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AZORÍN

La invención de la literatura nacional

JOSÉ MARÍA FERRI COLL, ENRIQUE RUBIO CREMADES
Y
DOLORES THION SORIANO-MOLLÁ (EDS.)

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La Casa de la Riqueza
Estudios de la Cultura de España
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El historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo XX y principios del XXI. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español.

CONSEJO EDITORIAL:

DIETER INGENSCHAY (Humboldt Universität, Berlin)

JO LABANYI (New York University)

FERNANDO LARRAZ (Universidad de Alcalá de Henares)

JOSÉ-CARLOS MAINER (Universidad de Zaragoza)

SUSAN MARTIN-MÁRQUEZ (Rutgers University, New Brunswick)

JOSÉ MANUEL DEL PINO (Dartmouth College, Hanover)

JOAN RAMON RESINA (Stanford University)

LIA SCHWARTZ (City University of New York)

ISABELLE TOUTON (Université Bordeaux-Montaigne)

ULRICH WINTER (Philipps-Universität Marburg)

AZORÍN

LA INVENCIÓN
DE LA LITERATURA NACIONAL

JOSÉ MARÍA FERRI COLL
ENRIQUE RUBIO CREMADES
DOLORES THION SORIANO-MOLLÁ (EDS.)

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IBEROAMERICANA • VERVUERT • 2019

© Iberoamericana, 2019

© Vervuert, 2019

info@ibero-americana.net

ISBN 978-84-9192-081-6 (Iberoamericana)

Depósito legal: M-33868-2019

Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros

Índice

Prólogo

I. LA IDEACIÓN AZORINIANA DEL CONCEPTO DE NACIÓN

Azorín y el carácter de la nación española

Antonio Robles Egea

Nación y nuevo sujeto político en el pensamiento de Azorín

Manuel Menéndez Alzamora

La ejemplaridad política en Azorín y Ortega: el caso de Antonio Maura

Béatrice Fonck

Política y periodismo al alimón: la Europa azoriniana

José Ferrándiz Lozano

Historia y literatura: a propósito de Una hora de España (entre 1560 y 1590)

Francisco Fuster

II. NACIONALIDAD LITERARIA

De literatura nacional en torno a 1898

José María Ferri Coll

La literatura nacional en El alma castellana y Los pueblos (1900-1905)

Leonardo Romero Tobar

Azorín como divulgador de la literatura nacional en Al margen de los clásicos

Laura Palomo Alepuz

La nación literaria que acabó en nacionalismo

Dolores Thion Soriano-Mollá

III. CERVANTES, PADRE DE LA NACIÓN LITERARIA ESPAÑOLA

Azorín, lector de Cervantes

Ana L. Baquero Escudero

Azorín ante Velázquez: la creación de un clásico para la nación fabulada

Gemma Márquez Fernández

El Quijote según Azorín: los cuentos-ensayos de Con Cervantes (1947)

Renata Londero

Al margen de dos novelas ejemplares: La fuerza de la sangre y El licenciado Vidriera

Miguel Ángel Lozano Marco

IV. AZORÍN, MODELO DE LA LITERATURA NACIONAL

El magisterio literario de Azorín según el canon estético de la revista Destino

Blanca Ripoll Sintes

Azorín, maestro de las letras españolas, en la revista Destino

Marisa Sotelo Vázquez

V. EUROPA Y LA NACIÓN LITERARIA ESPAÑOLA

Clásicos de allende el Pirineo (1924)

Béatrice Bottin

Azorín, corresponsal en el París de la Gran Guerra (1918)

Francisco Javier Díez de Revenga

La narrativa de Azorín anterior a 1928 a la luz del contraste entre España y Europa

Elisabeth Delrue

Azorín memorialista: París (1945)

Enrique Rubio Cremades

Los mitos griegos a través de Españoles en París

José Manuel Vidal Ortuño

De la fecundación extraña

Christian Manso

Prólogo

A comienzos de febrero de 1893, un joven que aún no ha cumplido la veintena, estudiante de Derecho y periodista en ciernes, sube a la tarima del Ateneo Literario valenciano para pronunciar una conferencia que ciento veinticinco años después seguimos leyendo, no por su contenido ni por su estilo (ambos muy de su tiempo), sino por pertenecer a la obra del conferenciante, José Martínez Ruiz, el futuro Azorín, quien días después publica el texto, a expensas de su familia, en un folleto que firma con uno de sus primeros seudónimos: Cándido.

Hoy podemos leer el contenido de ese folleto, “La crítica literaria en España”, por estar reproducido tanto en sus Obras completas (1947) como en sus Obras escogidas (1998). Su importancia radica en señalar el inicio de un itinerario que hoy conocemos y contemplamos en su totalidad, a lo largo del cual van a ir viendo la luz, en periódicos y posteriormente en libros, centenares de ensayos, artículos, crónicas y relatos cuyos asuntos proceden de su interés por nuestra historia literaria. José Martínez Ruiz, Cándido, no pretendía demostrar su precoz erudición, sus conocimientos en la materia, sino contribuir a la necesaria reforma de nuestra historiografía literaria; una propuesta de renovación en profundidad lanzada por alguien en quien apuntaba su firme vocación de crítico, figura que consideraba necesaria en nuestro ambiente intelectual y que él tomaba de la cultura francesa.

Unos veinte años después, con motivo de la muerte de D. Marcelino Menéndez Pelayo, consideraba que en nuestro país “la historia literaria está todavía por construir; ha habido entre nosotros grandes eruditos, grandes acopiadores, grandes rebuscadores; ha faltado el crítico”. Esto lo escribe en 1912 para ABC y lo reproduce en Clásicos y modernos (1913), libro que forma parte de esa tetralogía crítica (junto con Lecturas españolas, Los valores literarios y Al margen de los clásicos), que constituye la gran aportación de Azorín al estudio, a la divulgación y a la creación de un ambiente de interés por nuestros clásicos como nunca se ha hecho en nuestra historia.

