Referencias

El libro que dije que no escribiría

Las descascarilladas paredes del minúsculo cuarto de baño iban desmoronándose y desconchándose debido a la humedad que consumía el enyesado a la vez que una discreta mancha de moho extendía su delicada filigrana de hongos grisáceos sobre la bovedilla, como si de un bosquecillo pintado a mano se tratara. Una ventana de listones de aspecto malévolo daba al tejado de sellador negro del estudio; más allá, se vislumbraban hileras de casas de ladrillo dotadas de desastrados jardines repletos de malas hierbas que hacían las veces de vertederos improvisados para bicicletas viejas y oxidadas, secadoras y muebles abandonados. Entre las manchas mohosas había imágenes húmedas y mal recortadas adheridas a la pintura ruinosa con disquitos de Blu-Tack; en la bañera, agrietada y de escasa profundidad, un galápago iba describiendo apresuradamente una triste danza circular entre los parabólicos muros esmaltados de su presidio. La puerta del cuarto de baño daba a un minúsculo y oscuro pasillo por el que a su vez se accedía a una habitación de techo alto y con molduras cuyas paredes se fusionaban y titilaban a medida que las sombras intermitentes proyectadas por las velas giraban sobre sí mismas mientras sus llamas parpadeaban. Los ventanales, mal colocados y ruidosos, daban a un balcón de hierro forjado más allá del cual se veían las fachadas estucadas de Moorhouse Road, Notting Hill, donde el esporádico titilar de la luz de una cocina delataba la presencia de algún que otro noctámbulo inmerso en sus rituales nocturnos. De los dinteles de las puertas colgaban estrafalarios abalorios de vidrio, y en un cuenco de porcelana agrietado colocado encima de una mesilla situada junto al cochambroso sofá de color pizarra, yacían olvidadas unas alcachofas secas de color parduzco; a nuestro alrededor, desperdigados por todas partes, había botellas medio vacías, paquetes de papelillos Rizla desgarrados y ceniceros atiborrados de colillas. La noche había sido larga. Mi viejo amigo Alan y yo habíamos pasado la mayor parte de ella fumando y charlando emocionadamente mientras escuchábamos una maqueta de «To the Birds» grabada en casete, que fuimos rebobinando una y otra vez hasta convertir aquel ritual en un frenesí de autocomplacencia en bucle; entretanto, mientras los vecinos chillaban, aporreaban las paredes y se tapaban los oídos con las almohadas, nosotros permanecíamos sentados, absortos en nuestras respectivas divagaciones. El mundo iba cambiando lentamente, nuestras vidas se iban reordenando y, más allá de la lúgubre vulgaridad cotidiana, vislumbrábamos un futuro diferente que desprendía el brillo de las promesas y las posibilidades; ese presentimiento nos llevaba a quedarnos sentados durante horas, escuchando, parloteando, tramando, planeando y anhelando, mientras sentíamos comprimirse el nudo de la anticipación en nuestras entrañas.


Conque aquí estoy, escribiendo el libro que dije que no escribiría, hablando de aquello de lo que dije que no quería hablar. Supongo que era inevitable. Más allá de la necesidad infantil de ser oído, del impulso un tanto chabacano de contarle al mundo mi historia, me pregunto qué es lo que me habrá llevado hasta aquí. Durante las infinitas madrugadas que me pasé tendido mirando al techo sin pensar en nada más, me prometí a mí mismo que intentaría no volver a escribir ese mismo libro que todos hemos leído en tantas otras ocasiones. La mayoría de grupos de rock tienden a emprender la misma marcha fatigosa y previsible por los mismos senderos previsibles, atravesando los mismos previsibles puestos de control de forma tan predeterminada como el ciclo vital de una rana o algo semejante; de ahí que el relato siempre acabe desprendiendo un aire de fatalidad, más aún cuando todo el mundo sabe lo que va a suceder en el último capítulo. Así pues, en lugar de hacer tal cosa, en estas páginas intentaré emplear elementos de mi propia historia con el fin de ampliar horizontes y mostrar un cuadro más extenso, para examinar mi trayectoria desde la penuria al éxito y de ahí a la autodestrucción y vuelta a empezar, y aprovechar esa narración para decir algo sobre algunas de las fuerzas que influyeron en mí y desvelar así quizás alguna especie de verdad en torno a esa maquinaria que zumba sin cesar, a menudo de forma invisible, especialmente en lo que concierne a aquellos sobre los que opera, para crear esos grupos a los que la gente oye por la radio. Puede que parezca un poco ambicioso, pero es mi manera de intentar apropiarme de algún modo de la segunda parte de mi historia, muy asiduamente documentada por los medios de comunicación y que desde luego no necesita ser narrada de nuevo bajo esa forma convencional. Resulta asombroso el modo en que la retrospectiva puede llegar a aportar una claridad que en el momento a uno le resultaba inasequible. Ahora que soy capaz de reflexionar sobre lo que me sucedió en el transcurso de la alocada montaña rusa de mis años mozos, es casi como si todo eso le estuviera sucediendo a otro, cuando en aquel entonces lo viví como algo increíblemente íntimo, de una inmersión absoluta, con la cara chafada contra el cristal, por así decirlo, mucho más cerca de la cuenta para poder percibir ahí verdad alguna. Así pues, esto no es tanto una prolongación del desastrado y manoseado Bildungsroman que constituye la primera parte de mi historia, sino una clase de relato diferente, que pincha y hurga en los engranajes que han ido rechinando a mi alrededor a lo largo de los años y que esperemos que dé respuestas a unas cuantas preguntas, tanto mías como de cualquier otra persona, en torno a lo que sucedió exactamente y por qué.


