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Primera edición: octubre de 2019

Copyright © Agustín Tejada Navas, 2019

© de esta edición: 2019, ediciones Pàmies, S. L.
C/ Mesena, 18
28033 Madrid
editor@edicionespamies.com

ISBN: 978-84-17683-44-3

BIC: FV

Ilustración y diseño de cubierta: CalderónSTUDIO
Fotografía: Kiselev Andrey Valerevich/Shutterstock


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Nací en tiempos convulsos. La guerra rompió mi niñez, empeñó mi juventud y me empujó a una madurez prematura y dramática. El destino o mi conciencia me llevaron a abrazar la causa imposible de un general llamado Quinto Sertorio. Y a pelear a su lado pensando que su victoria en Roma sería también la nuestra, la de todos los pueblos hispanos que decidimos seguirlo en su aventura, atribuyendo a aquel soñador rebelde la capacidad y la voluntad de restituirnos unas libertades ya casi olvidadas.

Fui guerrero celtíbero antes que legionario. Y llegué a Calagurris Nassica en calidad de legado. El último legado del general Sertorio. No el mejor, seguramente. Quizá sí uno de los más leales.

El asedio de Calagurris desnudó con crudeza todos mis defectos, como militar y como persona. Corrigió muchos de ellos, supongo. Pulió algunas virtudes. Dejó entrever ciertas cualidades. Pero, sobre todo, enterró mis fantasmas. En Calagurris abandoné una amargura que llevaba años persiguiéndome, y la cambié por una felicidad tan intensa, desesperada y real como la pelea que librábamos a diario.

En Calagurris Nassica perdí una guerra que ya estaba perdida; perdí mucho, pero gané más. Me hallé a mí mismo. Encontré a seres admirables entre sus combatientes. Entre todos pusimos los cimientos de una gloria futura. Entre todos construimos la leyenda de una ciudad prisionera de su honor.

Esta es la historia de aquella resistencia. Esta es la crónica de la lucha abnegada de miles de hombres y mujeres que no sabían rendirse.

I

Calagurris Nassica, Celtiberia hispana
Año 73 a. C.

—Parece otra… —Segius parpadeó, perplejo—. No recordaba… —dijo, todavía incrédulo, ajeno al aterrador despliegue de tropas enemigas alrededor de la fortaleza.

Para mí, vista desde la distancia, Calagurris seguía siendo la misma ciudad de siempre. Más o menos. Un robusto bastión celtíbero aupado sobre un inalcanzable promontorio de roca; una fortaleza casi inexpugnable. Un enorme oppidum construido a prueba de arietes y torres de asalto por tres de sus cuatro costados. Una urbe fructífera, dentro de cuyos muros mi padre había vendido sus famosas espadas y sus arados en muchas ocasiones. En otra época, evidentemente. En otros tiempos; cuando la guerra entre romanos aún no asolaba Hispania y penetrar en aquel recinto por cualquiera de sus cuatro puertas principales no implicaba un riesgo de muerte.

—Han elevado la muralla… —Segius me miró con aquel curioso rictus a medio camino entre la estupefacción y el orgullo—. Y las torres. ¿Te das cuenta, Kalaitos? —me preguntó, embelesado—. Nadie podrá vencernos. Ni siquiera el gran Pompeyo logrará romper nuestras defensas…

Observé la estampa imponente de Calagurris con más detenimiento. Segius tenía parte de razón. Sus muros y los guerreros encaramados al nuevo camino de ronda estaban ahora diez codos más altos. Diez codos más próximos a los dioses, que estarían mirándolo todo desde su pedestal de nubes. Aun así, en la supervivencia de la ciudad celtíbera nada influirían nuestras divinidades. Solo el empeño de sus habitantes ayudaría a nivelar la balanza. Pero ni siquiera eso sería suficiente. Era posible que Segius no lo supiera, o que la experiencia vivida por los suyos el año anterior lo llamara a engaño. Porque, en realidad, no existen las ciudades inexpugnables. Tan solo conozco dos clases de fortalezas: las que claudican antes del combate o las que resisten hasta la muerte. O hasta la llegada de un ejército aliado. En el caso de Calagurris, nosotros éramos —en principio— la avanzadilla de esas tropas salvadoras.

