Los inviernos suelen parecernos largos y agradecemos que alguien nos recuerde que los tiempos oscuros están ya de vencida, que los días se están alargando y el sol se prepara. Jesús estaba acostumbrado a acoger ese magisterio de la naturaleza y sus ciclos, tan distinto del que ofrecen los libros. Era capaz de reconocer la llegada de la lluvia cuando asomaban las nubes por poniente y, si soplaba el viento del sur, sabía que iba a hacer bochorno (cf. Lc 12,54-55). De los pájaros y los lirios aprendía a vivir despreocupado, seguro de que, si el Padre cuidaba de ellos, cuidaría también de él y de todos nosotros (Lc 12,24.27). Por eso invitaba a sus discípulos a confiar, a vivir atentos, a observar y descifrar los lenguajes silenciosos de la vida.

«Aprended de la higuera –dijo un día–: cuando sus ramas se ablandan y brotan las hojas, sabéis que está cerca el verano. Lo mismo vosotros: cuando veáis suceder estas cosas, sabed que está cerca, a las puertas» (Mc 13,28-29).

Su gran confianza y las palabras de aliento de su Evangelio nos dan fuerza para aguantar intemperies y noches, para resistir la tardanza del Reino sin perder el ánimo, para acechar los signos de la primavera. Las voces de los profetas y de los poetas sostienen también nuestra espera mientras nos susurramos unos a otros, como un secreto de familia: «Viene el Señor, no tarda, está a las puertas…».

Los breves artículos que siguen pretenden sumarse a esa alegre noticia. Han ido apareciendo en Vida Nueva, Alandar, 21RS o El Ciervo y para unirlos no se me ha ocurrido mejor criterio que ese orden desordenado que llamamos «aleatorio» y que coincide tanto con la vida misma. A última hora he decidido incluir también pequeños poemas de mis poetas contemporáneos favoritos: son como banquitos que esperan al lector en los descansillos y le invitan a sentarse, a sonreír, a tomarse un respiro.

Mientras llega el verano.

 

 

 

 

 

Y la lluvia vendrá
y se irán con ella

la clausura, el dolor,
la culpa, el frío.

Los aullidos del viento.

Consuélate, por fin febrero
es corto.

Ya no puede tardar la primavera.

CARLOS AGANZO

Genéricos

Voy a decir lo que sigue en voz baja y a escribirlo con lápiz y letra pequeña, para que quede entre nosotros: me parece que Dios es un genérico. Voy a repetirlo de otra manera aún más discreta, para evitar posibles represalias mafiosas de alguna multinacional farmacéutica: Dios ha elegido estar entre nosotros en formato de genérico. En vez de incorporar el principio activo y la biodisponibilidad de su presencia a alguna corporación reconocida y poderosa –fariseos, sacerdotes o escribas, que eran entonces las Bayer, Merck o Roche de hoy–, prescindió de la protección de sus patentes y, para estar al alcance de todo el mundo, corrió el riesgo de comercializarse a precio ínfimo y con margen cero de beneficio. (Si a alguien le parece raro esto de la comercialización, le recuerdo aquella antiquísima antífona de la liturgia navideña que llama a la encarnación admirabile commercium entre Dios y nosotros.)

Hoy resulta decisivo el lanzamiento promocional de lo que sea: un medicamento, un famoso, una película o un libro, y de cómo se haga esa campaña dependerá la clave de su éxito y su prestigio futuro. Se supone que, para promocionar el «evento Jesús», habría que cuidar al máximo las estrategias: cuál iba a ser la población diana, qué emociones despertar, qué sueños poner en marcha, cómo presentar sus rasgos más seductores y lo más impactante de su mensaje.

Al evangelista Lucas le tocó hacer de cronista de la campaña y, dada la rareza de las cosas que pasaron, va preparando poco a poco a los lectores para que no se le desquicien: presenta primero al venerable Zacarías con todos los atributos y achiperres de la más rancia estirpe: de casta sacerdotal, residente en Jerusalén, con su barba y su incensario, y oficiando solemnemente en el templo. A continuación aparece María, genérica total, diminuta e insignificante: joven, pueblerina y domiciliada en una aldea perdida de Galilea, comarca cuajada de indignados y de rebeldes antisistema. Pero, mira por dónde, es ella y no el honorable Zacarías la inundada de gracia y la elegida para vivir a la sombra del Espíritu; es ella la primera en escuchar el nombre de Jesús y la invitada a presenciar y participar en la primera mañana de la nueva creación. Ya empiezan a descolocarse las cosas para nuestros ordenados criterios.

