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El universo fragmentado en cuentos. Una antología del caos / Hernán Darío España Cruz; prólogo Humberto Jarrín Ballesteros -- Primera edición.-- Cali: Programa Editorial Universidad Autónoma de Occidente, 2019. 194 páginas. (Colección literatura y arte).

ISBN: 978-958-619-024-4

1. Cuentos Colombianos. I. Jarrín Ballesteros, Humberto, prologuista. II. Universidad Autónoma de Occidente.

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El universo fragmentado en cuentos. Una antología del caos

ISBN IMPRESO: 978-958-619-024-4

Primera reimpresión, noviembre de 2019

Colección Literatura y Arte

Autor

Gestión Editorial

Jefe Programa Editorial

Coordinación Editorial

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Diagramación y Diseño:

© Universidad Autónoma de Occidente

El contenido de esta publicación no compromete el pensamiento de la Institución, es responsabilidad absoluta de sus autores.

Este libro no podrá ser reproducido por ningún medio impreso o de reproducción sin permiso escrito de las titulares del copyright.

Personería jurídica, Res. No. 0618, de la Gobernación del Valle del Cauca, del 20 de febrero de 1970. Universidad Autónoma de Occidente, Res. No. 2766, del Ministerio de Educación Nacional, del 13 de noviembre de 2003. Acreditación Institucional de Alta Calidad, Res. No. 16740, del 24 de agosto de 2017, con vigencia hasta el 2021. Vigilada MinEducación.

Diseño epub:

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CONTENIDO

Prólogo

I. El incierto factor humano

II. Cronofobia

III. Horizonte de sucesos

ANTE LAS PUERTAS

Cada vez que un amigo escritor o alguna editorial me pide un comentario o un prólogo (la función de ese tipo de paratextos, tal como los llama Genette, es el mismo) para un libro, como es el presente caso, no dejo de pensar en el cuento Ante la ley de Kafka.

Como todo el mundo sabe, en él hay un guardián cuya función consiste en impedir a cualquiera franquear el acceso al interior de una puerta, donde está la Ley. Algo de parecido le asiste al hacedor de un prólogo.

Con este recuerdo y alusión al cuento kafkiano (y no era menos de esperarse, que para eso existe el efecto kafkiano, como existe el efecto einsteiniano, el efecto kleiniano y muchos más) bordeamos sin quererlo la paradoja de una cinta de Moebius, porque si bien el prologuista, el que está a la puerta de entrada de un libro, tiene la función de invitar a entrar al libro, es más, lo hace ofreciéndole las claves al lector de lo que ha de encontrar en su interior, no es menos cierto que, al menos mientras dure el bendito paratexto, sí le impide la entrada al lector, quien quizá quisiera entrar sin que medien intermediarios de ninguna índole.

El lector, pues, es el campesino, y el prologuista es el guardián, de modo que por un momento debe éste repetir lo dicho por aquél en el cuento kafkiano: puede entrar más tarde, pero ahora no.

¿Y por qué ahora no? Simple, porque el guardián-prologuista, deseoso de que entre por las sucesivas puertas que son los capítulos, los cuentos, las páginas de este libro, donde se le asegura, que a diferencia del cuento de marras, no encontrará más guardianes que le veden el paso, quiere compartir algunas claves, o mejor, “llaves” para que en su tránsito por ellas no llegue como un Adán, ese otro campesino paradisiaco de otro cuento con guardián, que no impide entrar, que no invita a entrar, sino que expulsa.

Comencemos por la estructura. El libro de Hernán España, El Universo fragmentado en cuentos. Antología del caos, consta de tres capítulos: “El incierto factor humano”, “Cronofobia” y “Horizonte de sucesos”. Los títulos tanto del libro como de sus apartados o puertas, evocan temas y enigmas cuya fuente emana de la ciencia ficción. Son provocadores, como las puertas entreabiertas que seducen a entrar. Una vez entrado en ellos, ha de encontrar cuentos con nombres que continúan con esa atmósfera: “Onirofobia”, “Dos robots y una chimenea”, “Mono-sapiens”, “Entropía”, “El primer contacto oficialmente avalado”, “Contratiempo”, “Antecedentes del apocalipsis”, “Los primeros momentos de Eva”.

