HACER DE UN LIMBO UN PAÍS

Quizá tengamos de nuevo una lámpara sobre la mesa
y un jarrón con flores y los retratos de las personas
queridas, pero ya no creemos en ninguna de estas cosas,
pues una vez tuvimos que abandonarlas de improviso
o las buscamos inútilmente entre los escombros.

NATALIA GINZBURG, Las pequeñas virtudes

El sobreviviente debe elaborar el duelo de sí mismo, el
que fue, el que ya nunca podrá volver a ser, para que
alguien, otro, portador del mismo nombre, dueño de las
mismas memorias, hable y viva en su re-presentación.

NÉSTOR BRAUNSTEIN, La memoria del uno y la memoria del otro

El nombre de Tununa Mercado me fue revelado como un secreto: entre los comentarios habituales sobre los autores más o menos canónicos, un profesor nos habló de “Ver”, relato inusitado en el que el deseo femenino va impregnando –la realidad, la calle, los muros, la ventana, el teléfono– hasta que la imaginación se enciende y lo incendia todo. El descubrimiento fue deslumbrante, tanto que pasé los siguientes años buscando leer algo más. Fue imposible: sus libros no aparecían en librerías ni en bibliotecas, acaso algunos fragmentos escaneados circulaban en la red. Un rastro de migas que seguí con ávida paciencia hasta que finalmente encontré un ejemplar de En estado de memoria. Mi asombro fue aún mayor, no solo por la obra que leía, sino porque no comprendía cómo es que una autora de esa magnitud hubiera pasado casi inadvertida en el resto del continente, a pesar de haber comenzado a escribir desde muy joven y de haber obtenido una mención en el prestigioso premio Casa de las Américas con su primer libro antes de cumplir los treinta años.

En estado de memoria es, junto con La letra de lo mínimo, el peculiar núcleo de una producción predominantemente narrativa y orientada a la ficción, pero enfocada en la observación minuciosa de la realidad. Publicada por primera vez en 1990, tanto el editor como la crítica la han clasificado como novela, tal vez con la intención de enmarcarla en la literatura que se produjo a raíz de la dictadura y el exilio argentino de los años setenta. Sin embargo, se trata de un texto híbrido, podríamos incluso decir que antigenérico y, sobre todo, visionario para su época, pero muy actual para la nuestra, a tres décadas de su aparición.

Compuesto por dieciséis secciones y narrado en primera persona, el libro cuenta muchas historias para crear, por acumulación, una observación íntima del exilio como experiencia ontológica más que biográfica. Tununa Mercado –argentina, feminista, filóloga de formación– declara entre sus influencias imprescindibles lo mismo a poetas y narradores –Shakespeare, Dylan Thomas, Camus, Yourcenar, Vallejo y Rulfo– que a filósofos e incluso psicoanalistas –Hegel, Kant, Deleuze, Barthes, Freud y Lacan–. Esto se refleja en sus intereses temáticos, pero sobre todo en la perspectiva que adopta para acercarse a ellos: como exiliada escribe no una novela histórica o autobiográfica, sino una exploración fenomenológica de la identidad y la memoria. En su recuento no interesan las fechas, los datos ni los personajes políticos; en cambio, afina su mirada a niveles casi microscópicos, y en primer plano aparecen los amigos cercanos, los lugares fa­miliares, las personas con las que nos encontramos en situaciones cotidianas. De todos ellos no importa tampoco el contexto, ni siquiera el retrato: lo único que permanece es un gesto, una frase, pero ese trazo mínimo se convierte en una impronta indeleble, un elemento esencial de nuestra identidad.

