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El hijo zurdo

Rosario Izquierdo

 

 

 

 

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Cinco años saltando a las letras hispánicas

2014 - 2019

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Colección Narrativa

 

Imagen de la portada:

Grabado de Rafa Forteza

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

 

Diagramación: Roger Castillejo Olán

 

© Rosario Izquierdo, 2019

© Editorial Comba, 2019

c/ Muntaner, 178, 5º 2ª bis

08036 Barcelona

 

Autora representada por Silvia Bastos, S.L. Agencia Literaria

 

ISBN: 978-84-949623-7-0

 

 

 

 

 

 

 

Para Sole y Susana.

 

Para las mujeres que fueron niñas en las escuelas franquistas.

 

 

1

Mi hijo pequeño es zurdo, como yo. Cuando lo descubrí, esa coincidencia me pareció un motivo de celebración. Algo singular nos unía, veíamos la realidad desde ese lado oscuro. Fue oscuro para mí porque así me lo enseñaron, pero no iba a ser oscuro para él. Yo haría de su siniestra perspectiva un lugar luminoso desde el que participar en el mundo. La idea de tener algo que construir a partir de su zurdera me hizo disfrutar más que el simple descubrimiento. Esa idea me fortaleció. Durante días estuve diciéndome que tenía un hijo zurdo. No se lo conté a nadie, tampoco a su padre. Podría decir ahora que lo hice por no señalar al niño, pero no hubo estrategias pedagógicas ni nada parecido detrás de esa decisión. Su hermana Inés lo descubriría pronto, el padre seguramente tardaría y era casi seguro que no le iba a importar, vería en ello otra molesta similitud entre el niño y la madre. Era capaz de interpretar mi irracional pero sincera emoción como una tontería. Y yo no quería que nada parecido nublase la alegría de mi descubrimiento.

Había pasado el tiempo de querer saber y contar todo. Ya no era casi una niña, como cuando nació Inés, y comprendía que no hay necesidad de compartirlo todo con un marido. Guardo como un secreto precioso aquellos ratos a solas con mi hijo, cuando la niña estaba jugando en la calle o en casa de alguna amiga. Me es fácil volver a verlo, delgado, ágil, los ojos como piscinas oscuras y relucientes, el cabello alborotado como los rotuladores y los lápices de cera que se desperdigaban encima de la mesa, de fondo el sonido de los dibujos animados japoneses en la tele, que él miraba a ratos, cuando no se concentraba en las figuras de sus álbumes para colorear. Algunos contenían los mismos personajes que esos dibujos animados —Goku, Oliver y Benji, Sakura—, cuyos ojos eran también como piscinas nocturnas, iluminadas por ráfagas de luz.

Me he ejercitado en recuperar aquellas tardes, a las que nunca vuelvo con tristeza ni con nostalgia sino con un instinto de animal que busca cobijarse del frío y cuando encuentra un foco de calor ahí se queda, reconfortada por haber hallado un punto al que poder regresar una y otra vez. No encuentro ni busco en ello felicidad o consuelo, tan sólo calor primario. La Bola de Dragón Zeta, mi hijo Lorenzo y su hermosa concentración en manejar la mano izquierda sin salirse de los bordes ni emborronar demasiado el papel. Yo enfrente de él y en la misma postura, de rodillas en la silla, los codos sobre la mesa, en un álbum ya usado que acaba de prestarme, coloreo otra figura y hago esfuerzos por no mirar cómo se mueve su mano sobre el papel. Porque, cuando la miro, veo en la mano de Lorenzo mi propia mano de niña.

No recuerdo exactamente qué dibujos coloreaba yo cuando tenía su edad, pero sigo escuchando las palabras que pronunciaban otras cuando mi mano se activaba. Así no, miradla, es zurda —zurdita, decía mi hermana—, ¡eso no se hace! Rara, torpona, zocata, siniestra, chota… Chota, esta última palabra sonaba a algo maloliente y sucio, parecía que la pronunciaran con más saña que las demás.

