Índice

Cubierta

Índice

Portada

Copyright

Este libro (y esta colección)

Introducción. Ciencia y arte del asado (Diego Golombek)

1. Los materiales del buen asador. Cómo jugar de local y de visitante (Roberto J. J. Williams)

Cómo hacer un buen asado jugando de “visitantes”

“Ya agarró”. El fuego y sus circunstancias

¿Carbón o leña? Esa es la cuestión

¿Eucaliptus o quebrachus?

Noticias de ayer

La parrilla y el asador

La vajilla y otros chiches

Los imprevistos

El asado “de locales”

Secretos de una parrilla ideal

2. Termodinámica del asado. Cómo avivar el fuego (en treinta segundos y sin soplar) (Pablo J. Schwarzbaum)

Un infierno debajo de la parrilla

¿Qué les pasa a los cuerpos cuando reciben calor? ¿Eh?

Donde hubo fuego…

Jugar con fuego: transmitiendo calor

Conducción

Convección

Radiación

Cocinando las carnes

3. Todo bicho que camina…. De dónde viene (y adónde va) la carne que le compramos a nuestro carnicero amigo (Virginia Aliverti y Gregorio Lasta)

De qué hablamos cuando decimos “asaaado”

De la carabela de Colón a la góndola del supermercado. Producción y comercialización de carne

Macho no castrado busca hembra de cuatro dientes. La etapa de la producción

Un test de aptitud a la carta. La industrialización

¿Vaca o vaquillona?

Clasificación y tipificación de las reses

Tipos de cortes que se obtienen de la media res

Achuras, chacinados y otras delicias anatómicas

Bien conservada

4. “Carne sobre carne”. El antes y el después de la cocción (Mariana Koppmann)

¿Qué encierran los músculos?

Echale la culpa al colágeno

Rojo sangre

La grasa de las capitales

¿Por qué a veces la carne es tan dura?

¿Maduración en seco o en húmedo?

Jugosa, vuelta y vuelta, bien cocida… Cambios durante la cocción

El dorado dorado

La cocción

Discriminación en la parrilla. Cocinando carnes de primera, de segunda y de tercera

Los cortes de primera

Los cortes de segunda

El matambre

El infierno tan temido por las achuras y los embutidos

Seguridad e higiene de los alimentos. Los riesgos detrás del asado

Precauciones especiales respecto de las hamburguesas

5. No cualquier verdura. La ensalada del asado (Maju Bacigalupo)

¿El asado se come con ensalada?

Táctica y estrategia de todo ensaladero científico que se precie

Una ensalada cruda y otra cocida

El ABC de una buena ensalada

¿Son o se hacen?

Secretos científicos de las verduras

Genética verde

Botánica de la ensalada: las formas de la verdura

Una controversia milenaria: el tomate, ¿es una fruta o una verdura?

¿Y la papa qué es?

La célula de la ensalada

No solo verdes

Cinco al día. Cuestiones nutricionales muy elementales

Fibras al plato

Vitaminas en mi asado

Minerales en el asado (¡el carbón no cuenta!)

Salir de compras

¿Tomate perita o redondo?

¿Papa blanca o papa negra?

¿Cebolla blanca o morada?

¿Verdulería o supermercado? (¡Puf! ¡Cuántas preguntas!)

Ahora sí, manos a la obra (y a las ensaladas)

Verduras asadas: ¡se agrandó la parrilla!

El condimento del final

Los sí y los no de una buena vinagreta

La gran estrella del cielo de los aderezos: el chimichurri

Bienvenidos vegetarianos

6. Yo llevo el vino (¡hip!). Frutado, evolucionado, especiado, aterciopelado, elegante… ¿cuál elijo para el asado? (María Barrutia y Flavia Rizzuto)

Bacanales científicas

En el varietal está el gusto. La uva

Cuestión de piel. La fermentación

De buena madera. La crianza

¿Vale la pena esperar años para abrir una botella de vino? La maduración

Maduración de tintos y blancos

Y el estilo… ¿dónde está?