—¿Por dónde entraremos? —le pregunté a mi amigo, retomando así nuestro auténtico dilema—. No podemos quedarnos aquí demasiado tiempo —añadí mientras contemplaba el trabajo frenético de los zapadores enemigos a apenas tres estadios de nosotros.

Segius dio un respingo. Por primera vez pareció consciente de lo inaplazable de nuestra misión, y del peligro inminente. A duras penas cobijados entre unos arbustos de retama, las patrullas optimates podrían descubrirnos en cualquier momento.

—Por el camino de los berones —resolvió tras examinar la situación brevemente.

—¿Por el otro lado? —Me extrañé, pues la maniobra significaba abandonar nuestro escondrijo en los sotos del río Hiberus y circunvalar la ciudad por su extremo más septentrional hasta alcanzar la puerta norte—. ¿No sería mejor intentarlo por allí? —propuse, señalando hacia la puerta sur—. Nos queda mucho más a mano… Además, lo más probable es que Pompeyo haya dispuesto su campamento principal en esa altiplanicie —aduje, apuntando de nuevo hacia la meseta que teníamos delante, la única zona desde la que el asalto a la ciudad era factible—. Nos daremos de bruces con él si subimos ahí arriba.

Segius pareció considerar mis palabras un instante.

—Habrá un campamento en el Raso, eso es seguro —pronosticó mientras oteaba el montículo—, pero lo rodearemos. La puerta sur no es segura, Kalaitos. Es posible que no haya soldados en esta orilla del Sidacia, pero no te engañes. La subida por aquel lado es demasiado empinada como para acometerla a lomos de un caballo, y con prisas. Quedaríamos expuestos durante demasiado tiempo a las flechas que nos lanzarían desde la margen contraria.

Examiné por enésima vez los dos emplazamientos militares que podían divisarse desde nuestro escondite. Uno —el más próximo a nosotros— cubría las posibles salidas de los sitiados a través de la puerta este. El otro había sido plantado más al sur, justo en el punto en el que la calzada que recorre todo el valle del Hiberus se ve cortada por su afluente, el Sidacia. Lo que Segius planteaba era evitar aquellos dos fortines y rezar para que las condiciones de acceso fuesen más favorables en el lado opuesto. Nada le discutí, pero si el enemigo no era tonto, existirían más campamentos de asedio fuera de nuestro campo visual, controlando todas y cada una de las puertas de Calagurris. Todos armados con catapultas y carroballistas. Todos plagados de centinelas.

—Haremos como dices —consentí a regañadientes mientras me abrochaba las carrilleras del casco. De una manera u otra, la muerte estaría siempre al acecho. Y además, el destino de las personas suele estar escrito de antemano—. Avisaré a los otros —añadí dándome la vuelta.

Los dedos de Segius se aferraron repentinamente a mi brazo. Crispados, desesperados, aunque no por el miedo, sino por la duda.

—¿Crees que seguirá esperándome?

Observé el gesto de angustia de mi amigo celtíbero. Muchas noches de campaña me había hablado de Navia, la mujer a la que amaba casi desde la infancia. Y a la que había dejado prácticamente vestida de novia para seguir la estela triunfal de Quinto Sertorio; como habían hecho tantos otros guerreros hispanos cuando las victorias del general rebelde sobre los procónsules enviados por Roma se contaban por docenas. Desgraciadamente, los tiempos habían cambiado mucho desde entonces.

—Claro, ¿cómo no va a estarlo? —Un ligero golpe en el cubrenuca del casco trató de afianzar el tono algo vacilante de mis palabras.

—Han pasado cuatro años… —El soldado celtíbero compuso una mueca de arcaica añoranza—. Tal vez se haya olvidado de mí.

Dos pendones rojiblancos ondeaban en cada una de las torres de la ciudad celtíbera. Ufanos, orgullosos, desafiantes. Señal inequívoca de que la fortaleza seguía en pie, aguantando los avatares de una larga y cruel guerra.