Lo hacían las profesoras de la escuela de niñas, y antes lo había hecho mi madre. A mi madre no le gustaba que yo fuera zurda, lo consideraba una especie de castigo de dios. Una parte del doble castigo que, sin merecerse, dios le había enviado. Su cruz, como decía. Ella había esperado con fervor, cuando estaba embarazada de mí, un hijo. Conforme ya con que la primogénita fuera María del Pilar, dócil y rubicunda, hecha a su medida, consideraba que en su tercer embarazo —pues el segundo se malogró, y era de un niño— le correspondía un varón. Había redoblado sus visitas a la iglesia, convencida de que sus rezos serían atendidos. Me imagino sus torpes negociaciones con las imágenes de esos santos y vírgenes cuyas estampas llevaba en el bolso. Arrodillada murmuraría: Ya me has hecho pasar el martirio de perder un varón, y puede que éste sea mi último embarazo, virgencita concédeme…

Diría palabras así cuando acudía al templo en días laborables, fuera de la vista de sus amistades católicas, rompiendo la costumbre de ir solamente los domingos, creyendo por eso más pura su fe. Me has dado mucho, Señor, Virgen del Carmen, del Rosario, de las Angustias o los Dolores —cualquiera de esas vírgenes a las que veneraba—, sólo te pido una cosa más… Un hijo varón. Como sus amigas, como su cuñada. Centraría sus oraciones únicamente en el sexo. Me esperaba varón y lo de la zurdera ni lo consideraba, era una posibilidad remota, pues no había antecedentes en la familia, como luego tantas veces ha repetido. Yo iba a ser el hijo diestro que de tantos malos ratos vendría a compensarla. Cuando le daba uno de sus ataques de nervios por cualquier otro motivo y al pasar casualmente a mi lado me veía usar la mano izquierda, solía atizarme un cate espontáneo, haciendo que cayera lo que yo estuviera usando en aquel momento, un lápiz, una tijera o esos cromos de colores con los que jugaba. Era cuando le gritaba a mi padre: ¡Mira tu hija! ¡Es chota, es chota! ¡Eduardo, por Dios, prohíbele de una vez que escriba con la mano izquierda!

En vez de calmarla a ella mi padre venía a calmarme a mí, que lloraba escandalosamente ante esos ataques incontrolados de mamá, pues tendría menos de cuatro años. Tranquila, tranquila, decía él acariciándome la cabeza. Eso no es malo, no tiene ninguna importancia. Y a ella le decía: Cálmate, Celia, me llevo a la niña un rato, luego hablaremos tú y yo.

Vivíamos en las afueras. Mi padre me cogía de la mano y me llevaba al campo. Si hacía buen tiempo nos íbamos caminando hacia el río, donde él dejaba que me quitara los zapatos y metiera los pies en el agua. Él mismo me había enseñado a leer y a escribir a la edad de cuatro años, y no había ido dando a nadie la noticia de que yo escribiera con la mano izquierda. Cuánto he agradecido esa prudencia suya. En el río, aquellas tardes cálidas de primavera o de otoño, con las plantas de mis pies rozando la suavidad de las piedras y el limo resbaladizo deslizándose entre los dedos, se me olvidaba que yo era zurda, chota, desviada, y que eso parecía doler a mi madre. Era posible que al volver a casa ella me sonriera o incluso me diera un beso, y luego, con cara de estar pidiendo perdón pero a la vez con firmeza, pusiera un lápiz en mi mano derecha y me dijera al oído, para que no la oyera él: Inténtalo. No te será difícil. Tú eres lista.

Todo esto empezó a suceder con más frecuencia cuando por fin me mandaron a la escuela de niñas y allí inmediatamente dieron quejas de mí. Ser zurda no es algo que puedas disimular en una escuela, y parecía cobrar mayor gravedad ante el gran crucifijo que dominaba el aula y la fotografía del hombre al que las maestras y mi madre llamaban caudillo, vigilando a las chotas del mundo.