Estilos de vinos blancos

Vinos aromáticos

Ligeros y frutados, de buena acidez

Tostados, frutados con notas a madera

Estilos de vinos tintos

Ligeros y frutados, de buena acidez

Frutados, especiados, con notas a madera

Concentrados y de gran cuerpo

Evolucionados y complejos

Y en este rincón… los vinos dulces

¿De qué hablamos cuando hablamos de maridaje?

Está bien, pero ¿qué vino elijo para el asado?

Ya pasó el asado… ¿Qué hago con las botellas abiertas?

Sobremesa 1. Excesos, empachos, remedios caseros (y no caseros) (Valeria Edelsztein)

Primera estación: “Se me hace agua la boca”. Vida y obra de esa maravilla de la naturaleza llamada saliva

Segunda estación: panza llena, corazón contento

¡0-800 hígado! El tramo final

Última estación: un camino recto

Interrupciones en la línea

Maldita acidez

Hinchado como un globo

El ataque al hígado tiene patas cortas

Sobremesa 2. Los juegos… de la sobremesa (Ariel Arbiser)

El truco está primero

Otros tantos

Juegos de colección

1, 2, 3, lunes

Osado asado con soda

Juego por definición

Sobremesa 3. Latinoamérica unida (así será comida). Los cortes de carne en cada región

Epílogo. Luego del asado, la siesta (Diego Golombek)

Las recetas de Juan Braceli

Asado “banderita” adobado como en Viale

Asado a la cruz (para 20 generosas porciones)

Entrañas con costra de provoleta

Matambre al libro relleno

Panchoripán

Mollejas con miel de especias

Espada de pollo al vino blanco

Pamplona de cerdo con panceta y ciruelas

Pescado a la parrilla con refrito de ajos

Pizza a la parrilla

Ensalada de vegetales asados en pan de campo

Salsa criolla especial

Chimichurri de hierbas frescas

Acerca de los autores

Diego Golombek

compilador

EL PARRILLERO CIENTÍFICO

Trucos y secretos para hacer el fuego, asar la carne, preparar la ensalada y tomar el vino

Golombek, Diego (compilador)

© 2014, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Este libro (y esta colección)

Lo que ayer era amor

se va volviendo otro sentimiento.

Pablo Milanés, “Años”

Quizá no hayan pasado tantos años desde que publicamos la primera edición de El parrillero científico en esta misma colección. Pero lo que es seguro es que ha pasado mucho tiempo y el mundo, en varios aspectos, es otro. Se sabe que estamos en una época de cambios exponenciales que incorporamos casi sin darnos cuenta, porque antes de que lo pensemos… ya todo ha cambiado de nuevo.

Y si bien seguimos siendo los mismos animales de siempre, y no cabe duda de que nuestra herencia es más bien carnívora, la vieja y querida parrilla ha sufrido algunos embates en los últimos años. Veamos; las evidencias son las mismas: nuestro tubo digestivo tiene un tamaño y una funcionalidad ideales para consumir carne, nuestros dientes siguen esperando desgarrar un buen bife y nuestro sueño es (en los buenos casos) largo y placentero, no como el de los herbívoros, que necesitan más tiempo de vigilia para alimentarse (y, dependiendo de quien se trate, estar muy atentos a posibles depredadores).

Sin embargo, rápidamente entraron en escena otros jugadores que, bien tomados, pueden ser muy bienvenidos. Por un lado, un aumento en la conciencia del sufrimiento animal (aunque haya quienes consideren exagerada esta batalla). Por otro, nociones energéticas y climáticas en un mundo que nos está pidiendo ayuda luego de tanta desidia. En definitiva, la carne parece tener un poco menos de buena prensa, más allá de que sigue siendo un alimento energéticamente muy potente y difícil (pero no imposible) de reemplazar.