Así pues, Suede apareció, parpadeando entre los detritos de nuestras habitaciones de alquiler y sacudiéndose el polvo del andrajoso caos de nuestras existencias y de los escenarios de ruina silenciosa que inspiraron sus temas primerizos, cuando la década de los noventa entró, tambaleándose y chisporroteando, en sus primeros años de vida. El nuestro, sin embargo, habría de ser el más largo de los «éxitos de la noche a la mañana» de todos los tiempos. Una vez comparé el arco de nuestra trayectoria profesional con «un carrito de bebé empujado colina abajo», metáfora que sigue pareciéndome apropiada. Dicha trayectoria siempre me ha producido una cierta sensación precaria y descontrolada, cuando no ligeramente aterradora. Supongo que el «bebé» que iba dentro del carrito éramos nosotros cuatro, chillando frente al amargo bofetón del viento al internarnos dando tumbos entre el tráfico.

Por supuesto, antes de coger velocidad, tuvimos que pasar muchas más noches incómodas sobre los escenarios tratando de convencer a públicos malhumorados en trastiendas de pubs y locales como el Camden Underworld o el Islington Powerhaus, enfrentándonos a océanos de brazos cruzados y ejércitos ataviados con tejanos negros de semblantes ceñudos y resueltos cuyos gestos decían «impresionadnos». Eso sí, una vez alcanzado el punto de inflexión, tuvimos la sensación de que por fin podríamos dejarnos llevar por el emocionante e inevitable trayecto que iba arrastrándonos y que había comenzado a convertirse en algo cuya dimensión nos superaba. No pretendo insinuar que hubiera algo que se aproximara remotamente a una «movida», porque no la había: nuestro ímpetu seguía siendo exclusivamente nuestro y teníamos la impresión de que si de algún modo estábamos en alguna vanguardia, esa vanguardia la constituíamos nosotros en solitario. Con el correr de los años, la historia musical se ha reescrito ligeramente a sí misma, con esa despreocupación que a veces la caracteriza cuando pretende hacer encajar los fragmentos del pasado con las verdades del presente. Continuamos dando tumbos de un escenario a otro, con zapatos agujereados y greñas mal teñidas, oliendo a champú seco Batiste y al bouquet almizcleño y dulzón de la ropa de muerto, y poco a poco comenzamos a poner los frágiles cimientos sobre los que todo grupo ha de levantar el edificio de su obra: su base de fans. Aquello fue años antes de que existieran las redes sociales, en los tiempos en que el boca a boca quería decir eso precisamente y en que la única forma posible de «triunfar» era salir a la palestra y tocar, restregar tus sudorosas carnes contra las de la primera fila, sentir el pringoso retorcerse de manos húmedas y pegajosas y el roce del escenario contra la culera de tus desgastados pantalones de pana acanalada. Con mucho tiento, empezamos a echar nuestras redes más allá de Londres, y por primera vez recorrimos a trompicones las autopistas en furgonetas blancas Ford Transit de alquiler hasta llegar a lugares como el Rumble Club de Tunbridge Wells y el Zap de Brighton. En aquellos días, por humilde y prosaico que pueda parecer, viajar seguía siendo una novedad, por lo que aquellos trayectos en los que fumábamos Silk Cut y comíamos sándwiches de estación de servicio mientras nuestro amigo Charlie Charlton recorría la M23 a toda velocidad se nos antojaban una especie de aventura maravillosa. En la parte trasera de la furgoneta solíamos guardar un mohoso colchón en el que, emocionados, nos sentábamos a charlar y a beber vino tinto barato a la ida, y en el que nos desplomábamos a la vuelta mientras Mat, sentado en la parte de delante con Charlie, iba encendiendo cigarrillos para intentar mantener a este despierto. Para unos jovencitos de veintitantos años, estar en un grupo tiene algo excitante, viril y tribal, y en aquella época encantadora, antes de que se instalara entre nosotros la desolación de la repetición, reinaba un poderoso sentimiento de pertenencia que nos producía una impresión que era extravagante por definición; era como si, de algún modo, nos estuviéramos saliendo con la nuestra. Íbamos orbitando de prueba de sonido en prueba de sonido en torno a ciudades satélites y circunvalaciones, y subsistiendo a base de patatas fritas Walker y nicotina mientras el frenesí de baja intensidad iba acumulándose.

