Bacquié, Bernard Jean Max

Un destino austral : la saga del mecánico de Saint-Exupéry devenido en chofer de Eva Perón. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Párrafo Aparte, 2015.

E-Book.

 

Traducido por: María Victoria Aranda

ISBN 978-987-25427-9-5

 

1. Narrativa Francesa. 2. Novela histórica. I. Aranda, María Victoria, trad. II. Título.

CDD 843

 

Fecha de catalogación: 05/03/2015

 

 

Título original: Un destin austral. La saga d´un mécano de Saint-Exupéry devenu chauffeur d´Eva Perón

 

© 2009 Editions Latérales

ISBN: 978-2-9534507-0-5

 

 

Dirección editorial: Daniela Nobili

Corrección: María Coppola

Diseño y diagramación: Fabiana Di Matteo

Tapa: Fabiana Di Matteo

Traducción: María Victoria Aranda

 

Foto de tapa: Dpto. Documentos Fotográficos. Archivo General de La Nación- Argentina. Nro de inventario 255.963-neg. N° 3.904.

 

© 2014, Párrafo Aparte

Virrey del Pino 2686, 2° C (1426)

Ciudad Autónoma de Buenos Aires

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www.parrafoaparte.com

 

ISBN: 978-987-25427-9-5

 

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sin permiso escrito del editor.

 

 

 

“Poco a poco fui encontrando amigos fascinantes.”

 

Buenos Aires, 21 de julio 1930.[1]

 

 

Prólogo

 

 

Tomar las manos de un hombre de casi cien años y saludarlo, palpar sus huesos deformados por el tiempo, escucharlo quejarse con voz queda, como si rezara, de encontrarse vivo todavía, pero solo y con la garganta cerrada por el recuerdo de los camaradas que habían partido y que las fotos revivían, fue el privilegio que me obsequió una tarde del invierno austral en Buenos Aires, en La brasserie Pétanque de San Telmo. La calle húmeda, la música del tango La comparsita, a dos pasos, ya no existían, solo estábamos el sobreviviente que me abrazaba y yo que me conmovía.

Cuatro años antes, había tenido la suerte de que me encargaran escribir un artículo sobre este mecánico, Don César Raponi, último testigo de la epopeya que protagonizaran la Compañía General Aeropostal y su hermana, Aeroposta Argentina.

Sin embargo, esa satisfacción no era suficiente para liberarme de la deuda emocional que contraje ese día. Al enterarme de su muerte, poco después, me impuse la obligación de dedicarle un libro.

En oposición a los autores que se inspiran en las grandes figuras o en los personajes de leyenda, casi nunca en gente humilde, la idea de permitir que alguien así figurara junto con los grandes, me pareció muy atractiva. Más aún si se codeó con Antoine de Saint-Exupéry y otros mitos de la historia como Jean Mermoz y Eva Perón, fervientes apasionados.

Por eso me permití imaginar que la vida extraordinaria de este hombre simple y modesto podía ocultar una historia de amor insólita, una pasión improbable y podía ser la base de un relato que tuviera a Carlo Ribatti, como protagonista de la novela.[2] ¿Improbable? Porque justamente la pasión tiene pocas probabilidades de producirse.

La atracción o el sufrimiento no se inventan, se viven. Nacen, como quien no quiere la cosa, en una página trivial, durante un encuentro fortuito, debajo de un cielo extraño, pero nacen de la vida misma y cuando es su hora exacta. Nadie puede forzarla a existir.

Estas páginas, antes que por la gloria o los destinos trágicos de los seres mitológicos, se inclinan por los sentimientos poderosos y auténticos de una persona pura que, en el fondo y frente a la adversidad, no pierde nunca la esperanza y demuestra las más bellas virtudes del género humano.

 

Bernard Bacquié

 

 

 

 

 

Los años de la aeroposta

argentina

 

 

Capítulo 1

La dama de la Patagonia

 

 

Jueves 31 de octubre de 1929. Las piezas del Latécoère 25 F-AIQL número 645 vibran mientras el rugido del motor Renault, de 450 caballos de fuerza, cubre el bramido del viento que, a su vez, hace volar las piedras y tambalear el avión.