—Mira bien Calagurris —le dije—. Sigue ahí, leal a Sertorio a pesar del tiempo y de las adversidades. Las mujeres, Segius, son como las ciudades: si uno les da cariño, siempre esperan. Siempre son fieles.

El celtíbero enamorado asintió, esbozando una sonrisa triste.

—Si caigo antes de llegar, abatido por las flechas, dile que nunca dejé de quererla —me pidió, mirando al suelo con el fin de esconder sus lágrimas.

—Nadie va a morir hoy, Segius —le respondí, como si yo pudiera predecir el futuro de cuatro hombres en peligro.

Balcatur y Sinarcas completaban el exiguo grupo de cuatro jinetes enviados por Sertorio desde Osca. Los dos iberos habían mantenido los caballos en la espesura mientras Segius y yo espiábamos al enemigo. Ahora, tras escuchar la estrategia pensada para penetrar en Calagurris, ambos soldados cruzaron una mirada dubitativa. Un gesto que desnudaba abiertamente su desconfianza.

—¿Quién irá primero? —gruñó el primero frunciendo el ceño.

—¿Por qué lo preguntas? —le dije.

—Por algo muy simple —adujo preocupado—. Porque quien abra el grupo va a llevarse la mayor parte de los disparos de las catapultas.

A pesar de mis galones de oficial, no se me ocurrió censurarle por su descaro. O su cobardía. Todos sabíamos que Balcatur estaba en lo cierto. Y, además, yo no era Quinto Sertorio para exigirle a nadie el sacrificio gratuito de su vida.

—Yo os guiaré. Soy de aquí. Conozco mejor el terreno —se ofreció al fin Segius tras un tenso silencio.

—Tú nos guiarás en el acercamiento, pero yo me colocaré delante cuando empiece el baile —le contradije—. Después de todo, yo soy el oficial al mando —sostuve, mirando de soslayo a los dos iberos.

Mi fiel corcel Brigos sintió mi desasosiego cuando me senté sobre su grupa. No era el miedo, en realidad, lo que me embargaba. Escapar con vida de Calagurris no era mi principal objetivo, pero morir a las primeras de cambio tampoco iba a ayudarme a lograrlo.

—Remontaremos el Hiberus hasta el meandro que hemos dejado atrás —decidí—. Entonces abandonaremos este soto y saldremos a campo abierto. Trotaremos despacio —expliqué—, como si fuéramos una patrulla pompeyana de vigilancia. Solo cuando estemos ya cerca de esa maldita puerta o alguien nos eche el alto acicatearemos a los caballos. ¿Entendido?

Los dos ilergetes cruzaron de nuevo sus escrutinios.

—¿Puede tomar cada uno sus propias decisiones llegado el momento? —preguntó Sinarcas tras aquella silenciosa consulta.

—Espero que «huir» no sea una de las opciones que estéis contemplando —les espeté a los dos agriamente.

—No somos celtíberos —rezongó un ofendido Sinarcas—, pero nuestro juramento de devotio hacia Sertorio es el mismo que el vuestro. Ni Balcatur ni yo vamos a rajarnos —me aseguró con aire ofendido—. Es simplemente que quizá tengamos que improvisar si todo se tuerce.

Asentí en silencio. Porque, efectivamente, lo raro sería que las cosas discurriesen de manera tranquila y sin sobresaltos. Colarse a plena luz del día en una ciudad asediada, o en vías de estarlo, no iba a resultar precisamente un paseo por la campiña. Esperar a la noche e intentarlo entonces era algo que ni siquiera habíamos considerado, porque nos habría obligado a abandonar los caballos y arriesgarnos a ser sorprendidos a pie en terreno abierto.

Nuestra indumentaria romana y nuestro ademán indolente iban a ser los dos únicos aliados posibles en aquella aventura.