Entre conciertos, Saul, de Nude Records, había reservado los Estudios Protocol del norte de Londres para grabar con un productor llamado Ed Buller nuestro primer EP, que teníamos previsto que fuera una doble cara A en la que figurasen «The Drowners» y «To the Birds», con «My Insatiable One» en la otra. Ed había escuchado algunas de nuestras maquetas y le habían encantado, y tras venir a vernos en directo y halagarnos adecuadamente, decidió interpretar lo que hacíamos como algo afín al adorado panteón del rock de los años setenta con el que él se había criado. Era un productor chapado a la antigua, de la vieja escuela: un personaje apasionado, resuelto y a menudo excéntrico, que se enfundaba ceñidos trajes negros y se pateaba la sala de control de una punta a otra, envuelto en bufandas y gabanes mientras opinaba desenfrenadamente, como la caricatura de un compositor loco o el Doctor Who que nunca fue. A lo largo de la sesión nos guio y nos moldeó, acompañándonos a su manera, cálida y paternal, por aquel desconocido patio de recreo que era el estudio, salpicando la jornada de hilarantes apartes y bromas privadas que nos dieron cohesión a todos como equipo y pusieron los cimientos de una relación que acabaría abarcando décadas. Dentro del vasto espectro que define el papel de un productor, la habilidad particular de Ed consiste en saber tratar con la gente y, ante todo, en inspirar a los grupos con los que trabaja. Es una de esas personas que hacen que uno se sienta seguro y arropado. Siempre tuve la impresión de que para él trabajar con Suede no era simplemente otra tarea más, de que comprendía que lo considerábamos parte de nuestra estrambótica y pequeña familia, ese papá estable que hacía de contrapeso a nuestro papel de hijos descarriados. Sabía cómo arengarnos e incitarnos a ponernos las pilas, era consciente de los límites de nuestra elasticidad y nos apretaba lo justo, antes de llegar al punto de ruptura, para conducirnos así hasta lo que habrían de convertirse en nuestras obras más destacadas. Al destilar los elementos más del rock de los años setenta de nuestro sonido, creo que fue fundamental a la hora de definir el modo en que acabó percibiéndonos la prensa musical. En manos de otro productor es posible que se hubiera concedido más peso al tono visceral y beligerante que el grupo desarrollaba en directo y que nos hubieran encasillado en el molde más «alternativo». Nosotros fuimos arte y parte de esa decisión, ya que nuestra misión, desquiciada y un tanto altiva, era crear una música que fuese más allá de los estrechos márgenes del gueto indie. Seguíamos repletos de arrogancia juvenil, y ardíamos en deseos de distinguirnos de lo que en aquel entonces no era sino una ciénaga gris de grupos que no daban la talla.