Comodoro Rivadavia. Ciudad ubicada en el centro de la Patagonia. Tierra ambigua entre la riqueza y la tristeza, embudo de todas las corrientes de aire existentes, antesala del Polo Sur. No hay nada más, nada más al sur de América del Sur. Un desierto para el hombre hasta el Cabo de Hornos, donde el frío, el viento, la angustia y la desolación se conjugan en realidades de fin del mundo, y desecan hasta las más humildes de las quimeras. Las torres petroleras, erigidas cual estandartes en un árido paraíso, perforan los sueños de aventureros fatalistas que la naturaleza conduce implacablemente a una desesperanza crónica.

Sentado en la banqueta trasera de la cabina de pasajeros, la mirada perdida, la nariz contra la ventanilla, Carlo observa el suelo pedregoso que comienza a desfilar.

La llaga de su desilusión sigue abierta. Aquella a quien él desea, se ha desvanecido en el tiempo, en el espacio. La esperanza de volver a encontrarla roza ahora la utopía. Por primera vez, esta impresión se apodera de su espíritu agobiado que es incapaz de encauzar la desaparición gradual de los recuerdos ardientes.

Los sentimientos se licuan, y sufre el cuerpo al tener que deglutirlos.

No bien comienza a carretear, liberado ya de los tropiezos que se adherían a la punta de sus alas al maniobrar, el monoplano se eleva. Sin embargo, no encuentra ningún alivio en el aire.

A las breves trepidaciones del suelo, le sucede la zarabanda de las nubes que hacen bailar el Laté como a un juguete; una bolita de plástico en equilibrio incierto sobre un chorro de agua agitado.

En una inocente búsqueda de seguridad, Carlo se aferra a las cortinas azules que le dan al compartimento de seis ventanas, el aspecto de una diligencia aérea. El hombre a su lado no se siente mejor que él. Y Carlo se pregunta cuál será el motivo que lleva a ese joven ingeniero a trasladarse a Trelew en el correo aéreo. Seguramente, el de ser el primer pasajero en viajar en la línea patagónica.

El mutismo del joven y su propia timidez han impedido hasta el momento todo intento de comunicación. Pero las turbulencias son de tal magnitud que el joven experimenta, de repente, la necesidad de romper el silencio y liberarse de su angustia.

—Realmente hay que amar a una mujer para soportar todo esto.

Desconcertado al principio, Carlo responde sin pensar:

—¿Có… cómo? ¿Por qué dice eso?

—Es mi bautismo de vuelo. ¡Cómo iba a imaginar que las rutas del cielo estaban tan mal pavimentadas!

—Pero…, ¿de qué mujer me habla usted?

—De mi prometida. Me dirijo a Puerto Madryn a encontrarme con ella, a unos quinientos kilómetros al norte. Solo dispongo de cuarenta y ocho horas para ir a verla. Por barco era imposible …[3]

—Ya veo...

 

 

Como librado a su suerte, el Latécoère continúa su vuelo insensato. Carlo duda de la presencia real del piloto en la cabina. ¿No será que se eyectó como el desafortunado héroe de esa historia que circula en la línea?

Este singular pensamiento le parece irrisorio comparado con la sensación de angustia permanente sin ese ser, origen de los sentimientos que el amable pasajero acaba de reavivar. Sentimientos cuyo poder no podrían imaginar nunca los que no han sido golpeados por ellos. Y el hecho de ignorar la suerte de su amor acrecienta su pena, como una quemadura sin alivio.

Mareado, el joven ingeniero termina vomitando en el lugar, eludiendo por poco el paquete de sándwiches.

Para Carlo, la curiosidad se torna más fuerte que cualquier otra preocupación. A pesar del riesgo, siente la necesidad de acercarse a la abertura a través de la cual, con trozos de papel, se comunica con el piloto o, a menudo, lo alimenta alcanzándole las provisiones embarcadas al salir.

Con una rodilla sobre la banqueta delantera, una pierna colocada contra la pared y una mano aferrada a la cortina, intenta con la otra, accionar el postigo de obturación.

Sabe que podrá, a través de esa lucarna, ver los pies y la figura invertida del piloto, con la cabeza al aire. Esta imagen, piensa Carlo, expresa la impresión que causó la llegada de este nuevo miembro a la red local de la Aéropostale.