Pocos escritores contemporáneos han sido tan innovadores como J. Martínez Ruiz, Azorín, y pocos han sabido suscitar un estado de conciencia sobre el sentido de nuestra literatura en el contexto de la cultura europea. Él resaltó el carácter renovador de ese grupo de escritores, sus coetáneos, a los que reunió bajo el debatido —justamente debatido— marbete de “generación del 98”. Si el criterio generacional es cuestionable, no lo es tanto su sentido: la obra de esos escritores constituye un renacimiento, que no es otra cosa sino “la fecundación del pensamiento nacional por el pensamiento extranjero”. No hay un aislamiento cultural: las literaturas se fecundan mutuamente, con mayor influencia de alguna de ellas sobre las demás, según la época. Así lo expresa en el párrafo con el que cierra su último libro, Ejercicios de castellano, en 1960: “¿cómo no ver que para la evaluación de una literatura necesitamos el conocimiento de otra? Las palmeras se fecundan a distancia; las literaturas se fecundan también —sin perder su raigambre, su originalidad— desde lejos” (1893-1960): toda una vida manteniendo el interés crítico y el fervor vital por ese amplio caudal de lenguaje impreso que a lo largo de los siglos viene hablando sobre nosotros.

Azorín renovó profundamente la novela (ha sido “el primer y principal novelista español de vanguardia”, a juicio de Pere Gimferrer); intentó hacerlo en el teatro, y lo logró plenamente en el ensayo bajo diversas modalidades que van desde el artículo al relato ensayístico o “ensayo novelesco” (como calificó su Licenciado Vidriera de 1915), pasando por variados tipos de crónica o de reflexiones personales en el mejor ejercicio de ese género central en la modernidad (el ensayo es también elemento fundamental en su novelística). Entendió, como hombre que vive en la literatura, que los clásicos son nuestros coetáneos: ni pertenecen al pasado ni son portadores de valores atemporales. Como buen representante de la modernidad, advierte que la literatura es un sistema sincrónico de textos que forman parte de nuestro presente, actualizados en el acto creador de la lectura, y que, por tanto, es en el lector, en cada lector, donde reside la responsabilidad de su curso vital, de su vigencia.

Conocer y entender a nuestros clásicos desde criterios actuales, y desde una disposición crítica personal —no gregaria; Azorín no predica—, es también indagar en el sentido profundo de la nación como ámbito de solidaridad cultural y de sensibilidad que ellos han contribuido a formar. En la línea de los krausistas, y señaladamente de Giner de los Ríos, la literatura de una nación constituye su “historia interna”, todavía llena de posibilidades, frente a una historia externa —la política, los sucesos— que con frecuencia oculta a aquella y hasta la traiciona. En esa historia interna de la nación figuran el Arcipreste de Hita, Rojas, Manrique, Garcilaso, Fray Luis, Santa Teresa, Cervantes, Lope, Quevedo, Calderón, Gracián, Saavedra Fajardo… y así hasta Galdós y Baroja; todos ellos y tantos otros que, leídos libremente, sin prejuicios ideológicos y estéticos, alumbran un modo de ser que no es nunca eso que llaman “el hecho diferencial”, sino un modo cultural entretejido con el contexto europeo y, de ahí, con lo universal: “Sobre un fondo común humano, poner nuestro sello: ese es el ideal”, escribe en su original ensayo de estética Un pueblecito. Riofrío de Ávila (1916).

El conjunto de estudios reunidos en este libro apunta, pues, a un objetivo de gran alcance: reflexionar sobre el empeño de Azorín en esa tarea casi cotidiana, a lo largo de años, por construir una nación moderna, cohesionada, tolerante, culta y solidaria, cuyas referencias compartidas entre sus ciudadanos las encontramos en los clásicos (y en los modernos: Cervantes, nuestro primer clásico, ¿no es también el primero de nuestros modernos?); pero asimismo en nuestro arte y en el paisaje de cada región o nación (“Las naciones de España” se llama uno de los capítulos de su Licenciado Vidriera). En ello consiste el estímulo inicial para la confección de ese libro de 1912, Lecturas españolas: “en una curiosidad por lo que constituye el ambiente español —paisajes, letras, arte, hombres, ciudades, interiores— y en una preocupación por un porvenir de bienestar y de justicia para España”, país cuyo principal defecto, como resume en la conclusión del libro, radica en “la falta de curiosidad intelectual”.

No es este solo un libro destinado a los investigadores sobre Azorín, ni incluso a los estudiosos de nuestra literatura contemporánea. Late en él un interés por reconsiderar y ponderar la gestión que hacemos de nuestro legado cultural más valioso: una de las primeras literaturas universales; ese caudal de textos entre los que se insertan los del escritor que da sentido a estas páginas.

Miguel Ángel Lozano Marco

I

LA IDEACIÓN AZORINIANA
DEL CONCEPTO DE NACIÓN

Azorín y el carácter de la nación española

ANTONIO ROBLES EGEA

Universidad de Granada

Introducción

La reflexión sobre los pueblos y comunidades nacionales ha estado muy presente en la modernidad europea. La constitución del Estado moderno, absolutista en su origen y posteriormente liberal, desencadenó un pensamiento comparativo, especialmente acerca de las peculiaridades de españoles, franceses, ingleses, alemanes, italianos, etc. Los clásicos de la teoría política, que siempre fundamentaron sus ideas a partir de una concepción antropológica, situaron al hombre político dentro de los límites fronterizos de los Estados y las poblaciones sobre las que se asentaban, sujetos, por tanto, a determinaciones territoriales y culturales que configuraban comunidades diferenciadas por su carácter. En los textos de Machiavelli, Bodin, Montesquieu, Voltaire, Kant, Hume, entre otros, se pueden leer claras referencias a la diversidad de identidades colectivas y caracteres territoriales en Europa.