Es de esperarse, pues, que el tiempo, el antiguo y el futuro, mezclándose con el presente, sea una constante de juegos y de balanceos en esta obra de carácter experimental. ¡Ah, el tiempo!, esa dimensión de la existencia de la materia que ya Einstein amarró a sus coordenadas relativas para que dejara de ser tan díscolo, o mejor, para que lo fuera más. ¡Ah, el tiempo!, esa dimensión de la existencia y de la psiquis humana de la que San Agustín, con angustia, decía: “¿Qué es el tiempo? Cuando no me lo preguntan, lo sé; cuando me lo preguntan, no lo sé”.

Otra clave de este volumen de relatos, además de los ecos nominales y temáticos de la ciencia ficción, son la incursión por los mitos, esa religión-ficción (después de todo podríamos pensar en ellos como el germen de la protociencia dado que intentan explicar el mundo solo que apoyados en hechos fantásticos, en la mágica imaginación, la loca de la casa) de nuestros poetas antiguos. Aquí algunos mitos se reactualizan, Ulises, Dédalo, Prometeo, Teseo, Eva…

Ello nos conduce, por medio de una metonimia narrativa, a la presencia dialéctica entre el sueño y la muerte, otro de los temas preferidos por Hernán España, como en aquel relato en el que un sujeto que no puede dormir reposa junto a su esposa que duerme y ronca monda y lironda, cuando él está a un salto de la muerte; o aquel en el que no se sabe si el agua de las inundaciones pertenece al mar del sueño o de la muerte.

No es de extrañarse esta relación, todos sabemos que el sueño y la muerte, es decir, Hypnos y Tánatos son hermanos gemelos que provienen de un mismo vientre oscuro: Nix o Nicte, es decir, la noche. Por eso se dice que el sueño es una pequeña muerte y que la muerte es un sueño eterno; conclusión, la diferencia entre uno y otra radica en el tiempo.

Para terminar, aunque por este asunto debimos empezar, puesto que son los artificios de seducción que España pone en el dintel de las puertas de sus cuentos, hemos de referirnos a los epígrafes. A nuestro modo de ver, estos textos de diversos autores sirven de anclaje (hagamos revisión a Barthes, pues para éste el anclaje se establece entre un texto verbal y una imagen) al texto todo, y con él el autor, Hernán España, teleguía un sentido predeterminado, anuncia una atmósfera, son indicios (sigamos a Barthes tal cual) que anticipan los meandros del camino que el lector habrá de recorrer una vez los traspase y entre al cuento de turno.

Después de todo –corregimos nuestra hipótesis o promesa inicial de que el lector no se encontraría con más guardianes–, hemos de concluir entonces, que estos epígrafes y sus autores son también otros guardianes que impiden momentáneamente el paso del lector, y que, a la vez, con un golpe de sorpresa, lo arrojan a sus laberintos con un enigma previo, con un sabor anticipado que deviene de la muestra de degustación que le es puesta en el paladar literario.

Es por ello que a los epígrafes preferimos concebirlos como una suerte de oráculos portátiles, ya que, puestos a la entrada del texto en cuestión, provocan, azuzan al lector con una conjetura, propuesta a manera de enigma, a manera de dato, a manera de argumento.

Son una fisura por donde el lector fisgonea, tal como sucede en el cuento de Kafka, dado que también ocurre que “el guardián se ha hecho a un lado, de modo que el hombre se inclina para atisbar el interior. Cuando el guardián lo advierte, ríe y dice: “Si tanto te atrae, intenta entrar…”. De este modo se provoca o reta al lector a que entre y corrobore, en los laberintos narrativos, la coherencia de ese diálogo, la pertinencia de su hipertextualidad.

De otro lado, ya de por sí, los solos epígrafes, son una deliciosa, socarrona, punzante y divertida antología.

No queremos dejar de llamar la atención sobre una característica de los narradores –simulacros intratextuales que nos comparten las distintas diégesis–: son unos sujetos entrometidos que cada tanto interrumpen el acto narrativo para hacer preguntas insidiosas, comprometedoras, evaluadoras de esto o aquello, mundano o no, humano o no, sobre la realidad o la ficción; sus interrogantes son anzuelos, a veces aparecen como inquietudes ingenuas, otras capciosas, en todo caso un recurso para dejar de contar e interpelar, en la práctica, al lector, al que sugiero ser cauteloso, porque un interrogante, en tanto anzuelo como lo hemos dicho, es o puede ser una trampa del lenguaje.

