La rebelión de las naciones
crisis del liberalismo y auge del conservadurismo popular

La rebelión de las naciones
Crisis del liberalismo y auge del conservadurismo popular

Francisco de Santibañes

Santibañes, Francisco de

La rebelión de las naciones : crisis del liberalismo y auge del conservadurismo popular / Francisco de Santibañes. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Deldragón, 2019.

Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-8322-07-0

1. Ensayo Político. 2. Ensayo Económico. 3. Ciencia Política. I. Título.

CDD 320.52

Diseño de interior y armado de cubierta: Laura Restelli
Diseño de cubierta: Ian Sabanes

© 2019, Francisco de Santibañes
Derechos de edición en castellano reservados para todo el mundo.
© 2019, Vértice de Ideas
Grupo Editorial Deldragón
edicionesdeldragon@gmail.com
www.edicionesdeldragon.com

Primera edición en formato digital: noviembre de 2019

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-987-8322-07-0

Para Armelle

Era el mejor de los tiempos. Era el peor de los tiempos.

Charles Dickens

El pensamiento más depresivo que tengo actualmente es que el fin de la historia no sea Dinamarca sino algo parecido a Hungría.

Francis Fukuyama

AGRADECIMIENTOS

A las instituciones que me invitaron a presentar algunas de las ideas que fueron la base de este trabajo y que me permitieron replantear o fortalecer mis argumentos. En especial a la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI), Consejo Uruguayo para las Relaciones Internacionales (CURI) y Chatham House.

A Paula Alonso, Rosendo Fraga y Roberto Cortés Conde, por haber compartido conmigo algunos de sus pensamientos sobre la evolución (o involución) de las elites argentinas.

A los amigos y colegas que, de manera desinteresada, me hicieron comentarios sobre las primeras versiones del libro. No puedo dejar de mencionar a Juan Battaleme, Andrés Cisneros, Paulo Botta, Ariel González, Atilio Molteni, Lucio Castro, Mariano Caucino y Patricio Bulgheroni.

A mi familia.

INTRODUCCIÓN

Era un día frío y lluvioso en París. Los líderes de las naciones que participaron en la Primera Guerra Mundial se habían reunido en la ciudad europea para conmemorar los cien años de la firma del armisticio que marcó el fin de aquel trágico enfrentamiento.

Desde el púlpito, el presidente francés Emmanuel Macron atacó la visión del mundo que su par estadounidense, Donald Trump, ha defendido en distintos foros internacionales. Según Macron, “el patriotismo es exactamente lo contrario al nacionalismo”, es un concepto que “traiciona al patriotismo al decir: nuestro interés primero. ¿A quién le importa el resto?”. Advirtió que “los viejos demonios habían vuelto a aparecer, entre ellos la tentación de retirarse, de aislarse, de ejercer la violencia o buscar la dominación. Si hacemos esto, las futuras generaciones nos lo echarán en cara”. (1)

Trump, que se ha definido como un nacionalista y ha atacado a aquellos políticos que priorizan al mundo sobre los intereses de sus países, escuchaba visiblemente molesto. (2) Horas después, durante un homenaje a los soldados estadounidenses muertos en la Gran Guerra, brindó una visión muy distinta a la de Macron. “Los patriotas estadounidenses y franceses que pelearon en la Primera Guerra Mundial representan las virtudes de las dos repúblicas: honor y valentía, fuerza y valor, amor y lealtad, gracia y gloria”, dado lo cual “tenemos el deber de preservar la civilización que defendieron, de proteger la paz por la que con tanta nobleza sacrificaron sus vidas”. (3)

Pero el enojo de Trump no terminó ahí. A los pocos minutos de subirse al avión presidencial que lo llevaría de vuelta a Estados Unidos envió una serie de tweets en los que criticó al presidente francés por querer distraer a su población de los problemas que enfrenta debido a su baja popularidad y al mal manejo de la economía. Pidió, finalmente, que “¡Francia vuelva a ser grande!”.

Este intercambio de palabras ilustra dos visiones respecto de la manera en que las sociedades y el propio sistema internacional deben organizarse. De un lado se encuentra una visión conservadora y del otro una liberal. Pero sería un error pensar que ambos bandos están en igualdad de condiciones. El crecimiento de las fuerzas que cuestionan al liberalismo ha sido tan importante en los últimos años que hoy quedan pocos líderes de países centrales que se presenten como liberales. El contraste con lo que sucedía hace tan solo unos años es enorme.