Y es aquí donde hace su entrada triunfal la tecnología, con la introducción de la carne… artificial (también llamada “carne sintética”). Se trata de tejido creado a partir de células musculares (o células madre que se diferencian a músculo) que se hacen crecer en el laboratorio. La idea no es nueva y la mismísima NASA la estuvo investigando hace años para poder dotar de churrascos sustentables a sus astronautas. Pero recién ahora el clima de época le está dando un mayor impulso, con empresas específicamente creadas para lograr hamburguesas, albóndigas y demás delicias, siempre a partir de células. En lugar del matadero, una estufa de cultivo. Ojo: esto no es sencillo y hay muchos escollos técnicos por resolver, aunque se calcula que en pocos años ya podría ser comercializable. Obviamente, para que funcione la carne sintética tiene que ser palatable y provocarnos ganas de hincarle el diente con el mismo fervor que a una tira de asado. Ya hay alternativas en uso, como las texturas cárnicas a base de productos vegetales. De hecho, ya hay alguna cadena de hamburguesas que comercializa un producto “imposible” a base de proteínas de soja y papa, aceite de coco y de girasol, y un grupo hemo que, según cuentan, en conjunto se parece bastante al sándwich tradicional. De más está decir que los hierros y el fuego no tienen contrato de exclusividad con la carne vacuna, y que las verduras grilladas, las papas al plomo y los pescados vuelta y vuelta son muy bien recibidos.

Otro cambio de peso de los últimos años es la cuestión de género y del rol que tradicionalmente se le asigna a cada sexo (y más aún, a los diferentes géneros que se pueden contar en una perspectiva no binaria). Así, la parrilla, uno de los últimos bastiones del machirulismo vernáculo, está pasando a ser un bien común para quien la quiera utilizar. Se cayó la dictadura de las ensaladas para ellas, las achuras para ellos. Si bien nos pareció que titular esta nueva edición como “Le parrillere científique” resultaría un exceso poco comestible, vaya también nuestra invitación y homenaje a parrilleros, parrilleras y parrilleritos que se animen al noble arte del asado.

Mientras tanto, la parrilla sigue allí: en el patio, la terraza, el balcón, la vereda o el quincho, esperándonos con sus hierros abiertos de par en par para experimentar, disfrutar y discutir. En otras palabras: para hacer ciencia.

La versión original de este libro tuvo un recorrido muy exitoso: se encontró con miles de lectores y lectoras, que lo guardaron cerca de sus parrillas, probaron sus recetas y pusieron en práctica sus consejos. Con la intención de darle nueva vida y acercarlo a les parrilleres que están dando sus primeros pasos en la materia, en esta edición actualizamos los contenidos y renovamos el diseño.

Siempre habrá bandos en la ciencia del asado, como en la batalla entre don Carnal y doña Cuaresma que relata el Arcipreste de Hita en su Libro de buen amor: carbón o leña, sal antes o después, carne o verduras, picada o sobremesa, hierros redondos o en “v”. Quizá la parrilla científica nos permita ir resolviendo algunas de estas cuestiones milenarias de la humanidad. Todo en su medida, y armoniosamente.

Esta colección de divulgación científica está escrita por científicos que creen que ya es hora de asomar la cabeza por fuera del laboratorio y contar las maravillas, grandezas y miserias de la profesión. Porque de eso se trata: de contar, de compartir un saber que, si sigue encerrado, podría volverse inútil.

Ciencia que ladra… no muerde, solo da señales de que cabalga.

Diego Golombek

Introducción

Ciencia y arte del asado

Que no se te queme el asado,

el cuero puede ser el mío,

cuero curtido por la luna

que duerme sobre el río

de todos los ríos.

Andrés Calamaro, “El asado”

Ya lo sabe bien el lector de Ciencia que ladra: la ciencia es una manera de mirar el mundo, de arrancarle secretos a la naturaleza, de descubrir la razón escondida en las cosas de todos los días. Y si no es de todos los días, al menos que sea del fin de semana. O aunque sea de algún fin de semana. Es que estamos hablando de una de las más sanas costumbres sociales a la hora de la ingesta, quizá tan antigua como la humanidad misma. Se trata del asado, pasión de multitudes, tecnología relativamente simple pero sin duda efectiva. Tan científico es este asunto de cocinar la carne en su punto justo, que es objeto de especulaciones e investigaciones de las más diversas disciplinas. Sin ir más lejos, existe una escuela antropológica que afirma que el asado es responsable de que nos hayamos hecho humanos, nada menos.[1]

Lo cierto es que nuestra capacidad carnívora resulta bastante sorprendente: nuestras mandíbulas son débiles, nuestros dientes no son particularmente filosos, y hasta nuestras bocas son pequeñas como para darnos un festín en la jungla. Pero estas afirmaciones están lejos de ser un llamado al vegetarianismo: fragmentos fósiles de mandíbulas de homínidos indican que nuestros antecesores ya le daban a la carne con ganas.[2] Aunque lo importante no es solo la carne: de pronto en nuestra historia evolutiva apareció el fuego… y todo cambió.

