LA PERIFERIA DEL PODER
Y SUS AFLUENTES

La cripta del espejo me salió al paso cubierta de polvo en una librería de viejo en la ciudad de Xalapa. La historia inicia con el gran hombre, quien se sienta tras su chofer, saca su pluma e intenta escribir su nombre, la primera palabra que aprendió, la que le confiere identidad. Al fin y al cabo, Federico empieza con “Fe”, fe en la vida y en el orden natural de las cosas que implica que unos manden y otros obedezcan, y a él le queda muy claro de qué lado le toca estar. Para mandar a sus anchas y a su gusto, Federico Álvarez Palacios, que se quita el primer apellido porque suena “demasiado común”, que busca subir en el juego político y diplomático para adquirir mayor experiencia y poder porque eso es lo que le han enseñado, utiliza y gobierna un pequeño séquito de subordinados quienes dependen de su prestigio y su economía.

Para cuando el lector conoce a Federico, él ya se ha convertido en un hombre defenestrado. Pierde su cargo como secretario de Estado y lo envían como embajador a una república remota y decadente: Checoslovaquia. Allá se va el gran señor con sus satélites, su esposa Martha y su empleada Cayetana, y más tarde se reúne con ellos su hijo, Gustavo.

Si la obra versara, como otras que se escribieron en las postrimerías del siglo XX, sobre la historia de la caída en desgracia de Federico y su subsecuente ascensión (otra vez) al cielo de las cumbres presidenciales, estaríamos atestiguando una trama conocida. Los hombres de poder no le son ajenos a la ficción literaria de nuestro país, comenzando por Pedro Páramo y siguiendo con Artemio Cruz, aunque por su rango de acción el personaje de Federico recuerda más a los políticos de Luis Spota o, en tiempos recientes, a los burócratas culturales que retrata Enrique Serna.

Sin embargo, esa no es la historia que Marcela del Río Reyes relata. Del gran hombre no escucharemos ni una palabra en primera persona; a lo más que aspira es a un narrador focalizado que de vez en cuando hurga en sus pensamientos para hacer avanzar la trama. A las que sí escuchamos es a esas otras, las voces periféricas que suelen ser relegadas al rol de personajes secundarios, y que se encuentran en la novela con el escenario completo para expresarse.

El título de La cripta del espejo surgió a sugerencia de don Joaquín Mortiz, quien publicó el libro bajo su sello en 1974. Según refiere la autora, originalmente se llamaba Donde muere el Moldava. A mi parecer, ese otro título nos aporta la clave narrativa para adentrarnos en la novela. El río Moldava inicia y termina dentro de la República Checa, antes llamada Checoslovaquia. A finales de los setenta, que es cuando transcurren los acontecimientos narrados, la tensa relación con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas marcaba la vida cotidiana de los habitantes de aquel país de forma inapelable, como si obedecieran a un reloj al que daban cuerda en Moscú. Empero, si las etimologías no nos mienten, Moldava significa “agua salvaje” y es en esas aguas, incontrolables e impredecibles, que los acontecimientos de la trama transcurren por varios afluentes.

El primero de ellos es Martha, la esposa de Federico, una mujer de buena familia que ha hecho todo lo posible por transigir con su papel diplomático de mujer en la sombra, que ha criado hijos y ha sacado adelante a una familia “por el bien de todos”, casi siempre sinónimo del bien de su marido. Oscilando entre la asfixia y un cúmulo de pequeñas rebeldías privadas, Martha hilvana sus rencores y saborea sus triunfos hasta que cierto acontecimiento se convierte en el parteaguas de su vida y la obliga a tomar una decisión atroz.

El segundo afluente se compone de las palabras de Cayetana, mujer de la sierra gorda de Querétaro, quien trabaja como empleada doméstica para Federico y Martha; subirse a un avión era su sueño imposible y ahora vive en un país donde desconoce el idioma, las costumbres y la manera de aprehender el mundo. Para Caye, el trance iniciático en que se convierten sus experiencias europeas la conducirá a un límite que quizá no pueda traspasar.

La relación entre Caye y Martha, como todo vínculo que implica una subalternidad determinada (y determinante, pues el dominio que tiene Martha sobre Caye una vez que llegan a Checoslovaquia es casi absoluto, tomando en cuenta que la trabajadora doméstica no posee manera de moverse, comunicarse ni escapar de la situación en la que se encuentra) se ve afectada por el uso y abuso de poder de forma permanente. Si Federico echa a andar las causas, a Martha le toca pagar las consecuencias. Como embajadores, su puesto conlleva una responsabilidad y obligaciones muy específicas, y muchas de ellas recaen en Cayetana, pues el límite que separa a la patrona de la empleada se vuelve poroso, no siempre queda claro y rara vez se entien­de dentro de una relación laboral.