Efectivamente, durante décadas la mayoría de los políticos y analistas occidentales asumieron que los valores liberales no solo iban a permitirles a las sociedades alanzar un alto grado de desarrollo económico, en parte gracias al libre mercado y a la globalización, sino que el número de democracias liberales en el mundo continuaría expandiéndose. A la vez, la proliferación de democracias liberales iba a convertir a los conflictos militares en una rareza. Organismos internacionales como las Naciones Unidas o la Unión Europea iban a crear las condiciones para que emergiera una paz eterna. En vez de competir, las sociedades iban a colaborar. Los nacionalismos, las religiones y otros tipos de clivajes identitarios dejarían paso a las libertades, a la igualdad de derechos y al progreso material.

Pero esto no es lo que sucedió. El sueño liberal que pregonaba la llegada del “fin de la historia” nunca se hizo realidad. Una nueva camada de líderes ha rechazado abiertamente a este tipo discurso, poniéndole un fin al statu quo.

Para muchos, la primera señal de que este cambio se estaba produciendo fue el triunfo del Brexit en 2016, un evento al que, poco tiempo después, le siguió la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Estas votaciones, sumadas a la aparición y al crecimiento de los partidos de derecha en Europa, generaron sorpresa e inquietud. ¿Cómo se explican estos fenómenos? ¿Cuáles son sus causas y sus implicancias?

La mayoría de los analistas sostuvieron que estos liderazgos eran parte de un fenómeno populista que, tanto desde la izquierda como desde la derecha, surgió en Occidente como respuesta a la creciente desigualdad de ingresos. Otros consideraron que, por el contrario, el malestar social es consecuencia de la llegada de millones de inmigrantes a Europa y a Estados Unidos. Un ejemplo de esto sería el surgimiento del partido antisistema Alternativa por Alemania, que puso en jaque al gobierno de Angela Merkel.

El argumento que presento en este libro es diferente. Mi tesis central es que las transformaciones que estamos observando son el producto de un movimiento global al que denomino “conservadurismo popular”. Este es un movimiento que tiene una enorme relevancia, porque no solo está afectando la política doméstica de numerosos países, sino también porque influye sobre la política económica y en la manera en que los Estados se relacionan entre sí. Es, como diría Ortega y Gasset, el tema de nuestro tiempo.

La principal bandera del conservadurismo popular es el rechazo a las elites gobernantes, ya que sus miembros consideran que estas se han alejado de los valores y de los intereses de sus pueblos. Lejos de resolver los problemas económicos o las inseguridades que enfrenta el ciudadano promedio, los sectores más educados y acaudalados de la sociedad estarían más interesados en avanzar causas que involucran sus preferencias personales, pero que no afectan la vida del resto de la población. Según este argumento, los integrantes de las elites se habrían convertido en ciudadanos del mundo que tienen más en común con las elites de otras naciones que con la mayoría de sus compatriotas.

Los conservadores populares impulsan un modelo de sociedad diferente al liberal. Promueven, por ejemplo, un retorno al nacionalismo, a la religión y a las tradiciones, rechazando en algunos casos la aplicación de principios universales en sus países. Son conservadores, pero de un nuevo tipo. En efecto, su falta de prudencia y su oposición a las clases dirigentes los diferencia de una tradición conservadora que, históricamente, ha defendido la importancia de preservar las jerarquías sociales. En definitiva, son conservadores populares.

El conservadurismo popular es democrático, pero no liberal. Para sus miembros, democracia significa que las poblaciones deben poder decidir su propio destino sin ser limitadas por las clases dirigentes o los organismos supranacionales. Por otra parte, muchos son iliberales porque descreen tanto de instituciones liberales, como son un Poder Judicial independiente y la libertad de prensa, como de un conjunto de normas informales ligadas al liberalismo.

A lo largo de este texto veremos que estos líderes conservadores también comparten otras características. Suelen ser pragmáticos, cultivan una imagen de virilidad y hacen un uso efectivo de las redes sociales. Suelen rechazar la inmigración masiva, basándose en motivos tanto de tipo económico como identitario. Los valores de los recién llegados, sostienen, no serían compatibles con la cultura de la nación que los acoge.

En el plano económico, buscan equilibrar la generación de riqueza que posibilita el capitalismo con la preservación de los lazos comunitarios. Es por este motivo que están dispuestos a implementar medidas de tipo proteccionista. En definitiva, si bien los conservadores populares defienden al capitalismo, rechazan la versión más ambiciosa de la globalización, es decir, la que promueve la libre circulación de bienes, servicios, personas y capitales.

A nivel internacional, el nacionalismo de los conservadores populares suele traducirse en un deseo por preservar y acrecentar la autonomía de sus Estados. Como consecuencia de esto, aquellas instituciones internacionales que para su buen funcionamiento necesitan restringir la soberanía nacional son vistas con desconfianza. No debe sorprendernos, entonces, el creciente debilitamiento de organizaciones como las Naciones Unidas, la Unión Europea, la Corte Penal Internacional, la Organización Mundial del Comercio o la OTAN. Esta posición resulta un desafío a la hora de coordinar el accionar de los Estados para solucionar problemas que requieren un alto grado de conexión, como son el terrorismo o la lucha contra el calentamiento global.