De estas minucias está hecho En estado de memoria, de manera que el resultado es una construcción fragmentaria, reiterativa, no lineal, en ocasiones incoherente (aunque solo en apariencia); no es descabellado decir que lo que consigue esta obra no es contar una historia del exilio, sino hacer de él una experiencia textual que es simultáneamente emocional y analítica, una operación creativa equiparable con el stream of conciousness de la novela modernista inglesa, aunque no meramente mimética, pero igualmente sofisticada. A lo largo del libro, como en una sinfonía, o como en nuestra propia memoria, se suceden y conectan distintos leitmotivs: el estrecho vínculo entre el cuerpo y la mente –o, más precisamente, las emociones–; el presente como una especie de re-enactment infinito de recuerdos sobrepuestos y aleatorios; la poca compasión que muestran los grandes sistemas (sociales, políticos o ideológicos) ante la individualidad, entendida por ellos como anomalía; y, sobre todo, el trauma del exilio que va mucho más allá de la violencia y la precariedad: la escisión permanente en la conciencia del in­dividuo, que no se reconoce en él mismo ni encuentra su sitio en donde está, pero tampoco en el lugar del que se ha ido.

Al alejarse de los referentes concretos, Mercado amplía su experiencia, la disecciona y así consigue universalizarla; sin necesidad de hacer señalamientos específicos, muestra la manera en la que la política se incrusta en nuestras casas, en nuestros armarios, en nuestros cuerpos, y no podemos cocer el arroz ni elegir un vestido sin la herida de la violencia cuando vivimos inmersos en sistemas opresivos. En las nimiedades de la vida reposa mucho de lo esencial: los gestos, el dolor, el deseo más auténtico; es en las nimiedades donde el individuo expresa su identidad y donde la cimienta. Todo esto es avasallado por un mundo exterior que intenta siempre imponer el orden, la practicidad y la normalidad. Desde la primera imagen, la autora nos plantea que la memoria es una forma de resistencia, quizá una de las pocas que nos quedan. No es casual que al inicio se nos presente a Cindal, el paciente al que psiquiatras y enfermeras ignoran por considerar su dolor trivial (nimio) –imaginario y, por ello, de cierta manera autoinflingido– y que a raíz de ello termina suicidándose. De un modo semejante, la narradora de la novela indica que la vuelta a los recuerdos de los amigos muertos, del país perdido, resulta dolorosa y le resta fluidez a la vida, pero es voluntario e incluso preferible al olvido porque “el día en que sus palabras dejen de resonar en todos los mediodías semejantes a aquel en el que junto a mí fijó sus leyes, lo habré traicionado en la memoria y, consecuentemente, me habré dejado ganar por la insignificancia”. El recuento del pasado y de su inserción en el presente permanente del exilio adquiere, en la escritura de Tununa Mercado, un carácter más filosófico que sentimental; asombra su capacidad de análisis, casi fenomenológica, arraigada siempre en la observación de lo cotidiano y en imágenes tan poderosas que son casi hirientes, sin recurrir a los lugares comunes de una historia política, sino todo lo contrario. Si la tendencia historiográfica moderna es la historia desde abajo, Tununa lleva esto al extremo, a la historia desde dentro, la representación del trauma íntimo más allá de las coordenadas históricas y sociopolíticas. Este logro intelectual se convierte en arte gracias a la elegancia del estilo y a la sensibilidad de la mirada, que consigue una obra comparable con las de Clarice Lispector o Natalia Ginzburg, aunque con una intuición filosófica mucho más perceptible y sólida.

Recordar lo nimio es encontrar el sentido individual en medio de la vorágine que intenta arrebatárnoslo; por eso las reuniones extensas y vehementes que los exiliados celebraron durante años para discutir, desde México, la situación argentina, aunque no tuvieran efectos materiales concretos, no eran fútiles. La narradora explica: “discutir, disentir, sospechar, era el modo de hacer un país de ese limbo […] y la misión no admitía límites temporales”. Por ello, una nueva lectura de esta novela no solo es afortunada sino necesaria, sobre todo en una época de movilidades forzadas por la guerra, la violencia y la precariedad. Nadie tiene garantizada la solidez de una casa, por el contrario, la biografía humana está hecha cada vez más de itinerancias, migraciones, mudanzas e incertidumbre. Limbos de los que hay que hacer patria.