Luego llegó la «operación lanzamiento» del Dios-con-nosotros. Qué desatinado y desconcertante resultó su diseño: por qué Belén, por qué un pesebre en una cuadra; por qué en medio de la oscuridad y el anonimato de la noche. Por qué en la peor franja horaria en vez de en el cenit resplandeciente del mediodía y la audiencia; por qué en el extrarradio y no en la City o en World Trade Center de Jerusalén. Por qué recibieron su anuncio unos indocumentados y no la gente con glamur, la clase docta, religiosa, pudiente y refinada, capaz de influir en el vulgo. Sin consultar al G-8, ni a los lobbies de poder, al FMI o al Banco Mundial. Sin hacer un cálculo del daño irreparable que iba a sufrir la marca «Emmanuel» y de sus consecuencias en la reacción de los mercados.

Aquella noche fue un «especial genéricos» destinado a los que nunca verán su foto en el Hufftington Post o en la revista Forbes; a los que nunca se sentirán aludidos al leer: «Marca la diferencia. Haz un máster», o «Acostúmbrate a sentirte único», porque su destino no es ser ni diferentes ni únicos, sino rellenar estadísticas: el 25 % en situación de riesgo, el tercio que no llega a fin de mes, los amenazados por desahucio o que ya han perdido la tarjeta sanitaria.

Los signos de la gloria del Emmanuel serán también para ellos: apiñados en torno a Jesús, le escucharán proclamarlos dichosos, probarán el mejor de los vinos en una boda de pueblo, se sentarán en la hierba y comerán sardinas y pan hasta saciarse.

Estaba con ellos el que no había retenido ávidamente su denominación divina de origen, el que se había despojado de todo prestigio, el que había elegido estar entre nosotros como uno de tantos, como el último del ranking. Y por eso recibió el Nombre sobre todo nombre y la Marca sobre toda marca.

Guardia Suiza

En medio de tantas turbulencias vaticanas, los únicos que aparecen imperturbables e impasible el ademán son los guardias suizos: no filtran documentos, no conspiran, no intrigan. Mi opinión particular es que su estabilidad se debe a que recientemente se ha admitido la posibilidad de que las mujeres puedan acceder al Cuerpo y ellos han encajado con admirable ecuanimidad esta ruptura con una tradición secular que ha conmocionado a la opinión pública.

Tengo una amiga que desde niña lo tenía clarísimo y, cuando le preguntaban qué iba a ser de mayor, contestaba sin dudarlo: «Guardia suiza», y nadie conseguía que entendiera por qué para serlo había que ser varón y nacido en Suiza. Con el tiempo acató sumisamente la prohibición y renunció con pesar a ser portadora del airoso sombrero de plumas, a calzar las vistosas polainas y a enarbolar la pica con gallardía. Trasladó entonces sus aspiraciones a otra meta inalcanzable: recibir el ministerio del acolitado, pero tuvo que desistir también, porque un documento de la Sagrada Congregación para el Culto Divino determina que los candidatos a acólitos, siguiendo «la venerable tradición», deben ser varones.

Hoy día, para ser guardia suiza ha desparecido esta restricción y, aunque aún no se sabe de ninguna mujer que se esté preparando para tal dignidad, ante mi amiga se abre por fin la apasionante posibilidad de serlo, siempre que consiga tramitar la doble nacionalidad.

Para el acolitado parece que habrá que esperar un poco más. Al menos no se exige como condición ser suizo.