Pero el postigo, en general manipulado por el piloto, se niega a abrir.

De repente, un terrible movimiento lo lanza contra el techo de la cabina, como en un ascensor. Los ganchos de la cortina ceden.

Jamás hubiera imaginado semejante agitación en el aire. La ansiedad lo domina.

 

Se aferra a los pies de las banquetas debajo de las cuales se encuentran las bolsas del correo. Por los kilos que llevan, se consideró inútil ponerlos en la bodega. El joven, que acaba de golpearse muy fuerte contra la pared, lo imita inmediatamente creyendo que, tal vez, es una medida dictada por la compañía para tales casos. En tan insólitas posturas, los dos hombres se reconfortan mutuamente con una pálida sonrisa.

Carlo comienza a dudar acerca del aviador que en esos momentos es dueño de sus destinos. La máquina parece estar desamparada.

Piloto y soñador a la vez… ¿Será posible?

¿Habrá abrochado bien su cinturón? ¿Y los pensamientos que parecen a menudo agobiarlo, no habrán menoscabado su concentración para poder luchar eficazmente contra la fuerza de los elementos?

Ahora Carlo se reprocha haberse ofrecido como mecánico en este vuelo preinaugural sobre la Patagonia. Para nada, solo para descubrir una tierra aún más estéril que la de su pobre Calabria. Maldice el momento en que pretendió reivindicar el pasado y su debilidad por dar crédito a tan ilusorias fantasías. ¿Cómo pudo creer en informaciones tan inciertas?

Se lamenta por no haberse conformado con el bautismo de vuelo que le ofreció el piloto argentino Rufino Luro Cambaceres durante la fiesta nacional francesa, el 14 de julio anterior.

Carlo, campesino humilde de tenue relación con su Italia natal, que incluso lo dejó huérfano, conoce la ingratitud de este país que lo acogió, como conoce la del país que lo vio nacer.

No obstante, se felicita por ese día de enero de 1928 cuando, con paso inseguro, se apostó en el ángulo de uno de los dos hangares del nuevo terreno de aviación de General Pacheco.

Sin protestar, hubiera hecho cualquier cosa para Paul Vachet, el jefe de pilotos que lo contrató, sintiéndose orgulloso por la confianza que este había depositado en él.

Era la época del ingenio, cuando los viejos materiales eran renovados y reutilizados eternamente gracias a las inyecciones de habilidad humana. Pero también era la época de las nuevas máquinas que, dada la necesidad de cuidados, se precipitaban prematuramente en el infierno tropical brasileño y en los cañadones andinos enmarcados de cimas vertiginosas. A menudo, el agua de los radiadores hervía y sus alas no les permitían alcanzar la altura imprescindible.

En esa época, tan lejana y cercana a la vez, todavía se hablaba de Líneas Aéreas Latécoère.

Hoy, siente la desaparición gradual de ese espíritu de equipo que conoció cuando se incorporó a esta loca aventura francesa. Los contadores de la nueva administración llegaron de Río de Janeiro. Carlo, como el resto de sus compañeros, comprendió que en lo sucesivo sus pequeñas hazañas cotidianas pesarían muy poco al lado de la arrogancia de esos señores. Sus trajes bien valían como advertencia.

A los pilotos de la Aéropostale también les afectó. Vieron llegar a uno nuevo, un tipo con cabeza de artista de cine, contextura de deportista, sonrisa luminosa, mirada puesta en el obstáculo, en el horizonte, proezas y récords: Mermoz. No había luchado en la guerra como Vachet y los demás pioneros de esa aventura. Tal vez por eso su inclinación a combates paliativos, a la búsqueda de enemigos impalpables y gigantescos.

Se les dijo que a partir de ese día él era el jefe. Incluso fue él mismo el primer sorprendido por esta promoción.