Otra particularidad del conservadurismo popular en el ámbito internacional es el realismo de sus líderes, que no parecen querer cambiar la naturaleza de los gobiernos de otros Estados, sino preservar los intereses y la soberanía de sus países. No encontraremos en líderes como Putin o Trump, a diferencia de lo que ocurría con algunos de sus antecesores, un deseo de imponer una determinada ideología o tipo de gobierno en el exterior. Como veremos, este posicionamiento puede brindar mayor estabilidad al sistema internacional.

La magnitud de los cambios que propone el conservadurismo popular en el plano internacional, sumado al traspaso de poder que está teniendo lugar desde el Oeste hacia el Este, parece estar modificando un orden internacional que comenzó a tomar forma luego de la Segunda Guerra Mundial y que se afianzó con la caída del Muro de Berlín. Efectivamente, los tres elementos centrales que conforman el orden liberal (la defensa del libre comercio, los derechos individuales y la colaboración pacífica entre Estados) hoy están siendo, en mayor o menor medida, cuestionados.

Los conservadores populares, a partir de la segunda década del siglo XXI, gobiernan a aproximadamente la mitad de la población mundial, incluyendo a las dos principales potencias, Estados Unidos y China, y a países como Rusia, Brasil, Turquía, Israel, Italia, Polonia e India. En numerosos Estados en donde no gobiernan ha conseguido ejercer gran influencia, como sucede en Alemania, Francia, Suecia y Gran Bretaña.

Pero el panorama que he presentado hasta aquí no significa que los representantes del orden liberal se hayan retirado. A través de su defensa del diálogo y de la diversidad, líderes como Macron, Merkel y Justin Trudeau continúan enfrentado el discurso conservador popular.

Asimismo, las elites culturales siguen siendo mayoritariamente liberales y progresistas, y ejercen gran influencia a través de los periódicos, las universidades y la sociedad civil. Desde allí promueven la inmigración, el multilateralismo, el secularismo y la globalización. Pero también es cierto que lo hacen desde una posición de creciente debilidad. Efectivamente, y a pesar de todos sus esfuerzos, el nirvana liberal y secular que muchos prometieron parece encontrarse cada vez más lejos.

Este libro tiene cuatro secciones. En la primera (“Elige tu propia ideología”) veremos que detrás de las posiciones que he descripto se encuentran dos importantes tradiciones filosóficas y de gobierno: el liberalismo y el conservadurismo. Un repaso por sus postulados, y el pensamiento de sus principales intelectuales de ayer y de hoy, nos ayudará a entender la naturaleza de la disputa intelectual y política que vivimos. Veremos, por ejemplo, que, al igual que el conservadurismo, el liberalismo también ha mutado a lo largo del tiempo. Esto lo ha llevado a acercarse al progresismo, generando así un conjunto de creencias que les resultan sumamente atractivas a las elites económicas, políticas y culturales.

En la segunda (“La rebelión”) repasaremos el crecimiento del conservadurismo popular dentro de los países, con especial atención en el caso de Estados Unidos, ya que la llegada de Trump a la Casa Blanca no solo les ha dado mayor legitimidad, sino también mayor cobertura política a los miembros de este movimiento. También nos focalizaremos en China, país que, además de adoptar en los últimos años una agenda nacionalista y tradicionalista, durante el gobierno de Xi Jinping ha liderado un ataque a la corrupción de sus elites.

En la tercera (“Un mundo en transición”) me concentraré en explicar las modificaciones que el conservadurismo popular está produciendo en la manera en que los Estados formulan su política exterior. Como hemos ya mencionado, estos cambios han sido suficientemente significativos como para pensar si no estamos a las puertas de un nuevo tipo de orden internacional. Nos preguntaremos, entonces, qué características puede llegar a tener un nuevo orden, al que yo califico como conservador.

Por último, en la cuarta (“Una advertencia desde Buenos Aires”), veremos que la experiencia de la Argentina les brinda una valiosa información a los conservadores populares: la desaparición de las clases dirigentes que ellos promueven puede terminar generando un vacío de liderazgo que debilitaría muchas de las políticas que respaldan.

De hecho, la segunda tesis de este trabajo es que la decadencia de la Argentina no se explica por las políticas adoptadas por algún gobierno en particular, sino por la falta de elites (que deberían estar compuestas por intelectuales, políticos, empresarios y sindicalistas, entre otros) dispuestas a promover y sostener un proyecto de país a lo largo del tiempo.

Pasemos a reflexionar sobre la naturaleza de un mundo que está siendo transformado por la crisis del liberalismo y el auge del conservadurismo popular.

1- Baker, Peter, y Rubin, Alissa. “Trump’s Nationalism, Rebuked at World War I Ceremony, is Reshaping Much of Europe”, The New York Times, 11 de noviembre de 2018.

