Vous avez été en moi la victoire et la visitation
et le nombre et l’étonnement et la puissance
et la merveille et le son!

PAUL CLAUDEL

TERNURA, SED, MÁSCARA

Decía Kierkegard que “el amor es la expresión del que ama, no del amado”. Minotauromaquia es la expresión del amor tras la pérdida del ser amado, no evaporado en la decadencia de una relación, sino arrancado en el apogeo de la emoción amorosa: el hacha hincada en el árbol verde y floreciente. Minotauromaquia es una reflexión, a medio camino entre el ensayo, la prosa y la poesía, de ese amor raptado que puebla el pensamiento y la emoción de una yo lírica exaltada que, sin embargo, no deja de advertir la parodia del comportamiento de hombres y mujeres en el amor, con el amor.

La obra personal, autobiográfica y emocionada siempre encontrará aficiones y desencuentros; son inherentes al hecho de que la autora desenvuelva su mundo interior en un texto del que los lectores esperan que le sea dada, como una pedrada, tanto la sustancia como la forma de un libro. Minotauromaquia, como obra autobiográfica escrita por una mujer mexicana, se encuentra ahora con otra generación de lectores y lectoras. Leer un libro tan hondo, inquietante y reivindicativo de la femineidad casi 45 años después de ser escrito, es un experimento muy importante y enriquecedor para la literatura mexicana.

Con una prosa de enorme expresividad poética (“la luna como una bomba de tiempo, como una espina encallada en las espigas de marzo”), la narradora observa su pérdida desde tres puntos de vista: el poético, el ensayístico y el narrativo. El resultado es una novela que se lee, a ratos como si fueran cartas, en momentos como si fuera un ensayo fragmentado y siempre como prosa poética.

El libro sigue un hilo cuyo destino ya conocemos, pues comienza cuestionando al amado, su obediencia a la bestialidad: “pero infligir el amor, ¿cómo lo justificas?” La narrativa de Tita Valencia es apasionada y plena de metáforas y reverberaciones de la mitología griega, mientras su inteligencia va descubriendo, desnudando, viviseccionando el amor partido en dos. Frente a la tragedia personal (pues una experiencia semejante es pathos: sufrimiento y anagnórisis no pedidos), la mujer de letras, la pianista viajera y culta interpela no solo al hombre ni a los hombres sino a su sociedad; aunque su universo narrativo no se solaza con imágenes de época, contiene el pensamiento y el orden racional progresista del siglo XX, sostenido en parte sobre las piedras fundacionales del materialismo histórico, el psicoanálisis y la Guerra Fría. Tantas cosas que hoy hemos olvidado.

La narradora dice que Scherezada no habría podido ser un arquetipo freudiano. El tiempo le ha dado la razón: Scherezada (la que relata para vivir un día más) es todo menos un arquetipo antiguo o moderno: es solo la que relata. El amado, ya recubierto de la selva del amor y de la quema y roza de la ruptura, es la máscara mortuoria del amor: “Infinita libertad de ser en vida tu propio monumento funerario”. Mientras desnuda a Narciso hasta con­vertirlo en Minotauro, se apoya a partes iguales en el amor y en el re­sentimiento: “por miedo a las apariencias, te volviste solo Apariencia”.

En la novela de Tita Valencia, la protagonista reflexiona sobre el origen de la metamorfosis del Narciso en Minotauro y al revés: “Recuerdo cuando llegaste a la conclusión de que la fidelidad no es una premisa sino una consecuencia”. Ella, por su parte, le dice que nada ni nadie de lo que la ha habi­tado la ha poseído: “solo me trabajó para ti”. Un psicólogo contemporáneo vería en la obra el testimonio entre una mujer muy enamorada y un psicópata narcisista.

La amante –pues solo sabemos y sabremos de este amor por ella– crea, primero, un mundo mitológico que pueda contener la grandeza de su amado. Se trata en realidad de una trampa que revela a la verdadera Minotaura: a través de la seducción del amor absoluto, Valencia destruye, gracias a una inteligencia filosa muy emparentada con la ironía y el sarcasmo, la idea del amado inalcanzable; inalcanzable en el amor e inalcanzable en la pérdida. No es gratuito que Tita Valencia eligiera la mitología clásica para relatar, recordar e invocar ese amor. Lejos de la piedad y el perdón cristianos, la amante atraviesa un largo duelo sin escamotearse ninguna de las emociones arcaicas tan temidas por Occidente: la ira, el rencor, el deseo, la desesperación. No se deja ayudar por la mesura ni la continencia. En su camino hacia el centro del amor extraviado y luego hacia afuera de él, no se ahorra ninguna emoción, por laberíntica que sea. Consciente de lo incómodo que puede resultarle a un lector encontrar en la prosa más expresiva e inteligente tal visceralidad, la protagonista dice: “Es obsceno el dolor femenino. Tú, que alimentas el tuyo ‘con el más alto pensamiento conceptual de Occidente’, no tolerarías la peste romana de esta cueva de leonas”.