NORA DE LA CRUZ

EN ESTADO DE MEMORIA

EN MEMORIA DE MARIO USABIAGA

EL FRÍO QUE NO LLEGA

El exilio se me aparece como un enorme mural riveriano, con protago­nistas y comparsas, líderes y bufones, vivos y muertos, enfermos y desposeídos, corroídos y corrompidos; el mural tiene un espeso color plomizo y sus trazos son gruesos. Hay un fuerte sinsabor en la evocación, me esfuerzo en este momento para separar del conjunto algún instante colectivo de felicidad, que los hubo, pero la melancolía lleva la delantera, nada se sustrae a la melancolía de un recuerdo gris, aunque muy intenso. En el mural hay un ancho por un alto, un comienzo y un final, y lo que resalta en el paño acotado y lo que vibra en el paisaje es, irremisible, la melancolía.

No se puede decir nada más anodino y estúpido que la frase: “lo pasaron bien en el exilio”, esa trivialidad que muchas veces, por exculpación, se acepta oír, o su contraparte de la misma laya: “los que se quedaron en la Argentina la pasaron peor”, y otras variantes de esas simplezas que deberían indignar pues ponen en situación de torneo instancias que no lo admiten y que tampoco resisten clasificaciones tranquilizadoras: exilio/exilio interior, que separan y aligeran, por así decir, la masa aún sin desbrozar, compacta, destructora y arrasante que fueron esos años, desde 1974 hasta la restauración de la democracia, sin contar los coletazos que todavía producen terror.

El tiempo del exilio tiene el trayecto de un gran trazo, se extiende según un ritmo amplio y abierto, sus curvas son como las olas, oceánicas y lejanas de las playas, que no tienen rompientes y se parecen más a la idea de horizonte; el tiempo sucede más allá, en otro sitio, se lo oye transcurrir en los silencios de la noche, pero se lo aparta, no se lo quiere percibir porque se supone que el destierro va a terminar, que se trata de un paréntesis que no cuenta en ningún devenir.

Provisorio, el tiempo va de semana a semana en un tren de altos sucesivos: se lee la noticia, se la sopesa, se piensa en términos de coyuntura, se enfrenta con la imaginación al adversario que interfiere el decurso, se cree acumular fuerza contra el enemigo mayor que ocupa también semana a semana, y en una ofensiva cada vez con una capacidad mayor de fuego, los terrenos que el exiliado ha perdido al ausentarse.

Las discusiones no tienen fin, la sospecha no tiene fin; en los espesores y en la espesura de esa selva sin tiempo no hay diques que parapeten el continuo, las hojas no caen, el frío no llega, el presente nunca pasa al futuro. Los acontecimientos están iluminados como en el teatro, exaltados en su significación; nunca la paranoia tiene un cuerpo tan sibilino como en esa estancia sin estaciones.

No se podía imaginar entonces que una vez terminado el paréntesis, si es que alguna vez llegaba a terminar, lo que concluiría sería visto como un todo abigarrado, como una masa recorrida por múltiples laberintos cuyo corte transversal provocaría una sensación tan mordiente; las capas o estratos que ese corte muestran, en efecto, parecen haber sido antiguos hormigueros ahora deshabitados pero que producen la misma sensación de espanto que si estuvieran llenos.

Es también espanto lo que provoca la evocación del modo en que ese tiempo era ocupado en un setenta por ciento por el tema propio de la circunstancia, a saber, la Argentina, ese país poca madre que nos había expulsado y sobre cuya situación se hablaba sin parar –el sol no se ponía, no había amaneceres– llenando, por así decir, con la materia argentina todo hueco de la realidad, saturando con la pasta argentina todos los agujeros, atiborrando el cuerpo y el alma con esa sustancia que no producía placer, ni buenos recuerdos, y que solo depositaba su cuota de muerte al entrar y salir de la conciencia (cuando uno se dormía, la cuota era puesta a favor del inconsciente y daba réditos inmediatos y multiplicados, con efectos de horror mucho más poderosos que en la vigilia).