No había otra más que yo en aquella clase, aunque sí en otros cursos. Éramos cuatro o cinco en total, las zurdas de la escuela de niñas. La educación obligatoria empezaba a los seis años pero en esa escuela se podía ingresar antes, si la familia lo solicitaba. Mi hermana ya había cumplido nueve años y mi madre pretendía que yo entrara como ella, con cuatro años. Había sido un disgusto para mi madre el no poder llevarnos a una escuela de monjas, debido a la oposición de mi padre, quien se mantuvo firme en eso como no lo hizo en otros asuntos.

Era la mía una madre sin ocupación alguna y sin vocación de madre —si es que existía algo parecido a esa vocación que yo creía ver en otras madres—, con una mujer que trabajaba interna en casa para que ella pudiera estar volcada en cuidarse el cabello y la piel, ir de compras y hacer vida social con las esposas de otros médicos.

Pero mi padre quería retrasar ese momento todo lo posible.

¡No entrará con cuatro, entrará con seis! O en todo caso con cinco. Ya veremos.

Se escuchaban sus discusiones a través de las puertas. Me hacían asimilar la natural división que había en la familia: de un lado estaban mi madre y mi hermana, y del otro mi padre y yo, separados por puertas invisibles pero recias. Simple cuestión de afinidades. Ellas iban juntas a misa, se atusaban, disfrutaban con las compras, salían a merendar a casas de otros médicos. Creo que desde los cinco años empecé a negarme a acompañarlas, pero todavía tuve que hacerlo un tiempo hasta que me dejaron por imposible, como decía mi madre. Me gustaban las tardes sin ellas, con la tata Adela o con mi padre cuando no estaba de guardia, él y yo en su despacho lleno de libros, la luz repartiéndose entre la actividad de mi mano izquierda y el silencio de su lectura o el martilleo hipnotizador de la máquina de escribir. Ése es otro de los focos de calor a los que regreso periódicamente.

Las maestras de la escuela de niñas daban hostias conscientes, premeditadas, que se veían venir. Mi madre solamente gritaba y tiraba de un cate el lápiz que yo sostenía, sin hacerme mucho daño. Cate era una palabra que ella usaba mucho. Lo presentaba siempre como una bofetada leve, una hostia suave, blanda, que se daba sin querer y que no debía hacer daño, no debía tenerse en cuenta, no merecía la pena siquiera hablar de ello. Yo me llevaba más cates que María del Pilar. Los temía no por el dolor, que en verdad era leve, sino por la sorpresa que suponían: al ser tan espontáneos llegaban sin previo aviso y me asustaban, sacándome repentinamente de mis estados de concentración.

 

Más de veinte años después, cuando observaba a Lorenzo usar con libertad la cera y los rotus de colores con la mano izquierda, algo se activaba dentro que me procuraba un alivio inexplicable, como si el gesto natural del niño estuviera recomponiendo fracturas interiores que me habían dividido tiempo atrás. Esos momentos, en apariencia intrascendentes entre una madre y un hijo, eran solemnes para mí. Como una niña me dejaba contagiar por la seriedad de Lorenzo cuando hacía esfuerzos por no salirse del contorno del muñeco, y mantenía yo un gesto igualmente reconcentrado y serio, coloreando a mi vez. Por mi cuerpo ascendía una ola de calor que me reconfortaba. La diferencia era que yo lo hacía con la mano derecha, a pesar de ser tan zurda como él.

No podía él tener conocimiento de cuánto me aliviaba su zurdera, escozores, grietas que nunca parecían cerrarse. Aunque intentaba vivir atenta a lo presente, centrada en la familia y cursando una carrera universitaria, a veces acudían de golpe la escuela oscura y húmeda, la muerte de mi padre, el embarazo prematuro y la boda casi obligada, la falta de entendimiento con mi madre.

Mamá, venga, tranquilita, ya pazó, decía el niño con su ligero ceceo, tirándose a mi cuello para abrazarme, las veces que me sorprendía en la cocina o en mi habitación, cuando me sobrevenían los llantos. Eran las mismas palabras, dichas en el mismo tono, que él oía de mí siempre que se caía o se daba algún golpe y yo inmediatamente lo calmaba, acogiéndolo en mis brazos. Las decía como si él tuviera mi edad y yo tuviera la suya, y así me hacía sentir también.