Sin embargo, en estas cartas no enviadas al amado (o enviadas y no respondidas), no habla con un fantasma, sino que seduce y se deja seducir por un Minotauro: ayudada por el laberinto de su prosa poética, destruye la efigie, hasta que se vuelve carne y luego, al fin, máscara: “No entendí cuando dijiste: la culpa es de Occidente, y tomé por soberbia la más humilde, la más desamparada de tus confesiones. Ahora, en efecto, percibo tu cuerpo de artesano pueblerino –de engañosa fragilidad, flexible y eficaz como una vara de membrilla– soportando apenas su condición de depositario y médium de la más aberrante de las culturas”.

Cuando Daniel Sada calificó Minotauromaquia como un libro “sincero”, no solo se refería a la sinceridad personal, sino a la sinceridad intelectual desde la que fue escrito. Las emociones no necesitan explicarse, solo expresarse; por otro lado, el desmembramiento de una cultura requiere de una inteligencia que, aunque conozca la emoción, pueda salir a través de ella, no indemne, sino más aguda: “¿Pero qué epidemia solapada es esta? He aquí que tarde o temprano todas se transfiguran en vírgenes analfabetas: nínfulas, brujas, personajes de convento, de burdel, de manicomio o de cuento de hadas”.

Entre la epifanía, la metáfora y la confesión, Tita Valencia reflexiona acerca de las diferentes capas de las que esta compuesto el amor entre una mujer y un hombre; ese amor que nos fue prestado de otras vidas: irreal, ya realizado, pero a la espera de encarnar. La amante lo experimenta como revelación. “¿Por qué, por qué el amor femenino ha de tener por todo sostén tan frías, tan húmedas y tan vastas transparencias?” Esa emoción, depositada en la cultura, es superlativa y no admite ni duda ni tibieza: “Yo siempre entendí que la mujer solo es capaz de amar a Dios en su forma viril y humana”. Y, por supuesto, la pérdida del depositario de una emoción tan intensa, tiene consecuencias. La prosa de los acontecimientos le muestra a la narradora su lado menos amable. Tras un gran desgaste psicológico, la narradora acepta que el mundo tiene poca paciencia con la mitología y con la literatura: “El error –creo– esta en hacer una mística de las relaciones humanas […] El marido, el amante, la hija te piden ¡te exigen! temperaturas normales”.

Entonces la amante divide su vida en dos: una en la que se dedica a llevar una vida lo más normal posible, mientras en la otra se refugia en el sueño con el deseo de encontrarse con el amado: “Infiltración febril, como la de toda ternura largamente reprimida. Burlando a la vida que no quiso contenernos juntos, me deslizo en ese camastro que contiene con holgura nuestra separación”.

¿Es el camino hacia el centro del laberinto o hacia afuera? ¿Lo hace el Narciso enmascarado de Minotauro? ¿Lo hace el Minotauro disfrazado de mujer amante? A falta de invocación clásica fácil de imitar, Valencia también recurre a la letanía: “Dios de los eruditos ten piedad de él / dios de los que no pueden aprender / dios de los que no logran desaprender”, pero también encuentra solaz en los viajes solitarios, y ahí vierte la autora su poesía más concentrada e incisiva (“el relámpago categórico de un ramaje de ceiba, los tensos músculos de aluminio morado en los torsos del palo mulato”), porque es desde el lenguaje –el único poder que se les dio a las mujeres en la antigüedad–, que la amante puede hacer la metamorfosis del amor trágico a la libertad.

Minotauromaquia es un libro que en un principio puede resultar exigente al lector –sobre todo al lector, que no a la lectora–, pero conforme escuchamos con atención a esta Ariadna / Teseo / Minotaura (trinidad perfecta pues contiene a la doncella, al héroe y al monstruo solitario) entendemos por qué si “se gana la luz desde el infierno, la pureza se gana gruta a gruta”.