Se soñaba la muerte casi siempre; el individuo era atravesado sin tregua en esos sueños por imágenes de despojo y desamparo; el durmiente pasaba noches desnudo, descubierto, perseguido por fuerzas invencibles, se caía al torrente, perdía el tren, salía de su casa descalzo, perdía sus papeles, un carruaje lo conducía hacia un destino sin nombre; el individuo perdía altura, regresaba a una infancia envuelta en nubes y gasas, volvía a cuartos con luces cenitales y se veía de pronto en medio de un bosque en sombras; el individuo no la pasaba bien en sus sueños. En sus vigilias el efecto de esos sueños se reiteraba por ramalazos, impidiéndole cualquier tipo de felicidad transitoria casi la mayor parte del tiempo.

Con ingenuidad, a muchos exiliados en México se les dio por pensar que seguían siendo, pese a todo, los mejores del mundo y entonces no supieron mezclarse o fundirse en la población –vecinos, colegas, o lo que fuere– y persistieron en mantener rasgos muy nacionales, gesticulaciones muy propias que solían provocar vergüenza ajena en aquellos que por miedo o timidez habían optado por hacerse lo menos evidentes posible. Podía llegar a suceder que alguno hablara de manera estentórea y reclamante en una oficina de migraciones, por ejemplo, y que suscitara en el mexicano o mexicana que se ocupaba del trámite, un súbito bloqueo, defensivo, ante la petulancia; el empleado ponía una cara especial de haber bajado una cortina interna y de haber al mismo tiempo clausurado cualquier entrada o cualquier salida; ni oía ni respondía al discurso demandante de su interlocutor; se enconchaba, hacía el muerto, que es una forma que muchas especies animales tienen de neutralizar los asedios del exterior y cuyo aprendizaje requiere eras geológicas.

Esa habilidad de hacerse el muerto, que por seguir de manera anecdótica y reproductiva la legislación lacaniana han adoptado algunos psicoanalistas, la burocracia mexicana la tiene por cultura y casi por naturaleza y por eso mismo no es ni anécdota ni representación, sino un modo del espíritu. Frente a una jactancia de argentino, el mexicano mira con ojos vacíos, oye con oídos cancelados y sella boca, provocando en quien lo interpela una impotencia total. Años puede llevarle a un argentino aprender ese método de distanciamiento ante las desmesuras o vanidades de uno de sus semejantes, y si lo llegara a dominar no sería difícil que le diera una connotación de desdén, cosa que el mexicano no hace; perdonando las generalizaciones, me parece que este solo pone en práctica, tal vez sin saberlo, un método para preservar su salud mental o su proverbial dignidad. Esa arma es en extremo dañina y hay muchos argentinos seguros de sí mismos y del lugar que ocupan en los estratos sociales que han sufrido sus estocadas hasta la derrota y que, por lógica, han engendrado animadversión contra quienes la esgrimen, sus anfitriones.

El apego al país que habíamos dejado condicionó la vida de todos nosotros. Hubo incluso gente que no pudo sobrellevar la suma de pérdidas; que se pasaba el día pensando en su barrio, idealizando prácticas que no se veía muy bien por qué habrían de ser consideradas paradigmáticas de un paraíso perdido; la sustancia argentina que se extrañaba aparecía encarnada en mitologías de escaso interés. Vista ahora, a la distancia y en la cercanía –en un antes de exilio y en un después de regreso al país– la “iconografía” aquella y los pequeños cultos a objetos que rigieron las fantasías de entonces, juzgados más allá de las emociones, resultan un patrimonio insignificante, sin valor intelectual o imaginario.

Hubo profesiones de fe argentina lisa y llanamente patrioteras, como por ejemplo la codicia que produjo en dos oportunidades la bandera argentina, que colgaba del muro junto al llamado lábaro patrio de los mexicanos en la “casa” del exilio y fue dos veces sacada, con excitación y premura, de su lugar. La primera, emocionado por el triunfo en el Mundial de Futbol, un grupo se hizo de la bandera y la enarboló por las calles de la ciudad mientras vitoreaba al seleccionado nacional; la otra, el mismo grupo se apersonó en la sede y se la llevó para ondearla frente a la embajada inglesa, identificado con la guerra que libraban los militares argentinos para recuperar las islas Malvinas.