En la mayor parte de estas semblanzas de los pueblos o comunidades humanas se aludía a la existencia de una psicología colectiva, el llamado carácter o espíritu popular, cuando no al alma de la nación. Se entendía a la comunidad de manera semejante al individuo, portador de una psique generada por la mezcla de rasgos biológicos, influencias territoriales y climatológicas, socialización y educación recibida, sentido espiritual, etc. El carácter colectivo se constituía a través de la suma de caracteres individuales, que se consideraban inevitablemente moldeados por una serie de esencias y contingencias insertas en la comunidad.

La intelectualidad española no era diferente, en este sentido, a la europea. Desde la Edad Media (Maravall 1963a: 258-259) hasta bien entrado el siglo XX se observan referencias bibliográficas sobre los caracteres distintivos de los diferentes pueblos europeos. La primera de ellas procede de la Hispania cristiana. Se trata de la Crónica Albeldense, tal como se expone en el códice de San Millán, en donde se contiene el capítulo De propietatibus gentium para definir a una serie de pueblos por su condición particular o según su característica propiedad: ferocidad en los francos, ira en los británicos, comercio en los galos, fuerza en los godos, etc. También, en la Hispania musulmana, el historiador Ibn Said escribió el Libro de las categorías de las naciones, en el que aludía a los caracteres de los pueblos de la Antigüedad según fuentes clásicas (caldeos, persas, indios, chinos, egipcios, romanos, hebreos, árabes, etc.). Y a finales del Medioevo, con la recepción de Aristóteles, aparece una correlación directa entre los caracteres populares y la teoría de los climas, que fue expuesta y ampliada por Sánchez de Arévalo al sostener que “los pueblos tienen un carácter y es necesario a los príncipes y gobernantes conocer el del propio pueblo para regirlo con mayor eficacia, y los de los demás pueblos para mejor relacionarse con ellos en paz y en guerra” (Maravall 1963a: 259). Después, a lo largo de los siglos modernos, vinieron a exponer doctrinas similares Juan Ginés de Sepúlveda, Francisco de Quevedo, José Cadalso, Benito Jerónimo Feijóo y Juan Francisco Masdeu.

Esta tradición doctrinal continuó durante la Edad Contemporánea. El nacionalismo, como nueva ideología legitimadora del Estado liberal, se encargó de asignar rasgos peculiares de carácter étnico a cada una de las naciones existentes, incluida siempre, por supuesto, la propia; y de manera paralela, el Romanticismo se recreó en la idiosincrasia y los exotismos de cada pueblo, colaborando en la formación de las identidades nacionales, en las cuales se inserta el carácter del pueblo, mediante las contribuciones artísticas, literarias, historiográficas, etc. (Pérez Vejo 2015; Andreu Miralles 2016).

Los años anteriores y posteriores al Desastre del 98 reavivaron el debate sobre las características psicológicas de los españoles. Los autores de la generación del 98 creyeron que la mentalidad, creencias y actitudes del pueblo español contribuyeron en buena medida a la decadencia de España, pero al mismo tiempo pensaron que España almacenaba cualidades espirituales extraordinariamente regeneradoras. Uno de los temas que más controversia creó entre ellos fue el de las virtudes y vicios del pueblo o de la raza. De ello se deriva la profusión de proyectos para cambiar la psicología nacional. Mallada, Unamuno, Ganivet, Costa, Picavea y otros muchos regeneracionistas dieron su opinión sobre el carácter de la nación española.

Azorín no era ajeno a esta forma de ver la identidad nacional y asignó características psicológicas a la nación española a partir de la correlación que estableció entre los valores literarios en la historia de su literatura, el carácter individual de los personajes de esta, los protagonistas reales de la vida de los pueblos de España y el carácter colectivo de los españoles, que conformaron una base de ideas comunes para construir un modelo de carácter nacional.

Ahora bien, con la llegada de la renovación teórico-metodológica en los estudios del nacionalismo y las identidades nacionales, durante la segunda mitad del siglo XX, el llamado carácter de la nación fue considerado una construcción mitológica al servicio de grupos sociales, élites y proyectos políticos. La precursora deconstrucción hecha por Gregory Bateson en 1942, que luego fue reconocida por Margaret Mead (1953) y otros destacados antropólogos de la comunidad académica internacional, se considera un punto de partida para el avance científico en este tema. Las críticas a la idea de carácter nacional fueron secundadas en España por Francisco Ayala (1960 y 1965), José Antonio Maravall (1963a) y Julio Caro Baroja (1970), entre otros. Posteriormente, conforme ha ido aumentando el conocimiento de los fenómenos nacionalistas, la creencia en los caracteres colectivos ha quedado reducida al espacio ideológico del nacionalismo militante. En suma, no deja de ser algo ingenuo pensar hoy en esa existencia del carácter nacional, pero sí era muy útil para poder imaginar el modelo conductual apropiado a los intereses colectivos de la nación, a partir de creencias compartidas, defensa de intereses comunes, valores y principios básicos para el funcionamiento armónico de la nación y sus organizaciones. Algo fundamental y necesario para poder hablar de una cultura política común, que en la ideología nacionalista es la esencia del ser de la comunidad.