Para quienes no lo sepan o lo hayan olvidado, me parece importante comprender el panorama en el que Suede hizo su aparición por primera vez. No creo que sea injusto decir que en aquel entonces la música alternativa se encontraba en su momento más bajo. El hiato indefinido representado por los Stone Roses y el callejón sin salida del movimiento shoegazing habían dejado un vacío que llenaron una variopinta mezcolanza de grupos carentes de ambición y olvidados hace ya mucho tiempo que vestían pantalones cortos y sonaban a estudiantes, un tropel de conjuntos tan respetables como espantosos que se enorgullecían de sus sosas credenciales indies y de su ideario político de último año de secundaria. Sé que seguramente corro el riesgo de quedar como un tipo susceptible y antipático, y quizás que mis sentimientos al respecto sean un poco exagerados, pero suplantarlos era para nosotros una cuestión de honor, y también nos ofrecían una especie de modelo frente al que reaccionar. Cada nueva oleada de grupos denigra a la anterior y, en cierto sentido, tiene el deber un tanto edípico de acabar con ellos. Este «parricidio» es necesario para que puedan distanciarse y definirse a sí mismos en cuanto que microcosmos del conflicto generacional que en tiempos se le dio tan bien inculcar a la música pop: un continuo ininterrumpido de muerte y renacimiento. Queríamos ser todo lo que aquellos grupos no eran —vulnerables, cinéticos, ambiciosos y pícaros— y volcamos los principios de este manifiesto en aquellas tres canciones del EP The Drowners. Dado lo modesto del presupuesto con el que contábamos, las sesiones fueron bastante rudimentarias. Pese a nuestro idealismo, seguíamos siendo un grupo novato, y Ed sabía que tenía que captar algo de ese crudo palpitar, por lo que, si hacemos abstracción de un par de pistas de voces y de guitarras añadidas, un violoncelo y unos bongos, «The Drowners» no se alejó demasiado de su encarnación en directo. Creo, no obstante, que Ed calibró extremadamente bien esos toques, y que sacaron a relucir una cadencia y una frescura que hicieron del tema, en lo que a mí respecta, uno de los que mejor suenan de todos cuantos hemos grabado. «To the Birds» padeció un poco de la clásica ingenuidad del grupo que entra en el estudio por primera vez, pues fuimos incapaces de resistirnos a añadir una especie de bucle de guitarra secuenciado que hizo que la nueva versión sonara menos primaria de lo debido. Si he de ser sincero, «My Insatiable One» fue un poco un aditamento. No fue hasta que lanzamos el disco y que el tema empezó a recabar atención en la prensa y que lo versionara Morrissey cuando nos dimos cuenta —con retraso— de hasta qué punto era una joya. Yo sabía que Morrissey había asistido a un par de nuestros primeros conciertos y alguien incluso había mascullado que creía haberlo visto tomando apuntes en un bloc de notas al fondo de Camden Palace durante nuestra actuación. Que estuviera aprendiéndose la letra o no es debatible, pero eso no hizo menos chocante que un día, cuando iba paseando por Portobello Market, uno de los puesteros que vendía casetes piratas se me acercara discretamente y me incrustase en la sudorosa palma de la mano una grabación en cinta de un bolo suizo de Morrissey. Escuchar su versión del tema al regresar a casa fue una experiencia extraña. Creo recordar que había eliminado los tacos y que el grupo delataba una evidente confusión en lo tocante a cómo plasmar nuestra afinación drop en mi bemol, pero, por supuesto, qué duda cabe que me fascinó escuchar aquella voz que había formado parte del decorado mismo de mi juventud recitarme mi propia letra. Por encima de todo, creo que lo que sucedía era que yo percibía a mis primeros héroes musicales como mucho más que meros músicos. Era gente que me había ayudado a navegar por las procelosas aguas de la vida, que había influido en mis opiniones políticas, que me había sugerido cómo vestir e incluso me había dicho qué cosas no debía comer, y oír a uno de ellos validar de una manera tan inequívoca mi trabajo fue un momento maravilloso pero también un tanto desconcertante, como cuando el maestro se ve por fin superado por el discípulo; recuerdo haber estado escuchando la canción una tarde lluviosa en Moorhouse Road, tirado sobre mi rancia colcha morada y abrumado por una extraña sensación entre triunfal y melancólica. Visto retrospectivamente, haber relegado «My Insatiable One» a la condición de cara B fue la primera de una larga serie de decisiones poco afortunadas que nos llevaron a exiliar temas clásicos al ostracismo de las caras B, restringiendo así su público y haciendo que los álbumes fuesen más flojos a raíz de su ausencia. No obstante, y al mismo tiempo, aquella prodigalidad fue consciente y deliberada, pues queríamos que todos los momentos de nuestra producción resultaran notables, incluidas, y en ciertos sentidos más todavía, las caras B. Supongo que, convenientemente, era algo que en no poca medida habíamos aprendido de los Smiths, que durante algún tiempo tuvieron unas caras B excepcionales. Aquello era lo que hacía que fuera tan emocionante ser fan de ellos; era como si el grupo estuviera honrando nuestra devoción con un regalo, y esa sensación de descubrimiento apasionante era la que queríamos prolongar en nuestra obra. No obstante, si «My Insatiable One», «To the Birds», «He’s Dead» y «The Big Time» hubiesen figurado en el álbum de debut, ese disco habría sido sencillamente mejor.

Aquella fue una época maravillosa para Bernard y para mí como amigos: estábamos muy unidos y cada vez nos respetábamos más el uno al otro y a lo que por fin estábamos produciendo juntos. Los fríos y húmedos años del fracaso nos habían ido forjando hasta convertirnos en un equipo curtido, y por fin parecía que el mundo comenzaba a abrir los oídos a lo que estábamos haciendo. Nuestros primeros inviernos como conjunto novato fueron acogidos con la habitual avalancha de encogimientos de hombros indiferentes con la que suele toparse la mayoría de grupos principiantes, pero a medida que íbamos avanzando sin cesar, la batalla contra la apatía pareció volverse más dura si cabe, mientras continuábamos dando conciertos nerviosos ante públicos indiferentes, sentados incómodamente en aquel ambiente de «cuelgue guay con la mente en blanco» que era de rigor para los grupos indies de comienzos de la década de 1990. A menudo había más gente sobre el escenario que entre el público asistente, y en determinado momento hasta llegamos a tocar un bolo profundamente humillante y completamente carente de sentido para una sola persona. Ahora bien, finalmente, pese a todo, gracias a una mezcla de obstinación, azar y evolución, habíamos encontrado nuestra voz y la gente por fin había empezado a hacernos caso. Bernard y yo compartíamos cigarrillos de clavo y viajábamos juntos en el metro, charlando emocionadamente, tramando, planeando y tomando prestadas mutuamente las frases del otro; al igual que los jóvenes son conscientes de que la muerte es algo inevitable pero remoto, nuestra propia y previsible desintegración, tal y como consta en los anales de la tradición rockera, parecía completamente irrelevante, y los esporádicos chispazos de discordia entre los dos apenas suscitaban el ocasional carpe diem: la calavera en el borde del lienzo. En el seno del grupo, la sensación general de confianza y camaradería también había ido intensificándose cada vez más, y el cambio de dinámica que se produjo tras la marcha de Justine había permitido a Simon emerger de los márgenes y mostrarse de manera más plena como el amigo amable, leal y a menudo desternillante que es, muchísimo más que el educado tipo punkoide que habíamos conocido en un principio.