Según estos antropólogos, cocinar nos hizo especiales entre los primates: volvió más seguro el acto de comer, más deliciosos los alimentos y más fáciles la masticación y la digestión. Y, de paso, nos permite obtener más energía (y con menos trabajo) de esos mismos nutrientes; si el sistema digestivo funciona de manera más eficiente, quedan más baterías para el cerebro, lo cual dejó el camino libre para nuestra historia como personas. Nuestros lejanísimos primos gorilas, con su comida vegana y cruda, solo han podido desarrollar un cerebrito nada impresionante, aun comiendo la mayor parte del día; para llegar de un cerebro gorila a uno humano se requerirían unas cuantas calorías más cada veinticuatro horas, y no alcanza el día para tanto (si no cocináramos, nosotros también andaríamos masticando toda la vida). Aún hay más: el fuego nos dio calor y seguridad, y tal vez haya tenido que ver con la pérdida del pelo corporal o, por qué no, con la sociabilidad que fue caracterizando a los grupos humanos. No sabemos cuándo los homínidos entraron a la cocina o a la parrilla, o cuándo apareció el Homo parrilerus; lo cierto es que nunca salimos de ella.

Para esto, claro, primero hubo que dominar el fuego y las brasas, como antiguos Prometeos o brahmanes guardianes de la llama sagrada. Sin duda que fue un proceso lento, y seguramente lleno de miedos y suspicacias: ¿cómo hacerse amigo de lo que nos quema y lastima? Pero lo logramos, y de ahí a una fiesta gastronómica hay solo un (gran) paso, que nos diferencia de todo otro bicho que camine, vuele, nade o se arrastre.

La hipótesis de este libro es que el asado –bien hecho, claro está– es un paso superior en la evolución humana, y es nuestra obligación conocerlo, controlarlo, degustarlo. Esto implica robarles sus secretos a la leña, al carbón, al intercambio de calor, al noble cuadrúpedo y, en medio de todo esto, ir echando por tierra unos cuantos mitos mientras aprendemos trucos y recetas infalibles. Si cocinar nos hizo humanos, hemos recorrido una enorme distancia hasta el asado moderno, que empieza en la carnicería o el supermercado, en el diseño de la parrilla, en la elección del combustible o de los invitados del domingo. Pero vamos por partes.

Necesitamos lo obvio: un lugar para el fuego, las llamas mismas y la carne. Pero también condimentos, ensaladas, vino, una hamaca para la siesta y, de ser necesario, una pequeña provisión de tabletas efervescentes. Comencemos por el fuego, aquel enviado del Hades para nuestro provecho y satisfacción. Podríamos ponerlo, como buen criollo, en una parrilla construida con todo esmero a unos cuantos centímetros del suelo, que puede ser abierta, cerrada, desmontable o hasta con rueditas.[3] Pero en caso de no contar con esta pequeña gran obra de arquitectura, el fuego podrá instalarse en el suelo mismo, a lo gaucho, o incluso por debajo, en un pozo que abrigará al asado como en una cuna.

Como se verá más adelante, la transmisión de calor de la llama al churrasco es un proceso de mucho cuidado: podrá ser directa si lo queremos algo chamuscado, y con la infaltable salsa de barbacoa de las series norteamericanas, o bien por conducción a través del metal de la parrilla, que si se utiliza bien asegura un bronceado parejo. Claro que podemos también imitar al sol y transmitir el calor por radiación a través del aire, como cuando se cocina un cordero en cruz, con la paciencia digna de un Buda de los suburbios.