A pesar de esto, antes de su desembarco, se tomó la preocupación de apartar con recaudo al anterior, a quien los brasileños habían apodado O laborador por su afán de explorar la región, de norte a sur y de sur a norte, incansablemente, como la más aplicada de las planchadoras, por miedo a olvidar una ensenada en el río, un claro en el bosque, susceptible de convertirse en el remanso de seguridad que con angustia busca el piloto de la máquina desamparada. Un verdadero rústico, este Vachet. Otra vez enviado hacia lo desconocido, hacia horizontes vírgenes de líneas aéreas, hasta Venezuela. Un hombre en quien se conjugaban la erudición y el humanismo. Un hombre que se caracterizaba por su fidelidad, a la que honraba y ponía de manifiesto por la discreta permanencia de su pequeña mujer a su lado. Existían rumores acerca de los orígenes de su Lydie, pero a Carlo no le preocupaba.

Y ahora, tiene que tratar además con un nuevo director, otro jefe secreto y extraño, al que llaman el Conde.

Aunque una mera abstracción para Carlo, el título lo incomoda debido a su condición de campesino italiano, actualmente mecánico de aviación gracias a la urgente necesidad de brazos a la que se enfrentaron la compañía Aeroposta y su hermana socia argentina.

Durante la crisis, poco se escuchó la voz suave del nuevo director de la empresa Aeropostal Argentina. Sin embargo, el 29 a la tarde, luego del arribo de los dos Latécoère a Comodoro Rivadavia, había prestado atención al relato de las propias experiencias de vuelo de los pilotos argentinos en este país ventoso.

Luego, a quemarropa, les había dicho:

—Mis queridos Cambaceres y Gross, como sé que quieren volver lo antes posible, les propongo intercambiar a nuestros mecánicos. Me quedo con Carlo Ribatti quien se propuso voluntariamente para quedarse durante la jornada suplementaria que necesito para inspeccionar mejor el aeródromo. Luego volviéndose hacia el otro mecánico, le dice a Lorenzo Sticotti.

—Espero que esto no le moleste.

Al día siguiente, a solas con Carlo, el Conde enmudecido por pudor solo habló por cuestiones de servicio. Sin embargo, durante el almuerzo compartido, lo había escrutado con sus ojos redondos en los que percibía una afabilidad mezclada con una profunda pena de amor.

Carlo, por su parte, había quedado impresionado por la leyenda que había precedido el desembarco de este recién llegado hacía apenas doce días a Buenos Aires. Los que lo conocían estaban sorprendidos por su nuevo destino. Todos hablaban de la inevitable nostalgia que seguramente lo carcomería, por las tierras africanas y por los hombres rudos de Río de Oro. Fue en su puesto de Cabo Juby, entre dunas y océano, donde había ganado sus galones de señor del desierto.

Los más románticos sostenían que durante su aislamiento en las arenas había nacido por segunda vez: humanista capaz de llevar a cabo las misiones más inciertas, testigo asombrado de proezas ordinarias que su pluma convertía en leyenda. Los más irrespetuosos decían que este hombre era un soñador, que un vuelo tranquilo podía transformarse en un vuelo aventurado cuando el piloto se distrae en lugar de estar atento. Sus farsas habían dado tantas vueltas por los talleres que ya no se distinguía lo verdadero de lo falso.

Pero también se escucharon las declaraciones de Mario, el mecánico que provenía del seno de la Línea, para formar a los reclutas argentinos. Ese viejo de lenguaje ronco había asegurado que el señor Conde era un piloto fuera de serie a la hora de ejercer su arte frente a las peores condiciones. Ante la estima de los jóvenes consagrados a quienes les transmitía el saber, la suya era palabra de evangelio.[4]

Cuántas historias divulgadas a lo largo y a lo ancho de esta línea aérea: desde su nacimiento en el sudoeste de Francia, el servicio de pasaje en España, las primeras terminales en Marruecos, la conquista de las costas occidentales de África, las de América del Sur hasta las costas del Pacífico.

No es nada extraño que Carlo se sienta intimidado por este intelectual maravilloso. De inmediato percibió en el Conde esa manera singular de comportamiento propia de aquel que otorga a los hechos toda la relatividad del tiempo, toda la resonancia del espacio.

La inmensidad de la pampa argentina se hace eco de sus pensamientos cuya profundidad acaba de sorprenderlo, pero el corolario se impone a la vez: la inmensa distancia que lo separa de su país.

Italia.

 

Absorto en sus pensamientos, no llega a percibir que la atmósfera acaba de sosegarse y que el joven ingeniero, meticuloso, intenta borrar las huellas de su incomodidad intempestiva.