El carácter de la nación

Desde la Antigüedad, historiadores, geógrafos y viajeros atribuyeron a los habitantes de los diferentes territorios conocidos cierta psicología o carácter colectivos (Álvarez Junco 2016: 138-152). A las etnias pobladoras de Hispania las consideraron especialmente belicosas y orgullosas de la autonomía que disfrutaban, resistiéndose tenazmente a todo tipo de dominación extranjera. Los ejemplos de Numancia, Viriato, Sagunto, etc., quedaron inmortalizados en la tradición escrita medieval, en el proceso constitutivo de los Estados modernos durante los siglos XVI y XVII y en las historias del nacionalismo español durante el XIX. Los estereotipos de la psicología de los pueblos tienen, pues, una larga historia.

Fue, sin embargo, Johann Zahn, en Specula Physico-Mathematico-Historica (1696), quien, a finales del siglo XVII, despertó un debate sin precedentes acerca de los rasgos psicológicos de las principales comunidades estatales europeas, lo que indicaba el giro de las identidades colectivas basadas en el monarca hacia las fundamentadas en la nación. Zahn hizo una comparación de las características más peculiares de alemanes, españoles, franceses, ingleses e italianos que alentó el desarrollo de una reflexión generalizada sobre los rasgos psicológicos o el carácter de las naciones durante el siglo XVIII. El momento era propicio después de dos largos siglos de conflictos bélicos y propagandísticos entre los Estados europeos, en los que se acostumbraron a verse como diferentes con la ayuda de simples estereotipos y clichés. De esta forma se extendió, pese a que existía desde la Antigüedad, “la creencia de que cada pueblo gozaba de una serie de rasgos de personalidad particulares, derivados de su historia, sus leyes, su clima o su medio” (Andreu Miralles 2016: 30).

El pensamiento ilustrado colaboró con la difusión de esta creencia, especialmente mediante la contribución de Montesquieu en El espíritu de las leyes (1748), donde establecía correlaciones entre el carácter de los pueblos y su nivel de desarrollo civilizatorio (norte versus sur de Europa) y exponía un conjunto de tópicos muy acrisolados en la mentalidad de los europeos de su tiempo (Andreu Miralles 2016: 31 y ss.). Este mismo reconocido autor recrea en sus Cartas persas (1721) las sorpresas de los viajeros orientales por Europa al comprobar la existencia de gran diversidad psicológica en sus territorios. Un ejemplo arquetípico es la imagen de España descrita en una carta por un viajero francés (Carta LXXVIII. Rica a Usbek, a Paris). El tema resultaba tan atractivo que fue tratado poco después por Voltaire, Hume, Rousseau, Mably y Herder. Autores románticos tan relevantes como Goethe, Sthendal, Germaine de Staël, Sismondi y el mismo Hegel descubrieron la diferencia de caracteres entre las naciones europeas, subrayando la separación entre el racionalismo frío de los países nórdicos y centroeuropeos y el exotismo, fronterizo con lo oriental, del sur mediterráneo.

Los intelectuales y hombres de letras en España estuvieron al día de estas opiniones y contribuyeron a divulgar la creencia en las particularidades psicológicas de las comunidades. Desde Juan Ginés de Sepúlveda, en Democrates alter (1550), hasta la mitología creada por el regeneracionismo, fueron muchos los escritores que hicieron a los españoles partícipes de un genio espiritual común. En el siglo XVII, Francisco de Quevedo y Villegas, en el capítulo quinto de su España defendida (1609), “De las costumbres con que nació España, y de las antiguas”, les asigna amplias cualidades morales y gran inteligencia. En el XVIII, José Cadalso escribe su Defensa de la nación española para refutar a Montesquieu mediante una alabanza del carácter español, lleno de espiritualidad, religiosidad, lealtad y valor. Y de igual forma hablan Benito Jerónimo Feijóo, en “Mapa intelectual y cotejo de naciones”, dentro de su Teatro crítico universal, y aún más sistemáticamente Juan Francisco Masdeu y Montoro, autor de veinte volúmenes sobre Historia crítica de España y de la cultura española (1783-1805), en los que se incluye “Idea del carácter político y moral de los españoles”, acerca de aspectos como la vida privada, la religión, la autoridad, los gobernados, etc., en donde se explicitan las actitudes comunes de todo un pueblo.

Los autores románticos españoles, en la literatura y el arte, también comparten la idea de la existencia de los caracteres nacionales, que en el caso español es un sincretismo de lo hispano, lo godo y lo musulmán (Andreu Miralles 2016). En general se cree que el carácter español está “envilecido” y “afeminado”, es decir, alienado, por la influencia histórica recibida. No es extraño, por tanto, que Modesto Lafuente, en su gran Historia general de España, justifique la formación de este carácter común por la histórica experiencia compartida a lo largo de los siglos. Lafuente, fiel representación del liberalismo romántico español, no solo “afirma la existencia de una forma de ser y de estar en el mundo común a todos los habitantes de la Península, sino que explica cómo se ha formado, atreviéndose a enumerar sus rasgos determinantes” (Pérez Vejo 2015: 440). Estos eran: el valor, la tendencia al aislamiento, el instinto conservador, el apego al pasado, confianza en Dios y amor a su religión, constancia frente a los desastres, sufrimiento ante los infortunios, bravura, indisciplina, sobriedad, templanza, etc. Además, para Lafuente, estos rasgos se conservan eternamente entre los habitantes del territorio y siempre están presentes en las leyes del reino.