Estos afluentes salvajes se completan con el discurso de Gustavo, joven de 19 años que, como todo hombre en crecimiento, si aspira a alcanzar una identidad propia debe dar muerte simbólica al padre y sacudirse su figura de autoridad. La militancia comunista que defiende y su vocación de poeta lo vuelven por completo inadecuado a los ojos de Federico, pero el choque generacional que ambos representan no está compuesto solo por un cambio de modelo familiar, sino por circunstancias históricas específicas. La cripta del espejo podría leerse, al menos parcialmente, como una novela del 68, de las consecuencias que el movimiento tuvo en los habitantes de nuestro país y su configuración como un signo que marcaría de manera indeleble el acontecer político y social. A partir de los años sesenta, en México, como en gran parte de la cultura occidental, las relaciones de poder se trastocarán de forma irremediable; nunca más los padres serán sin cuestionarse reyes y señores de sus hogares, al menos no sin que un par de voces clamen en contra del autoritarismo. La revolución cultural (pero sobre todo mental) que sobrevendrá en esos años afecta también al personaje de Gustavo. En un país donde la violencia y las figuras totalitarias siguen siendo pan de todos los días, es interesante leer La cripta del espejo y preguntarnos qué tanto han logrado desde entonces los Gustavos que desafiaban a sus padres.

Uno de los puntos de mayor interés dentro de la novela consiste en rastrear los deseos de los personajes, y ver cómo sus pretensiones se revelan absurdas al enfrentarse con un entorno hostil, cómo sus objetivos cambian conforme su situación de vida lo hace. Si Federico no encuentra su fe… ¿qué será de la fe de Martha, de Cayetana o de Gustavo? La fe en la vida, en un mundo más justo, en la felicidad personal o en el futuro de sus hijos… Los deseos y las necesidades se intersectan, se traslapan, se confrontan. Lo que Cayetana espera de la vida es del todo opuesto a lo que Martha aprendió a esperar como derecho inalienable, ya no digamos Federico.

La cripta del espejo no es solo la disección de una figura de poder y todos aquellos que lo convierten en quien es, sino también la oportunidad de escuchar una época y ciertas voces que recrean años convulsos y apasionantes. ¿Cuánto debemos las generaciones actuales a los hijos rebeldes de los sesenta? ¿Cuánto nos quedaron ellos a deber? ¿Ha cambiado tanto la situación de las empleadas domésticas en México como para volverse irreconocible? Resulta decepcionante reflexionar ante la idea de que haya eventos impensables y otros que apenas se han modificado en más de cuarenta años. Especialmente en lo que toca a la figura de Cayetana, pareciera que muy pocas cosas son distintas. En México los grandes hombres todavía toman la mayor parte de las decisiones, y no hemos encontrado suficientes formas de diversificar el ejercicio de dicho poder… ¿O será que sí? ¿Es posible que los discursos contrahegemónicos (de los cuales la presente novela es un ejemplo) se entretejan para aportar otras versiones?

El lector de La cripta del espejo tiene que aprender a nadar y estar dispuesto a zambullirse en aguas heladas e incómodas. Marcela del Río Reyes nos proporciona un ejemplo de prosa bien escrita que reúne distintas voces para ensamblar el retrato de una época. La novela restituye un relato de la otredad y nos permite acceder a otras narrativas, dar voz a personajes históricamente silenciados. Restitución. Restablecimiento. Vindicar. El agua no puede volver sobre su cauce, ya lo decía Heráclito con aquello de que “nadie se baña dos veces en el mismo río”. Sin embargo, es posible mirarlo con ojos nuevos, entenderlo desde una perspectiva distinta, dialogar con su estampa como con un amigo.

La librería donde encontré la novela lleva por nombre “La rueca de Gandhi”, y quiero pensar que aquello fue un augurio afortunado; quién sabe cuántas más historias pudieran desprenderse de los hilos de la literatura escrita por mujeres, pues son muchos los afluentes que quedan por explorar. Después de todo, los arroyos periféricos suelen ser mucho más interesantes que las bien conocidas corrientes principales.

LOLA HORNER

NOTA

Aunque novela de ficción, ella es resultado de cinco años vividos en Checoslovaquia, como agregada cultural de la embajada de México (1972-1977).

Agradezco a Cayetana el haberme permitido narrar su historia, y a todas las personas que de una u otra forma contribuyeron a la realización de esta obra.

Salvo los hechos históricos que son del dominio público, y que en algún momento se vinculan con la ficción y la enriquecen con documentos verdaderos, cualquier semejanza con personas reales es mera coincidencia.

TERCER AFLUENTES

Y este puto poema que no me quiere salir, tengo ¿cuánto tiempo? tratando de sacarlo, desde, bueno casi desde entonces y nada… como si las palabras fueran pedazos de cemento, de ese mismo cemento que me cubrió, que nos cubrió aquel trágico día… se me revuelve el estómago cada vez que me siento a escribirlo, me da náusea, dolor de cabeza, pero ahora que debo preparar mi mente para irme a Checoslovaquia es como si me fueran a nacer alas y antes de volar del nido tengo que acabar con el maldito poema, echarlo fuera como un vómito necesario, debo desintoxicarme antes de escapar de esta mierda. En todos estos años me he sentido preso, siempre queriendo volar como los pájaros. ¿Será verdad que ellos son libres? Los símbolos no siempre representan lo que pretenden. ¿Es en verdad la paloma tan pacífica como el símbolo que encarna? Habrá que preguntárselo al gusanillo con que alimenta a sus críos. El símbolo no es, quizá, más que la figuración de nuestro anhelo de que el símbolo se cumpla en la naturaleza. ¿Cómo puede ser cierto que el pájaro nazca y viva libre, si lo limita la densidad del aire? ¡Qué asco! Saber que hasta esta tierra que toco con las manos, esta tierra negra, fértil, esta tierra fecunda es cómplice de la jaula. ¿No te encarcela ella con su bodega de víveres? Pobre pájaro, infeliz, mírate ahí, piando inocente, vigilando mi cercanía y listo a la evasión, sin saber que tu vuelo es una fuga aparente que no te permite escapar de la jaula. Si fueras libre, como dicen las consejas, ya te habrías ido más allá de las nubes, de los astros. ¿Por qué habrías de permanecer en este suelo carcelario? Puff, ¡cuántas cadenas invisibles!