Empezamos a tocar en pequeños y emblemáticos locales londinenses, asegurándonos siempre de que las entradas disponibles se hubieran agotado peligrosamente, de que estuvieran abarrotados de cuerpos humantes y sudorosos y de que fuera casi imposible entrar. Esta histeria prefabricada parecía sintonizar con uno de los valores fundamentales del grupo: el deseo de trascender lo cotidiano, de tratar de acceder a un estado más elevado. Siempre me han encantado esos artistas que parecen inalcanzables y sobrenaturales. Hasta un grupo como los Sex Pistols, pese a sus harapos y sus cánticos propios de Highbury, parecía estar cortado por un patrón distinto al resto de los mortales: como de dibujos animados fosforitos y de algún modo extraterrestres. Sin ánimo de ser pomposo, a mí todas esas actitudes del tipo «somos iguales que nuestros fans» no hacen sino recordarme a esos padres que pretenden ser los «mejores amigos» de sus hijos: en definitiva, me resultan falsas, condescendientes y vacías. Con independencia de lo escasamente de moda que esté un punto de vista o no, siempre he tenido la impresión de que todo espectáculo es un acto fundamentalmente elitista, que el escenario está ahí por una razón muy clara —separar al grupo de su público y elevarlo por encima de él— y que la diferencia de poder que eso conlleva constituye un ingrediente esencial del drama. La primera de esas actuaciones estrepitosas y enervantes que precedieron al lanzamiento del single fue un bolo en The Africa Centre, en Covent Garden, y creo que fue entonces cuando empezamos a reconocer por primera vez que quizás la gente quisiera de verdad algo que nosotros teníamos. Recuerdo haberme quedado absolutamente estupefacto ante el hecho de que cuatrocientas personas hubiesen pagado un dinero que les había costado ganar para vernos a nosotros. El bolo en sí, tal como yo lo recuerdo, resultó vagamente decepcionante, pues todavía no habíamos aprendido a canalizar nuestro nerviosismo de manera que contribuyera al espectáculo, lo que tuvo como consecuencia un concierto un tanto sobresaltado, carente de dominio y autoridad. A aquellas alturas, sin embargo, daba la impresión de que la metedura de pata ocasional realmente no tenía importancia y de que estábamos acumulando un caudal de buena voluntad que comenzaba a transportarnos cual torrente benévolo.

Las noticias de ayer son el papel de fish and chips de mañana

El distante y discordante barullo de un montón de grupos tocando temas completamente dispares se filtraba hasta el pasillo de los locales de ensayo Premises, en Hackney Road. Aquel sitio olía al sudor rancio y a las colillas de mil conjuntos sin contrato, y mientras los bombos daban batacazos y los bajos eléctricos palpitaban, una fina neblina de polvo iba cayendo del agrietado techo de yeso victoriano y depositándose imperceptiblemente sobre el mostrador de la pequeña cabina en la que se vendían cuerdas de guitarra, galletas y patatas fritas. Tras él, el brusco y arisco propietario plantó dos tazas de té lechoso sobre la encimera y me miró.

—Serán dos libras —dijo.

Rebusqué en el enmarañado caos del bolsillo de mis vaqueros, pesqué algunas monedas y se las di. Él cogió el dinero y me clavó la mirada.

—Vi el artículo sobre vosotros en el Melody Maker —me espetó con una sonrisa nada habitual.

—Ah, sí —respondí con alegría, casi esperando toparme con una mueca de aprobación.

—¿El mejor grupo revelación de Gran Bretaña? —masculló, frunciendo de nuevo el ceño—. Si ni siquiera sois el mejor grupo que hay en el edificio.

En algún momento de abril de aquel año, el parloteo incipiente sobre nosotros había inducido al semanario musical Melody Maker a encargar una entrevista para que coincidiera con el lanzamiento del disco. Habíamos probado previamente la temperatura de la laguna mediática con un par de insignificantes minirreportajes acerca de aquel grupo revelación, pero se suponía que este iba a ser un artículo importante realizado por el director, Steve Sutherland, que había escuchado el EP y se había sentido debidamente electrizado. Steve era un personaje interesante, de una inteligencia evidentemente deslumbrante, pero también estaba dotado de una ambición férrea y andaba siempre al acecho de la noticia con la rapacidad de un periodista profesional. Percibí en él una vena despiadada y desprovista del menor sentimentalismo, y creo que al mirar más allá de nosotros, hacia el futuro, Steve no solo vio en Suede algo más que un grupo, sino los comienzos de un movimiento. Yo todavía no poseía talento real alguno como entrevistado, así que recuerdo haberme sentido con el agua un poco al cuello, y lo cierto es que Mat resultó mucho más citable, aunque la verdad sea dicha, siempre lo ha sido.