Bien, creo que ya es hora de darle paso, señor lector y como en el cuento aludido, en tanto guardián que hemos sido vedándole por un instante el paso, traigamos de nuevo como eco a Kafka: “El guardián comprende que el hombre está a punto de expirar y le grita, para que sus oídos debilitados perciban las palabras: Nadie más podía entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré”. Nosotros también cerramos, salvo que a cambio diremos: Pase usted, apreciado lector, porque estas páginas están destinadas a usted solamente.

Humberto Jarrín B.

Escritor. Premio Nacional de Literatura Ministerio de Cultura.

Profesor de la Facultad de Humanidades y Artes,

Universidad Autónoma de Occidente.

El incierto
  factor
humano

I.

La espera

Una taza de sueños sin azúcar

El crimen que no dejaba descansar en paz

Onirofobia

Zumbido

El secreto de las sirenas

Se tardan veinte o más años de paz para hacer a un hombre, y bastan veinte segundos de guerra para destruirlo.

Balduino I

LA ESPERA

Ninguno de los tres hombres sentados alrededor de la mesa mostró sobresalto ante los cuatro acompasados golpes en la puerta principal; ni siquiera prestaron atención a los sendos fusiles que reposaban en las sillas sobrantes. Cada uno, con el mismo aire cansado, se limitó a mirar a los otros dos a la espera de algo más; tal vez un nuevo llamado, tal vez el regreso del silencio. La luz oscilante de la vela frente a ellos continuaba dibujando efímeras figuras sobre sus uniformes militares. Afuera, la noche debía cubrir el universo alrededor; era difícil asegurarlo con todas las ventanas cubiertas con gruesas cortinas. Piedrahita rompió por un momento el hechizo sirviéndose un poco más del vino tinto, la tercera botella de la noche, que por suerte habían encontrado en una de las alacenas de la casa abandonada.

Los demás no hicieron gesto de querer volver a llenar sus copas. Mientras su compañero bebía, Sánchez y Aristizábal volvieron a perderse en la contemplación de la oscuridad circundante. Desde sus lugares se veía poco de la cocina en que se encontraban. Tal vez era lo mejor. Con excepción del vino y las copas, todo en el lugar daba cuenta de una lenta decadencia. Los propietarios habrían huido hacía meses, como tantos otros en la región. Expulsados no tanto por la guerra en sí, lo sabían a su pesar, sino por el terror que inspiraba el otro bando. Un desalmado ejército que en batalla, armado solo con machetes y una que otra arma de fuego, se comportaba como una legión de demonios monstruosos, inmisericordes, sanguinarios…

Los nuevos cuatro toques en la puerta interrumpieron la nueva oleada de imágenes del enfrentamiento ocurrido en horas de la tarde. Volvieron a mirarse. Uno de ellos debía actuar. “Iré yo”, dijo al fin Piedrahita; dejó la copa vacía sobre la mesa, desenfundó el cuchillo del cinto y se introdujo de lleno en las tinieblas con el sigilo adquirido en años de entrenamiento. Los otros no hicieron nada para alentarle ni para detenerle, se quedaron en la misma posición, atentos, silenciosos. Unos murmullos ininteligibles llegaron a sus oídos. Se imaginaron a Piedrahita pidiendo la contraseña. El sonido de un cerrojo descorriéndose les indicó que el visitante había pasado la prueba, que era uno de su grupo, que pronto lo tendrían allí departiendo con ellos en la sucia mesa de madera.

“Esos de ahí son Sánchez y Aristizábal”, introdujo Piedrahita regresando a su sitio. El cuchillo también había vuelto a su lugar. “Siéntese, Gallego, tenemos sitio para usted y los demás que falten”.

Gallego entró al círculo de luz. No traía armas; probablemente las había perdido en la escaramuza. Un soldado más, ojeroso, sucio, agotado. Se ubicó en la cabecera opuesta a la entrada de la cocina. Su gesto era duro de leer: parecía de alguna forma aliviado, pero a la vez apenado por algo. “Gracias, por un momento pensé que no iba a encontrar a nad…”

“El capitán dijo que nos veríamos aquí después de la batalla”, le interrumpió Aristizábal —el de mayor edad entre los cuatro— sin dejar de observar con insistencia su copa vacía. “Cumplimos órdenes”.

“¡Oh! No estoy diciendo lo contrario”. Gallego se veía contrariado. “Es que después de lo que pasó…”

“¿Desea tomar algo de vino?” La invitación vino de Sánchez, quien exhibía en ese instante una sonrisa a leguas artificiosa, que poco podía disimular la ansiedad salpicada en su cara de niño de mamá. “Seguro viene con sed. La despensa de esta casa está bien provista. El capitán es un hombre listo, no pudo encontrar mejor punto de encuentro”.