Por alusiones

Un amigo periodista me ha dedicado un artículo titulado «Dioscapacidad», y se lo agradezco: además del cariño con que lo ha escrito me ha descubierto que haber perdido la voz me sitúa entre los «discapacitados», un colectivo por el que siento admiración y simpatía. De todas maneras quiero añadir algunas precisiones a lo que él decía. La primera es que la pérdida de la voz no me ha provocado rebeldía contra Dios (sí fastidio, sí impaciencia muchas veces…), y no se me ha ocurrido nunca «echarle la culpa», quizá porque estoy absolutamente convencida de que, a través de todo lo que nos va ocurriendo a lo largo de la vida, él «trabaja» algo con nosotros, y eso, sea lo que sea, siempre termina por estar bien. Dios «no tenía la culpa» de que el mar de las Cañas estuviera ahí, ni de que los israelitas no supieran nadar, ni de que los egipcios se empeñaran en perseguirlos, ni de que tuvieran unos carros alucinantes; pero estaba con ellos y les abrió un camino para cruzar el mar. De ahí mi terca seguridad en que no existe mar, por amenazador que resulte, que no pueda atravesar con tan buen Compañero. Se lo repito muchas veces: aken, abí –el hebreo le da un punto…–, como un eco de aquel «Sí, Padre» de Jesús, y que viene a ser también: OK, vale, de acuerdo, así está bien…

Junto a eso, además de huir del dramatismo, hay también un par de cosas que trato de cultivar: el sentido del humor y la decisión de descubrir lo positivo que esconde cada situación: por ejemplo, nunca me había gustado hablar por teléfono, y ahora, como la gente que me conoce sabe que se me entiende fatal, se abstienen de llamarme y me ponen correos o mensajes. Otra ventaja: he conseguido llevar una vida más pausada, que era uno de mis objetivos cuando me jubilé: ha disminuido notablemente la demanda de charlas, conferencias, ponencias y mesas redondas, que antes me agobiaba un poco. Hace un par de meses me llamó un cura para que fuera a dar una charla en su parroquia y, después de explicarle: «No voy a poder, ando regular de la voz», me dijo: «Regular no, ¡fatal!». Qué alivio no tener que alargar mucho las explicaciones.

Es verdad que una consecuencia cansina de esta limitación es su evidencia: si tuviera por ejemplo un granuloma en el escafoides –me lo acabo de inventar–, se lo contaría solo a quien quisiera, pero en esto de la voz, en cuanto abres la boca, das el cante y todo el mundo pregunta y opina: «¿Cómo estás?», «te veo mejor», «estás peor», «bebe más agua», «conozco un foniatra»… Suelo salir del paso con una frase insípida y absolutamente neutra: «Ahí vamos», que me sirve de pértiga para intentar saltar a otra conversación.

En lo que ya me he dado por vencida es en desmentir el bulo que circula en varias versiones sobre mi estado comatoso: «Tiene cáncer de laringe», «le ha dado un ictus», «es párkinson», «es alzhéimer» o, la más curiosa: «Ha tenido una caída de carácter irreversible» (¿no habré podido levantarme del suelo?). Tiene la ventaja de que, cuando me encuentro con gente que me creía próxima a expirar, me reciben con muestras de cariñosa efusión, y eso es siempre muy de agradecer. A otros les noto que no acaban de creerse que, de momento, solo tengo averiada la voz y piensan que no quiero confesar mi estado terminal. En esos casos pongo cara de santa y digo con un tono de virtuosa resignación: «Ya voy mejorcita, muchas gracias», y eso les deja más tranquilos.

Hablarlo con dos amigos del alma me ha ayudado mucho: uno de ellos, muy averiado físicamente, me dijo que a él le daba fuerza esta convicción: «Tal como estoy soy enviado». Así quiero saberme también yo: faltaría más que para querer a la gente y prestar servicio en lo que pueda fuera imprescindible la elocuencia. El otro me dijo: «Trata de vivirlo como algo que te vuelve más pobre». Es verdad: la voz te concede «presencia», y carecer de ella te sitúa como por debajo, en una situación de no poder; pero ahí te esperan otras compañías y aprendes a respirar el Evangelio de otra manera.

Y en eso estamos todos: disfónicos y afónicos, tenores y sopranos, locutores y cartujos, ruiseñores y peces, Luciano Pavarotti y Harpo, el mudito de los hermanos Marx.

Y, por supuesto, los que intentamos seguir a Jesús. ¿O no?

 

 

 

 

 

Abrí el balcón y vi la maravilla:

estaba ahí la primavera.

¿Cómo pudo ser todo así,
tan simple?

Algo raro ocurrió.

El balcón de una casa

cualquiera, en una calle

de una ciudad cualquiera.

Abrí y miré. Eso tan solo hice.

Y sucedió el prodigio.

Qué cosa tan extraña.

Mi casa era un palacio.

Yo era el rey de la vida.

