Amok_-_Portada.jpg

Giacomo Roncagliolo (Lima, 1989)

Publicó cuentos y poemas en el desaparecido fanzine Morfina entre 2011 y 2013. El resto fueron letras para sus bandas de rock. En 2017 fue finalista del Premio Clarín de Novela, en Argentina, con una versión previa de Ámok. Para pagarse los días, ha simulado ser periodista, subeditor, profesor, redactor gastronómico y cocinero de fastfood. Quiere aprender a manejar y atravesar ciudades enteras en carro.

Giacomo Roncagliolo

ÁMOK

Ámok

© Giacomo Roncagliolo, 2017

© Pesopluma, 2019

1ª edición impresa: junio 2018

1ª edición electrónica: noviembre 2019

Serie Iceberg / Novela

Fotografía de portada: Roberto De Mitri

Diseño de cubierta: Jonathan Hart

ISBN: 978-612-4416-11-8

Editado por Pesopluma S.A.C.

Parque Francisco Graña Nº 168, Magdalena del Mar, Lima — Perú

www.pesopluma.net | contacto@pesopluma.net

Este libro no podrá ser reproducido, total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Reservados todos los derechos de esta edición.

Primera parte

1

Me piden que vaya hasta el hotel L. Son casi veinte kilómetros de viaje pero en un bus de madrugada es solo un paseo rápido. Punto A, punto B. No hay tiempo, o al menos no el suficiente, para capturar mi reflejo en la ventana. Tampoco para encontrar ese gesto temeroso que a lo mejor me haría darle un último repaso a mi cadena de acciones. No hay tiempo. No quiero que haya tiempo.

En la recepción del hotel pido las llaves de la habitación cuatro cero uno y me registro con un nombre falso. El encargado lee lo que he escrito. Luego me observa más de lo que me parece habitual en una transacción tan sencilla. Intento tranquilizarme, pienso que quizás sí es normal prestar atención a los clientes. Las medidas de seguridad son precarias incluso para un hotel de citas, y el chico no tiene más de quince años.

–Le gusta la vista al puerto.

–¿Qué cosa?

–La cuatro cero uno. Tiene vista al puerto. ¿Viene solo usted?

–¿Importa eso?

El adolescente sonríe. Es una mueca tímida pero también empiezo a entender que le gusta entretenerse con las visitas.

–No –dice–. Pero por saber.

–¿Está disponible la cuatro cero uno o no?

–Sí, sí. Venga por acá. Si después llega alguien más, me avisa. Así yo le indico por dónde. Es mujer, ¿no?

–¿Quién?

–La que viene más tarde.

–No. Mira, no viene nadie.

–Raro –dice el chico, casi un murmullo.

–¿Qué cosa?

–Que es raro que venga solo, digo. ¿Qué pasó? ¿No encontró hotel?

–Me gusta este.

–La vista al puerto.

–Sí, sí... Me gusta la vista al puerto.

Pero la verdad es que hoy nada me gusta, nada me importa. El puerto y el hotel son solo coordenadas, el páramo vicioso donde la ciudad termina, la puerta de salida. Aquí acabo yo y comienza la niebla. Sigo al tipo escaleras arriba con el asco comprimido. No importan los charcos, los bichos alados, las grietas. No importan. Una ansiedad melosa me separa del mundo.

En el cuarto cuatro cero uno, dentro del cajón rojo de la mesa de noche, encuentro un segundo juego de llaves y una nueva lista de indicaciones. Las llaves le pertenecen al carro que ya me espera a la espalda del hotel. Debo conducirlo cuanto antes hasta la esquina de P con V. Allí encontraré al que ellos llaman «mi acompañante».

El taxi está destartalado, la pintura amarilla deja ver el uso y los años. Es una noche húmeda de verano pero a mí el frío me viene de adentro, una corriente helada que ensarta mis órganos y me mantiene rígido. Alerta. Por primera vez considero posible no hacer caso a lo que me piden, irme lejos, no detenerme. Pero ya he visto las noticias. No serviría de nada.

En la esquina no hay nadie, solo me acompaña el cambio de luces de los semáforos y una brisa tibia con olor a pescado, periódicos flotando calle abajo. Es martes y los locales han cerrado temprano. Pero apenas me estaciono aparece un sujeto. Se acerca al auto dibujando un trayecto ondulante, bebido, no hay duda. Abre la puerta y sube al asiento de atrás.

–A la 55 con H –dice el tipo.

Su aliento trasnochado, agrio, invade el auto.