2- Baker, Peter. “Use that Word!: Trump Embraces the ‘Nationalist’ Label”, The New York Times, 23 de octubre de 2018.

3- Ídem.

Elige tu propia ideología

Cuando Francis Fukuyama publicó en 1992 su afamado ensayo El fin de la Historia, no solo brindó una interpretación sobre el mundo que vendría luego de finalizada la Guerra Fría, sino que también marcó la declinación de la filosofía política. (4)

Fukuyama utilizó el pensamiento de algunos de los grandes pensadores políticos de la historia, y en particular el de Hegel, para concluir que la humanidad había alcanzado su meta con el triunfo de la democracia liberal sobre el socialismo. A partir de ese momento, los países podían sufrir retrocesos, como podría ser la adopción de un sistema de tipo autoritario, pero ya no se detendría el movimiento hacia la democracia liberal y el capitalismo. Se había vuelto inexorable.

De ser cierto esto, y de no existir grandes ideologías en conflicto, la filosofía política ya no tenía un rol relevante que jugar en la comunidad. El lugar de los pensadores políticos debería, por lo tanto, ser ocupado por economistas y técnicos capaces de proponer soluciones concretas a problemas concretos, no discutir sobre cuál debe ser el fin de una buena sociedad o cómo debería organizarse. Y esto es lo que, en mayor o menor medida, terminó ocurriendo.

Pero, como veremos a lo largo de este capítulo, las ideologías políticas siguen siendo importantes. Consciente o inconscientemente, estas siguen influyendo en las decisiones que tomamos en la esfera pública.

Es por este motivo que a continuación presentaré algunas de las ideas que en los últimos siglos terminaron dándole forma a dos de las principales tradiciones de pensamiento y de gobierno: el liberalismo y el conservadurismo. Estas nos servirán como una primera aproximación para entender los cambios que están sucediendo, tanto dentro de las sociedades como en la manera en que los Estados se relacionan en el ámbito internacional. Veremos que, lejos de ser este un ejercicio abstracto, las ideas tienen efectos concretos en la vida de millones de individuos.

Sumerjámonos, por un momento, en el universo de la filosofía política.

4- Fukuyama, Francis. The End of History and the Last Man, Nueva York, Free Press, 1992. En 1989 Fukuyama, que se inspiró en el trabajo de Alexandre Kojeve, ya había publicado un artículo similar en la revista The National Interest.

LIBERALISMO

Lo primero que haremos es definir a la filosofía política y económica que mejor representa el mundo en que hemos vivido desde el fin de la Guerra Fría: el liberalismo.

El liberalismo es, ante todo, una filosofía política, económica y moral que defiende la libertad y la igualdad de derechos de los individuos. Para comprenderlo mejor, debemos repasar su evolución histórica.

El surgimiento del liberalismo puede ser entendido como un esfuerzo por reemplazar las monarquías absolutas, los privilegios heredados y, en general, las restricciones sociales que suelen imponérseles a los individuos debido a las tradiciones. Por mucho tiempo su principal rival fue la concepción cristiana de la libertad, la cual había servido como sostén de algunas de las instituciones y normas que provenían del Medioevo. El primer desafío del liberalismo consistió en limitar o eliminar aquellas instituciones y tradiciones que, en la búsqueda de transmitir virtudes, no hacían más que restringir, según esta visión, la verdadera libertad de los individuos.

Maquiavelo y Hobbes en los inicios del liberalismo

Nicolás Maquiavelo (1469-1527) fue uno de los precursores del liberalismo al señalar que la mejor manera de evitar los males no era a través de la transmisión de las virtudes cristianas sino mediante la aceptación de las luchas de poder. Había que enfocarse más en lo que sucedía realmente en las sociedades que en el modelo ideal que se buscaba alcanzar. Favorecía, por lo tanto, a la república como forma de gobierno, ya que consideraba que era la que mejor canalizaba los conflictos de las distintas partes, generando de esta manera estabilidad y progreso.

Maquiavelo les aconsejaba a los líderes usar la violencia, el temor, el engaño y la crueldad si les resultaban más útiles que la justicia, la sabiduría y la templanza para mantenerse en el poder. El filósofo italiano fue, de hecho, uno de los promotores del retorno a virtudes clásicas, como son la ambición o la búsqueda de gloria. Por el contrario, pensaba que las virtudes cristianas tendían a inmovilizar a los individuos, convirtiéndolos en seres pasivos. Esto, sumado a que consideraba excesiva la influencia política que ejercía sobre las pequeñas repúblicas italianas, lo llevó a oponerse a la Iglesia Católica.

El filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679) pensaba que las costumbres irracionales, en particular aquellas ligadas a la religión, eran una fuente de conflictos, improductividad y arbitrariedad. Su gran aporte a la filosofía política fue la noción de que la legitimidad de los gobiernos no proviene de un ser superior o del derecho divino, sino de los derechos de los gobernados.

Ante un estado de anarquía en el que todos luchan contra todos (y en el que la vida es “solitaria, pobre, brutal y corta”) surgió entonces la necesidad de un contrato social que les permitiese a los individuos bajar las armas y, ante el temor que les producía morir, crear un gobierno capaz de mantener el orden.

De esta manera, Hobbes sienta las bases teóricas del liberalismo como contrato social. Devastadas por las guerras religiosas que provocó el sismo protestante, las sociedades europeas se dieron cuenta de que debían aceptar las diferencias sobre la finalidad última de la existencia para poder vivir en un mundo común. Es en este contexto que surge la teoría del contrato social de Hobbes para organizar la vida a pesar de los desacuerdos.

Efectivamente, para el liberalismo el peor escenario tiene lugar cuando se busca generar un régimen perfecto. Es, en este sentido, profundamente pesimista respecto de la capacidad que tienen las sociedades para establecer un mundo decente. No busca la mejor sociedad posible sino la menos mala. Como señalaba Churchill, “la democracia es el peor de los sistemas de gobierno posibles, excluyendo el resto”.

En una sociedad liberal el bien común es meramente procesal, se limita a establecer las condiciones que le garanticen a cada uno la libertad para ejercer sus derechos. No es casualidad que, en el modelo liberal de sociedad, el derecho y la economía tomen el lugar que antes ocupaban la filosofía y a metafísica.

Locke y el derecho a la vida, la libertad y la propiedad

Si bien John Locke (1632-1704) coincide con Hobbes en su defensa de los derechos del individuo y de la igualdad de todos los hombres, da un paso más y declara el derecho de rebelión de la población ante las tiranías. Para él, la soberanía y la autoridad no recaen automáticamente sobre una monarquía con poder absoluto, sino sobre legislaturas y constituciones capaces de hacer respetar los derechos individuales. Asimismo, para Locke los derechos de los ciudadanos no se limitan a la supervivencia, como sostiene Hobbes, sino que son más amplios. Los individuos tienen, por lo tanto, el derecho a la “vida, libertad y propiedad”.

Locke también fue una figura central de la ilustración, movimiento de pensamiento asociado al liberalismo, y de esta toma la idea de que la razón y la ciencia son los medios más adecuados para alcanzar el progreso social, material y moral. Por lo tanto, la solución a los problemas que enfrenta una sociedad debe ser encontrada en el debate racional de ideas. Las instituciones liberales como los parlamentos derivan, en parte, de esta premisa.

Otro hombre clave en la historia del liberalismo fue el francés Charles Montesquieu (1689-1755), quien, en vez de centrarse en las fuentes de legitimidad del poder, advierte sobre el peligro que el poder representa.

Dado que los hombres quieren primero acumular poder para luego abusar de este, resulta necesario generar un marco institucional que pueda limitarlo. Retomando así las ideas de Maquiavelo, Montesquieu propone que el poder controle al poder. De aquí surge la búsqueda de un equilibrio entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo. Solo en un contexto como este sería posible que emerjan los compromisos, las leyes y la libertad.

El equilibro de poder propuesto por Montesquieu se convirtió en un pilar fundamental de las repúblicas modernas. En este sentido, el ejemplo más exitoso quizás sea el sistema de contrapesos entre los poderes Ejecutivo, Judicial y Legislativo que propone la constitución de Estados Unidos.

Las ideas de Locke y Montesquieu describen otro elemento central del liberalismo: su apego al Estado de derecho, entendido como un conjunto de cláusulas constitucionales, leyes y tradiciones legales que protegen a los individuos del comportamiento arbitrario tanto del Estado como de otros individuos.

Es con la Revolución Francesa de 1789 que el liberalismo comienza a tomar su forma actual. La mayoría de los liberales le dan la bienvenida a un evento que consideran histórico porque perciben que es una oportunidad para poner fin a la soberanía absoluta de los reyes y de la religión. Ahora sería posible disipar las tinieblas de la ignorancia mediante la ciencia y la razón. Los derechos del hombre iban a ser, finalmente, una realidad.

Stuart Mill: la educación como fuente de progreso

En el pensamiento de John Stuart Mill (1806-1873) ya observamos un liberalismo maduro, donde el individuo y su búsqueda de felicidad ocupan el rol central. Es más, podemos decir que Mill es el padre del liberalismo moderno.

La obra de Mill comienza por modificar algunos de los enunciados de su padre James Mill (1773-1836), de Jeremy Bentham (1748-1832), y del utilitarismo en general. Si bien para él las acciones correctas también son aquellas que buscan incrementar la felicidad de la mayor cantidad de personas posible, considera que las sociedades deben priorizar la maximización de los altos placeres (relacionados con la mente y el espíritu) sobre los menores, ya que los primeros son los que traen libertad y progreso a las sociedades.