Si tu mismo cuerpo es un lastre que te impide liberarte de su sustento físico ¡cuántos lastres no entorpecerán el pensamiento y nuestros actos! Telarañas y eslabones comparten una misma sustancia, y sin ser vistos se nos enredan en las piernas, endebles como tallos tiernos, y frustran nuestros pasos. El tiempo: la más intangible de las cárceles. Me siento preso en mi edad de hoy, quisiera que los años saltaran como caballos de ajedrez. Ya estoy divagando otra vez, como siempre que me pongo a escribir el poema de su puto padre, que se me escapa por las venas y no sé por dónde se me sale del puño, pero no del cuerpo, me baila, me danza adentro, se cubre de velos como una Sheherezada, para escurrirse otra vez mezclado con mis glóbulos hasta diseminarse por mis miembros e impedirme asirlo. Pero no me levantaré de esta silla hasta escribirlo, ¡qué demonios! El viaje a Checoslovaquia es más que un sueño, un alivio, será, a como yo lo veo, un viaje por la máquina del tiempo, porque los problemas que aquí percibo insolubles, allá estarán más que solucionados, triturados, acabados, vencidos, hechos polvo y ceniza. Y las batallas que aquí apenas preparamos con estrategias torcidas, allá estarán ganadas desde hace años. Sí, espero el viaje como el corredor de autos su primera competencia para ganar el Grand Prix. Viajar a Checoslovaquia será calzarme las botas del gato de siete leguas, para avanzar por la historia sin miedo a quedar descalzo. Por amor de Dios, aquí tengo el principio del poema, al fin…

Los muertos de Tlatelolco no llevaban zapatos
yo los vi sentados en la plaza
y después levantarse
                 correr
                 perder antes de los zapatos el derecho al aliento
los vi caer
                 injuriar
                           agonizar
mientras su ansia de vivir manchaba de rojo las baldosas.

Fueron niños
      de mi edad de entonces
los que fueron cazados como tigres salvajes.

Fueron mujeres
       de la edad de mi madre
las que cayeron para no volver a tener hijos
                          para no volver a tener padres.

Fueron hombres
   de la edad de mi padre
los que murieron por herida de bala
      disparada por sus hermanos-hombres
      compañeros que estudiaron juntos
      cuando de niños los llevaban de la mano sus madres.

…ese es el tono, más o menos, pero necesito describir el ambiente calen­turiento, alucinado, de delirio colectivo que nos aturdía, que emanaba de los cuerpos como vaho, en medio de las ruinas, como si el vaho de los an­tiguos tlatelolcas se hubiera mezclado con el nuestro en un contagio de universos paralelos que nos trascendía.

Podría describir los mítines anteriores, con las antorchas, la gente tirando desde sus ventanas periódicos para las hogueras o agua para contrarrestar el efecto de los gases lacrimógenos de los granaderos. Describir cómo llegábamos de dos en tres, de cuatro en dos, hasta formar un núcleo anónimo y compacto, cómo formábamos con nuestros cuerpos la “v” de la victoria. Nuestras uves de gigantes más que de niños o de jóvenes eran el símbolo en el que plasmábamos nuestro deseo de ser lo suficientemente poderosos para cambiar el mundo. Cuántas veces me puse en el vértice de la “v” para saciar ese anhelo de ser el vértice de la historia. Describir… no es fácil, además, hablar de los mítines anteriores me hará perder fuerza en el relato, debo concentrarme en ese día, en esa hora precisa, en esas seis de la tarde más trágicas que las cinco de la tarde de Lorca: no fueron un torero y un toro, sino un puñado de niños y un ejército de hijos de su padre los que interpretaron sus roles de víctimas y victimarios en la obra, escrita por un loco.