–Estoy esperando a un pasajero –le digo–. Disculpe.

–¿Y yo qué soy? Vamos.

Me asomo por el espejo y veo que el tipo se balancea, lucha por mantener los ojos abiertos.

–-Escúchame, este no es un taxi. Es mi carro. Solo estoy esperando a un amigo.

–¿No es un taxi?

–No.

–¿Y el letrero? ¿Por qué lo tienes prendido?

No puedo explicarle que así me lo pidieron. Que prendiera el letrero y que llevara el taxi a la esquina de P con V.

–Ha sido un error.

–Bueno, apágalo. Si este no es un taxi, apaga tu letrero.

–Por favor, solo bájate.

–¿Y si no?

Por fortuna, la puerta del copiloto se abre y entra al taxi un segundo sujeto. Su aspecto es igual de lamentable. Desde el fondo de unos párpados abultados, sus ojos negros me observan casi sin interés. Al menos el tipo no apesta. Algo me dice que su vicio es otro.

–¿X?

–Sí, soy yo –le digo. Y saco la carta con las primeras instrucciones.

–Vamos. Ya es hora.

Yo señalo al pasajero de atrás.

–¿Quién es? –pregunta mi acompañante.

–No sé.

–No sabes. A ver, amigo, ¿usted quién es?

Por su pestilencia se adivina que ha bebido más de lo que hace falta para tumbar a media docena de hombres, pero aun así el tipo se ofende.

–¿Que quién soy?

–Eso. ¿Quién eres?

–¿Y quién mierda son ustedes? ¿Es esto un taxi o qué?

A mí el tipo me tiene al borde.

–¿Qué te dije yo? ¿Qué te dije yo hace un rato?

–Que no era un taxi –dice.

Mi acompañante vuelve el cuerpo al frente. Decido imitarlo y entonces los tres nos quedamos quietos, en silencio, como aguardando la siguiente orden.

–¿Te vas a bajar? –pregunta.

–No –dice el tipo.

–Bueno. Entonces vamos.

–¿A dónde? –pregunta, ya algo asustado.

Pero yo ya he encendido el taxi. Dejo atrás la zona de bares y enfilo hacia el este por la gran avenida, desierta y brumosa a estas horas de la madrugada. El tipo de atrás empieza con los gritos. Que lo bajemos, que esto es un secuestro, que a dónde vamos. Muy tarde, pienso. Porque tiene razón, sí, en cierto sentido se trata de un secuestro. Y porque en la mano derecha de mi acompañante he visto el brillo disimulado de una pistola.

–Asumo que no conoces las reglas del juego–dice.

Repito: yo ya he visto las noticias. Algo sé, algo entiendo. Pero se me ocurre que decirlo no es una buena idea. Respondo que no, que qué hay que hacer.

–Eso ya lo vas a saber después –dice él–. Lo importante es que primero entiendas lo siguiente: la partida dura cinco minutos. Ni un segundo más. Es eso lo que nos mantiene a salvo: sorpresa y desaparición inmediata. Cuando yo diga basta, nos vamos.

Y esta vez sí, sin sutilezas, como queriendo dejar en claro su punto, levanta la pistola y apunta con ella al histérico del asiento trasero, que al fin se queda mudo.

–Por cierto, me llamo Óscar.

A escasas cuadras del lugar de la partida, casi llegando al punto señalado por Óscar, aparece un semáforo en rojo y por la derecha se nos une otro taxi. Solo hace falta ver la cara del conductor para saber que también es parte del juego. Óscar lo saluda, intercambia bromas con él, bromas en las que se refieren a mí como «el novato».

–¿Preparado? –me pregunta el otro conductor, encendiendo y apagando la luz de su letrero.

Yo intento no conectar demasiado con sus ojos estrábicos. Me aferro al volante, apoyo el pie sobre el acelerador. Al segundo el semáforo cambia de luz y el otro taxi sale disparado, cruza la calle, dobla a la derecha en la primera esquina.

–¡X! –grita Óscar.

Mis manos empapadas aprietan el volante, pero mi pie se resiste a ceder.

–¡Arranca!

La pistola puesta con fuerza a un lado de mi frente esta vez.

–¡Arranca, carajo! ¡Ahora!

–Por favor –escucho que dice el tipo de atrás, temblando–. Déjenme bajar.