En la literatura y las artes del siglo XIX abundan los ejemplos que tratan cuestiones relacionadas con la nueva identidad liberal que se pretende dar a España, reconstruyendo e interpretando los hechos más simbólicos de la historia desde la Hispania romana hasta la guerra de Independencia contra Napoleón, pasando por la mitología del catolicismo medieval, la independencia estamental y territorial, el Imperio colonial, etc. (Álvarez Junco 2001). Destacan en esta misión Martínez de la Rosa, José Zorrilla, el duque de Rivas, Espronceda y Larra, pero son muchos otros, entre ellos los pintores decimonónicos (Pérez Vejo 2015), los que también contribuyen a imaginar una nueva y específica idea de España.

La psicología de los pueblos y las naciones

En los años que dieron lugar al comienzo de las ciencias sociales, durante el final del siglo XIX y principios del XX, proliferaron las publicaciones sobre la psicología de los pueblos, las masas y las naciones. Sin duda, por el desarrollo del pensamiento nacional o nacionalista durante el periodo decimonónico, pero también por la irrupción de la psicología y la antropología como ciencias modernas. La persistencia de la creencia en la idiosincrasia psicológica de las comunidades humanas era evidente en muchos autores, algunos de ellos de gran relieve.

Sin necesidad de retrotraernos a los clásicos de la teoría nacionalista, como Herder, Fichte, Mancini y Renan, que también integraron dentro de sus paradigmas el espíritu, el alma y la voluntad de la nación, la abundancia de pensamiento antropológico y psicologicista en torno a 1900 es inquietante y contagiosa. En él se supone que todo el pueblo, entendido como base humana de la nación, comparte y participa en una cultura pública común. Nacer en una comunidad determinada implica para el individuo la recepción natural de una especie de ADN cultural integrado por la lengua, las costumbres, la religión, la etnia, de las que no podrá desprenderse a lo largo de su vida. Incluso, solamente podrá ser libre dentro de las reglas de comunicación de su propia comunidad.

La cuestión de la psicología de los pueblos, de las naciones o de las masas fue desarrollada prolíficamente en medio de un fervor nacionalista creciente. Son ejemplo de ello las aportaciones de Gustave Le Bon, La psicología de las masas o El desequilibrio del mundo; de Alfred Fouillée, Investigación sobre la psicología de los pueblos europeos y Psicología del pueblo francés, al que imitó, en cierta medida, Rafael Altamira con su Psicología del pueblo español (Ferrándiz Lozano 2012); o la imaginativa incursión en el tema de Ángel Ganivet con su Idearium español, entre otros muchos tratados con la misma perspectiva y finalidad. En líneas generales, esta literatura de la personalidad colectiva de las comunidades parte de un fundamento muy discutible: la creencia en los caracteres nacionales, formados por un aluvión de sentimientos, creencias, ilusiones, normas éticas, etc.

Siguiendo el estado de la cuestión que hizo Rafael Altamira, en los dos primeros capítulos de Psicología del pueblo español (1902) menciona a franceses ya citados, como Fouillée y Le Bon, pero también hace referencia a Reclus, Ribot, Legrand, Letorneau, Lemoine, Bérenger, Mortillet, Demolins y a escritores de otras nacionalidades, como los italianos Pulle, Orano y Tomé, el eslavo Korski y varios más, que no es necesario aludir para poder concluir sin excesos nominales. Las revistas más importantes, como Revue des revues, L’Européen y Revue Internationale de Sociologie, dedicaron números especiales o incluyeron la temática en sus índices para dirimir cuál era el verdadero carácter francés, español, alemán, etc.

La fiebre de la psicología nacional también afectó a España, máxime después del Desastre de 1898 y sus ecos regeneracionistas. En el tratamiento del tema destaca Rafael Altamira con Psicología del pueblo español, pero los grandes de la generación del 98 también se zambulleron en la abundante literatura nacionalista. Aunque los artículos publicados por Miguel de Unamuno, luego recogidos en un volumen con el título de En torno al casticismo, no enfocaban de cerca la cuestión del carácter del pueblo español, pero sí lo trataban concediéndole significativa importancia. De hecho, el título se refería a lo que es puro, de raza pura, a lo íntegro, sin mezcla de elemento extraño, y a la necesidad de su vivificación por el cultivo de la voluntad o práctica de la filosofía, o por el mestizaje con lo progresivo. Lo mismo ocurría con Ángel Ganivet y el Idearium español (1897). Aquí en mayor medida, pues se hacía del problema de la abulia y falta de voluntad del pueblo español la razón de su decadencia y escasa determinación para alcanzar el nivel de civilización de otros pueblos europeos. Ganivet escribió: “Una restauración de la vida entera de España no puede tener otro punto de arranque que la concentración de todas nuestras energías dentro de nuestro territorio. Hay que cerrar con cerrojos, llaves y candados todas las puertas por donde el espíritu español se escapó de España” (Ganivet 1990: 154-155), lo que le valió ser considerado un profeta en las dos dictaduras españolas del siglo XX. Y la situación era similar en Joaquín Costa gracias a varios de sus escritos, especialmente Reconstitución y europeización de España y Oligarquía y caciquismo (1901). A ellos se sumaba una pléyade de regeneracionistas, desde Mallada a Picavea pasando por Maeztu, Isern, Morote, etc. Una parte importante del trabajo de la generación del 98 y del regeneracionismo iba dirigido a hacer realidad el proyecto de creación de una nueva conciencia nacional. La celebración de innumerables aniversarios y homenajes tenía por objetivo la recuperación de la fuerza psicológica nacional, perdida tras la derrota. Para los regeneracionistas era necesario suprimir el pesimismo, la resignación y el fatalismo integrantes de la psicología del pueblo español, causa de tantos males e impedimento para cualquier posible modernización. Por tanto, el diagnóstico era evidente. La sociedad española carecía de voluntad, estaba apática y abúlica, sin ningún espíritu que la animara.