CLAUDINA DOMINGO

Había sido un amor frugal, un canto llano, un recto tono aventurándose sin llama por la penumbra de su propia veta melodiosa. Arcos volados. Ternura sin sustento. Persistencia que rebasa los claustros de la fe y, en el vasto ábside nocturno, el desolado trazo de una órbita que insiste en prolongarse habiendo perdido a su estrella.

* * *

Amor, tu pecado fue no sostenerme.

Tú sabes que esperé día tras día; año tras año. Pero nada en ti me sostenía. Y sin embargo, aguardé hasta aquella noche extrema de los besos en el bosque de Zapotlán: drogados, añejos, robados a otra vida igualmente amarga. Exprimidos al ámbar de uvas incomprensibles. Crucificados allí mismo con agujas de pino. Meteoros que se enfrían en la tierra resentida: el fracaso de un doble renacimiento.

Más forjado por la ira que por la ternura, me decías que el crimen se justifica porque viene a modificar lo inhabitable. La muerte, sí…

Pero infligir el amor, ¿cómo lo justificas? ¿Acaso te pensaste menos culpable del amor que del crimen, porque al fin y al cabo la muerte es cesación bienhechora, y el amor, en cambio, infierno, purgatorio, paraíso simultáneos que prosiguen, prosiguen, prosiguen…?

Una mujer no puede soportar sola la carga de un beso.

* * *

En la noche no hay sol, pero hay mañana. Esa noche, sin embargo, tus manos temblorosas me ofrecieron la hostia de un sol negro que pudo no solo modificar lo inhabitable, sino absolvernos para siempre de mañanas.

Indeciso oficiante de tinieblas: nunca lloraré bastante el no haber recibido de ti aquella iniciación.

* * *

El reflejo condicionado por una larga historia de ultrajes me impidió distinguir entonces entre el crimen que da muerte y el crimen que da vida. No supe escuchar la trompeta de la resurrección acompañándome desde la Catedral hasta el ámbar ebrio de tu biblioteca, y desde allí al pequeño cuarto verde de baldosas heladas en las que me tendió tu ira.

Por segunda vez quise salvarme superándote en el daño que me hacías. Y escribí lo que ya conoces: “En algo se es superior a la vida. Porque vienen de fuera, sus despojos son poca cosa. Nosotros podemos ser más extremos partiendo de centros vulnerables. Solo nosotros podemos llevar a su última instancia el lujo del desposeimiento, del saqueo, del escamoteo y la rapiña en carne y alma propias.”

* * *

Y luego, poseída una y otra vez por aquel reiterado sueño de Zapotlán en que a los campos sesgados en parches de fuego ocre y verde se mezclaban súplicas angustiosas, miedo, el deseo de huir, cielos lacustres, el “quiero no existir por tal de que existas tú” garabateado en la intimidad de una caja de cerillos, ternura, paz en la ceremonia de la mesa, eternidad al cruzar la plaza con las manos juntas:

“También la víctima vuelve al lugar del crimen.”

Di, ¿qué estadista eunuco, qué obtuso profeta desde hace cuántos siglos sombra ya, enunció la peregrina sentencia de que quien comete el crimen es un verdugo? En verdad no es sino el instrumento de una víctima triunfante.

* * *

Más adelante, cuando acompañando aquel poema de Aquiles y la tortuga, me pedías perdón:

“Para perdonarte necesito cargar tu cuenta a la mía. Para perdonar al prójimo necesito reconocer que carece de los fondos que a mí me sobran, asumir sus deudas y constituirme en aval único de sus desfalcos.”

Ahora soy más fuerte que nunca porque estoy muerta. Contigo caí en la trampa alevosa de creer que a un don total de sí corresponde un don equivalente. Por ese paso en falso, por esa fractura se me precipitó todo el vacío cósmico, toda la náusea, toda la incomprensión de cuanto me rodeaba, la incoherencia de lazos entre ser y ser, la huida pavorosa y centrífuga de puntos que habían sido coincidentes.

Más aún, cuando llegamos al crimen trunco que no por ello dejó de modificar lo inhabitable, supe que darlo por cometido era ya la única forma posible de supervivencia. Y seguir muerta.

De esa muerte me hice un bloqueo inexpugnable. Hoy esa muerte –la renuncia al pan, al aire, al fuego, al horror, a la esperanza, a la música, a la caridad, al sueño y a la correspondencia–, me permite dar. Incluso darte a ti, por qué no, a manos llenas y en libertad, desde el otro lado de la vida.

Pero si ahora aceptara de ti no más que un mendrugo, resucitaría. Revivirían en mí el hambre y las exigencias. Y estaríamos en el umbral de una nueva estación en el infierno.