En todos los casos, como aprendimos en tercer grado al tapar una vela con un frasco, necesitaremos del aire para proceder a la combustión, tarea del agrado de los niños, que se esmeran en agitar improvisados abanicos de cartón, de madera, de chapa o de pala para residuos. Solo que luego de esta piromanía inicial, el aire seguirá siendo necesario: sin él no habrá fuego, sin fuego no habrá brasas, sin brasas no habrá asado y sin asado no habrá alegría, que es lo más importante. Una buena construcción, con la chimenea adecuada, asegurará un flujo de aire hacia la parrilla, y de humo hacia afuera y por arriba (no está de más recordar que el aire caliente es menos denso y tiende a irse hacia la chimenea sin que nadie lo eche, aunque una campana bien diseñada tiene mucho que ver con el tiraje del humo, los vientos o la casa del vecino). Existen numerosas referencias sobre la arquitectura parrilleril, y además el primer capítulo se encarga en parte de esta importante cuestión, por lo que no nos detendremos en ello.

Una vez asegurada la parrilla, queda la liturgia del encendido, que requiere estoicismo, elementos adecuados, técnica y, sobre todo, mucha ciencia: la ciencia del fuego (aquel del que podría decirse que “tu misteriosa forma me lastimará / pero a cada segundo estaré más cerca / desafiando al rito / destruyendo mitos”).[4] Atención, que esto requiere un curso acelerado de termodinámica (como el que se ofrece en el capítulo 2). Más allá de los métodos (latas grandes, botellas con diarios anudados, hojas enrolladas, briquetas, ramitas, etc.), hay acuerdo en utilizar combustibles vegetales –leña, carbón vegetal, la cuna (sin pintar) del bebé que ya se afeita, etc.–, pero es una herejía el uso de materiales artificiales y reñidos con las buenas conductas como kerosene, nafta, trapos viejos, maderas pintadas o diarios particularmente conservadores. Como sea, con leña o carbón, no es el fuego nuestro mayor aliado, sino las brasas:

Junto al fuego del arriero

yo no sé lo que me pasa,

siento un calor aquí adentro.

Para mí que son las brasas.[5]

Qué magia la del buen asador que sabe administrar las brasas: he aquí un hombre (o mujer) íntegro, seguro de sí mismo, gran manejador del tiempo y de conversación agradable. La brasa se forma rápido, en no más de media hora: el secreto es mantenerla y alimentarla, a veces taparla con ceniza para guardarla caliente y, en casos gourmet, dotarla de hojas aromáticas, frutas o hasta verduras (ajos, por ejemplo), que darán espíritu al humo y al calor asador (también hay quienes limpian la parrilla con naranja o limón, más allá de la tradicional frotada de grasa). Ojo: no se recomiendan estos francesismos en caso de estar haciendo el asado en compañía de rudos hombres de campo, que seguramente no aprobarán el procedimiento y uno quedará encasillado como bicho de ciudad para toda la vida.

Pues bien: ya está el fuego (más detalles en los capítulos 1 y 2 del libro), y es hora de considerar qué ponerle encima. Como se cuenta en el capítulo 3, si bien la historia comienza en las pródigas pampas, para nosotros, asadores urbanos, empieza en la charla con el carnicero o, usualmente, perdidos en las góndolas del supermercado. ¿Ternero, novillito, vaquillona, novillo o vaca? ¿Carne de vaca masajeada en Japón o madurada en seco? ¿Corderito, borrego, cordero o capón? ¿Cabrito, chivito, cabra o chivo? ¿Lechón o cerdo? ¿El ser o la nada? A riesgo de truculencia, vale recordar que la carne poco usada será más tierna, lo que equivale a cortes de animales más jóvenes, o poco ejercitados o de partes del cuerpo que se mueven poco (como el lomo).[6] También influirá muchísimo el tipo de carne: como todo roedor humano sabe, lo más cercano al hueso es más sabroso y, además, la adecuada proporción de grasas y colágeno le dará al músculo el gusto deseado. De todo esto, entérense en el capítulo 4.

