Introducción
1 Anhelo de salvación que nace del malestar
2 Esperanza y compasión ante el dolor humano
3 Humanizar el morir
4 Bioética para el final de la vida
A modo de conclusión
Colección pastoral
Créditos
 

Introducción

 

Mire, lo he descubierto en estos meses: la esperanza es como la sangre: no se ve, pero tiene que estar. La sangre es la vida. Así es la esperanza: es algo que circula por dentro, que debe circular, y te hace sentir vivo. Si no la tienes, estás muerto, estás acabado, no hay nada que decir... Cuando no tienes esperanza es como si ya no tuvieras sangre... Quizá estás entero, pero estás muerto. Así es[1].

Pedro Laín Entralgo, médico humanista donde los haya, escribió el hermoso libro titulado La espera y la esperanza. Su obra se presenta como una obra de arte donde el médico, la enfermera, el profesional de la salud en general, así como el antropólogo, el teólogo, el paciente, pueden encontrarse a sus anchas al hilo de sus reflexiones. Dice Laín que «tantas veces alguien trate de entender con cierta integridad la verdad humana, aparecerá ante sus ojos el tema del esperar y de la esperanza»[2].

La esperanza es un constitutivum de la existencia humana, de modo que esta existe, de alguna manera, en toda situación humana, por más desesperante que sea. Igual que el hombre no puede no pensar, de igual modo no puede no esperar. Así pues, podríamos decir que es perfectamente válido el silogismo: «Vivo, luego espero». Sin esperanza, la vida no sería vida, carecería de sentido de sí misma, porque vida y carencia de esperanza son contradictorias. Así, la vieja traducción del Salmo 4 dice: «Me constituiste en esperanza». 

Pues bien, es habitado por esta esperanza como escribo estas páginas sobre el malestar, la muerte, la humanización. Las escribo herido por la realidad y habitado por el deseo. Herido por la realidad presente de nuestro mundo, en el que hay tanto sufrimiento evitable, en el que se muere de una forma tan deshumanizada en tantísimos casos, en el que contamos con abundantes y escasos recursos para salir al paso de la ayuda al morir, según en qué lugar del mundo estemos, en el que nos quedan largos caminos por recorrer para construir una cultura del morir. 

Sí, no solo necesitamos promover una cultura de la vida, sino también una cultura del morir. No solo hemos de promover un desarrollo de la medicina, sino también un desarrollo del ser humano que ejerce el arte galeno y del enfermo que lo necesita. No dudaré en estas páginas en describir nuestra sociedad y la medicina como «enferma». No lo dudo. No es un ataque a las personas que, como yo, trabajan en el mundo de la salud y del sufrimiento humanos. No. Es un ejercicio de mi esperanza profundamente arraigada en el deseo de humanización. Algo importante debe cambiar. 

El paradigma biologicista en el que unos y otros nos movemos, donde la salud no pasa de ser considerada como el buen funcionamiento de los órganos de nuestro cuerpo, ha de ser superado. Nuestro empeño por trabajar por la vida ha de ser revisado y contrastado con la humilde constatación de que somos eso: seres humanos, limitados, destinados también a morir. Y no es esta una mala noticia. 

En estas páginas me atrevo a hacer un diagnóstico –provisional, cómo no– del mundo de la salud, de la medicina y del acompañamiento pastoral. Me atrevo a ser crítico, pero también propositivo. Creo que podemos sanar este enfermo llamado cultura sanitaria, que lo está porque todos tenemos hábitos no saludables, porque lo enfermamos, aunque luego seamos tristes víctimas de él. No es, por tanto, una crítica a los profesionales de la salud, sino un análisis del corazón humano que anhela la salud y, equivocadamente, construye un mundo enfermo con el modo de situarse ante la limitación de nuestra condición. No es tampoco una crítica superficial a la acción pastoral en el mundo de la salud, sino que me habita un profundo convencimiento de que hemos de revisar algunos modos en que hemos reflexionado desde la fe sobre el sufrimiento y el morir, así como algunos modos en que acompañamos a quien se encuentra en el trance propio o de los seres queridos. 

La humildad nos puede ayudar si, al reflexionar, más que sentirnos atacados, nos dejamos interpelar por las evocaciones que en nosotros mismos se producen y por la autoconfrontación en relación con nuestra postura ante el sufrimiento humano, ante la muerte, ante la acción pastoral, ante la medicina. Desde el Evangelio podemos confrontarnos y dejarnos interpelar por lo que puede responder genuinamente a nuestras aspiraciones más hondas. 

Basta ser uno mismo, la propia madre, el propio hijo –o cualquier ser querido– el que pasa por el escenario del sufrimiento vivido en primera persona y en el contexto médico y de acompañamiento espiritual, para descubrir indicadores de necesidad de humanización. Porque es cierto que desde la plaza los toros se ven de otra manera. Es cierto que desde la horizontal de la cama la perspectiva es distinta. Y hemos de incorporar esta perspectiva para explorar las angustias y las esperanzas del hombre de hoy (cf. Gaudium et spes 1).

 

1 G. COLOMBERO, La malattia, una stagione per il coraggio. Roma, Ed. Paoline, 1981, p. 66.

 

2 P. LAÍN ENTRALGO, La espera y la esperanza. Madrid, Alianza, 1984, p. VIII.