Solo doce o quince estadios nos separaban de Calagurris al emerger del bosque, apenas unos pocos minutos de frenético galope. Y, sin embargo, una acción así habría desatado todas las alarmas en los puestos de vigilancia enemigos. A pesar de no estar terminado, el campamento encargado de custodiar la puerta este ya contaba con cuatro torres desde las que algunos soldados estarían, sin duda, observándonos tras sus máquinas artilleras. No obstante, la misión principal de aquellos hombres era la protección de los zapadores que aún excavaban el agger. Por esa razón, cuatro jinetes indolentes arrebujados en capotes rojos apenas merecieron una mirada distraída. Con toda seguridad patrullas similares estarían rastreando las inmediaciones de Calagurris en aquel instante, y eso era por lo que nosotros trataríamos de hacernos pasar hasta el último momento, hasta que la puerta norte se encontrase a tiro de piedra o hasta que algún centurión nos reclamara una contraseña que no íbamos a saber darle.

Inesperadamente, Segius se detuvo al alcanzar la base de la altiplanicie. Su rostro mostraba el súbito aguijonazo de la incertidumbre.

—Podríamos atajar por aquí —titubeó, señalando hacia una sinuosa senda apenas apta para cabras montesas—. Nos dejaría muy cerca de la ciudad —sostuvo mientras examinaba la pronunciada cuesta—. Nos ahorraría mucho camino.

—¿Dónde coronaríamos exactamente? —le pregunté al verlo dubitativo.

—Muy cerca de la muralla. Tal vez a medio estadio.

—Suena tentador, pero te olvidas de que ahí arriba habrá un campamento, y sus centinelas se acercarán a nosotros en cuanto nos vean aparecer. Si hemos de escapar… —mi mirada recorrió otra vez la empinada ladera—, nos resultará imposible bajar por aquí a toda prisa. Nos despeñaríamos sin remedio. O nos cazarían como a conejos desde arriba. Y en cuanto a galopar a lo largo de todo el flanco norte de la ciudad…, más parece un suicidio que una auténtica tentativa.

Una media sonrisa iluminó el semblante del celtíbero.

—No haría falta llegar tan lejos —dijo—. Hay una pequeña poterna a mitad de muralla.

—¿Un portillo? ¿Una portezuela secreta? —me extrañé, pues mis conocimientos de aquella urbe solo eran los de un mero visitante.

Segius asintió con fuerza.

—Si nos vieran desde las torres…, podrían abrirnos a tiempo.

—Pero… ¿y el foso? —repuse, pues el oppidum celtíbero contaba con uno de los más largos y profundos que yo había visto.

—La pasarela para cruzarlo se guarda dentro. No les costará mucho tenderla, si deciden abrirnos.

Balcatur rompió su silencio en ese instante.

—No sé qué diablos estáis diciendo ni para qué nos hemos detenido —bufó, inquieto, al escucharnos hablar en celtíbero—, pero tenemos que decidir algo ya. Cinco jinetes se acercan.

El ilergete estaba en lo cierto. Siempre hay un tiempo para las palabras y otro para los actos. E, irremediablemente, el segundo empieza cuando acaba el primero. Un decurión y cuatro soldados habían abandonado el campamento emplazado en la llanada del Hiberus y se dirigían hacia nosotros al trote. Sin embargo, sus armas todavía enfundadas y la ausencia de ademanes urgentes me dijo que la sospecha y la alarma aún no habían desplazado a la simple extrañeza. Cuatro hombres a caballo, aparentemente desorientados pero en uniforme romano, bien podrían ser integrantes de una patrulla que ha estado ausente varios días.

—Subamos —concluí, convencido de que nuestras monturas hispanas serían mucho más hábiles y rápidas que las que intentarían seguirnos.

A media ladera, la vista se me escapó hacia las almenas de Calagurris. Mil ojos, quizá más, estarían oteando desde sus atalayas, pendientes del trabajo implacable de los sitiadores, preguntándose a la vez por qué extraña razón un grupo de jinetes enemigos elige volver a su campamento por una senda de cabras en vez de por su camino más lógico.

A nuestros pies, el decurión y sus hombres se rascaban la sotabarba, pensativos, mientras contemplaban nuestro temerario ascenso.