Los vi desde la ventana
escuchaban los discursos afiebrados
de unos cuantos macehuales,
estudiantes como yo, con un libro bajo un brazo
y un biberón en el otro.
Vi la luciérnaga verde
       (no luciérnaga: luz de bengala
       que no merecen los insectos este insulto de metáfora)
Vi aquella luz de bengala caer desde el helicóptero
y tras la luciferina señal de desconocida orden
       de orden inconfesable
vi salir de tras la iglesia
a cazadores malditos disparando en batallones
contra indefensos amigos.
      Todos eran mis amigos:
       los pequeños y los grandes,
       los que en mi escuela cursaban
       y los de afuera del aula
       ¿Acaso no éramos todos las ramas de un mismo árbol?
       Nuestras raíces se hundían en un mismo Tlatelolco
       en sus ruinas (¿nuestras ruinas?)
       en sus piedras (¿nuestras almas?)
       que volvieron a teñirse con sangre de mexicanos
       pero esta vez no vertida por ajenas armas blancas
      sino por armas de un fuego
en nuestro hogar encendido.
Allí estaban los soldados disparándole a unos niños
los de a pie
los de unidades blindadas
los de la mano enguantada
los sabuesos
      oficiales de bayoneta calada
los que hicieron un cuartel de la azotea de la iglesia
todos estaban allí
disparándole a sus hijos
      y yo era de los hijos
      y el soldado era mi padre.

…sí, tengo que decirlo, todos los padres fueron cómplices. Si mi padre lee un día este poema… siempre asumiré la responsabilidad de haberlo escrito. Sé que le haré daño, pero debo –deber ético, deber moral, de conciencia– expresar lo que siento. Y más él, siendo quien es, ocupando el puesto que ocupaba y el que ocupa, tuvo que haber sido cómplice. Sé que el poema lo lastimará, pero no puedo evitarlo.

Tengo que tirarme más a fondo, darle al poema la profundidad de la vivencia, la intensidad de la angustia que se fue apoderando de nosotros. Éramos la presa en las garras de un tigre del que solo habíamos intuido la existencia, pero nunca aquilatado la peligrosidad. Por más que supiera ya entonces que todos debemos de morir un día, no fue la muerte lo que me asustó, ni el percatarme de pronto de que se nace, para morir, lo que me estremeció fue…

Ver matar junto a mí al amigo de la infancia
al compañero de juegos
a quien solo preocupaba la justicia en nuestro mundo
y que por amarla haya perdido su vida
por las manos de quien debiera cuidarla.
Sinrazón de un crimen viejo:
el del fuerte sobre el débil,
pero ¿cuál fue su delito?
si no fue el que Segismundo apuntara
porque solo haber nacido pudo echársele en la cara.

…no, la descripción de lo que me pasa por dentro es pobre, no revela la rebeldía de mi espíritu ante la… estupidez no es la palabra… insensatez, no alcanza la dimensión, insanidad, le queda tan remota… ¿Cómo plantear esa paradoja burda y absurda? Nuestra vida civil está fincada en puras suposiciones. Se da por hecho que el ejército está consagrado a defender la justicia y a los ciudadanos, pero después del tlatelolcazo ¿quién va a confiar en un ejército que en lugar de defender la justicia, la violenta, y en vez de defender al pueblo del que recibe su paga, lo ejecuta a mansalva? ¿Cómo vamos a creer en la buena fe de un gobierno que da orden a los padres de asesinar a sus hijos? Ahora dicen que si los jóvenes no sabemos lo que hacemos, que si nos dejamos manipular por los politicotes resentidos, que si somos la carne de cañón de intereses mezquinos, que si la jalada, que si la metida, yo solo puedo contar lo que vi, lo que viví…

Eran las seis de la tarde
cuando en el último piso del edificio Chihuahua
asomado a la ventana con el amigo del brazo
escuchando los discursos
         voces airadas
         cantos de juventud
         injurias
          desahogos que son higiene mental
la luz verde fue preámbulo de un adiós inesperado.

Al escuchar los disparos nos agachamos los dos
abajo de la ventana
por arte no de magia, de metralla
la sala se hizo trinchera
y el muro, escudo de macehual,
el griterío y los disparos se ensamblaron
formando un solo bullicio,
y en la espalda repegada al muro-escudo
podía sentirse el rebote de las balas
que no acertaron a entrar por las ventanas.
Antes de poder sentir el miedo,
escuchando el tableteo de un fuego que abría senderos de luto
todavía con los ojos anublados
por el polvo de cemento que se alzaba
a cada impacto de plomo
la sangre manchó mi ropa,
al principio no sabía si era suya o era mía,
cuando vi el estupor en sus ojos
comprendí
hay miradas que no pueden confundirse
la de los locos es una
y otra la del herido de muerte.
Tras la pared de su espalda
un hueco orlado de rojo
redondo
      liso
         perfecto
apuntando hacia la plaza
sobre otra pared quedó
para vergüenza y no orgullo de la historia.

Aprisionado en esa cárcel mortuoria
me interrogó con los ojos
¿De dónde salió esta muerte?
¿Por qué me dispara un hombre?
Si solo estaba escuchando palabras que el viento absorbe
¿por qué se escapa mi sangre?

…¿por qué tengo que describir su pensamiento con palabras eufemísticas?

Estoy seguro de que al sentirse herido no fue con esas palabras con las que reflexionó, si es que tuvo tiempo de reflexionar, pero conociéndolo, sé que en el caso de que hubiera podido hablar habría mentado madres, o padres, que también un hombre puede ser chingado, y se supone que un poema es la interpretación de la realidad interior y exterior… Para ser más verosímil tendría que cambiar los últimos versos para decir:

¿De dónde salieron esos hijos de la chingada?
¿Por qué me dispara un cabrón soldado?
Si nomás estaba oyendo un discurso pendejo
¿por qué tenían que joderme?