La pasta argentina no dejaba respiro, se pegaba al cuerpo, llenaba la mente, absorbía todos los líquidos y dejaba en la sequedad; quienes podían zafarse de ella o disminuir su consistencia era porque ponían una voluntad de hierro para integrarse al medio. Tenían que aprenderlo todo, es decir, aprender a saludar al vecino, a dejarle el paso, a no pasar por entremedio de dos personas que están hablando, a no pasar los platos por delante de las personas en la mesa; a decir “por favor” cuando pedían algo, y las correlativas fórmu­las “permiso” y “propio”; a agradecer toda vez que fuera necesario y aún más de lo necesario, respondiendo a las “gracias” del otro con un “para servirle”; a no interrumpir a los demás en las conversaciones, disminuyendo, en lo posible y en el caso de tener el uso de la palabra, el río verbal; a decir “salud” cuando alguien estornudaba y “provecho” cuando daba comienzo la ingesta ajena; a ofrecer con un “¿gusta?” la comida propia al recién llegado (prácticas que hace mucho no tienen uso en la Argentina por decisión de clasemedieros con ínfulas); tuvieron que aprender a ofrecer hospitalidad usando la norma de cortesía local que consiste en decir: “Lo esperamos en su casa”, para invitar al interlocutor argentino, quien creía que el mexicano se refería a su casa, anunciándole una visita; el equívoco solía perdurar largo rato, reiterándose el “su casa” con un refuerzo aclaratorio: “su casa de usted”, frase con la cual el mexicano afirmaba la donación generosa de su casa, la de él, al extranjero; este desprendimiento nunca era entendido y los argentinos interpretaban que el mexicano se adueñaba de sus casas, y el “ahí tiene usted su casa de usted” no era captado ni correspondido con análoga cortesía, quedando el argentino mal parado y demostrando su incapacidad para oír a sus diferentes.

Los malentendidos eran resortes que obligaban a aprendizajes acelerados de urbanidad y después de varios años puede decirse con justicia que algunos lograron hacer suyas las leyes de convivencia y se los veía en reuniones con mexicanos haciendo esfuerzos por dejarlos hablar, con una cara de represión enorme de los naturales impulsos por cubrir el espacio con la propia y exclusiva voz, con aire de frustración por verse obligados a ceder la palabra y a dominar los proverbiales y sesudos tonos.

A veces se obligaban a la humildad de eliminar el uso del che y del voseo y ahí se los tenía, adocenados en cultismos del español que se les resis­tían y que no se amoldaban a los modos porteños de los que raramente se puede salir por ser demasiado marcados. Llegaban a asumir, incluso, ciertas humillaciones lingüísticas, como ser el reemplazo de la ye rugosa y canyengue de Buenos Aires por una suerte de iod que con tanta facilidad suelta la gente desde Córdoba hacia el norte, y que en los labios del porteño es en extremo descomedida porque no llega a plasmarse y, cuando cree haberla logrado, en nada se parece a la elle de los mexicanos y menos a la ye; se podía oír entonces, unos poios y unas gaínas famélicas, con hambre de pertenen­cia, que eran como malas puntadas en la tela de la conversación.