Azorín se permeó de este ambiente que trataba de sanar la enfermedad psicológica del país. Su obra, desde 1900 en adelante, es un intento, unas veces más acusado que otras, de rescatar los valores, creencias, actitudes, comportamientos que constituían la esencialidad psicológica de España, es decir, su carácter. Para ello recreó la forma de pensar y de ser de innumerables personajes históricos y de ficción, de la literatura clásica española y de la realidad de los pueblos y paisajes españoles. Luego derivó esos rasgos psicológicos hacia el conjunto del pueblo español, e incluso los insertó en la imagen de comunidad nacional española.

España y el carácter de su personalidad colectiva

Los años que transcurrieron desde finales del siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial estuvieron marcados por una nueva oleada de nacionalismos, algunos de inspiración imperialista. En este ambiente, que no fue ajeno a España, se extendió la idea de que los pueblosnación poseían personalidad, temperamento y carácter propios. Al mismo tiempo, se pensaba que las cualidades de todos y cada uno de ellos eran diferentes entre sí, por muy similares y próximas que fueran sus tradiciones y culturas.

El nacionalismo de Azorín, como el de otros intelectuales, políticos y profesionales, desemboca, principalmente, en la ayuda que presta a la magna obra de reinventar la imagen de España, su identidad nacional y su cultura a partir de la recuperación de los valores encarnados en la literatura nacional, en los clásicos y en sus personajes, creyendo en la bondad regeneradora de tales principios en el supuesto de llegar a permear la conciencia y la personalidad nacionales. Como sostiene Martín-Hervás, Azorín “construirá una nueva identidad española que es de carácter fundamentalmente cultural y, si se apura, literario, aunque en ella se encuentren rasgos tanto de tipo estético como ético” (Martín Hervás 2017: 227). El mismo autor se detiene en explicar los rasgos, algunos de ellos psicológicos, que contiene el nuevo Volksgeist español: todo un conjunto de cualidades, actitudes, comportamientos, mentalidad, etc., que estando en la tradición nacional literaria “podrían ser fuente de modernidad” (Martín Hervás 2017: 221-228). En suma, toda una definición del carácter nacional.

La creencia nacionalista le conduce a imaginar la homogeneidad psicológica de España, que es necesario revitalizar dada la flaqueza de espíritu que ha mostrado el pueblo español desde los tiempos que iniciaron su decadencia. Para Azorín, el carácter español peca de ser demasiado individualista y anárquico, de difícil concordancia con la obediencia y la disciplina social. Así mismo, se presenta lleno de actitudes que muestran su desafección hacia los intereses públicos, y abúlico hasta ciertos límites, incluso sin ningún interés por el conocimiento y la reflexión intelectual. Azorín observa en Castilla la personalidad del español: resignada en su ser, cerrada a sí misma, rutinaria, ajena al avance de los tiempos, como si sobre tal personalidad aún pesara, como una losa, el catolicismo de la Contrarreforma (Fox 1997: 132 y ss.).

Al trasladar la imagen psicológica de Castilla al conjunto de España colige la ausencia de una conciencia y espíritu nacionales, la insuficiencia del esfuerzo colectivo y la carencia de sacrificio en la tarea de alcanzar los intereses comunes de los españoles. Esta suposición del carácter español la construye pensando en la genealogía histórica, la cultura, la tradición, el paisaje, los labradores, etc. La fusión de Castilla y España constituye, pues, el núcleo de la identidad nacional pensada por Azorín. En ella se integran el carácter y el paisaje castellanos, así como un espíritu, un genio, singular, configurado por la voluntad imperial, conquistadora y católica de Castilla, nacida y triunfante en la Edad Media; decadente, por paradójico que pueda parecer, desde el siglo XVI, justo cuando en su imperio, al extenderse por todo el orbe, nunca se ponía el sol. Esta visión azoriniana coincide casi plenamente con la elaborada por los primeros liberales españoles, y pasa luego a los sectores más progresistas de los mismos. Se ensalza o idealiza en ella el pasado medieval, en el que la fragmentación del poder y el sistema contractual de gobierno fueron liquidados, en buena medida, por los Habsburgo, rompiendo la tradición española y dando lugar a la decadencia de la monarquía hispana.

Si España es Castilla y, sobre todo, la Castilla medieval, el genuino carácter español tiene este origen. Azorín dirige su atención a la fortaleza del carácter creado en este periodo de formación de Castilla y España, “hecho de voluntad, acción, nobleza, honor, fe… cuyos rasgos psicológicos vendrían a cobrar vida en las figuras genéricas del hidalgo, el conquistador, la mística, el guerrero, el inquisidor… Después viene la decadencia, el repliegue, la pérdida de energía, pobreza, desespañolización, etc.” (Varela 1999: 153-154).

Por otro lado, según Azorín, los caracteres de las naciones quedan reflejados en los valores que encarnan las obras literarias, especialmente las de los clásicos, porque simbolizan el espíritu colectivo y la cultura compartida por la comunidad. Al respecto dice Azorín: “Siendo los valores literarios un índice de la sensibilidad general, de la civilización, por ellos se han de ver el carácter y las particularidades de un pueblo a lo largo del tiempo” (Azorín 1921: 45). Para Azorín, el mejor ejemplo de verdadero casticismo, de carácter nacional, se encuentra en el Quijote de Cervantes, que “consiste en una maravillosa alianza del idealismo y del practicismo, clave en la que estriba el auténtico genio castellano” (Martín Hervás 2017: 149-150), aunque no a partes iguales, pues Azorín, al final, hace predominar el idealismo sobre el pragmatismo.