Busquen también algún bonito póster que represente los cortes de las carnes vacunas usadas en el asado, cuélguenlo en lugar visible y tendrán tema de conversación para toda la jornada. El buen comprador de carne no permitirá que le endilguen falda por asado, aguja por costeleta, carne vieja por joven, grasa amarilla (más vieja) por grasa blanca (más joven), o carne mal iluminada sin que se noten sus mil distintos tonos de rojo. Si bien no sabremos la historia íntima del animal, con el tiempo podremos ir averiguando fuentes, orígenes, edades y tiempo de faenamiento. Pero hay mucho más en la anatomía que lo que pueden unas costillas, tapas, cuadriles y matambres; allí están, por ejemplo, las achuras (palabra que podría provenir del quechua achuray, que significa “repartir”, y de la que deriva el maravilloso e imaginativo verbo “achurar”). Estas son las delicias de los estudiantes de Medicina de primer año, que podrán reconocer el timo (la parte que rodea el corazón o la que abraza la tráquea), el chinchulín[7] y su continuación, la tripa gorda, el riñón (y habrá que esforzarse por encontrar la glándula suprarrenal, si la mantiene, o bien explicar, con el corte transversal adecuado, en qué consisten y a qué se parecen la cápsula, la corteza, la médula o la pelvis renal)[8] o, en casos extremos, las ubres y las criadillas, fuentes de sesudos tratados endocrinológicos.

Pero olvidémonos de los médicos y volvamos al asado. Cuánto comprar es también factor de discusiones familiares: que si viene la nona, o los mellizos (que no dejan ni los huesos), o que la tía Eduviges come como un pajarito. El promedio del medio kilo por persona es un buen comienzo (ojo: esto es en total, combinando los diferentes cortes y achuras), pero habrá que afinarlo con la experiencia y el conocimiento propio y ajeno. Confiando en nuestro carnicero amigo, dejemos de lado aquí la necesidad de tiernizar los músculos (a los golpes o, Matasiete[9] no lo permita, con sustancias tiernizantes) y vayamos a los bifes. Aunque antes del acto de inmolación por fuego viene una de las preguntas más conflictivas de toda esta religión: salar o no salar, cuándo, cuánto y dónde.

Comencemos por lo obvio: salar es necesario si pretendemos el gusto típico de la carne asada. En general convendrá siempre salar antes de cocinar, de manera que la sal se disuelva con el agua que va saliendo de las carnes y pueda penetrar en los músculos. Esta entrada salada va a depender, entre otras variables, del tamaño del trozo de carne: si es enorme, el interior (además de que puede no cocinarse adecuadamente) ni se va a enterar de que ahí afuera está medio salado. Si es pequeño, por el contrario, el exceso de sal podrá ser perjudicial para el sabor. Algunos, tal vez imitando recetas típicas de horno, bañan la carne en sal gruesa, para luego limpiarla antes de servir; otros prefieren ir bañándola en salmuera antes o durante la cocción. Para no generar aún mayores abismos entre las familias, sabiendo que hay quienes no se hablan desde hace décadas por un puñado de más o de menos de cloruro de sodio, preferimos no decir más y –parafraseando a Neruda– dejar que “cante, cante la sal, la piel de los salares, cante con una boca ahogada por la tierra”.[10]

Tampoco hablaremos del punto justo y del color y consistencia de la carne de nuestros sueños, que se debe a las transformaciones de los músculos, del tejido conectivo, de la grasa y del colágeno, y también al tiempo de cocción (si se supera el ideal, es lógico que se evapore casi toda el agua y nos quede algo seco e incomible) y a la intensidad y distancia de la fuente de calor. Capuletos y Montescos podrán pelearse por el asado jugoso vuelta y vuelta o estilo suela de zapato, allá ellos. Pero también hay técnicas interesantes, como el famoso sellado –cocción intensa y breve para dorar la superficie que, contrariamente al dicho popular, no deja “los jugos” adentro ni cierra “los poros”, pero sí favorece una compleja modificación química llamada “reacción de Maillard” que genera miles (¡miles!) de sabores, olores y colores nuevos en las comidas–, o el ahumado con la madera adecuada, o los yuyos ocultos en la huerta y que no confesaremos a nadie. Claro que los secretos de los asadores son el manejo del fuego y el calor para cada carne: cocinar el asado hueso para abajo hasta que “pida” darlo vuelta, fuego más suave para los cortes sin hueso, tajear los trozos más grandotes para que penetre mejor el calor, quitar la grasa pero dejar un poquito y demás infidencias del chef dominguero. Las ciencias del asado con cuero, de la cocción en cruz, del disco de arado, del curanto y otras variedades son otro cantar, correlativo a la presente materia, que deberá ser aprobada previamente con no menos de 7 (puntos) antes de pasar a estas tecnologías de avanzada.