Su hermana Inés ofrecía mientras tanto un cariño sosegado. El padre, absorbido por trabajos interminables, cada vez más complicados y misteriosos para mí, oscilaba entre apenas dejarse ver por casa y acaparar a Inés con un afecto que parecía mayor que el demostrado por el niño. Puede que yo calculase mal los grados de cariño y de tiempo empleado con el hijo y la hija. Pero creo que no. Sé que viví aquel desapego, y que dolía. Son cosas que suceden, no tienen un porqué, por más que una procure buscarlo. Después ella volvía a mí, cuidaba de su hermano, lo distraía de nosotros cuando era preciso, intuía como nadie las distancias, los fuertes vaivenes.

Yo intentaba a duras penas conseguir equilibrios, a base de resistir. Recordaba aquello de que el matrimonio es una carrera de fondo, todas esas frases hechas. Nunca pretendí que hubieran nacido para salvarme a mí de cualquier miedo. Procuré no agarrarme primero a ella ni después a él como si fueran botes salvavidas.

Inés había nacido a mis diecinueve años, traída por una corriente mutua de pasión y simpatía, por fuertes deseos sexuales. Lorenzo nació cuando yo tenía veintidós. Lo trajo la rutina a una familia en funcionamiento, una familia amable, que parecía no haberse desgajado todavía.

Intenté ser una madre diferente a mi madre.

Mi padre hacía ya tiempo que no estaba, lo perdí antes del embarazo de Inés.

Él era la única persona que podría haber comprendido mi emoción al ver dibujar al niño con la mano izquierda, el único a quien de verdad hubiera merecido la pena contárselo.

Yo era todavía, a pesar de todo, una madre llena de ilusiones sobre el futuro.

 

2

Los chicos están sentados juntos en la comisaría de la Policía Nacional. Esta vez sólo son dos, aturdidos bajo la luz cenital y helada. No hablan entre sí.

En la esquina más alejada de la dependencia se ve llorar a una mujer con signos de haber sido agredida en el rostro, que a duras penas intenta ocultar. Una agente va metiendo datos en el ordenador conforme la primera responde a sus preguntas.

Hay dos policías más, trabajando en sus mesas.

La otra madre está sentada. Yo permanezco de pie. No hablamos entre nosotras, pero nos hemos mirado en más de una ocasión. Las dos parecemos un poco resacosas y llevamos ropas que están fuera de lugar, o tal vez no lo estén en una comisaría a las siete y media de la mañana. Cada una de nosotras habrá salido de la cama tras haber dormido poco y se habrá vestido deprisa, sobresaltada por los teléfonos de antes del amanecer. Yo llevo los pantalones ajustados que me puse anoche para salir con Gloria, lo que tenía más a mano, para una noche que salgo y me arreglo un poco. Por arriba, un jersey muy usado y el abrigo negro de paño, que mantengo abrochado a pesar del calor que hace en la comisaría. Ella viste un chándal gris y calza zapatillas cerradas de andar por casa. Me llaman la atención sus grandes pendientes de argollas, demasiado aparatosos para dormir con ellos, y me sorprende que se haya detenido, antes de salir, en ponerse pendientes en lugar de zapatos. Está lloriqueando y murmura algo sobre un trabajo al que tiene que marcharse ya, como si pretendiera influir con sus ojos algo hinchados sobre la decisión del policía más joven, que es quien toma notas de lo referente a los rapados. Así los ha llamado cuando hablaba con el compañero. No es de por aquí el muchacho, me he fijado en su marcado acento del norte, pero hago esfuerzos para no distraerme en detalles que no importan y por fin me concentro en aquello que hay encima de la mesa: los documentos nacionales de identidad junto con las armas requisadas. Un puño americano, además de un cuchillo de quince centímetros de longitud y cuatro centímetros de hoja. El policía mide, repite las medidas en voz alta y después apunta escrupulosamente.