En ese momento se abre bruscamente la lucarna. Sí, Monsieur de Saint-Exupéry todavía está al mando.

La sorpresa se sustituye en seguida por esta comprobación reconfortante. En vez de una nota reclamándole un sándwich, como esperaba Carlo, una carta colorida cae sobre la banqueta. Una carta de un juego de naipes: la dama de corazones.[5]

 

 

Capítulo 2

Buenos Aires

 

 

Las afueras de Buenos Aires desfilan por la ventanilla del tren. A las villas miserias le suceden ahora las bellas residencias de los vascos. Los árboles ocultan el río. Aunque el calor ya ha invadido este principio de noviembre, Carlo se mantiene insensible a los rayos del sol, todavía alto, que atraviesan el vidrio. La sucesión ininterrumpida de instantáneas de vidas de las que él es meramente espectador se presta a pensamientos quiméricos. Su ensoñación anestesia razonamientos normales. De los desgarramientos de los velos ennegrecidos que arroja la locomotora, solo capta negativos; como el de la mirada del pobre que entrevió en un paso a nivel. Una visión fugaz que lo transporta a su condición primera de trabajador de campo.

Por eso le duele el recuerdo de su propia existencia. Sin embargo, hoy no es cuestión de dejarse llevar por las divagaciones. Solo una preocupación lo acosa sin cesar: intentar, por última vez, encontrar a su amada, la promesa de un amor único y eterno, el fin de su soledad intolerable. Pero ¿cómo creer en el éxito de este último intento? Su corta vida, efectivamente, no se resume sino en una sucesión de oportunidades agobiantes. A cada una de las alegrías le ha sucedido una maldición, como un cruel castigo por una suerte demasiado favorable.

“En La Boca, en los puestos cercanos a los muelles de desembarco, ahí dejaré regularmente mis mensajes”, había dicho ella. Sí, lo había dicho, se lo repite una y otra vez, torturado por la duda de que a la larga se hubiera convertido en el fruto insidioso de su propia imaginación.

Pero, por Dios, eso fue hace seis años. ¡Seis años! Seis años de búsquedas vanas, de regresos imantados a ese desembarcadero de esperanza miserable, a esa puerta de un pálido “El Dorado”.

Por fin Retiro, la estación Terminal después de una hora de viaje. Rechinamiento de ejes, excitación de pasajeros. La muchedumbre de familias ruidosas, de amantes silenciosos, de pasos perdidos y búsquedas apasionadas… Se imagina un momento en la estación de Milán. Afuera, delante del colosal edificio, la fila se extiende en la parada de los tranvías. Toma su lugar en la fila como un autómata, como un loco escapado de un hospital psiquiátrico que no tiene destino fijo, como un explorador en el Polo Norte para quien todos los rumbos llevan al sur.

Delante del guarda, el cartel dice La Boca.

Para romper el tedio de la espera mete sus manos en los bolsillos del pantalón de domingo y encuentra el naipe. Por supuesto, no podía encontrarlo en otra parte ya que se había puesto su único traje, el que usó para el vuelo de reconocimiento de la Patagonia.

No resiste el deseo de extraerlo discretamente del bolsillo, de contemplar la reina de corazones un largo rato en la palma de su mano.

Se pregunta qué mensaje habría querido transmitirle el señor Conde, ese piloto de correo, hombre de letras, pacificador de insurrectos en el desierto. Ahora bien, su habilidad con las cartas ¿hacía de él un vidente?

La mirada penetrante sobre Comodoro Rivadavia y una sola carta no pueden constituir una ayuda a la solución de un misterio tan traumatizante, piensa Carlo.

—Diez centavos, señor.

La voz gutural del encargado de los boletos lo saca de sus reflexiones. Al subir mecánicamente los escalones del tramway no 18, Carlo se sorprende por el pedido del hombre de chaqueta usada y sucia, y cuyo pucho amarillento completa el cuadro descuidado. Busca las monedas, mientras sus dedos juegan con la dama de corazones.

El empleado del tranvía, buscando la complicidad del guarda, silabea las palabras como si quisiera dar ritmo a la subida de los pasajeros: “amor, amor, gracias por favor.”