Mediante los valores que desprende la literatura nacional se verifica el grado de comunicación interna y externa de una nación y se proporciona idea precisa de la vida interna y del valor local o universal de la nación, de su vitalidad o decadencia, de su localismo o aislamiento, de su universalismo o inserción en las dinámicas internacionales. Azorín muestra sus opiniones citando a Mariano José de Larra, referente clave para el escritor de Monóvar: “Sólo el olvido completo de nuestras costumbres antiguas es el medio para variar nuestro obscuro carácter” (Azorín 1921: 56). Esto demuestra que la imagen del carácter español, indolente, egoísta, pasional y bárbaro, creado por el dolor de Larra, fue recuperada por Azorín para criticar sus efectos y promover una alternativa espiritual para España.

Azorín y el carácter de los otros

Atendiendo a las ideas estereotipadas sobre el carácter nacional de su época, Azorín reconoce la existencia de diferencias de carácter entre los naturales de cada país. Quizá fue Salvador de Madariaga quien, en Ingleses, franceses y españoles, explicó mejor estas diferencias psicológicas de los principales pueblos-nación de Europa al compararlos por sus características y actitudes (Madariaga 1929), lo que reivindicó más tarde, y a contracorriente de las teorías que negaban su realidad (Madariaga 1964).

Cuando Azorín hace referencias a otros pueblos-nación se comprueba, aún más nítidamente, la caracterización psicológica en la que cree. Su comparación de germanos y latinos, alemanes y franceses, yace en la cualidad, no en otros factores: “Alemanes y franceses poseen cualidades diversas, no son éstas las mismas en mayor o menor intensidad; son distintas, y cada una de ellas del mismo valor y estimación. No siendo idénticas las cualidades de uno y otro pueblo, de una y otra ‘raza’, con cada una de esas cualidades se puede formar un tipo humano selecto. No cabe hablar, por tanto, de superioridad” (Azorín 1921: 112).

Azorín considera que la psique alemana, y las actitudes que genera, residen en valores como la fuerza vital, la energía y el tesón, el deseo de expandir su poder como grupo o la confianza en sí misma. Mientras, la psicología de los franceses está informada por el sentimiento patriótico colectivo, la organización coherente de las actividades, la perseverancia en las empresas que crean (Azorín 1921: 112). No obstante, también estas dos naciones experimentan incertidumbres y miedos ante la crisis de valores provocada por el drama de la Gran Guerra.

Azorín deja al margen la posible superioridad de uno de los caracteres sobre el otro. Sin embargo, elige la personalidad colectiva francesa como ejemplo para España. Para el escritor levantino, Francia representa a “Todo un pueblo, con un patriotismo maravilloso, con una abnegación heroica hacia el mayor de los sacrificios”. Los políticos de la III República, pese a su incompetencia, no llegaron a cercenar la vitalidad de la nación, de ahí que, en los momentos de la crisis de 1914, cuando comenzó la Primera Guerra Mundial, “De pronto, este gran pueblo suplía con su fe y con su decisión la obra que debieron haber realizado los directores políticos a lo largo de los años” (Azorín 1921: 10).

En el pensamiento de Azorín, Francia es el modelo que debería imitar España, por las cualidades de su carácter nacional, una combinación innata e intuitiva de respeto a las opiniones de cualquier ciudadano, actividad incesante, inquietud por conocer, compromiso cívico, reflexión crítica, esfuerzo común, coherencia social, etc. Estas cualidades colectivas enamoran a nuestro escritor, por lo que su propuesta de renovación del liberalismo conservador se asienta en estas virtudes galas y en las teorías de algunos de los prohombres del conservadurismo francés: Maurice Barrès y Charles Maurras, a los que sigue por sus respectivas teorías, sobre “la tierra y los muertos”, continuidad de la tradición en el territorio nacional, de Barrès, y sobre los principios universales de la personalidad, tales como el esfuerzo, la continuidad, el sacrificio, que Maurras quería introducir en la vida práctica e intelectual de los franceses (Ouimette 1995: 175). En España todavía quedaba “todo por hacer, ni tenemos presente, ni hemos tenido pasado” (Azorín 1921: 112).

La voluntad de la nación

Desde la perspectiva de la psicología, el carácter es lo más genuino de la personalidad de los individuos. Se manifiesta mediante la voluntad, sea con opiniones o acciones. Aplicando esta idea a las comunidades organizadas políticamente, se llega a pensar que las naciones tienen su propio carácter, visible en las expresiones de la voluntad colectiva de la comunidad. De ahí que el nacionalismo conciba al sujeto histórico que constituye la nación con voluntad y capacidad de actuación. Es más, sin estas, la nación no existiría. Hoy sabemos que las naciones son comunidades imaginadas y creadas por el propio movimiento nacionalista (Anderson 1991), pero a principios del siglo XX, como se ha dicho anteriormente, el ideal nacionalista estaba infiltrado en amplias capas de la población, la política y la intelectualidad europeas. Azorín, como otros jóvenes intelectuales de su época, imaginaba una España con voluntad y capacidad decisoria, ambas necesarias para transformar la apatía reinante en las masas y el contexto de decadencia por el que el país se deslizaba hacia la agonía: “Una ligera opresión nos angustia cuando pensamos en el reposo, en la inmovilidad, en el abandono, en la negligencia de España… reaccionemos poderosamente contra el medio; transformemos el medio” (Azorín 1921: 103).