—Quizá debiéramos hacerles señas a los de ahí arriba… —propuso de repente Segius—. Tal vez nos reconozcan…

—¿Reconocer? ¿Cómo diablos quieres que nos reconozcan con este aspecto? —le contesté casi irritado—. Tendremos suerte si no tratan de alcanzarnos con sus flechas cuando vean que nos aproximamos —añadí, más preocupado por guiar a Brigos por la senda correcta que por otra cosa.

—Claro, pero en algún momento tendremos que presentarnos… —persistió Segius con toda lógica, pues las prisas o la zozobra nos habían impedido pensar en la forma y el momento más idóneos para identificarnos como aliados.

En ese mismo instante dejé que Brigos se guiara a sí mismo en la subida, eligiendo el rumbo, los apoyos, marcando el ritmo a los dos iberos que venían siguiéndonos. Mi mente, mientras tanto, cavilaba sobre lo que Segius había dicho. Porque, tarde o temprano, habríamos de abandonar nuestra burda impostura y proclamar a gritos nuestro verdadero bando y nuestras intenciones.

—¿No oyes? —Mi amigo celtíbero giró su cuerpo sobre la silla de su montura.

—¿El qué? —le pregunté, aturdido, enfrascado todavía en el fragor de mis propios pensamientos.

El dedo índice de Segius apuntó a los cielos de la Celtiberia. Un conocido repiqueteo se descolgaba de la cima a la meseta, arrullado por el murmullo monocorde de muchas voces a medida que nos acercábamos a la cima de la meseta.

—¿Qué hacemos? —dijo al fin, deteniéndose.

Miré hacia abajo. La patrulla enemiga seguía observándonos.

—Ya es demasiado tarde para dar la vuelta —decidí.

Si lo hacíamos, nuestra conducta resultaría a todas luces sospechosa. Continuar al ascenso y afrontar aquel aterrador concierto de voces e instrumentos de zapa era la única salida posible.

Cientos de dolabrae moviendo piedras y tierra sin descanso eran las causantes del infame escándalo. Fue, sin embargo, la escena que se abrió a nuestros ojos tras coronar la ladera lo que nos dejó perplejos.

II

La altiplanicie del Raso albergaba, efectivamente, los auténticos reales del enemigo. Unas sólidas instalaciones que empezaban a tomar cuerpo y altura a menos de dos estadios de la muralla norte de Calagurris. Sin embargo, no fueron las generosas dimensiones de aquel acuartelamiento ni su aspecto de total indestructibilidad lo que nos desorbitó los ojos. Mucho más aterradora nos pareció la circumvallatio que nacía en los mismos escarpes de la cara oeste y avanzaba por toda la meseta hasta unirse con el muro de defensa del campamento.

—¡Por todos los dioses! —La exclamación se le escapó a Segius como el suspiro inevitable de un muerto al advertir la interminable pared diseñada para aislar Calagurris del mundo—. ¡Por los cuernos de Cernunnos! ¡Pretenden ahogar la ciudad por su lado norte, Kalaitos!

No le respondí. No había tiempo para lamentos. Ni para explicaciones. Aquel muro que ya bloqueaba cualquier acceso al flanco norte de la ciudad tan solo era el inicio de una gran obra. Más pronto que tarde, toda la ciudad quedaría cercada por sus cuatro costados con una pared tan alta y robusta como aquella, precedida por un foso; con torres cada treinta pasos llenas de centinelas y máquinas artilleras.

—¡No podemos quedarnos aquí como pasmarotes! ¡Algunos de esos soldados ya sospechan! —Balcatur fue otra vez el encargado de reclamar acción cuando las palabras ya no sirven.

Varios zapadores habían dejado sus herramientas en el suelo y hablaban con uno de los centuriones al mando. Dos docenas de ojos, me percaté, estaban atentos a nuestros movimientos. O, más bien, a lo contrario; a una inacción a todas luces inexplicable.

—¿Ves la puerta, Segius? —le urgí a mi amigo celtíbero cuando el centurión ya había echado a andar hacia nosotros.

—No, pero creo que sé dónde queda. Más o menos.