Carlo esboza una triste sonrisa e intercambia con él una breve mirada. Siente que se le ponen coloradas las mejillas, baja los ojos. Una vez devuelto el boleto, lo junta con la carta y los guarda prestamente en el bolsillo. Se siente incómodo al ser objeto de todas las miradas. Su discreción puesta en evidencia, hace que opte por un asiento tranquilo en el fondo del coche.

Instalado al lado de la ventanilla, solo quiere prestar atención a lo que ocurre en el exterior. Pero…, ¿realmente escucha las cuatro campanadas del carillón de la Torre de los Ingleses en la gran plaza, entre el bullicio del chiflido de las locomotoras pesadas que, sin aliento, interrumpen la circulación de las bicicletas, los carretones de mano, los automóviles, los camiones cargados de pilas de mercaderías? Lanzando hacia el infinito cañonazos de hollín negro, penan al tirar de los vagones hacia los nuevos depósitos al borde del río.

¡Veinticuatro años, pero ya tantos años de soledad!

Carlo se dice que tiene que provocar al destino, borrar las vicisitudes de una vida tan corta y tan llena a su vez.

Por un instante imagina que ella sube al tranvía, que va a ser inútil ir a La Boca, que el curso de un amor inconmensurable va a arrastrarlo por segunda vez, que toda la gente que lo rodea son solo actores.

El vidrio de la ventana vibra durante la puesta en marcha. El rodar de las ruedas sobre los rieles curvos da instantáneamente un cariz chillón a las conversaciones animadas de los porteños que vuelven a sus casas después de un domingo en el Tigre, en la estación balnearia del tentacular y fangoso Delta del Paraná.

Qué extraño. Él, que vive precisamente en esa pequeña ciudad coqueta solo porque está cerca del campo de aviación de Pacheco, y ellos, que la toman como lugar de veraneo, ellos que viven donde tal vez esté escondida su Gabriela, su ángel, su musa. ¿Destinos cruzados o camino de cruz que continúa siempre poniéndolo a prueba? ¿Qué importancia darle a tan triviales cuestionamientos? Su humilde condición no puede dar certezas a sus propios interrogantes. Y las únicas respuestas son nuevas preguntas.

Mira pasar las calles pero no ve más la ciudad. En el ancho Paseo Colón, la luz que se filtra a través de la mugre de las ventanas dibuja arabescos en la madera de los respaldos de los asientos delante de él. Carlo ama este sol austral que ilumina la ciudad con una luminosidad generosa. Su resplandor le hace pensar en el que abrazaba su Calabria.

Pero aquí, al mediodía, el sol indica el norte. Allá, era el sur… Italia… Sus pechos blancos y ojos seductores…

 

 

Capítulo 3

Cielo de Italia

 

 

Junio de 1920, Calabria.

El sol había alcanzado el cenit, como una bola de fuego enceguecedora en el azul infinito del cielo.

Verano implacable, cielo de Italia, domingo de libertad. A sus pies, el río alimentaba la vaina mineral de su cauce. En medio del pedregal, un olivo testarudo apenas dejaba una difusa sombra blanca encima de las piedras color ocre, planas y polvorientas. Gabriela y Carlo las habían ido puliendo por medio de hacendosas idas y vueltas, las manos juntas en forma de crisol, como dos penitentes.

Luego de maravillarse por la veloz retractación de las aureolas de humedad, se acostaron uno al lado del otro sobre las piedras aún mojadas.

Gabriela aprovechó la frescura de sus manos para refrescar su frente y sus mejillas, pero el resto de su cuerpo permanecía acalorado. Carlo no lograba apartar la mirada de las dos puntas que tensaban el fino vestido cuadriculado que la humedad adhería a la piel.

—Carlo, tengo ganas de bañarme.

—Buena idea, pero no tenés traje de baño, y yo tampoco

—No hay nadie. Es mediodía y a esta hora no puede venir nadie.

No bien lo dijo, se levantó, desabrochó su vestido descubriendo sus pechos en forma de pera, de anchos pezones claros. Carlo quedó anonadado, la garganta de repente, seca. Sorprendido por esta espontaneidad, quedó paralizado frente a la revelación de las formas cuya maduración él había secretamente observado desde que había comenzado a rozar el cuerpo de Gabriela en juegos cada vez menos pueriles. Ella tenía dieciséis años y se le revelaba ahora mujer.