No se puede ocultar que la implantación de un argentino en México es de hecho un fenómeno histórico raro. Y no se termina de hacerse el ridículo, a años vistas no se deja de hacerlo, como si por una secreta venganza el país mexicano continuara ofreciendo resistencias a cualquier apropiación por parte de extranjeros. Llegaron los argentinos y con todo esmero erigieron sus asentamientos en conglomerados habitacionales, los llamados condominios, donde por razones gregarias y también económicas, se fueron acomodando, al mismo tiempo que declaraban cómo les gustaban las artesanías nacionales. Siempre me dio vergüenza de mí misma, valga la rei­teración, pero sobre todo vergüenza ajena de los demás, cuando oía decir esa frase en todas nuestras bocas al llegar a México, como una especie de letanía que desplazaba por unos instantes el lamento del desterrado. Creo, a la distancia, siempre a la distancia, que muy poco sabíamos del arte popular mexicano y que la masiva –en términos relativos– adquisición de esos bienes culturales en mercados de diversa índole no estuvo regida por un criterio de calidad. Puede caerles mal a muchos que esto lean, pero la homogeneidad del mobiliario de los argentinos en México, en casi todos los casos los llamados muebles de Taxco o, con más amplitud, de estilo colonial rústico; los tapices en serie de acrilán con diseños de comunidades chiapanecas, los sarapes de Oaxaca, también de sintéticos, y la persistencia casi obsesiva con que se comía, en una primera etapa, en vajillas de barro que contenían plomo, a uno le creó la sensación de estar siempre en la misma casa, la propia y la ajena, sentados todos y cada uno en las mismas sillas, bebiendo en los mismos vasos de vidrio soplado, con los mismos individuales de palma sobre la mesa y los mismos manteles de Michoacán, y los mismísimos equipales de cuero, como si de una familia a la otra no hubiera fronteras de gusto e intención y se permaneciera en un espacio común.

Esas casas, en las que muy de cuando en cuando aparecía una pieza legítima, se trasladaron muchas veces tal cual a la Argentina, en enormes contenedores o containers. La misma impronta, reconocida en diversos hogares produce un efecto melancólico porque si marcó una unidad ideológica defensiva en aquellos tiempos de destierro, en la Argentina no cumple ningún papel distintivo y más bien produce extrañamiento y nostalgia y uno se siente un poco tonto por creer que esos pequeños rituales de acomodamiento en el suelo argentino van a salvarnos del estruendo de la identidad perdida.

A mí me hace mucha gracia ahora ver cómo hacemos nuestros templos, verdaderos altarcitos de muerto mexicanos, con ofrendas, ollas sin mole, ficción de la harina de nixtamal y de los chiles, y comienza a resultarme patética la conversación obligada acerca de dónde se puede conseguir chile y dónde tomatillos y todo el mundo dice que cilantro sí hay cuando todos, todos sabemos, que a los argentinos el cilantro les producía náusea y la tortilla de maíz los llenaba de frustración porque siempre esperaban la de trigo, cuando se sabe que apenas unos pocos comieron frijoles; también me produce compasión ver a nuestros compatriotas llamados argenmex pedir a cualquier viajero que les traiga chile chipotle, que váyase a saber por cuáles razones gustemáticas es el único que admitieron en sus carnes; me da mucha pena advertir que su relación con el chile cobra una magnitud que no tenía in situ y que se perdieron años en los que habrían podido haber discernido, sin desprenderse del remoto y fundante ají picante molido, entre el pasilla y el árbol, el morita y el mulato; me impacienta que digan que se consigue en Buenos Aires el chile serrano para las salsas, cuando lo que las bolivianas venden en los mercados –ellas también sentadas, como lo indica su estirpe, en el suelo, y provocando en los argenmex un efecto de espejismo que los sobresalta–, sería chile árbol y estaría muy lejos de poder darle el mismo gusto a la salsa verde; y me da mucho aburrimiento oír y oírme hablar, en largas conversaciones anodinas, de hábitos alimentarios mexicanos con gente que, sospecho, no comió más que milanesas con papas fritas y me parece increíble percibir cómo se adelgaza la letra y griega en una i latina cuando alguien acusa el extrañamiento y desaparición en su mesa de la papaya/papaia, fruto cuyo recuerdo se acaricia pero que también era rechazado, y más cansancio me produce comprobar que con nada podremos paliar las nostalgias así como tampoco pudimos paliar las nostalgias con dulce de leche y otras fatuidades de desterrados.