Es por este motivo que Mill le da gran importancia a la educación. Es con ella que los ciudadanos pueden alcanzar todo su potencial, permitiéndoles a las sociedades progresar a través de diferentes etapas históricas, la última de las cuales es la forma representativa de gobierno.

Aunque Mill admite que en las etapas iniciales del desarrollo de los Estados otras formas de gobierno pueden ser más convenientes, propone a la forma representativa como el mejor tipo de gobierno posible. Esta es la que les permite a los individuos protegerse de las arbitrariedades y al mismo tiempo buscar la excelencia moral, intelectual y artística. Por lo contario, el
despotismo (incluso el benévolo) fomenta la pasividad en la población.

A pesar de que Mill, y el liberalismo clásico en general, rechaza los regímenes despóticos, también desconfía de la democracia directa, ya que consideraba que esta podía terminar derivando en una tiranía de las mayorías. El gobierno representativo modera la voluntad del pueblo a través de representantes y de una burocracia meritocrática que debe estar a cargo de la implementación de las leyes. En este sentido, Mill le daba gran importancia al rol que los expertos pueden jugar en la sociedad.

Para Mill y el liberalismo clásico en general, la liberad debe ser entendida como la capacidad que los individuos deben tener de hacer lo que deseen en la medida en que no dañen a otros. Solo de suceder esto, el poder político tendría el derecho a restringir sus acciones. Como veremos más adelante, esta es una concepción negativa de la libertad.

Mill también recalca la importancia que tiene la libertad de expresión, condición necesaria para alcanzar el progreso social e intelectual. Sostiene que no hay forma de saber si una opinión acallada no tiene algún elemento de verdad. Inclusive si se presentan argumentos falsos, el solo hecho de que esto ocurra permite que, luego de intercambiar ideas, el que los hizo pueda aprender de sus errores y ayudar a que otros individuos reexaminen sus propias posiciones, evitando así la formación de dogmas.

Con el paso del tiempo, el liberalismo clásico terminó distanciándose de los nacionalismos. Esta es una derivación lógica de su individualismo y universalismo. Según este razonamiento, los individuos que no concuerdan con el ideal de ciudadano promovido terminan siendo perseguidos o expulsados por las mayorías que los quieren asimilar. Por otra parte, los nacionalismos también fomentan el odio y los conflictos con otras naciones. Este proceso ha llevado a que el universalismo y el cosmopolitismo sean hoy dos de las características centrales del liberalismo.

En el plano económico, el liberalismo históricamente se ha opuesto a las políticas mercantilistas, a los monopolios y a las barreras al libre comercio. Por el contrario, ha defendido el derecho a la propiedad privada y el libre mercado. Es en libertad que la economía puede generar riqueza a través de una suma, desregulada, de las iniciativas económicas que llevan adelante los individuos y que ningún poder central está en condiciones de replicar.

La paz entre los Estados, según Kant

Por último, debemos mencionar la lectura que hacen los liberales sobre las relaciones internacionales. En parte esta deriva del pensamiento del gran filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804) si bien consideraba que el hombre no es necesariamente bueno, sostenía que era posible generar un orden jurídico internacional que impida los conflictos armados. De esta manera extiende la importancia del Estado de derecho del plano doméstico al internacional.

Según Kant, la condición necesaria para la paz consiste en que los Estados respeten las libertades y la igualdad de los individuos. Entre otros motivos, porque los ciudadanos (a diferencia de sus líderes) se opondrían a la iniciación de una guerra. Los Estados deben, en definitiva, ser repúblicas liberales.

Kant también menciona otros factores que pueden ayudar a preservar la paz entre las naciones, como son la libre circulación de individuos entre los Estados, el libre comercio, que aumentará los costos económicos de iniciar conflictos, y la creación de una federación de Estados libres en donde puedan resolver sus disputas de manera pacífica. Todos estos son conceptos centrales de la que terminará siendo la escuela liberal de relaciones internacionales, clave no solo por su influencia intelectual, sino también política. (5)

Efectivamente, la creación de la Liga de las Naciones y de las Naciones Unidas, como también la de un sinnúmero de organismos internacionales, ha sido justificada y promovida posteriormente por una serie de políticos y pensadores liberales que las han visto como una oportunidad para incrementar los grados de colaboración y evitar, de esta manera, disputas.

Esta búsqueda de colaboración, sumada a los principios básicos del liberalismo, también han sentado las bases de la globalización, que en su interpretación más ambiciosa puede entenderse como un proceso que promueve no solo la libre circulación de bienes y servicios, sino también de personas e ideas. Organismos como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio forman parte de un entramado institucional que ha promovido la globalización.