Surge entonces un viejo presentimiento, una idea que me inquieta y que se me escapa poco después de sembrar un recuerdo imposible, memoria muscular que logra hacerme arrancar y empezar la partida y seguir al otro taxi por la esquina en la que dobló. Ahora obedezco las indicaciones de Óscar, acelero en dirección a un cruce de tres calles, cinco manzanas más adelante, cada vez más rápido. Con el pie pegado al acelerador, recuesto mis ojos en la parte trasera de mi cráneo y conduzco. Óscar continúa gritando, derecha, izquierda, derecha, pero una parte de mí ha dejado de escucharlo. Atado a la voluntad del taxi, mi máquina, un pequeño homúnculo en el asiento piloto de un auto amarillo, me dejo guiar por el eco de los chirridos y los golpes que se avecinan. Arrastro el carro de esquina a esquina, adelanto a los otros jugadores, llego primero a cada objetivo. Es insólito, pero traigo la victoria entre mis manos. Y así, sin más resistencia, huérfano de motivos, me libero y me deslizo a la vez por el abismo veloz y nocturno de los Ámok.

Después del juego no nos queda tiempo para nada más y salimos picando hacia el norte.

–¡Claro que sí! –grita Óscar–. ¡Yo lo sabía!

Golpea la puerta por fuera, da zapatazos contra el suelo de su asiento.

Yo todavía no puedo ver más que lo que tengo delante, la próxima cuadra, el siguiente bloque de asfalto, pero ya empiezo a anticipar cierta euforia, el regreso a la superficie consciente. El tipo de atrás, aturdido hasta las lágrimas, sigue con los gritos. Esta vez, además, se revuelca sobre el asiento donde la caca se le ha escapado.

El taxi huele a mierda y pronto huele también a plomo. Óscar, sin meditaciones, ha decidido acabar con el rehén.

Óscar guarda por fin el arma en una de esas fundas dobles que dan la vuelta al pecho. Prende un cigarro y descansa el brazo sobre la ventana. Observa el camino, las construcciones cada vez más escasas, la luz del nuevo día llegando desde atrás. Creo que el tipo no es tan viejo como pensaba, hay cierto brillo en sus comisuras escuetas, una ligera curva. Le pregunto a dónde vamos pero permanece en silencio. Solo una vez que dejamos atrás el distrito costero y nos sumergimos de lleno en la planicie árida y tibia del desierto, inclina la cabeza hacia delante, atento a las depresiones del terreno y al desvío señalado por una acumulación arbitraria de rocas.

–Entra por acá.

Su voz es grave pero sin ningún atisbo de amargura, como si la envolviera una calma esperada desde hace mucho.

El camino es una trocha de tierra roja que se dirige hacia unas colinas no muy elevadas y que acaba sin aviso. Óscar me indica que siga adelante, bordeando las colinas. Luego me detengo a su orden y él baja del carro. Escucho que abre la puerta de atrás, que tira del bulto. El cuerpo da un golpe seco cuando cae sobre la arena. Yo continúo con las manos puestas en el volante. No quiero dejarme asaltar por la pregunta más básica. No quiero que haya tiempo para eso. Todo el camino he procurado no voltear, protegerme de la muerte con la vista fija en el horizonte. Ahora que lo pienso, ni siquiera llegué a verle bien la cara cuando estaba vivo.

–¡X! Ven, ayúdame con esto.

Los vientos de la región son fuertes. La voz de Óscar casi no me alcanza, así que finjo que no lo escucho. Con lástima, empiezo a admitir que la reciente alegría que presumía instalada en mí se desprende y me abandona.

La silueta de Óscar llega hasta mi ventana.

–X.

–No quiero tocarlo –digo.

Él vuelve a quedar en silencio. Sabe que temo que vuelva a sacar la pistola o algo peor. Y yo sé que el tipo no tiene paciencia. Tampoco suelo tenerla en situaciones de urgencia, pero jamás pensé verme desapareciendo un cuerpo en el desierto. Óscar levanta la vista. Se asegura de que estemos solos, que nadie nos haya visto llegar hasta aquí.

–Está bien –dice al fin, sin mirarme–. No lo hagas, pero ayúdame a cavar.

El sol ya casi está sobre nosotros cuando terminamos y volvemos al auto. La trocha aparece de nuevo y en el montículo de rocas volvemos a tomar la inmensa carretera al norte, hasta que su curva se abre y nos damos con un oscuro lago de proporciones absurdas. No sé de dónde ha salido, un lago donde nunca lo hubo, pero ya sé que Óscar prefiere que me ahorre la pregunta. Le gusta el silencio. Y yo puedo contentarme con el reflejo gris y cuarteado de las aguas, la fragmentación descontrolada de mi superficie.