Casi sin poder evitar al principio unas irresistibles ganas de morirse de risa, tomó consciencia del efecto producido y de la inmediatez de la renuncia a su pudor. Esbozó una sonrisa plena de amabilidad y detuvo el impulso con sus pulgares en el borde de la bombacha.

Le tendió la mano para invitarlo a levantarse y, una vez de pie, lo ayudó a desabotonarse la camisa. Frente a su reticencia a sacarse el pantalón, juntó su frente a la de él pasándole los brazos alrededor del cuello.

La pose hacía inclinar sus cabezas. Carlo no pudo resistir el placer de admirar el cuerpo de su amiga gracias a esta vista inhabitual desde lo alto. Estaba fascinado por las curvas y la blancura lechosa de su pecho.

Pero al mismo tiempo, se encontraba enfrentado a la emoción que le procuraba la excitación de su bajo vientre y a la incomodidad de develar su calzoncillo, mil veces vuelto a acomodar.

—Dejame a mí —, dijo ella, con una voz dulce, pero alterada por ese deseo perturbador que acababa de dominar todo su ser.

Los finos dedos de Gabriela deshicieron hábilmente el lazo que hacía de cinturón del pantalón y, con un movimiento rápido pero sin brusquedad, lo hizo descender hasta los tobillos.

Al ver el balanceo elástico y ridículo de su sexo ya tenso, Carlo se puso de rodillas instintivamente.

Enardecida frente a su propia audacia, ella lo imitó. Finalmente, para disolver la tensión, se sentó e hizo deslizar su bombacha a lo largo de los muslos. Al hacerlo lenta y naturalmente, consiguió aumentar la sensualidad del movimiento de sus piernas.

En el colmo de la excitación, Carlo olvidó su timidez y se liberó de los andrajos que lo trababan.

Se sonrieron. Desnudos y unidos por sus manos, se dirigieron hacia el agua. Verdaderamente sin mucha convicción, Gabriela intentaba tapar su desnudez mientras que Carlo ya no sentía vergüenza alguna.

Sus ojos se habían imantado, iluminados por la sensación de una emoción en su apogeo que trascendía la complicidad.

Tuvieron que ayudarse a mantener el equilibrio sobre las rocas traicioneras. Ella le tendió sus manos a Carlo.

Sus senos, al tambalear, acompañaban el ritmo del avance a los tumbos hacia el arroyo.

No se soltaron cuando se metieron en el hilo de agua torrencial y emitieron los mismos gritos de bienestar al entrar en contacto con el agua fresca. En una actitud de feminidad completa, Gabriela tiró hacia atrás su cabeza para mojar su larga cabellera que cambió instantáneamente de castaño claro a negro intenso. Cerraba los ojos y Carlo se maravillaba de su belleza, enternecido al ver la piel de gallina que la había invadido.

Todavía la sostenía con sus manos sin saber si temía por su seguridad o si quería simplemente retenerla para siempre.

Se sorprendió de la telepatía provocada.

—Carlo, prometeme que siempre me vas a cuidar —dijo ella reabriendo los ojos—. Sé que puedo confiar en vos. Sé que me amás desde hace años.

—Sí, sos como una hermana… No, te amo mucho más que a una hermana —se escuchó responder, el espíritu anestesiado y la voz cascada por la emoción.

Por primera vez en su vida, escuchaba retumbar el corazón hasta en su cabeza. Extraña sensación que la inmediatez de los acontecimientos y los extremos alcanzados por todo su sistema sensorial acababan de provocar.

Se descubría a sí mismo dentro de un relato que jamás hubiera imaginado y del que nadie antes le había hablado, el del amor que exalta y relativiza la importancia de las cosas.

Desde la muerte de su padre, era consciente del apego que sentía por Gabriela. Sin embargo, nunca había podido aceptar que su imaginación, a la que consideraba insensata, transformara la amistad que sentía por ella desde sus tiernos años en una obsesión amorosa.

Al emerger de estas reflexiones, captó los ojos camaleón que se ataviaban tanto de azul del cielo como de verde helado de los aloes y que, en un instante, podían ponerse serios.

Ella le sostuvo la mirada, se acercó lentamente a él y le depositó un beso en la comisura de sus labios.