Escuché el rechinar de los dientes de los dos ilergetes.

—¡¿Cómo diablos vamos a entrar por una puerta invisible?! ¡Si no damos con ella pronto, quedaremos copados entre un foso y un muro de roca repleto de soldados enemigos! ¡Hasta un niño sería capaz de alcanzarnos con su arco desde las torres de ese campamento! —se quejó Sinarcas.

El centurión pompeyano seguía acortando distancias, pero mostraba un semblante tranquilo, casi afable. No corría. No gesticulaba. No traía su gladius desenvainado. Probablemente aún pensaba encontrarse con un grupo de soldados ineptos, incapaces de dar con la puerta indicada para regresar a sus contubernios.

—Si desenfundas, te mato yo mismo. —Balcatur había echado mano al puño de su espada—. La sorpresa todavía está de nuestra parte. ¿Qué propones, Segius?

—Yo apostaría por encontrar la poterna de la muralla —dijo aguzando la mirada—, aunque ello suponga penetrar en esa maldita ratonera.

—¡Nadie va a abrirnos una puerta secreta desde dentro! ¡No con ocho mil ojos mirando desde el otro lado! —masculló un encendido Balcatur.

—Entonces puedes bordear la altiplanicie tú solo o con Sinarcas. Tienes mi permiso —le dije, eximiéndole así de la obligación de seguirme hacia una muerte más que probable—. Nos veremos dentro de Calagurris si todos tenemos suerte. O en Letavia, si los dioses han decidido llamarnos por turnos.

A decir verdad, ambas opciones eran igual de arriesgadas. Quizá la elegida por Segius tuviera un desenlace más rápido. Para bien o para mal. Tal vez por eso, tanto Balcatur como Sinarcas escogieron finalmente permanecer en el grupo.

—Avancemos hacia ese centurión como si nada ocurriera —sugerí, con el único objetivo de ir ganando algo de espacio y de tiempo.

El suboficial romano se plantó ante nosotros con los brazos en jarras. Unos segundos antes, Segius me había asegurado en voz baja que la portezuela por la que habíamos de colarnos se encontraba a cincuenta pasos de distancia. Es decir, al inicio de la tierra de nadie; dentro del corredor delimitado por la propia muralla de Calagurris y la circumvallatio todavía inconclusa.

—¿Adónde se supone que os dirigís? —El centurión nos examinó con el ceño fruncido—. ¿Y qué diablos estáis haciendo aquí, si puede saberse? —inquirió, reparando en mis modestos distintivos de optio. Un disfraz bastante más apropiado que mi vestimenta habitual de legado para pasar inadvertido a los ojos del enemigo.

Miré de soslayo las torres de Calagurris. Algunos de sus centinelas, supuse, estarían contemplando la escena con ojos curiosos. Al fin y al cabo, el suboficial optimate y nosotros componíamos el grupo —teóricamente enemigo— más próximo a la ciudad sitiada.

—Cumplimos órdenes —respondí apoyándome sobre el pomo de mi silla con aire cansado.

—¿Qué órdenes?

—Inspeccionamos los trabajos de los zapadores —repliqué mientras examinaba a aquel veterano de muchas guerras. Un hombre que habría echado los dientes en las legiones victoriosas de Roma viviendo siempre entre soldados; acostumbrado a oler su sudor rancio y también sus mentiras. Por eso intuí que mis palabras debían de apestar peor que el estiércol.

—Para eso ya estoy yo y, en última instancia, los ingenieros —sostuvo el centurión, mostrando ya los primeros signos de desconfianza.

Una larga espada de tipo aquitano habría sido el arma ideal para descabezar a aquel sabueso sin bajarme del caballo. Con el gladius, el golpe no iba a ser tan seguro. Y, además, el centurión acababa de recular un paso, alejándose de mí como si sospechara algo.

—Entiendo —murmuré, desmontando de un salto—. Lo que ocurre es que Pompeyo en persona nos ha encargado el trabajo —aduje colocándome a un palmo de sus narices.