…claro que sería más apegado a la verdad, pero menos poético… como si la poesía fuera una engañifa lírica… no, tengo que hallar el equilibrio entre la verdad y lo poético, solo así haré de la poesía mi expresión verdadera ¿podrá llegar a serlo?

Apretó mi mano y resbalando hasta el suelo
trató de decir mi nombre.
Las balas seguían entrando
       por ventanas
       por muros
       por laminados de material inflamable
saltaba el yeso de las paredes estrelladas
y los dos:
       el uno herido del cuerpo
       el otro herido del alma
engrisados por el polvo de cemento
nos miramos sin comprender qué pasaba.

En ese instante supremo perdía con la vida
su nombre particular, para ganar el de “Octubre”
con que hoy todos le nombramos.

…estas tres últimas líneas salen sobrando, claro que hay que dar a entender que llamarlo Octubre ha sido nuestro símbolo, pero es más importante subrayar mi desconcierto ante su muerte, que su transformación en símbolo, pero ¿cómo expresar ese desconcierto? No podía imaginarme que algo así nos pasara a nosotros. Cuántas veces se lee en los diarios que si en El Salvador, que si en Nicaragua, que si en África, pero que nos ocurriera a él y a mí, en nuestra ciudad, en mitad de su sala-comedor… ¿Cómo era posible que ahí terminara su vida, si apenas había comenzado? De toda la lista de sentimientos que van llenando la vida de un ser humano, él no había conocido más que unos cuantos, ni siquiera el amor, ni siquiera los celos, ni siquiera la verdadera ira ¿cómo pensar que aceptara, de conformidad, una tumba por hogar?

Ya los ojos se le iban
        por mis narices, el tufo de su sangre se metía
su respirar
       afilado como punta de cuchillo
fue rebanando mi oído
y de abajo
       de la plaza, desde entonces “de los muertos”,
       un resonar de gemidos se elevó sumándose a su gemido,
       desde entonces todo rumor parecido
       ha quedado registrado en mi memoria de niño
       como producto mortuorio
       triste adiós de mis amigos.
Traumas, tabús, fijaciones
el corazón no razona
el cerebro cumple con sus múltiples reflejos
       y en ellos nos aprisiona
       como en su azogue el espejo
Cuántos “desde entonces” más
       me han tatuado alma y cerebro.

Cuando los ojos de Octubre
congelaron el instante
y el instante se hizo eterno
¿qué explicación podía darle ningún jefe de gobierno?
¿qué petición de justicia iba a remediar el daño?
¿qué palabra acusadora valía más que…
…una chingada?

…es que no hay otra palabra para decirlo. ¿Cuál otra, por más injuriosa que se le gritara al gobierno de la guayaba podía devolverle la vida a Octubre? Por eso, desde entonces, quiero alas para evadirme de este…

Allí, en aquel instante
cara y cruz a la vez
de la moneda del tiempo
descubrí la diferencia entre un cuerpo dormido
                                         y un cuerpo muerto:
en uno late el futuro y el recuerdo
en otro yace el pasado sin memoria.

…quisiera añadir “y el abrazo de ambos es su historia”, pero la metáfora me haría perder el hilo de la vivencia, la palabra historia suena ¡tan rimbombante y tan falsa! La “historia” no estaba en ese abrazo, estaba ahí, en la plaza de gritos y de rezos, de injurias y de lágrimas, plaza de los sacrilegios, de las blasfemias, plaza de indios y españoles, de carne y bayoneta, de espadas y metralletas, plaza de los sacrificios, tianguis ensangrentado, cadáveres en manojo al precio de un tanque con banderita mexicana en desfile del dieciséis de septiembre, plaza de los resentimientos, plaza de los sentimientos, plaza de tres culturas en barata para el mejor postor, plaza de las batallas por la identidad, yo soy aquel que ayer nomás moría, y que hoy muere y que mañana… para otro será, porque yo ya me jodí. Pero no fui yo el que se jodió sino él, Octubre, con sus trece años a cuestas. ¡Ah, qué orgullosa debe sentirse la Historia. Y el fusil que la parió! Porque esta ni madre tuvo.

Allí en el suelo
junto a mí
mano con mano
        tacto que ya no palpó
estaba Octubre con un ¿por qué? dibujado
entre los ojos abiertos
        mirada que ya no miró.

En ese instante sin Tiempo
su muerte me hizo ser Hombre
y ser madre y ser padre
y ser ateo
lo tomé entre mis brazos y lo arrullé como a un hijo
pero al mirarme yo mismo
en la Nada de su mirada hecha espejo
lo besé sobre los labios:
fui su amante y fui su viuda.