Pienso en la carta que llegó ayer. Pienso en Nía dormida sobre el lado derecho de nuestra cama, despertando, preguntándose a dónde he ido. No sabría qué decirle, por dónde comenzar. Solo sé que hay algo que me fascina sobre la velocidad con la que suceden algunas cosas. Punto A, punto B. La inercia que llega de pronto y lo agarra a uno de la ingle como una boa constrictora, arrastrándolo hasta el otro lado del mundo, hasta el otro lado de uno mismo. No deja tiempo para que uno encuentre explicaciones. Y eso es bueno cuando uno no quiere buscarlas. Es una mañana grandiosa, de eso sí que no hay duda. Y hace tanto que no venía por acá.

2

–Tienes una llamada –me dice el tipo de la cocina, todavía riendo.

Parece que somos los únicos en el restaurante. Aunque de vez en cuando, como si antes hubiesen estado jugando a esconderse en el congelador, aparecen dos o tres empleados más, dan vueltas a mi alrededor, vuelven a desaparecer. Es raro lo de la llamada. No recuerdo qué hacía yo antes, qué nombre tiene el restaurante, cuándo acaba mi turno.

Voy al teléfono. Lo encuentro en el otro extremo de la cocina, ahora inesperadamente larga y oscura. Me lo pongo en la oreja, pregunto quién es, por qué me llama. Pero nadie responde durante lo que me parece un minuto muy largo. Hasta que sin una intención previa mis ojos hacen un zoom repentino hacia mi compañero, hacia su boca gozosa que se abre y pronuncia con ritmo parsimonioso las dos sílabas de ese nombre que ahora también me llega desde el otro lado de la línea. La coincidencia me parece terrible, un mal augurio por donde se lo piense, y el miedo, desbordado, desencadena una presión punzante en mi cabeza y en el resto de mi cuerpo. Una sensación nueva pero al mismo tiempo familiar, como si en lo profundo de mi mente, escondido detrás del pánico, se ocultara un oscuro mensaje: ya lo sabías, lo sabías desde el inicio.

La velocidad de la escena disminuye. Es doloroso ser tan ajeno a las riendas de mi cuerpo. Sentir la presión creciente en la frente y no poder hacer nada me degrada. Desesperado en esta languidez, pierdo el balance y caigo, o floto cuesta abajo, y al llegar al suelo descubro que este ha perdido su consistencia material. Mis tímpanos revientan.

El escenario cambia. Esta vez me encuentro con el perfil de una cama desecha, el jaspeo de unos dedos sucios en la pared, quizás los míos. Trato de levantarme pero mis brazos, mis piernas, todo mi cuerpo está paralizado; tengo los ojos abiertos pero no pestañeo. No puedo. Pienso en el nombre que desató el trance. Me pertenece, le pertenezco. Lo intuyo clavado hondamente en mí, tan al fondo que es inalcanzable.

Hasta que aquel deslumbramiento, su energía palpitante, se enlaza sin demora con un impulso nuevo, una corriente eléctrica que hace que mi cuerpo dé un salto y despierte sin obstáculo ni parálisis.

Intento pensar en ese nombre otra vez pero es inútil. No queda nada. Solo una certeza plena, aterradora.

La cama es la misma, tan estrecha como imagino que sería la de un barco de guerra, tamaño soldado. No queda espacio para una más grande, tampoco para meter un solo mueble más. Y con eso no hay problema. Mis días han sido simples y austeros en el más allá, en esa otra región, en el sur, tanto cuando me conducía solo como cuando pasé a formar parte de la vida de Nía. Es lo único que conozco: camas estrechas, cuartos sin decoración, bolsillos livianos.

A través de la ventana veo que afuera toma forma una nevada ligera, a primera vista casi quieta, como plumas cayendo del cielo, algo absolutamente nuevo para mí. A mí nunca nadie me llevó a ver la nieve. Me decido a salir y pruebo la manija. Mi cuarto da a un pasillo largo, angosto, como la cama, como el propio cuarto. Hay tres puertas al lado derecho y lo que parece ser un ambiente amplio al final.

Me llega la voz de Óscar, también la de una mujer.

–Ya te dije que el chico está listo.

–Y yo te lo vuelvo a decir: no entiendo por qué estás tan seguro. No me gusta esto.

–Es la mejor opción que tengo, Linda.

–Ya sé. Pero eso no es suficiente. Nunca lo hemos hecho así, con alguien que...

–El chico tiene lagunas.

–¿Lagunas?

–Sí. No se acuerda de nada.