Pero el asado es, también, sus circunstancias, que son tratadas en este libro como corresponde. Las ensaladas (seguramente del latín, herba salata, o sea, “vegetales con cosas”) son una genial mezcla de botánica y de química –no me lo crean, remítanse al capítulo 5–, y las verduras también pueden ser protagonistas de la parrilla, aunque muchos asadores se quejen amargamente de que su único propósito será robarles el calor a las carnes. Hasta podremos contentar al amigo vegetariano (que no confesará a nadie que las verduras asadas seguramente se impregnen un poco de los vapores de sus vecinos cárnicos). Cómo cortar, cómo salar o aliñar, cómo combinar son artes en constante evolución, que merecen experimentar hasta encontrar la alquimia justa.

Otra circunstancia sine qua non es el vino, compañero de juergas de la carne. El capítulo 6 es una breve introducción a la ciencia de las uvas fermentadas: viñedos, variedades, estilos, maridajes y hasta corchos. Nada diremos de la caída lineal (o a veces exponencial) de la calidad del vino que sirve el dueño de casa con el correr de las horas y de las botellas, ni de la alegría de comprobar, luego de la partida del último invitado, que dos o tres de las mejores ofrendas quedaron cerraditas y en la bodega personal (confiesen que es un placer oculto que todos nos damos…).

bulgogibraai

Por otro lado, Julieta Capuleto podrá decir “¿Qué hay en un nombre? Lo que llamamos ‘rosa’ exhalaría el mismo grato perfume con cualquier otra denominación”, pero será importante ponerse de acuerdo con las picañas, puntas, bifes, lomos y contrafilés, cada uno con sus gratos perfumes. No vaya a ser que nos den gato por liebre o punta de ganso por tapabarriga. Como dice el cantautor Andrés Calamaro de la manera más romántica, “de tu cuadril no me olvido nunca más”, pero puede que una señorita se nos ofenda si cambiamos la letra por “tu lomo rollizo”, “tu paletero” o, más misteriosamente, “tu muchacho”. En fin, que los nombres importan, sobre todo para no sentirnos perdidos en las parrillas de Buenos Aires, Bogotá o el Distrito Federal, pero también pueden dar tema de conversación para más de un asado entre amigos latinoamericanos.[11]

Y ahora sí, en el idioma o dialecto que sea, ¡a comer, que se nos va a enfriar el asado!

Diego Golombek

[1] R. Wrangham, Catching Fire: How Cooking Made Us Human, Nueva York, Basic Books, 2009.

[2] M. Domínguez-Rodrigo y otros, PLOS ONE, 7(10): e46414.

[3] Sin mencionar maravillosas variaciones como el disco de arado o el horno de barro, para que se luzcan los chefs domingueros.

[4] “El rito”, Soda Stereo.

[5] “Si no fuera santiagueño”, Les Luthiers.

[6] Sean ridículos: pónganse en cuatro patas y caminen. Además de hacer las delicias de los invitados, comprobarán que las extremidades son las que más se mueven, y también los músculos de los costados del cuerpo, mientras que las partes superiores y algunas internas se ejercitarán mucho menos y, por ende, serán más tiernas. Cuidado con la mirada hambrienta del tío que vino de visita de Italia.

[7] También del quechua chunchul, que significa “intestino”.

[8] No especialmente recomendable si el/la estudiante está buscando novio/a.

[9] Matasiete es un carnicero, personaje de El matadero, de Esteban Echeverría, narración considerada parte del inicio de la literatura argentina. Ya lo vemos: en el comienzo fue la carne.

[10] “Oda a la sal”, de Pablo Neruda.

[11] Para tales casos hemos incluido una tabla de equivalencias en la Sobremesa 3.