…de nuevo este nudo en el estómago, y la saliva dulzona del deseo de vomitar. Se me atragantan los recuerdos: No puedo aceptar ahora, como no acepté en aquel trágico-trágico-trágico-trágico-trágico-trágico-día que aquellos soldados de chocolate de los desfiles por el Paseo de la Reforma fueran capaces de esas ternuras de muerte para con sus hijos, que si ya tengo otro chilpayate, que si lo pongo a sus órdenes, que si véngase comadre al festeje del bautizo, que si ya le están saliendo los dientitos, que si unos tamalitos después de la comunión, que si mi mujer ya está esperando el siguiente, a Dios gracias y para servir a usté… y que esos mismos soldaditos de plomo que hacen guardia frente al Ángel en todas las ceremonias de visitante extranjero hayan agujereado a sangre fría las venas con sangre caliente de sus hijos es… para meterles el fusil por el culo, porque antes ya habíamos tenido soponcios, pero no con esa saña, aquella vez que llegó la julia al Partido fue diferente: claro que hubo carreras y cachiporras, claro que confiscaron todo, hasta la propaganda de La madre de Máximo Gorki, porque en los programas aparecían nombres rusos, claro que nos escondimos, claro que expulsaron a Jako con todo y mujer e hija: extranjero pernicioso, aunque cuando llegó de Bulgaria tenía apenas un año y en México se crió, y en México estudió, y en México se hizo comunista, y en México se casó con una mexicana, y en México fue padre, y así sin más ni más, le cortaron la carrera con el exilio, pero le dejaron la vida, claro que hubo carreras y cachiporras, pero fue diferente… Todavía pensé, iluso, ingenuidad de quinceañero inocente, que disparaban al aire y por ser el piso tan alto… era mejor creer en un accidente, en una atroz jugada del destino, en cualquier cosa antes que en la premeditación, alevosía y ventaja que la ley castiga. La ley persigue al delincuente. La ley acusa. La ley procesa. La ley enjuicia el homicidio, pero no la masacre. Lo que Octubre no sabía es que se puede llegar a ser delincuente, sin cometer delito, en cualquier momento, basta una señal cifrada, el guiño de un ojo, el dedo de una mano, una palabra dicha en secreto detrás de un escritorio.

Tomé un espejo para espiar la plaza.
Asomarse a la ventana no era audacia
era suicidio
un disparo espolvoreó el azogue
y el sutil polvo vidriado se sumó al yeso
y al cemento y a la sangre
que cubría piel y cabellos y ropas y pisos alfombrados
en una mezcolanza de vómito y de peste.

…demonios, tenía que interrumpirme el teléfono ahorita que no estoy para chavos ni chavas ni madres ni nada. Este méndigo poema tiene que salir o veo para qué nací. ¿En qué me quedé? No, esto del espejo no sirve para añadir nada, lo que tengo que explicar mejor es por qué lo besé, pero no, eso fue un acto reflejo y así debe quedar, sin explicación, como la necesidad de darle vida, aliento, de parirlo de nuevo, en la incapacidad de resucitarlo. Nunca he tenido una sensación mayor de impotencia que en aquel momento en que no pude conseguir que su corazón siguiera latiendo. ¿Qué es lo que, finalmente, hace latir un corazón? Y que no me vengan con la inocentada de que es Dios, porque entonces un pinche pedazo de plomo no podría pararlo. Vida y muerte, como sólido y líquido son dos estados de la misma materia. La transformación: es el tercer estado. Pero entonces ¿cuál es nuestra materia? ¿Mi materia? ¿Su materia? La dialéctica marxista nos enseña que nada hay absoluto ni inmutable y luego se contradice: solo existe el cambio, la transformación. Entonces este es el absoluto, lo perenne y eterno: el fluir del tiempo irreversible, el movimiento continuo, el girar inaudito e inacabable: lo infinitamente mutable. He ahí mi infinito: el cuarto, del que no habla tampoco Teilhard de Chardin, él solo menciona el tercer infinito: lo infinitamente complejo, después de los dos infinitos aristotélicos, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. Yo estoy aquí, pisando la tierra, y mi amigo Octubre ¿en qué se ha convertido? Quizá en la tierra que ahora piso, en las alas del pájaro que envidio, en la nube que desde su distancia contempla nuestra vida con indiferencia, si su nombre se mudó por el de Octubre ¿por qué no iba a mudarse su materia, si según la física, nada se crea, nada se pierde, todo se transforma? ¿Y la memoria? No será ella la materia de que estamos hechos. ¿No es la memoria la que se transforma en cada mutación? Entonces yo, no soy mi carne, ni mis ojos, ni mis huesos, soy mi memoria y por ello recordar Tlatelolco más que una obligación, es una defensa de la identidad, mi identidad, nuestra identidad: yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos, somos seres humanos gracias a nuestra memoria, por ello hay que recordar, recordar, recordar: Tlatelolco, Vietnam, Corea, Hiroshima, Auschwitz, Badajoz, y tantas heridas consignadas más que en los libros en los corazones… pero ¿qué ciudad del mundo, qué pequeño pueblo, qué familia, no tiene una masacre, una injusticia, una violación que recordar, consumada por los que ostentan el poder, por los guardianes del orden, por los que esgrimen el libro de la Ley como una espada?

En gesto de juventud airada
me asomé por la ventana:
en medio de la plaza
    la ignominia desnuda como una prostituta
    círculo rojo a las puertas de la iglesia cerrada
un montón de cuerpos
    retorcidos
    anudados
    informes
la sangre manchaba las paredes de la casa de Dios
la alfombra de hierba,
las piedras de antigua estirpe
y de aquel montón de cuerpos
    unos muertos
    otros heridos
emanaba una pregunta
    no retorcida
    no anudada
    no informe
el mismo “¿por qué?” dibujado en los ojos abiertos de Octubre.