–¿Y eso no es peligroso?

–Al contrario, lo hace perfecto. Y de todos modos la responsabilidad es mía.

–En eso tienes razón. El riesgo es tuyo. Yo lo llamaría «riesgo».

–Bueno, el riesgo. El riesgo es mío.

–Esta vez no valen las excusas, Óscar. Todavía no sabemos hasta qué punto nos ha jodido lo que pasó con Rita.

–Te pido que por favor no hables de ella con él.

–¿En serio no recuerda nada?

–No, nada. Y que quede así.

–¿Cómo siguen los demás? ¿Qué hay de la otra chica? ¿Cómo va ella?

–Todo muy bien. No he visto un mejor par de tetas en años.

Una risa rasposa, casi asmática. Contenida en su volumen pero prolongada.

–Hablo en serio –dice la otra voz.

–Y yo también –dice Óscar– Lo de Marta es algo que deberías ver. Ven a mi próximo Laboratorio. Eres bienvenida siempre, lo sabes.

–Óscar, quiero que me digas que todo va a salir bien esta vez.

–Si me dejas hacer mi trabajo tranquilo, todo irá bien. Pronto te olvidarás de Rita y yo también me olvidaré de ella y así esta familia será lo suficientemente funcional y feliz, si es que acaso podemos serlo con este frío.

–Lo dudo profundamente.

–Pero hazme un favor. Dile al imbécil de Milton que deje de llamarme. No tengo por qué hacerle reportes ni nada parecido. Que entienda que las cosas no funcionan así aquí, nunca lo han hecho.

–Milton solo trata de ayudarme. Los demás también andan preocupados, están casi seguros de que vas a malograr todo de nuevo. Y no es para menos.

–Parece que seré la gran sorpresa de la temporada.

–De todo corazón, eso espero.

–Me gusta saber que todavía te importo, Linda.

–No seas estúpido. Todos estamos en juego en esto. Aún no lo entiendes, ¿verdad?

–Sí, sí, sí. Dime, ¿quieres una cerveza?

–No. Ya tengo que irme.

–Es una cerveza, Linda. Acompáñame un rato más, hasta que los chicos despierten. Podemos ver ese programa que tanto te gusta.

–No soy tan tonta como ella, Óscar.

–Pero te hubiera gustado.

–Eres ridículo.

–Déjame ser más directo: ¿cuándo fue la última vez que tuviste un pedazo como el mío?

–¡Por favor, guarda eso! Puedo jurar que nunca he visto algo tan feo.

–Y yo nunca tuve un culo tan abierto como el tuyo, pero sí que le sacamos provecho, ¿no crees?

De nuevo el jadeo irónico, áspero.

–Ya, Linda, fue una broma –sigue Óscar.

–Solo encárgate de que tus chicos hagan bien su trabajo. Un error más y te aseguro que estarás fuera. Nadie te va a volver a salvar esta vez.

–Linda, no me dejes así. Mira la mañana, está hermosa. Déjame hacerte el favor y súbete la falda.

–¡Suficiente, Óscar! Soy tu superior ahora. Entiéndelo.

–Es verdad. Siempre te gustó estar encima.

–¿Quieres que hablemos de las cosas que a ti te gustaban?

–Esas piernas, para empezar.

–Y también otras cosas, ¿recuerdas?

Luego una puerta que se abre y que se cierra. Una tele que se enciende y deja oír una música estridente, sin voces, electrónica. Quedo atento a cualquier movimiento pero del otro extremo del pasillo solo me llega eso, un ruido constante, cero melodía.

Mi brazo se estira hasta la primera puerta de la derecha, un reflejo afortunado que me hace descubrir el baño de la casa. Es un baño tamaño miniatura pero similar a cualquier otro, con mayólicas blancas en las paredes, pelos en la taza. Abro el caño y enjuago mis manos, refresco mi cara. La repetición automática de un ritual mañanero que sin embargo esta vez trae consigo un estremecimiento distinto, como si el agua aquí en el norte estuviese hecha de otra sustancia, mucho más helada y violenta. Me miro en el espejo y encuentro difícil recordar cuándo fue la última vez que lo hice. Seguro la noche previa, antes de salir de casa, tal vez en el taxi. Pienso en las horas que he pasado durmiendo. Sé que llegamos aquí al mediodía, así que tienen que haber sido casi veinticuatro. Quizás el doble. El tiempo suficiente para que mi cara se haya transformado por completo.