Se les acusa de agredir a otros jóvenes durante la noche y de tenencia ilícita de armas, pero finalmente no ha habido denuncias en firme, señoras, nos aclara a las madres. Después los mira a ellos y les habla como si no estuviéramos presentes. Otra vez os libráis, pero ya os conocemos, cabrones, y si seguís liándola se os va a terminar la buena suerte, hostias.

A continuación, Lorenzo y yo estamos cruzando la ciudad en un amanecer de lluvia fina que empapa de lágrimas los cristales del coche. La poca gente que hay fuera parece apartarse a nuestro paso, como si supiera de dónde venimos y qué sucede dentro del vehículo. Cada vez que miro a mi hijo por el espejo retrovisor acelero un poco más, aunque esos gestos de fuera me recuerdan que debo contenerme. Él consigue mantenerse sentado con cierta dificultad en el asiento trasero, la cabeza dirigida hacia arriba, intentando contener la hemorragia de la nariz con los pañuelos de papel que le he dado.

Parece que sangras menos, ¿verdad? Pero de todos modos vamos a ir al hospital.

¡No! ¡Como me lleves a un hospital, me escapo y no vuelvo!, grita Lorenzo con voz estropajosa. Y es lo primero que dice, después de todo. Como si ahora mismo le fuera posible escaparse, como si de verdad quisiera irse para no volver.

Más que la sangre de la nariz me alarma el ojo inflamado que le desfigura las facciones. Entonces cambio de dirección y enfilo silenciosa el camino a casa. Él tampoco habla. Pienso que es una suerte que sea domingo y apenas haya tráfico, me salto dos semáforos, ya llegamos, no quiero detenerme entrando en el garaje, por eso paro allí mismo, me bajo, llamo al timbre y vuelvo al coche mientras se abre la puerta de casa detrás de mí.

¿Qué ha pasado, mamá? Al levantarme he visto que no estabas, te has dejado aquí el móvil y…, viene diciendo Inés, sofocada. Me limito a señalar la parte posterior del coche y dejo que ella hable, elevando la voz. ¿Otra vez? ¿Otra vez el niñato? ¿Otra vez este puto niñato de mierda? ¡Esto no puede ser, no puede ser, mamá!

Ayúdame a sacarlo, Inés. Esta vez parece que ha sido peor.

 

No sé cuándo mi hijo y mi hija dejaron de quererse. Puede que no haya que buscar momentos puntuales sino aceptarlo como algo gradual, suponer que requiere de tiempo el desapego. O puede que se quieran todavía de alguna manera que no soy capaz de advertir. Cada vez que los veo discutiendo me vienen a la cabeza imágenes incompatibles con esos momentos: Inés y Lorenzo jugando y persiguiéndose, atentos frente a la tele, leyendo cuentos y descubriendo lugares juntos, cuando viajábamos. Todo aquello sucedió, y me hace bien recordarlo. Es como la sensación balsámica después de un ataque fuerte de tos que te ha dejado exhausta hasta que cede y el pecho se va abriendo, un vapor de eucalipto caliente que te abre las vías respiratorias, recordar los momentos en que parecía que aquello no iba a tener un final. Recordarme manteniendo, durante años, una idea romántica sobre la familia.

Hasta que te das cuenta de que no es así. Había dejado de serlo cuando todavía lo querías creer, habían sucedido ya los desengaños y tú haciendo equilibrios con ese fardo sobre la cabeza, sin ver que ibas por el borde de un precipicio. Pero tu hija y tu hijo se querían, todavía jugaban juntos. Eso era lo que te hacía avanzar con el fardo, mantener a raya el vértigo sin ser consciente del borde ni de la profundidad. Ahora sientes a veces que estás abajo ya y que no puedes llegar más abajo, hasta que de nuevo remontas. Eso es todo.

Qué asco, mamá. ¿Por qué lo traes aquí en vez de llevarlo al hospital?, pregunta Inés sin esperar respuesta. Ojalá lo metieran en la cárcel. Cabronazo…

Entre las dos sacamos a Lorenzo del coche. Hoy no se resiste, y tampoco responde a los improperios de la hermana. Se deja guiar por nosotras, un brazo alrededor del cuello de cada una. Sujetamos su cuerpo avanzando a duras penas.