El balcón daba a marzo,

a un día de jilgueros.

ELOY SÁNCHEZ ROSILLO

Pampanitos verdes

Durante una homilía un tanto soporífera las navidades pasadas me distraje dándole vueltas a la letra del villancico que acabábamos de cantar: «Pampanitos verdes, hojas de limón, la Virgen María, madre del Señor». ¿Qué diablos hacen los pampanitos en el villancico?, empecé a preguntarme. Que aparezcan zagales y pastorcicos, vale; que se incluya el romero para que la Virgen tienda pañales, también; incluso estoy dispuesta a admitir el ropopompón del viejo tambor. Pero que alguien me explique el porqué de los pampanitos y de las hojas de limón, más allá de que «limón» rime en asonante con «Señor».

El hilo de mis pensamientos vagaba por estos asuntos intrascendentes hasta que, por efectos de lógica asociativa, surgieron otras cuestiones: ¿cómo habrán llegado Sijón, rey de los amorreos, y Og, rey de Basán, a los salmos? ¿Por qué habrá ido a parar un gorro persa a la cabeza de los obispos? ¿Cómo se ha grabado en el disco duro de tantos clérigos la idea de que las mujeres necesitamos ser aconsejadas, amonestadas y adoctrinadas por ellos? ¿Cómo…? Quieta parada. Quién me habrá mandado a mí empezar a hacerme preguntas sobre los dichosos pampanitos.

Paseos galácticos

Hace unos cuantos años le dieron a Forges el premio de la publicación Alandar, y yo estuve también para entretener un rato bíblicamente al personal. Cuando habló él después dijo que de pequeño estuvo enfermo una temporada y tenía en la mesilla de noche el teléfono y la Biblia. A veces la abría y, cuando encontraba un nombre raro, marcaba un número cualquiera y decía: «Por favor, ¿podría hablar con Ezequiel?», o «Que se ponga el Sr. Habacuc», y colgaba. Un día preguntó: «¿Está Dios?», y le contestaron: «No. Ha salido a pasear al perro». Y desde entonces está esperando a ese Dios que ha salido a dar un paseo galáctico con su perro y todavía no ha vuelto.

No sé si Dios tiene perro ni si lo pasea él mismo o tiene subcontratado a alguien para hacerlo, quizá a san Roque o a san Francisco, caso de que sea un perro lobo. De todas maneras me resulta sugerente la imagen y la conté en un libro que ahora han traducido al francés. Al corregir las pruebas no me di cuenta de que en vez de Forges habían puesto Borges, con lo cual aparece este último como autor de la frase. Me he quejado al editor, pero a él, que es francés y no tiene ni idea de quién es Forges, hasta le parece que queda mejor en boca de alguien de tanto prestigio. Ya no tiene arreglo, pero me inquieta un poco que su viuda, esa señora tan seria de melena lacia, vaya a demandarme por atribuir a su difunto marido algo que nunca dijo.

Si estoy contando esto es porque me acordé de lo del paseo galáctico hace poco viendo el debate televisivo entre nuestros cuatro políticos estrella: tuve la sensación de que cada cual paseaba su perro por galaxias diferentes y totalmente desconectadas unas de otras.

Y volviendo a la errata me pregunto: ¿tendrá un dóberman la señora Kodama? ¡Gensanta!, diría Forges. Y aquí sí que no caben confusiones.

Rescates

Ya se lo decía el zorro al Principito: «Nada es perfecto». Lo demuestra el hecho de que hasta la palabra «rescate», que suena a héroes y a hazañas, tiene también su lado sombrío. Porque si eres un minero atrapado en la mina esperas con ansia que te rescaten, pero como seas de un país periférico y en Bruselas decidan tu rescate, se te avecina la catástrofe y te echas a la calle a dar voces.

A Jesús tuvieron que rescatarle –lo cuenta san Lucas– porque el sistema económico del templo de Jerusalén, mayormente gestionado por los sacerdotes residentes, se sostenía gracias a tarifas establecidas: el primogénito varoncito de cada familia debía quedarse de plantilla en el templo, pero si la familia no estaba por la labor tenía que rescatarlo, entregando a cambio un cordero (adivinen quiénes se lo comían). Si la familia era de pocos posibles se le aplicaba la tarifa B: un par de tórtolas o dos pichones (sigan adivinando adónde iban a parar los pichoncitos…).