Después de la entrevista, nos dirigimos a uno de esos laberintos de estudios fotográficos que hay en el este de Londres, fríos, ventosos y lóbregos, y que salpicaban aquella parte de la ciudad antes de que los hipsters se trasladaran allí. La sesión fue con Tom Sheehan, fotógrafo residente del Melody Maker, un cockney afable y jocoso que logró que nos pavoneáramos ante el objetivo con nuestros abrigos de piel falsa y nuestras chaquetas de Oxfam como si fuéramos unos golfillos que se hubieran encontrado un vestidor por ahí, y nos engatusó para que desempeñásemos el papel que poco a poco nos estaba siendo confeccionado. Pese a que no me diera cuenta en ese momento, ahora veo que gran parte de la habilidad de un fotógrafo reside en su capacidad de dialogar con la persona fotografiada, en su capacidad de extraer matices de las expresiones faciales y las actitudes; de ahí el cliché estereotipado tipo David Bailey en Blow-Up, inmerso en una pantomima paródica del deseo mientras imploraba a la modelo esquelética con ojos de gatito que le «hiciera el amor a la cámara». Nunca he sido de esa clase de personas capaces de sonreír cuando se les requiere que lo hagan, y me pregunto cómo se hará, ya que considero el hecho de sonreír más como una reacción que como un reflejo que se pueda producir voluntariamente, pero Tom era un manipulador astuto y creo que sabía que querríamos dar una imagen un poco distinta al del consabido montón de chicos de aire taciturno mirándose los zapatos que constituía el patrón estándar de la época. En aquel entonces, la idea de pasarse una tarde siendo adulados por la cámara en un estudio era infinitamente preferible a pasarla en la cola del paro o en los curros de mala muerte que acabábamos de abandonar, pero vista retrospectivamente, nuestra ingenuidad frente a la cámara fue imprudente, pues creo que nuestro inocente deseo de complacer contribuyó a crear ese barniz inicial de vacuidad hambrienta de fama contra el que tuvimos que luchar durante un montón de años. Es interesante que la percepción que se crea de uno durante esas primeras escaramuzas con los medios de comunicación sea tan poderosa que puede definirle de manera continuada y convertirse en una rígida coraza de la que en ciertos aspectos es imposible deshacerse. Existe una popular teoría según la cual el desarrollo emocional de los famosos queda bloqueado en el preciso momento en que acceden a la fama, pues es entonces cuando comienzan a blindarse contra el mundo real, lo cual no deja de tener paralelismos con la actitud popular hacia ellos, que en ocasiones no madura jamás más allá de un punto de partida simplista.

Un martes de finales de abril, Mat y yo íbamos caminando por Great Marlborough Street cuando, al aproximarnos a un kiosco de prensa, me pareció ver en la portada del Melody Maker algo que se parecía a mi rostro. Según nos íbamos acercando y la imagen se volvía más nítida, se produjo un extraño momento de desconexión psíquica cuando me di cuenta, horrorizado, de que lo que parecía ser mi rostro era eso exactamente y que nos habían puesto en portada. Bajo nuestras cuatro cabezas y en grandes letras mayúsculas, podía leerse: EL MEJOR GRUPO REVELACIÓN DE GRAN BRETAÑA, frase de la que a lo largo de los siguientes años nos resultaría imposible deshacernos y sobre la que hay veces que jamás habríamos querido posar la vista. No sé si alguien que se haya criado en la era posterior al dominio de los medios impresos comprenderá realmente lo que esto supone. En tiempos, la prensa musical semanal era tremendamente importante e influyente, y tenía el poder, la difusión y las cifras de ventas necesarios para dirigir y moldear carreras. No obstante, existía una estricta jerarquía, un orden piramidal que había que respetar, lo que suponía que a los grupos que estaban a punto de lanzar su primer single sencillamente no se les seleccionaba para ser las estrellas de portada. Tras haber pasado las horas perdidas de nuestra adolescencia inmersos en la lectura minuciosa del contenido de sus páginas, conocíamos muy bien estas convenciones, así que en cuanto nos repusimos de la conmoción, tuvimos que afrontar la singularidad pura y dura de nuestra situación. Lamentablemente, creo que mucha gente que recuerda aquella época sigue considerando al grupo como un producto de la prensa, un retorcido e infame experimento de los medios creado en los turbios laboratorios de IPC, dignos de Mary Shelley; fue aquel momento trascendental el que proporcionó gran parte del combustible necesario para ese incendio particular, así como la sospecha de que de algún modo éramos cómplices del crimen y culpables del más cardinal de todos los pecados indies: la inautenticidad. Por supuesto, en aquel entonces estábamos todos tan sumamente seducidos por la embriagadora descarga de adrenalina que suponía el hecho de que algo estuviera sucediendo con nuestras vidas como para que nos importaran gran cosa las consecuencias o las implicaciones, pero al echar la vista atrás no puedo dejar de tener la sensación de que quienes permitieron que se nos colocara en esa posición actuaron de un modo increíblemente irresponsable y miope. Sencillamente, no creo que nos aconsejaran bien, ni que aquellos cuyo trabajo consiste en analizar pormenorizadamente tales situaciones se molestaran nunca en explicarnos que el codiciado trofeo que perseguíamos era, en última instancia, tóxico. Estábamos demasiado inmersos en el momento para detenernos ni por un instante, pero el papel del grupo consiste en ser impetuoso, instintivo, alocado y quijotesco, y corresponde a quienes lo rodean ser sobrios, reflexivos y ofrecer asesoramiento. No puedo dejar de pensar que en ese aspecto nos fallaron, que permitieron que nos lanzáramos de cabeza a la tormenta y que nuestro pacto con nuestra caprichosa amante, la prensa, estuvo mal planeado. Eso sí, la retrospectiva es maravillosa, y me resulta muy fácil seleccionar estos momentos cruciales y criticarlos. No voy a pretender que no estuviéramos todos desesperados por triunfar y que en el frenesí resultante no nos aferráramos ciegamente a todos y cada uno de los medios necesarios para lograrlo. Eso acabaría teniendo consecuencias de largo alcance para nuestra trayectoria, pues de cara a mucha gente quedamos encasillados, de manera simplista y para siempre, como un grupo «sobrevalorado» y rodeado de excesivo bombo publicitario, desprecios que hasta el día de hoy considero que de muchas maneras nos siguen persiguiendo como legado de nuestro exagerado perfil inicial.