Podría pensarse, por lo señalado hasta ahora, que el liberalismo forma parte de un conjunto homogéneo de ideas. Esto, sin embargo, no es cierto, dado que existen importantes diferencias internas.

Libertad negativa y libertad positiva

Quizás la mejor manera de entenderlas sea a través de los conceptos de libertad negativa y positiva presentados por Isaiah Berlin (1909-1997). El primer tipo de libertad puede ser definida como la ausencia de barreras o interferencias al accionar individual, mientras que la segunda es la posibilidad de alcanzar algún objetivo. La libertad negativa ha servido de base para la construcción del liberalismo clásico, asociado principalmente con la tradición anglosajona y con la búsqueda de un Estado limitado que se circunscriba a asegurar los derechos de los individuos.

Por lo contrario, los defensores de la libertad positiva, más cercanos a la tradición europea continental, son aún más ambiciosos. Buscan generar las condiciones para que los individuos puedan lograr una mejor calidad de vida. De esta manera, el presidente estadounidense Franklin Roosevelt llamó a asegurar cuatro libertades para todos los habitantes del mundo: libertad de expresión, libertad para adorar a Dios de la manera en que cada uno quiera, libertad de necesidades y libertad de sentir temor. Como es lógico, esta concepción de la libertad abre las puertas a un Estado más activo y presente en la vida diaria de los ciudadanos.

Este es el tipo de liberalismo que creó y luego amplió los beneficios sociales que brinda el Estado de bienestar tanto en Europa como en Estados Unidos. Los denominados liberals estadounidenses (como fueron los presidentes Roosevelt, John Kennedy, Lyndon Johnson y James Carter) son un ejemplo de una concepción diferente a la de los liberales clásicos.

Uno de los autores que sentó las bases teóricas para un mayor activismo social del liberalismo fue el estadounidense John Rawls (1921-2002), quien consideraba que, lejos de estar enfrentadas, las dos nociones centrales del liberalismo (libertad e igualdad) eran parte de un todo.

Para entender el tipo de estructura política y económica que necesitamos como sociedad, debemos hacer el siguiente experimento: cada individuo debate detrás de un “velo de ignorancia” que le impide saber, por ejemplo, cual es la raza, inteligencia, edad, religión o habilidades de los otros. Solo sabe que todos los individuos pueden formar parte de la sociedad. En la deliberación, cada individuo buscará su propio interés. Y como uno no sabe si en la sociedad le puede tocar ser parte de una minoría discriminada, sería irracional que apoye una estructura social que eventualmente lo pueda condenar. El resultado consistiría en acordar un sistema que mejore la posición de los individuos que estuviesen en la peor posición posible.

Rawls deriva dos principios de justicia de su experimento. El principio de libertad, que se traduce en libertades básicas que todo ciudadano debería poseer, y un segundo principio de equidad, que a la vez está compuesto por el principio de justicia distributiva y el principio de diferencia.

Con justicia distributiva, Rawls no se refiere únicamente a garantías formales que favorezcan la participación política o la libertad de expresión, sino que también aseguren igualdad de oportunidades a través de medidas concretas que favorezcan a los miembros más desfavorecidos de la sociedad. El principio de diferencia regula las inequidades, solo permitiendo el tipo de inequidades que favorezcan a los más desfavorecidos en la sociedad. De esta manera se compensa a los que nacieron sin ciertas ventajas. El principio de libertad tiene prioridad sobre el de justicia distributiva, que a la vez la tiene sobre el de diferencia.

Pero, más allá de estas diferencias puntuales, podemos afirmar que, en líneas generales, los liberales representan los principios que hemos exhibido a lo largo de este capítulo.

En efecto, el lector habrá notado que las sociedades en las que vivimos son en parte un reflejo de los valores y de las instituciones liberales. Las libertades individuales y la igualdad de los ciudadanos aparecen en nuestras constituciones, mientras que estas también buscan controlar el poder a través del equilibrio de los distintos dominios que componen los Estados. Por otra parte, los medios de comunicación actúan independientemente de los gobiernos.

En el plano internacional, existen instituciones como las Naciones Unidas, la Corte de Justicia Internacional y el Pacto de París que buscan promover la colaboración entre los Estados y evitar los conflictos. Económicamente, prima el individualismo aspiracional, representado a través del consumismo de las clases medias y la valoración de los emprendedores.

Los rivales del liberalismo

Alcanzar los niveles de aceptación que el liberalismo obtuvo a fines del siglo XX y principios del XXI no fue una tarea fácil, sino el resultado de batallas intelectuales y políticas contra dos grandes rivales: el marxismo y el fascismo.