Vuelvo al pasillo. Arrastro mis pasos guiado por la tele y por esa dosis precisa de miedo que convierte al miedo en un seductor irresistible. Pese a que Óscar fue un acompañante indiferente durante el viaje, he comprobado que si no le eres indispensable puedes acabar enterrado al pie de una colina. Y admito que aquello me genera terror, aunque también la satisfacción embriagante de saberme valioso.

Al otro extremo me doy con una cocina. Por su tamaño parece que fuera el simulacro de una real. Es una casa estrecha como ninguna, ya va quedando claro. La sala adyacente, en cambio, es lo suficientemente amplia para que quepan dos sillones largos de cuero negro y un televisor viejo de cuarenta pulgadas sobre la alfombra, en el suelo.

–No te ves bien –dice Óscar.

–Creo que he dormido demasiado. ¿Qué hora es?

–Ya no importa. Come un poco, nada más.

Preparo un sándwich con lo único que encuentro: lechugas viejas y pan frío. Óscar mira la tele. En la pantalla, una cantante de rasgos orientales aúlla sobre una base de campanazos graves. Me ubico en el otro sillón y juntos la escuchamos y miramos sus labios finos modulando los aullidos. Hay algo en ella que nos gusta a los dos. Él lleva puesta la misma camisa sucia, la corbata sobre el mueble, a su lado, arrugada, los pies descalzos puestos en la mesa de centro.

Lo que sigue al video es una animación abstracta e insonora.

–¿Quién era? –le digo.

–Creo que le llaman la Ho Chi.

–¿La Ho Chi? No, no. La mujer que vino hace un rato.

–Ah, ¿Linda?

–Sí, Linda. ¿Quién es?

Óscar detiene su concentración con la tele por unos segundos, pero no me mira. Busca en el paquete de cigarros que hay sobre la mesa, lo tira al suelo, revisa sus bolsillos. Con sorpresa, en mi casaca, encuentro la cajetilla que compré hace unas noches. Le ofrezco uno.

–Gracias –dice él.

–¿Quién es Linda? –insisto–. ¿Y quién es esa otra? ¿Rita? ¿Eso fue lo que dijeron?

Sin desviar sus ojos de la pantalla, con el cigarro ya prendido, Óscar sentencia:

–No te irá bien si sigues escuchando conversaciones ajenas.

–Pero hablaban de mí.

–¿Y?

Hasta aquí llega mi voluntad para encararlo. Ya seguiré insistiendo después, pienso, y me refugio en la pantalla.

–Igual ellas no importan –dice Óscar–. Ni Linda, ni Rita. Ahora tienes otras cosas en qué pensar. Para empezar, hay una carta que quiero que escribas. Una no muy larga, que explique a dónde has ido y por qué, nada más. Puedes decir lo que sea que se te ocurra. Haz un borrador y seguimos desde ahí.

–Una carta, ya. ¿Para quién?

–Eso no te lo puedo decir yo. ¿No hay alguien que te espera en casa?

3

Por momentos, cuando me pregunto qué fue lo que me trajo aquí, me siento seguro al concluir que fueron las pastillas. Con ellas cada camino se prefiguraba similar al anterior. No había diferencia: sin importar cuál fuera el rumbo, la victoria se adivinaba próxima, al alcance de un paseo corto. Una carta, un taxi, una carretera hacia el norte, los pasos se justificaban siempre a sí mismos, e incluso contenían la promesa de un nuevo comienzo. Un comienzo limpio, fresco y certero: en eso radica el encanto de sedarse.

Pero hoy no traigo las pastillas conmigo. Hoy hay ratos en los que la duda pega fuerte y de pronto me encuentro pensando que tal vez el entumecimiento no fue lo único. Que a lo mejor también debía sentirme insatisfecho con el arreglo que teníamos Nía y yo, que solo bajo ese pretexto pude partir, libre de culpa, en plena madrugada. O que ni siquiera fue eso, que mi presencia en esta región no depende de motivos tan mundanos.

Es cierto: no costaba leer entre líneas la amenaza de esa carta sin remitente. «Felicitaciones. Usted ha sido elegido como el Ámok número treinta y cuatro. Siga estrictamente las instrucciones a continuación». No era, pues, en ningún modo, una invitación. Y cuando pienso en lo que pasaba por mi cabeza esa noche, cuando calzaba mis zapatos y salía de la cama en silencio, reconozco el inconfundible rastro que deja el miedo, sí, pero también otro empuje que permanece, que todavía siento: un hechizo inagotable, la urgencia desatada que me forzaba a dejar a Nía atrás.