…me da miedo caer en la cursilería. No se puede ser cursi ante la crudeza de ese trágico-día-trágico-día-trágico-día-trágico-día-trágico-día, mi palabra tiene que ser directa, firme, menos aniñada. Tengo que imaginarme que soy un viejo de cincuenta o sesenta años que ve el dolor de su juventud ofendida, ultrajada, robada, aniquilada, ser el viejo que mi amigo Octubre no pudo llegar a ser. Y por Dios, Gustavo, no imites a tu padre. Respeta tu decálogo.

A las siete de la tarde el incendio comenzó
de pie
     como árbol enraizado a la tierra
     cubierta de lava
junto al amigo
     ya solo vivo en recuerdo
     cuerpo sin voz
             sin mirada
vi ascender el llamaraje.
Sobre la plaza
    una alfombra de zapatos sin sexo
    cubría piedras
    cubría pastos
Los gemidos subían envueltos en el olor de la sangre
    mezclada con el agua
           que no agua: sangre
de tuberías perforadas
           que no tuberías: venas abiertas
del edificio
           que no edificio: cuerpo vivo
y aquella agua-sangre de singular geometría
    de composición humana
al correr escaleras abajo del edificio Chihuahua
    fue el río macabro que alimentó la niebla
    el sueño, la pesadilla del horror hecho cuerpo
    en la plaza que era el atrio del Infierno.

…¿qué niebla, qué sueño, qué pesadilla en la mente de ¿quién? pueden cegarla hasta el límite en que el sueño toque la frontera de la locura y en ella se sumerja sin medir la distancia entre cordura y enajenación? Dicen que el hombre es el único animal que ataca, no por motivo de celos, a los miembros de su especie. Pero no hay acto sin motivo. ¿Es el poder esa niebla, ese sueño mal habido, esa pesadilla merecida? El poder ¿de qué? ¿De dar vida o de dar muerte? ¿De dar orden o desorden? ¿Qué es en suma el poder? ¿No dicen los gobernantes que si no cumplen con su deber, el pueblo se los demande? ¿Y con qué voz ha de demandarlo el pueblo? ¿Con qué confianza ilusa, si apenas abre la boca ya le sacaron un ojo, ya le quemaron el sexo, ya le exprimieron las venas? ¿Qué demencia es el poder que así aturde a quien lo posee? Pero ¿quién posee a quién? Los gobernantes son nuestras brujas posesas. El poder es el Demonio que se apodera del hombre.

La iglesia no abrió sus puertas
para ser cómplice: no del Poder de los Santos
sí del Poder de unos hombres.
Milicia, Iglesia y Finanzas
siempre han sido muy amigas.

El incendio propagado por la fachada inflamable
ascendía sin peldaños
reptando por láminas y paredes.

…el poema se me va de las manos, ya no es verso, es prosa, es… nada, solo recuerdos sueltos, efímeros, latigazos de memorias me sacuden las entrañas, se me interrumpe la vena poética y queda desnuda el alma con sus heri­das. Sé que me asomé por la ventana, que vi arder el edificio Chihuahua varios pisos más abajo, que calculé cuánto faltaba para ver aparecer junto a mí la primera llamarada. Y el latigazo me abre la piel y la memoria me hiere como el silicio. No era fácil decidir ¿cuándo es fácil?: o salir hacia las balas o esperar para morir consumido en esas llamas. Me acuerdo, entre la bruma de una angustia irrefrenable, que salí hacia la escalera, recordaba haber visto un extinguidor de fuego. Lo encontré en la terraza, colgaba de la pared, encima de varios muertos. Rompí el vidrio y robé el extinguidor, ahora lo recuerdo como si lo hubiera visto en una pantalla, pero fui yo mismo, yo el que se arrastró por el suelo, sobre el agua-sangre que bajaba desde la azotea, yo el que lo rodó por el suelo hasta la puerta, yo el que hizo a un lado el brazo de una mujer tirada a media escalera, para poder subir el extinguidor, yo el que sintió vergüenza de estar vivo. Volví a mi puesto de guardia, junto a Octubre, que no podía compartir ya el miedo que me calaba más hondo que la afilada bayoneta del soldado de la plaza. Cuántos amigos míos estarían todavía entre las ruinas, perseguidos, balaceados, en ruina el cuerpo y el alma, no las piedras, no la vieja pirámide, era nuestra juventud en ruinas.