—¿Pompeyo? ¡Eso sí que tiene gracia! —Un aire burlón deformó los rasgos angulosos del veterano.

—¿Gracia? La misma que va a hacernos a nosotros cuando te azoten por imbécil —aduje en tono cortante—. ¿Quieres ver su sello y su firma en este documento? —Hundí mi mano derecha en los forros del capote como si buscara la susodicha orden.

—Naturalmente que quiero verlos —musitó, borrando de su faz cualquier atisbo de sorna.

Una punzada de duda congeló mi brazo. El gladius, decidí mientras acariciaba su empuñadura, no iba a garantizarme un final rápido. Demasiado tiempo para desenfundarlo. Demasiadas láminas de acero en la armadura de mi oponente. Mis dedos optaron finalmente por la daga.

—Esta es la misiva de Pompeyo. Espero que te convenza —le dije, desenvainando y asestándole un tajo en el cuello en el mismo movimiento.

El centurión se derrumbó de rodillas, intentando llamar a los suyos mientras se agarraba la garganta con ambas manos. A pesar de sus esfuerzos, apenas un ininteligible gorgoteo escapó de sus labios. Un murmullo de estupor recorrió entonces buena parte de la muralla norte. Más voces se alzaron desde las almenas cuando el legionario enemigo cayó de bruces, degollado por un optio anónimo recién aparecido en la planicie elevada del Raso.

—¡Sertorio! ¡Sertorio! —gritó entonces Segius, enarbolando su gladius y haciéndolo ondear al aire—. ¡Keltiber! ¡Keltiber! —barbotó haciendo señas a sus paisanos.

—¡Vamos! —les apremié a mis tres compañeros—. ¡No hay tiempo que perder! ¡Tenemos que alcanzar ese maldito batiente antes de que nos cosan a flechazos!

Brigos inició una carrera frenética en dirección al foso de Calagurris tras sentir cómo mis talones se clavaban en sus costados.

—¡Abrid la puerta, rápido! —Cien ojos todavía incrédulos me miraron desde la fortaleza sitiada—. ¡Tended la pasarela, maldita sea! ¡Somos soldados de Sertorio! —les espeté a aquellos hombres atónitos, escuchando detrás de mí el galope desbocado de otro caballo.

Un grueso astil de catapulta silbó su canción de muerte sobre las crines de Brigos. Otro pasó rozando su cola un segundo más tarde. Una máquina artillera estaba disparándonos desde la torre más próxima de la circumvallatio. Miré atrás. Era Sinarcas quien me seguía.

—¡Hemos pasado de largo! —me gritó el ilergete mientras se aplicaba al freno—. ¡Hemos dejado atrás la maldita puerta!

Hice girar a Brigos de un brusco tirón en las riendas. Después seguí la estela del soldado ibero. Hasta que su caballo fue ensartado por un venablo.

—¡¿Dónde están los otros?! —le pregunté al comprobar que se levantaba indemne tras la voltereta.

—¡Muertos! —me respondió, echando a correr como un loco.

Escondida entre la polvareda descubrí la portezuela secreta hacia la que Sinarcas se dirigía a toda prisa. Varias manos deslizaban una pesada losa entre dos sillares y colocaban después una pasarela que el ilergete empezó a cruzar como un animal despavorido. A los tres pasos, sin embargo, sus piernas se volvieron de mármol.

—¡Vamos! ¡¿A qué esperas? —le apremié al comprobar que se quedaba clavado sobre el puentecillo, balanceándose sobre el abismo como un tentetieso averiado—. ¡No tenemos todo el día!

Instintivamente, eché un vistazo a ambos lados mientras esperaba. Entonces lo vi. Más allá de la nube de polvo, no muy lejos del centurión caído, divisé la figura trastabillante de un hombre. Segius cojeaba lastimosamente tratando de alcanzar la muralla de Calagurris.

—¡No cerréis cuando este hombre cruce la pasarela! —les ordené a quienes trataban de hacer retornar el valor al cuerpo del ibero—. ¡Esperadme con esa maldita puerta abierta! —grité, desenfundando mi gladius por primera vez aquella mañana.