Inés querría de mí actitudes tajantes, pero creo que comprende estas rendiciones mías. No seré yo quien eche leña al fuego, no voy a utilizar palabras dañinas contra él, y menos cuando está así. Lo dije el otro día: No quiero convertir la casa en un continuo campo de batalla.

Creo que tampoco ella ha podido abandonar del todo la mirada protectora y vigilante sobre el hermano menor.

Cuidado, el escalón, oigo que le dice ahora en voz más baja, delante de la puerta. Lorenzo la mira mientras exuda alcohol y quién sabe qué otras sustancias ácidas, da un pequeño traspiés y continúa mirándola. Dirige hacia su hermana el ojo indemne.

¡Al sofá!, ordeno yo.

Lo tumbamos y él deja que le quitemos la cazadora y las botas pesadas, sin voluntad, como si no pudiera con su cuerpo. Cerca del ojo ha salido un hilo fino de sangre que yo no había visto y que durante el trayecto se ha ido secando sobre la mejilla. Tráeme la manta, Inés, un barreño con agua templada, otro con agua fría, jabón, una toalla limpia ¡y el botiquín!

Inés tiene a veces el semblante sereno que yo veía en su padre al principio de todo. Pero no me recuerda a él. Ella es mejor que él, y mejor que yo. Esa manía de decir que tienen que recordar a alguien, de adscribir a la hija y al hijo como si quisiéramos negar el monstruoso acto de libertad que es nacer, impidiéndoles que rompan el cordón. Decir a quién se parecen como si no doliera romper ese cordón y lo accesorio fuera lo importante. A quién se parece el hijo que duerme en el sofá después de haber agredido a los hijos de otras madres, a quién su hermana que trae el botiquín y enciende en la cocina el hervidor de agua para que yo pueda tomar un té.

La casa está en silencio. Una luz clara, de domingo lluvioso, entra por las ventanas. Se escucha el borboteo del agua en la cocina. Desde el salón veo a Inés allí, colocando sobre la mesa la tetera y las tazas. Es ahora cuando me quito el abrigo y me acuerdo otra vez de respirar, con las manos frías puestas sobre las sienes de mi hijo, que no las rechaza y va acompasando su respiración a la mía. Me dicen mi madre y mi hermana que tenga cuidado con él, pero a mí no me da miedo, sé bien que no va a agredirme. No preguntéis a una madre cómo puede saber eso. Si él fuera malo yo lo sabría, sería capaz de reconocerlo. No quiero estar cegada como otras ante las miserias de sus hijos.

La gente no distingue el ser malo del tener problemas. Pero no es igual.

Cuando comienzo la cura, Lorenzo ya se ha quedado dormido.

 

3

Llegó la mujer y no eligió el diván, sino la silla. Dijo no saber para qué había venido, por qué estaba aquí en realidad. Mencionó su nombre y su primer apellido casi en un susurro, como si hubiera gente en la habitación que no debía enterarse, como si fuera más íntimo el nombre propio que lo que había venido a contar en voz alta.

Dijo que tenía una hija de la que quería hablar, y la envolvió con una nube de palabras amables, juegos, inteligencia, cocina, empatía, flores, bizcochos recién hechos. Desde que era una niña habían cuidado juntas las plantas del jardín. Desordenadamente habló de la lactancia, que duró un año, y muchas veces pensaba que ése había sido el mejor año de su vida. Habló de cómo un cuerpo que aún estaba creciendo fue capaz de alimentar a otro que acababa de llegar, y de crecer con él. Dijo que aquello agrandó el espejo de la infancia y que en ese espejo se había mirado de frente, junto a la niña que mamaba de ella, antes de ser capaz de. A menudo las frases quedaban inconclusas. Por ser madre muy joven no creía ella que hubiese madurado, más bien que se había infantilizado, porque dejó de escribir versos y comenzó a escribir cuentos para su hija que empezó a publicar poco más tarde. Todavía llevaba un diario irregular desde entonces, algunos de cuyos tramos habían podido ser como un refugio mientras que otros, los más, le devolvían reflejos que no hubiera querido recibir. Un diario insuficiente, un diario inoperante, dijo, textos incapaces de ofrecer poco más que un consuelo engañoso, que algunas veces la habían alumbrado pero en otras fueron lanzados con rabia al fuego de la chimenea. Un diario que ha empezado a destruirme, dijo. Se recordaba muy joven mirando cómo ardía su letra en el fuego, sintiendo por sí misma una compasión mezquina.