“Han mencionado varias veces al capitán…”

“Recuerdo”, siguió Piedrahita, haciendo caso omiso de Gallego, “que cuando nos topamos con este lugar al mediodía todos pensábamos que era un pedazo de porquería.”

Sánchez y Aristizábal parecieron despertar de su letargo y comenzaron a alternar variadas anécdotas personales referentes a viviendas, autos, chicas y perros. Piedrahita, entusiasmado, se dedicó a tragar directamente de la botella largos sorbos del licor. Si no fuese por el cuarto hombre, entre atónito y airado, cualquiera diría que se trataba de una reunión bastante alegre y fraternal.

“¡Cállense, imbéciles!” Ante el estallido de Gallego, la estancia volvió a sumirse de inmediato en un oprimente silencio. “¡Nadie más va a venir!”

“El capitán dijo que nos veríamos aquí después de la batalla”, volvió a recitar Aristizábal, esta vez con el tono impaciente que exhibiría un maestro a su aprendiz más testarudo. “Cumplimos órdenes”.

“¡La órdenes ya no tienen justificación!” Gallego se puso de pie; nadie vio caer la silla, pero hizo un ruido tremendo al estrellarse contra la baldosa. “¡El capitán está muerto! ¡Todos los demás están muertos!” Si había esperado alguna reacción de sus oyentes debió quedar profundamente frustrado, pues estos a duras penas parpadearon. “¿Qué les pasa? ¿No estuvieron allí? ¿Cómo…?” Tuvo que detenerse un instante, la voz se quebró a punto de romper en llanto. Respiró profundamente y se contuvo lo mejor que pudo. “Yo vi cómo uno a uno fueron cayendo bajo el filo de los machetes. Los vi desangrarse, los vi ser desmembrados. A duras penas logré escapar ileso. Vine aquí para comprobar si yo era el único sobreviviente y después partir para alcanzar al siguiente pelotón”.

“Yo no vi que al capitán lo mataran”, afirmó Aristizábal cruzándose de brazos. “Ninguno de nosotros lo vio. Así que seguiremos las órdenes. Nos quedaremos aquí hasta que aparezca”.

La incredulidad deformó bastante el rostro de Gallego a la luz insuficiente de la vela. “¿De qué está hablando? ¡Yo estaba a su lado cuando uno de esos malnacidos lo decapitó! ¡Su cabeza salió disparada…!” De pronto, su atención se enfocó en Piedrahita, quien había acabado de poner la botella sobre la mesa. “¡Usted estaba ahí! ¡Le recuerdo! ¡La cabeza le golpeó justo en el pecho!”

El aludido se levantó la camisa de su uniforme con ambas manos y la observó con detenimiento exagerado, como si fuese la primera vez que la viera. Cuando habló, lo hizo con indignación. “¡Maldita sea! Me he chorreado el vino encima”.

“¡Es sangre! ¡Sangre, imbécil, sangre!”

“Creo que está bastante alterado, compañero”, diagnosticó Sánchez de la forma más condescendiente posible. “¿Por qué no descansa un poco?”

Gallego cerró los ojos. Estuvo así un buen rato, apoyándose en la mesa con los puños. Al abrirse de nuevo sus párpados, el soldado exhibió un intenso odio en su mirada. “Lo entiendo. Este juego de ustedes es muy claro”. Se alejó un poco de ellos dejando en claro el desprecio que le inspiraban. “Son unos cobardes. Se asustaron con lo que pasó en la tarde y no quieren alcanzar a los demás. ¡Van a desertar, van a traicionar a nuestro pueblo!”

“Aquí nadie está traicionando a nadie”, le corrigió Aristizábal con bastante calma. “Me parece que es usted el que ha quedado trastornado con lo que ocurrió hoy. Hubo varias decapitaciones, sí, pero entre tantas cabezas cortadas y volando por ahí se entiende la confusión.”

La serena insinuación provocó que Gallego se abalanzara furioso sobre la mesa para apresar entre sus manos el cuello de su acusador. Sin embargo, no logró su cometido; un violento tirón desde atrás le hizo caer sentado al piso. La rápida intervención de Piedrahita no solo le había salvado la vida a su compañero, sino que había protegido la integridad de esa vela que era lo único que les separaba de quedar en la ceguera total. Lo único que hizo Sánchez en toda la acción fue tantear nerviosamente con sus dedos en busca de los fusiles; se detuvo cuando Aristizábal le puso una mano en el hombro y le hizo un movimiento negativo con la cabeza.