Ahora bien, la transformación del medio reclamada por Azorín está orientada por un nacionalismo conservador, en el que la voluntad nacional aparece fuertemente limitada. Como es sabido, el escritor abandonó progresivamente su radicalismo jacobino (anarquista y republicano) en los años de entresiglos (Azorín 1950: 135-147). Con su incorporación a las huestes de Maura, se apartó de la idea de un pueblo soberano que expresa su voluntad en las calles o en el Parlamento. Atrás quedaban las teorías de Rousseau, Renan o Pi y Margall, que pronto serían sustituidas por las de Burke y Cánovas, sobre la constitución prescriptiva de las naciones: La historia y la tradición configuran el ser esencial y eterno de la comunidad.

Durante la segunda década del siglo XX, en plena crisis del conservadurismo español y del propio sistema de la Restauración, el escritor alicantino complementa sus ideas conservadoras con nuevas aportaciones francesas, las de Taine, Barrès y Maurras. Con ellas trata de renovar el proyecto nacionalista conservador, pero acentuando su tradicionalismo y autoritarismo (González Cuevas 2002 y 2009). Ubicado en este punto, la orientación nacionalista de Azorín se dirige hacia la restricción de la voluntad nacional, eliminando de la identidad nacional al pueblo como un sujeto histórico agente. ¿Dónde queda, entonces, el papel de la voluntad nacional en este Azorín conservador? Parece que relegado a la simple expresión del electorado en los comicios periódicos habituales para garantizar la alternancia política dentro del conjunto institucional oficial de cualquier sistema político liberal. En el nacionalismo conservador, la pertenencia a la comunidad procede de una vinculación a los factores irracionales que conforman la herencia histórica y cultural recibida, lo mismo que ocurre con el proceso elitista de toma de decisiones políticas, símbolo y objetivación de la voluntad nacional. De tal forma, la comunidad envuelve al individuo en la tela de araña de las obligaciones “patrióticas”, servicios al “bien común” y sacrificios a la comunidad, dejando en segundo plano los derechos individuales y cívicos. La posibilidad de experimentar la libertad individual se reduce en la contingencia creada por la continuidad histórica, un tema muy tratado por Azorín (Ferrándiz 2015). Pese a estos lastres comunitarios que el individuo arrastra, Azorín defiende que sean las élites y líderes naturales de la comunidad los que ejerzan la voluntad nacional en virtud de su cualificación personal y capacidad, lo que más bien sería empatía con la esencia y tradición de la comunidad, al objeto de descubrir, explicar y resolver los problemas de la nación dentro del orden tradicional prescrito históricamente.

Así pues, Azorín cree que la nación, el pueblo y las masas tienen que ser escuchados, pero su opinión y voluntad han de quedar mediatizadas por las instituciones y los dirigentes. Supuesto el caso de que la nación necesite transformaciones y reformas, bien ante exigencias populares o por comprobación empírica de problemas, estas han de realizarlas los líderes naturales, verdaderos agentes históricos, de forma contenida dentro del marco de la tradición y el orden social y político, asegurando la continuidad histórica.

Bajo estos parámetros, la voluntad popular-nacional queda encarcelada en la gravedad del orden tradicional por una especie de patriotismo resignado. Recordemos que la clave de la idea de nación en Azorín es el concepto de densidad, que reclama para la nación española. Sin embargo, este concepto es opuesto al de voluntad y acción nacionales, núcleo de los nacionalismos defensores de la soberanía popular. Densidad o cohesión en la nación significan que sociedad y política forman un todo homogéneo, una unidad moral, integrante de los vínculos espirituales que existen entre el pueblo, la nación, las élites y los líderes políticos. Representarían la total confianza política entre masas y líderes y la fusión del bien común con la voluntad expresada por los gobernantes. Esto supondría una hipóstasis y mistificación de la vida comunitaria, en suma, una idealización de la vida real en las comunidades nacionales.

La alternativa nacionalista que Azorín propone al liberalismo conservador español se fundamenta, principalmente, en el modelo ideológico de Charles Maurras, expresado políticamente por el partido Action Française, al que complementa con ideas de Maurice Barrès sobre la continuidad histórica, la tierra y los muertos, como se acaba de mencionar (Azorín 1950: 21-23, 85-92, 121-123, 126-129, 251-254). Pero, también, recoge algunas ideas sobre la nación del liberalismo doctrinario español, en concreto de Cánovas (Blas Guerrero 1989 y 1997). Azorín asume el patriotismo de Cánovas, desdiciéndose de las críticas que profirió al sistema de la Restauración y a su máxime artífice. Se trata de un patriotismo servicial, de productores callados, melancólicos y pacientes, que viven en la intrahistoria unamuniana, sin que su voz tenga que ser oída y, muchos menos, su voluntad pueda ser expresada. En este patriotismo, el recogimiento espiritual colectivo y la meditación melancólica sobre el dolor de España constituyen los elementos centrales. El tercer componente es la recuperación de la vitalidad nacional para lograr resolver los graves problemas que aquejan la nación y restaurar así la grandeza perdida. En fin, una propuesta excesivamente simplista para ser viable y útil, demasiado ajena a la realidad económica, social y política de España durante los años 1910-1920 y algo enraizada en las ideas de Ganivet, como hemos expuesto más arriba.

Puede que el idealismo y la energía de don Quijote sean la referencia literaria de estos devaneos intelectuales. En el universal manchego se buscan la heroicidad y la fuerza de voluntad de las que España carece. El ahorro y la inversión, el trabajo y el esfuerzo colectivo no son primordiales, por el contrario, la solución yace en la fuerte moral y voluntad de alguna personalidad heroica, como pudiera ser alguno de los líderes conservadores de la época. Excesivo idealismo, cabe pensar, ante las reclamaciones masivas de los trabajadores españoles movilizados por la CNT y la UGT en la crisis de 1917 y años sucesivos, alentados además por la esperanza de la revolución, como ocurrió en Rusia, y ansiosos de hacer realidad su voluntad proletaria y campesina.