De cómo cuidaban juntas los arriates también habló, de regaderas y macetas grandes y manitas que se hundían en la tierra y que a pesar de su pequeñez eran firmes, constantes. Tocaban los esquejes, los capullos, las flores, la tocaban a ella. Más de una vez, al hablar de la niña, dijo fuerza, poder, energía y palabras parecidas; dijo tierra, dijo leche.

En ocasiones retomaba los susurros para confesar que había vivido mucho pero no había perdido la timidez, y a lo mejor por eso algunas veces se sentía así, joven, como si le quedara todo por hacer, con la virginidad de la juventud, una pureza que ella no comprendía cómo podía quedarse dentro.

A ratos se callaba bruscamente, se levantaba y miraba por la ventana, como buscando ayuda en el exterior.

Repetía: No sé bien por qué he venido. Y tampoco sé por qué estoy contando esto, por qué hablo de mi hija. Desde luego, mi hija no necesita ayuda. Es ella la que ayuda en todo caso, es mi hija la que me da lo que yo no puedo darle. He dejado de dárselo, he dejado de dárselo. Y se echaba a llorar.

Explicó que había crecido escuchando decir a su madre que las mujeres son más malas que los hombres por naturaleza, por eso desde niñas emplean tretas y artimañas para conseguir lo que quieren, tretas que ellos, por ser más nobles, nunca usan.

Ella llegó a creerse esa verdad o, por lo menos, no se había detenido a cuestionarla hasta que fue madre de esa niña y no vio maldad en ella; y el tiempo, según decía, confirmó que no había maldad en ella. Ni trampa ni cartón, porque es auténtica, dijo.

Tuvo que suceder eso, que naciera esa niña, para que ella aceptara que las verdades de su madre definitivamente no le servían.

Habló en más de una ocasión de desaprender. Dijo que la maternidad temprana hace que tu infancia vuelva a ti como ella imaginaba que volvía un boomerang lanzado con mucha fuerza, porque aún no te ha dado tiempo a digerir esa infancia, no la has analizado todavía y el cuidado de tu hija te la devuelve con una claridad dolorosa, hace que regrese veloz y a veces te da en la frente. Aquí, entre los ojos, dijo. Y tienes que desaprender.

Esa primera vez no habló de los hombres de su familia más que para mencionarlos: apenas dijo sus nombres.

No se detuvo en el hijo.

Continuamente volvía a la madre.

Su madre se había construido una visión inamovible del mundo alrededor de esas premisas y parecía sentirse cómoda en esa lógica, que era como un vapor que siempre había empapado sus pensamientos y acciones, eso dijo también, un vapor que ha empapado.

Antes de marcharse esa primera vez, pronunció literalmente, entre otras, algunas frases de su madre:

La nobleza y la honestidad son propias de los hombres.

Si va mal tu matrimonio será que algo has hecho tú para que vaya mal.

Ha sido una pena muy grande tener dos ‘hembras’ y ningún hijo varón.

Mira cómo el mío no fue tan mal.

Si él actúa así, será por algo. Por algo que tú has hecho o por algo que no has sabido hacer.

Las mujeres somos peores. Ellos, a nuestro lado, unos desgraciados.

Por lo menos la mayor ha hecho las cosas como Dios manda. Ese consuelo me lo llevaré a la tumba.

De un hombre cualquier mujer puede hacer lo que ella quiera, lo que a ella le dé la gana.

Son buenos, son todos unos calzonazos.

Armas. Armas de mujer.