—Ven, hermanito, somos grandes ahora.

Él era un año menor que ella y no sabía qué pensar de lo que acababa de decir. Para colmo, el agua fría había aniquilado su orgullosa confianza.

Pero es verdad que con quince años en Calabria, ya se es un hombre. A pesar de su talla modesta, los trabajos agrícolas habían hecho de él un bello y fornido adolescente, y su bravura rivalizaba con su benevolencia legendaria en la región.

Se levantó raudamente sin importarle demasiado el mostrarse desfavorecido. Esto hizo que su compañera se conmoviera aún más. Sabía de la adoración que sentía Gabriela por él, justamente porque era diferente de los otros, porque él prefería la autenticidad de los sentimientos y no las fanfarronadas de los muchachos de su edad.

El rostro de Gabriela se iluminó con una sonrisa mitigada de bondad resplandeciente y de pudor reprimido.

El calor ya no los agobiaba, aliviados más por la frescura de sus sentimientos revelados que por el baño vivificante.

Tomados de la mano, alcanzaron las rocas planas y se acostaron sin soltarse los dedos. Al cabo de algunos minutos de un silencio que la timidez de Carlo no llegaba a romper, ella se volvió hacia él y le dijo:

—No te muevas.

Gabriela se recostó desnuda sobre el costado derecho de su cadera. Apoyó su cabeza en el pecho de su amigo y comenzó a frotarse contra él con la cadencia del flujo y el reflujo de un mar calmo. Sus pechos se animaban en roces sutiles y caricias sensuales.

Frente a la fascinación que provocaban en Carlo, a veces remontaba su cuerpo más alto para que quedaran a la altura del rostro de su amigo mientras sus cabellos mojados lo barrían con un ritmo cada vez más persistente.

Sus bocas se buscaban ávidamente, se encontraban en largos besos, se perdían cuando el pecho arremetía nuevamente. Gabriela aceleró la cadencia, haciendo juego con su espalda para imprimir un balanceo a sus senos que golpeaban entonces las mejillas de Carlo en un castigo paradisíaco.

Con el tiempo, el vaivén se hizo más violento. Comprimió su monte de Venus sobre la cadera de Carlo, lo que la hacía jadear ruidosamente. Ella también sentía que la excitación se apoderaba de ella. Con la respiración entrecortada, le repitió que no se moviera.

Entonces, se acostó completamente sobre él, con los ojos aún cerrados, prosiguió sus alternancias con mayor amplitud. Consciente de estar llevándolo de esta manera a la más sensual de las torturas, separó un poco más sus muslos y se incorporó sobre sus brazos extendidos para poder abrirse más a él.

Carlo sintió que un humor divino lo bañaba como una fuente inesperada que brota para apagar el fuego. Y su felicidad se completaba con el espectáculo de los senos en armonía con todo el cuerpo de Gabriela tenso como un arco.

De repente, una onda la atravesó como una cuerda que vibra después de lanzada la flecha. Ella se tensó y luego soltó un largo grito ronco. Carlo se emocionó por este goce donde el desencadenamiento de los sentidos se disputaba en intensidad con el amor cuyo efecto de maremoto se propagaba por todo su cuerpo.

Gabriela se distendió poco a poco. De nuevo, se acostó sobre él y volvió a acurrucarse en su cuello. Gemía de placer dulcemente en su oído con la respiración entrecortada. Retomó un ligero movimiento y luego, poco a poco, desaceleró su vaivén. Las finas gotitas todavía prisioneras en su cabellera se mezclaban ahora con las perlas de sudor. Sus pechos estaban apretados contra el torso de Carlo. La inmovilidad que quería imponerse no podía detener la agitación nerviosa que aún la invadía.

Los latidos alocados de su corazón irradiaban a Carlo. Sus cuerpos retumbaban debido a esta sensualidad insospechada unos minutos antes, que los ligaba un poco más el uno al otro.

Carlo se deleitaba con el encanto de esta unión. Presentía también la inquietud de Gabriela por apreciar este momento buscando calmar sus sentidos.

Volvió a sus labios, lo besó tiernamente. Y entonces le dijo:

—Tomame. Soy tuya Carlo… Hoy, mañana y para toda la vida.