“Mire, no ganamos nada con enfrentarnos entre nosotros”, le decía Piedrahita a Gallego, quien ya se había puesto de pie y se sacudía polvo imaginario de su uniforme. “Recuerde que si hacemos ruido nuestra posición estaría en riesgo y eso no le conviene a ninguno”.

“¡Los acusaré con la Junta!”

La llama de la vela se mantenía inmóvil, como si estuviese esperando tensa quién cedía primero: el hombre que se había quedado con un dedo tembloroso y acusador en el aire mientras retrocedía hacia las sombras, o los otros tres que no le quitaban la vista de encima en medio de un profundo mutismo.

“¡Ya está bien!”, exclamó de pronto Piedrahita con voz festiva; sus compañeros de mesa se limitaron a alzar las cejas con sorpresa y el visitante frunció el ceño al tiempo que se detenía. “Yo creo que todo esto es un malentendido, ¿no es cierto, muchachos?”. No espero respuesta. “Yo creo que al amigo le hace falta un buen trago de este vino”. Tomó otro sorbo del licor y se acercó a Gallego, le puso una mano en el hombro y le susurró al oído: “Venga conmigo, quiero decirle algo que estos dos no pueden escuchar”.

La complicidad encerrada en tales palabras calmó a Gallego. Parecía que al fin iba a tener una conversación juiciosa; incluso llegaría a entender la locura de la que hasta hacía poco había participado obligadamente. Se dejó guiar de Piedrahita, quien le llevó a un rincón de la cocina, lejos del oasis de luz de la tenue llama, a la invisibilidad de la negrura que les cercaba.

De la conversación de los dos hombres se oyó poco; un par de murmullos y uno que otro ruidito. Sánchez y Aristizábal seguían en sus puestos; el primero dándole una que otra mirada de reojo a las armas, el segundo dejando descansar el cuello en el espaldar de la silla. No había transcurrido un minuto cuando Piedrahita volvió a ser visible, sin su acompañante, y se sentó de nuevo frente a la botella.

“¿Qué pasó con Gallego?”, le preguntó Aristizábal extendiéndole su copa vacía.

“Se fue”. Piedrahita no solo vació licor en la copa de Aristizábal y en la suya, sino también en la de Sánchez, a pesar de que este no se lo había pedido. “Entró en razón a fin de cuentas”. Cada uno de los movimientos de su brazo era seguido muy de cerca por la mirada atenta e interrogativa de sus compañeros. Era muy difícil pasar por alto este inusitado interés. “¿Qué sucede?”

Dejó la botella sobre la mesa. Al levantar la mano descubrió el líquido rojizo que la bañaba hasta el puño del uniforme y que comenzaba a gotear sobre la mesa. Lanzando un juramento, se inclinó hacia atrás y sacudió su extremidad para regalarle algo del misterioso líquido a la oscuridad; se limpió lo demás con la tela de su pantalón. Se volvió casi al instante con una amplia sonrisa despreocupada. “¿Pueden creer lo descuidado que soy? Estoy echándome encima todo el vino”. Esperó respuesta a su comentario, con la sonrisa pegada en el rostro como un rictus pretencioso.

Aristizábal fue quien rompió el incómodo momento. “Yo digo que brindemos”. Alzó la copa para apoyar su moción. “Brindemos para que todos tengamos esa dicha de estar bañados alguna vez en vino”.

Los tres vasos se entrechocaron con entusiasmo y fueron consumidos con rapidez. Posteriormente, a modo de necesario acuerdo tácito, los tres hombres volvieron a su silencio inicial. A la paciente espera que los convocaba en esa cocina ruinosa.

La mecha de la vela llegó a su fin minutos después y las tinieblas se tragaron lentamente el mundo. En ese momento uno de ellos dejó escapar un suspiro de alivio.

Todo lo que vemos o parecemos es solamente un sueño dentro de un sueño.

Edgar Allan Poe

UNA TAZA DE SUEÑOS SIN AZÚCAR

En realidad, cuando aquel desconocido, tan apuesto y sonriente, se sentó de improviso en la silla opuesta, a la joven le entusiasmó esa especie de sobresalto matutino. Tomó otro sorbo de su negrísimo café mientras escuchaba al otro presentarse solo como Simón y confesarle que estaba perdidamente enamorado de ella.