Esta falta de orientación sobria decía mucho acerca de la naturaleza de nuestra alineación y de la gente que nos rodeaba. Podría decirse que en aquel entonces el más experimentado de nuestros mentores era Saul, pero siempre dio la impresión de que, en lo que a él se refería, estaba igualmente entusiasmado —cuando no más— con la conmoción que empezaba a generarse a nuestro alrededor; a medida que iban evolucionando los acontecimientos, con frecuencia se veía dominado por una energía maníaca y fervorosa, y celebraba muchísimo y de forma apasionada nuestros éxitos como si fueran los suyos propios, absorto en el viaje salvaje en el que nos habíamos embarcado todos. La situación era tan novedosa que cuando se trataba de solucionar vicisitudes no existía ningún reglamento que consultar, y sin comerlo ni beberlo, nos vimos metidos en el papel de proverbiales cobayas en el seno de una relación nueva y cambiante entre el artista y la prensa que acabaría por definir el panorama mediático de la década entrante. La reacción que suscitó Suede fue tan desmesurada que parecían existir muy pocos paralelismos históricos, y si bien no es algo de lo que me sienta particularmente orgulloso, sí es algo que es preciso abordar, pues se convirtió en un elemento integral de nuestra historia. Para quienes no estuvieron allí o lo han olvidado, podríamos dar una idea de la magnitud de la reacción mediática diciendo que aparecimos en diecinueve portadas antes incluso de que saliera nuestro primer elepé. Aquel fenómeno, por supuesto, estaba destinado a tener consecuencias perniciosas, en particular tras el posterior rechazo y subsiguiente alejamiento del grupo por parte de Bernard, pero mientras aquel frívolo delirio siguió divirtiéndonos, nos limitamos a agarrarnos con todas nuestras fuerzas al asiento de delante y disfrutar del trayecto.

El lanzamiento del EP estaba previsto para el 11 de mayo de 1992 y, en cuanto estuvo grabado y mezclado, las decisiones concernientes al material gráfico quedaron en mis manos. Siempre me había encantado la forma en que, de algún modo, las portadas de los álbumes eran capaces de definir y refractar la música, o el modo en que la imagen correcta podía ser lo bastante potente como para volverse completamente sinónima de las canciones, y había pasado infinidad de horas de mi adolescencia a la deriva contemplando la obra de Hipgnosis, Jamie Reid y Peter Saville. Tras haber pasado muchas aburridas tardes de entre semana pateándome tiendas de segunda mano y rastros, había acumulado una pequeña y mohosa colección de libros, uno de los cuales recopilaba la obra de Holger Trulzsch y la modelo Veruschka. Aquellas imágenes surrealistas y cargadas me habían fascinado durante años, sobre todo la que representaba a una chica desnuda cuya pintura corporal consistía en un traje de hombre que sujetaba una pistola. Me parecía la expresión perfecta de algunos de los temas sesgados de las canciones —la combinación de peligro y sexualidad, la gozosa confusión de la androginia—, así que dicha imagen se convirtió en la portada de nuestro EP. El aspecto barato, mal hecho, poco menos que situacionista que acabó teniendo la portada, consecuencia de un presupuesto limitado, resultó ser un accidente afortunado, ya que la discográfica nos dijo que solo podíamos permitirnos imprimir en tres colores, lo que le proporcionó una ingenuidad maravillosamente infantil de corta y pega, una cualidad casi casera que se convirtió en el tema visual de toda la serie de portadas de los primeros discos.