Pocos minutos después
un cielo compadecido mandó su lluvia crispada
Los heridos en la plaza recibiéronla en la cara
los muertos ya no la sienten
pero el incendio se amaina.
Los tiroteos continúan desde arriba de la plaza
los soldados apostados en el techo de la iglesia
cazan niños
     cazan hombres
          cazan mujeres y viejos.
Los cazan en las terrazas
en los pasillos
los autos
Estrellan los parabrisas
Perforan elevadores
La vieja de la tiendita
     que vendía plumas, papel y lápices de colores
queda inerte
     suspendida para siempre en su estupor
     en su Nada.
Se queman los tendederos,
se ahúman todos los trajes colgados en los roperos
Los tanques trepan sus fierros
     por los peldaños de piedra que llevan hasta la plaza
no quieren que nadie escape
El edificio de enfrente echa humo por sus poros
     no ventanas
que con semejante espanto
     hasta las paredes viven
     hasta las paredes mueren.
A las ocho de la noche los heridos en sus charcos
     lluvia y sangre, sacramental amalgama
son levantados
     acarreados
     detenidos
     humillados
     ultrajados
de tres en fondo la fila
con las espaldas pegadas a la pared de la iglesia
quedan de pie
     como árboles abrasados
importando lo que saben
no lo que duelen
     lo que viven
     lo que mueren
No son hombres
no mujeres
no son viejos
no son niños
son:
     testigos sin nombre y sin apellido
     testigos que hay que callar
     silenciar, marchitar, esfumar
     bloquear, acabar, fumigar como a las ratas
el ejército vigila no por sus vidas
     sí por sus muertes.

…nada de esta narración se acerca al horror vivido. Todo lo que relato me parece pobre, pequeño, enano. Cuando volví el estómago, no fue por mirar la sangre, fue mi repugnancia a la sinrazón que provocó aquellas muertes, mi rebeldía ante la farsa trágica que representa el Poder. En África hay un pueblo que al coronar a un nuevo rey ejecuta un rito en el cual uno de los súbditos se acerca al trono y comienza a hablarle al rey, diciéndole que también él tiene dos piernas, dos brazos, que tiene una sola boca, como él, que no tiene tres ojos, sino dos, y que hace pipí igual que todos, para recordarle que es un hombre como los demás y que solo tiene el encargo de regirlos para el bien común. En el teatro, cuando un rey ordena a un súbdito que le corte la cabeza a otro, el súbdito finge hacerlo, pero aquí, siglo XX del planeta Tierra, un hombre ordena que maten a un puñado de pueblo, no de invasores, no de enemigos extranjeros, no de seres extraterrestres, y los soldados lo hacen de verdad. ¿Y quién le dio el poder a ese hombre que fue capaz de dar la orden? Ese mismo puñado de pueblo.

A las once de la noche los testigos en la plaza
siguen en pie
     árboles tasajeados
con las espaldas pegadas a las piedras de la iglesia.
Llegando la medianoche
no son brujas montadas en sus escobas
las que se llevan en vuelo los muertos y los heridos
son marionetas disfrazadas de hombres
las que llegan en fantasmales camiones
     blancos, color de inocencia
a meter en camillas los cuerpos amontonados
     de dos y tres por camilla.

Los soldados se pasean por azoteas y terrazas
     por las ruinas tlatelolcas
     sobre las ruinas humanas.
Se van los camiones blancos
     blanco color de azucena que es la flor para los muertos
llegan otros con idéntico disfraz
      inocente ramo pulcro
a recoger más heridos
a levantar nuevos cuerpos
sin cara ni identidad:
     que en una hoguera de inquisiciones medievales
     para que no haya testigos
     han quemado credenciales
     cartas, retratos, papeles
que un cuerpo sin nombre propio no habla
     para bien ni para mal.

La hoguera es el lugar donde fueron a morir
por segunda vez los muertos de Tlatelolco,
     no por quemarse sus cuerpos
     sí por quemarse sus nombres.
En la hoguera se cumplió el trámite burocrático
     de su doble asesinato.

A las dos de la mañana
los tanques sobre la plaza
aplastan
destripan
     muelen zapatos
     y bolsas de las mujeres
     sin dueño desde hace horas
En las azoteas hay cinturones tirados
   vestigios de estudiantes aprehendidos
aplastados
   destripados
          molidos
culatazo en el estómago
garrotazo en los pulmones
todo se vale en la guerra
   así dicen los matones
todo es posible en la paz
   así dicen los letreros que anuncian las Olimpiadas
todo es posible en la paz, hasta la guerra y la matanza
así dijimos después
Vaya gloria que ha ganado este ejército encumbrado
que se cuelgue una medalla por cada niño caído
que se le ascienda de rango
     por haber acribillado a sus hijos en su casa
Y cuando ya amanecía
miro a un soldado sentado
descansando junto a uno de sus tanques
con la conciencia tranquila
de quien ha obedecido la orden superior dada,
lo miro con la cara satisfecha
ponerse a leer una historieta de niños
que se encontró por la plaza.

…no, no, no, mil veces no, la evocación no da ni la más mínima idea de lo que fue la masacre. ¿Cómo contar cada segundo de asco? ¿Cada minuto de náusea que viví desde la seis de la tarde? ¿Cómo hacer un relato verdadero de esa mujer de rostro desdibujado que gritaba de puerta en puerta, golpeándolas como la Llorona de la leyenda, preguntando por Carlitos, y de aquel otro que lloraba su culpa por haberse guarecido, para no morir balaceado, tras el cuerpo de su amante que había sido mutilada por uno de los tanques? Desde aquel trágico día… ¡puto padre! ¿cómo no he de querer alas?