Resumidamente, Karl Marx (1818-1883) sostiene que la lógica del sistema capitalista lleva a que los capitalistas exploten a sus trabajadores mediante la expropiación de la plusvalía. La solución a este problema es una revolución proletaria que ponga fin a la propiedad privada y a las clases sociales que genera. Una vez logrado esto, la planificación colectiva debería ocuparse tanto de la producción como de la distribución de los bienes.

Dentro de este esquema, el liberalismo es la filosofía de la burguesía. Una filosofía que justifica sus propios intereses, mencionando los derechos del hombre y la igualdad de los individuos, pero que esconde una gran injusticia: la desigualdad que implica la explotación de unos sobre otros.

Pero, para que el proletariado pueda actuar, primero tiene que tomar consciencia de su existencia, algo que, según el marxismo, solo puede suceder cuando sus miembros comiencen a comunicarse entre ellos y a considerarse, debido a los conflictos con otras clases, parte de una misma clase oprimida.

El italiano Antonio Gramsci (1891-1937) sostiene que las elites pueden lograr que el proletariado crea que es en su interés defender ciertas políticas que, en realidad, los perjudican. Esto es posible mediante el control que ejercen sobre instituciones culturales, como pueden ser la educación pública y los medios de comunicación. Esto es lo que les ha permitido, en su opinión, convertirse en una fuerza hegemónica y retrasar, especialmente en el contexto de Europa Occidental, la revolución.

En los países desarrollados, según Gramsci, la estrategia más adecuada para alcanzar la revolución consiste en terminar con la hegemonía cultural de la burguesía. Para esto, antes de tomar el poder formal, se necesita librar una batalla de ideas que permita ganar el apoyo del proletariado y de otros sectores de la sociedad. En esta estrategia, los intelectuales orgánicos -aquellos que no analizan la realidad desde la neutralidad sino que lo hacen desde el compromiso con su clase- juegan un rol central.

Más allá de las inconsistencias teóricas que tiene el marxismo, su derrota se debió a su fracaso en la práctica. Decenas de experimentos marxistas fueron aplicados por gobiernos revolucionarios alrededor el mundo y en todos los casos se terminó cercenando las libertades individuales y produciendo miseria económica. No pasó desapercibido para sus ciudadanos la brecha entre el desarrollo que alcanzaron Alemania del Este y del Oeste o Corea del Norte y Corea del Sur.

Otra de las críticas que ha recibido el liberalismo no proviene de la izquierda sino de la derecha, y se basa en una posible interpretación del pensamiento del gran filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900). Para Nietzsche, la democracia liberal de nuestros días representa el triunfo de la mentalidad esclava. En su deseo de sobrevivir, el hombre liberal de Hobbes y Locke abandonó sus sentimientos de superioridad y de orgullo. En definitiva, nos hemos transformado en seres que lo único que saben hacer es satisfacer placeres menores, incapaces de elevarse sobre sus intereses materiales.

Como alternativa, Nietzsche propone una sociedad aristocrática liderada por seres superiores, aquellos capaces de proveer grandeza y excelencia. En efecto, lo que nos lleva a superarnos y mejorar como individuos es el descontento que nos produce la falta de reconocimiento. Debemos, por lo tanto, desear ser considerados mejores que el resto, no iguales. Pero esto nunca puede suceder en democracias basadas en el liberalismo o en el cristianismo, del cual este deriva, ya que estas promueven la igualdad de todos. En concordancia con Maquiavelo, Nietzsche parece anhelar las virtudes clásicas, presentes sobre todo en Roma.

A pesar de su rechazo del nacionalismo alemán y del antisemitismo, el pensamiento de Nietzsche influyó en la formación del fascismo y en particular en las doctrinas de Adolf Hitler. Conceptos como la voluntad de poder y la admiración por una clase guerrera superior son elementos centrales del pensamiento fascista.

Fukuyama sostiene que si bien el nazismo fue una atrocidad, tanto en el plano teórico como práctico, la crítica que Nietzsche presenta al liberalismo todavía no ha podido ser respondida de manera satisfactoria. (6) Esta consiste en la posible rebelión de los individuos ante la idea del “último hombre”, aquel que ya no tiene emociones y cuya existencia se limita a consumir racionalmente y tener vidas pacíficas y aburridas. En algún momento, los individuos de las democracias liberales pueden querer adoptar nuevos ideales y volver a tener vidas peligrosas, aunque esto implique la posibilidad de morir. Buscarán, en definitiva, recuperar el concepto de la virtud heroica y de la superioridad sobre los otros, algo que el liberalismo descartó de nuestras sociedades hace décadas.

Si Marx critica la falta de igualdad en las sociedades liberales, Niteszche denuncia este aspecto del ideal liberal.

5- Un punto importante a señalar es que para Kant, al igual que para John Stuart Mill, la guerra contra los Estados que no habían alcanzado el mismo grado de desarrollo que las repúblicas liberales podía justificarse.

6- Fukuyama, Francis. The End of History.