Encontré el cuerpo despanzurrado de Balcatur no muy lejos de la poterna secreta. También distinguí el caballo agonizante de Segius zancajeando sin rumbo en la campa. Un astil de ballista le había perforado las tripas de parte a parte.

—¡Por aquí! —le grité a mi amigo agitando el brazo, creyéndolo confundido tras el batacazo—. ¡La puerta está aquí! —me desgañité antes de darme cuenta de su desesperada estrategia para salvar la vida.

Seis legionarios habían emergido en formación de testudo por la porta praetoria de aquel campamento; con la misión de capturar —vivo— a alguno de los emisarios de Sertorio. Segius —saltaba a la vista— era el objetivo elegido, y, por eso, el celtíbero intentaba ganar el foso a toda costa; para lanzarse dentro de él de cabeza.

Partirse las piernas o incluso la crisma en el intento debieron de parecerle opciones más atractivas que caer en manos del enemigo y sufrir después sus torturas.

Una lluvia de flechas partió desde las almenas de Calagurris en cuanto el fugitivo entró en su zona de influencia. Desgraciadamente, la cortina de dardos protectores apenas causó un molesto repiqueteo sobre los escudos de sus perseguidores. Y, mientras tanto, yo seguía empeñado en acortar las distancias; en ganar una carrera que tenía perdida de antemano.

Una leve insinuación con mi rodilla derecha hizo que Brigos cambiara levemente la dirección de su galope. Si no iba a conseguir llegar el primero hasta Segius, al menos intentaría impedir que lo hicieran quienes trataban de darle caza. Además, acababa de darme cuenta de que aquellos legionarios pompeyanos no portaban sus temibles pila bajo los escudos. Para sujetar y transportar al prisionero iban a necesitar ambos brazos.

Brigos tensó los músculos del cuello cuando se percató de que iba a utilizarlo de ariete, como tantas veces había hecho antes en el campo de batalla con el fin de cobrar sobre mis adversarios una ventaja pasajera pero quizá suficiente.

El violento topetazo deshizo de un soplo la formación de testudo, derribando a todos sus integrantes como si fueran bolos de corcho. Sumiendo a aquellos soldados en una confusión más peligrosa que el propio miedo. En las almenas de Calagurris, un rumor de voces estupefactas había acompañado toda mi maniobra. Dentro del campamento romano, o incluso tras la circumvallatio, imaginé a los tribunos y a los centuriones de aquel ejército ladrando órdenes para interceptar a los dos espías. Una cosa al menos jugaba a mi favor: mientras tuviera legionarios pompeyanos a mi alrededor, estaría a salvo del fuego artillero de sus catapultas.

El runrún inicial de los sitiados se convirtió en clamor cuando Brigos pisoteó con furia a uno de los caídos. Y después a otro. Los cuatro restantes ya se encontraban en pie, dispuestos para el combate, pero fatídicamente dispersos. Además, uno de ellos había perdido el escudo en el encontronazo. Y por eso se convirtió en mi siguiente víctima. Acabé con él de dos certeros mandobles que fueron jaleados desde la ciudad como si una legión entera estuviese cayendo bajo mis golpes. Después busqué a mi amigo calagurritano con la mirada. Había alcanzado el borde del foso.

—¡Segius! —le grité, dando la espalda a los tres soldados que quedaban vivos—. ¡No saltes! —le dije, iniciando una nueva cabalgada, consciente de que volvía a estar en el punto de mira de la artillería romana.

El celtíbero levantó la cabeza al escuchar su nombre. Entonces vi la flecha que asomaba de su muslo izquierdo.

—¡Kalaitos! —exclamó al verme a su lado—. Pensaba que ya estabas dentro…

—¡Sube! —le urgí, ofreciéndole mi mano—. No podía permitir que llegaras tarde a tu cita con Navia.

Dos o tres virotes de madera pasaron rozando nuestras cabezas mientras cruzábamos la pasarela a lomos de Brigos. Al parecer, aquel tercer día posterior a las nonas de diciembre no era el previsto para reunirnos con los dioses.