La acogida dispensada al lanzamiento de The Drowners fue interesante por su dualidad. Pasó desapercibido para la inmensa mayoría de la gente, sin la menor sombra de reconocimiento, pues tuvo un impacto nulo en los principales medios de comunicación y alcanzó un renqueante puesto 49 en las listas. Sin embargo, para una reducida subcultura no creo que sea exagerado decir que fue recibido como un acontecimiento sísmico. Seguramente sonará horriblemente presuntuoso, y estoy tratando de distinguir entre los recuerdos reales y los que fabricamos tras los hechos, además de juzgar todo ello más allá de mi asfixiante solipsismo, pero recuerdo sinceramente que el disco gozó de una aclamación clamorosa y hasta de una pizca de infamia en el mundo de la prensa musical semanal, así como en el mundillo indie marginal londinense. Creo que, sin querer, nos habíamos convertido en el epicentro de una convergencia de fuerzas, en parte en calidad de estrepitosos y estimulantes suplantadores de la movida moribunda del momento, y en parte porque habíamos adquirido un garbo y un ímpetu propios —expresión de algo llamativo y nuevo—, pero sobre todo, quisiera creer, porque los temas eran buenos. Siempre he tenido una fe demencial en el poder de las canciones. Me encanta el hecho de que sean accesibles con el equipo más sencillo posible y que las teclas de un piano o de una máquina de escribir te animen y se burlen de ti al mismo tiempo con la combinación de sus límites y sus posibilidades, su secreto tan tentadoramente al alcance de tus dedos pero al mismo tiempo más allá de ellos, igual que a veces, al sentarse con una guitarra barata, una voz y un poco de inspiración, uno se siente electrizado por el sentimiento de que podría estar a punto de descifrar algo mágico, de acceder a alguna clase de alquimia maravillosa sin otras fronteras que las de su propia imaginación. Esa poderosa y cautivadora interacción entre las palabras y la melodía me había obsesionado desde la infancia y, junto con Bernard, tenía la sensación de que realmente comenzábamos a hablar como compositores de canciones, algo que durante años parecía haberse convertido en un arte más bien perdido.

Pese a todo, sería hipócrita no otorgarle el debido crédito a la presencia en todo esto de la turbia sexualidad de las canciones. Algunas de las letras ambiguas e indirectas de The Drowners habían dotado al EP de un matiz emotivo y carnal que estoy seguro que contribuyó al volumen general del parloteo ambiental en torno al grupo. Era muy consciente de este elemento de mis composiciones, y estaba ansioso por tirar de esos hilos que siempre me habían fascinado en la obra de otra gente. La mayor parte de la música pop siempre me había parecido tremendamente melindrosa y anodina desde ese punto de vista, o, cuando el tema era el sexo, entonces era tratado con una vacuidad caricaturesca y nunca parecía ir más allá del cliché. En una de las primeras entrevistas, dije en una ocasión que quería hablar más del «condón usado que de la hermosa cama», y creo que esa sigue siendo una forma acertada de considerar el, ejem, empuje de esas primeras canciones. Para mí escribir sobre sexo era lo mismo que escribir sobre la vida: explorar las minucias, escarbar bajo las capas para echar una mirada de reojo al fracaso y al miedo, a los momentos de duda y de confusión, y también a las categorías binarias simplistas en las que el tema suele estar constreñido. Por supuesto, habrá quien considere esto como un intento deliberado de excitar o suscitar controversia, pero en el fondo no era sino mi simple tentativa de documentar el mundo que veía a mi alrededor. Los medios refractaban y reflejaban lo que yo hacía y me lo reenviaban, y al reaccionar, yo introducía aquello en mis composiciones posteriores, con lo que de forma subconsciente y progresiva iba añadiendo finas capas a la cebolla de mi personaje, cada vez más voluminoso, pero nadie que presente su obra en el ámbito público puede librarse de ese bucle infame. Al mismo tiempo, sería hipócrita por mi parte no reconocer que a cierto nivel era muy consciente de lo que estaba haciendo. Lo que me condujo a pormenorizar el sexo en las canciones tuvo que haber sido, en parte, un deseo de provocar. Siempre he considerado que uno de los propósitos centrales de la música pop —en fin, de la buena música pop, en cualquier caso— es despertar sentimientos intensos, suscitar emociones e instigar una lealtad ciega, y una de las consecuencias de esas respuestas extremas es, en ocasiones, la irritación e incluso el odio. A mí se me hizo evidente muy pronto que Suede era un grupo que inspiraba pasión y sarcasmo en idéntica medida, así como muy escasos sentimientos en la parte intermedia de dicho espectro. Simplemente es uno de esos rasgos que tenemos que asumir, para lo bueno y para lo malo, del mismo modo que es muy poco lo que uno puede hacer respecto del tamaño de sus pies, y de la misma manera, un grupo tiene que aceptar la clase de grupo que es y trabajar dentro de esos límites, y si tiene dos dedos de frente, utilizarlos para sus propios fines.