada del resto de Chile y anidada en un rincón estratégico del territorio, que luego de ser una simple colonia penal, se convirtió en importante centro comercial y de abastecimiento para las naves que debían cruzar el Estrecho de Magallanes, antes de la existencia del Canal de Panamá. Sabía de su clima frío, con largos inviernos nevados en los que apenas se ve el sol y, al contrario, con veranos en que ilumina más allá de las diez de la noche, a veces acompañado de fuertes ventoleras que llegan a derribar a los transeúntes desprevenidos. Tanto es así que, en esos días de vientos intensos, el municipio instalaba cuerdas en las calles céntricas –a la manera de puentes colgantes– para que los peatones puedan sujetarse y avanzar.

Su padre le había contado de los primeros colonos, los llamados pioneros, que soportando ese clima inhóspito en la segunda mitad del 1800 recibieron miles de hectáreas como beneficio del gobierno y crearon grandes complejos ganaderos, una empresa naviera y desarrollaron el comercio. Y junto con traer el progreso, las familias Menéndez, Nogueira, Braun y otras, también amasaron grandes fortunas que se vieron reflejadas en la construcción de palacios y en un teatro de ópera. Roberto deseaba conocer esas mansiones que ahora estaban en manos de la ciudad, convertidas en museos o clubes sociales. Pero también le había referido la historia negra de algunos de estos pioneros, quienes, con la anuencia tácita de las autoridades que no querían ver afectado el desarrollo de esa zona tan alejada, contribuyeron al exterminio de los onas, primitivos habitantes de la región. Además, le comentó sobre los libros que narraban aquellos sucesos, como La Patagonia trágica, y de la leyenda que decía que tan pronto se publicaban, los descendientes de esas familias pioneras procedían a comprar todos los ejemplares para evitar su circulación.