Llegaron José y María con su jaulita para pagar el rescate de su niño, porque ellos eran de pueblo y de pocas pretensiones, y no les hacía gracia lo de dejarlo como pupilo entre un personal cuyo fondo de armario, para que nos hagamos una idea, incluía «efod, pectoral, manto, túnica ajedrezada, turbante y banda, todo en oro, púrpura violácea, roja y escarlata y lino». En comparación con lo que prescribe Ex 28, el atuendo cardenalicio de hoy es ropa de sport, casual fashion que le dicen ahora.

Así que, gracias a los dos pichones del rescate, pudieron criarle sano y libre entre los vecinos de Nazaret, que eran gente corriente. Lo llevaban a la sinagoga los sábados y fue allí donde debió de escuchar por primera vez lo del go’el, una figura clave de la institución familiar de Israel: cuando la vida de alguien estaba en juego, ahí tenía que estar su pariente más próximo para hacerse cargo de su rescate; cuando un hombre era sometido a la esclavitud, redimirle era misión de su go’el (Lv 25,47); si alguien se arruinaba y tenía que vender la tierra de sus antepasados, correspondía a su go’el rescatar esa tierra (Lv 25,25); y si un hombre moría sin descendencia y el hermano del difunto no quería casarse con la viuda, otro pariente podía convertirse en su go’el e impedir que se perdiera un nombre para siempre (lo cuenta preciosamente la historia de Rut).

En tiempos del exilio, Israel dio un paso de gigante y se atrevió a pensar en Dios como en su familiar más próximo. Y en vez de subrayar su trascendencia, majestad o lejanía le reconocieron como su go’el, que era como decirle: «Tú eres nuestro pariente más cercano y tú sabrás por qué, pero has contraído para con nosotros una responsabilidad gravísima: a ti te corresponde sacarnos de la opresión, arrancarnos de la muerte y darnos un futuro».

Cuando Jesús escuchó lo del go’el, debió parecerle que era eso lo que mejor encajaba con lo que él quería ser; y un día confesó a los suyos que había descubierto el sentido de su vida: «Servir y dar la vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). Muy pronto empezó a intuir que rescatar a esa «familia» que somos y a la que se había vinculado iba a tener un precio mayor del que creía al principio. Pero ya no podía volverse atrás, ya no podía dejar de querernos y de sentirse irremediablemente vinculado a nuestro destino. Se sentía marcado para siempre como go’el de esta humanidad nuestra, terrible y maravillosa.

Quería estar junto a nosotros cuando nuestra vida estuviera en juego, cuando peligrara nuestra libertad, cuando nos amenazaran la ruina y el olvido. Estábamos tatuados en la palma de sus manos, y lo supo definitivamente cuando las extendió para que se las clavaran al madero. Se había comprometido a entregar la vida por nosotros, y él era un hombre de palabra.

Pero su Go’el también tenía palabra y acudió en su rescate resucitándolo de entre los muertos. Lo proclamamos radiantes cada año con el aleluya pascual.

Escándalos

Sea lo que sea lo que están pensando al leer el título, no van por buen camino, porque aquí va de traducciones. Resulta que antes de significar desvergüenza, desenfreno o inmoralidad, la palabra aludía en griego a las trampas con que se cazaban animales salvajes: si en vez de un animal eres tú quien la pisa, como en las películas de Indiana Jones, te caes dentro y quedas apresado. Eso era precisamente lo que dice el evangelio de Marcos que les pasaba a los paisanos de Jesús cuando él apareció por allí a saludar, a contarles las cosas que iba aprendiendo del Padre y a tocar con sus manos sus vidas tan heridas. Se encontró con gente entrampada/escandalizada en el hoyo de sus costumbres inmutables, incapacitada para asomarse fuera a ver que algo nuevo estaba llegando: el chico que hacía chapuzas en sus casas para arreglarles cosas, el hijo de la señora María, decía cosas que ellos nunca habían oído y hacía en otros lugares signos que no correspondían a su condición. «Hasta aquí podíamos llegar», se dijeron unos a otros, recocidos dentro de su trampa. «A nosotros nos va a dar el pego este listillo con saberes que no hemos controlado nosotros y con poderes que no nos ha pedido permiso para ejercer». Lo ya sabido se comió a lo nuevo, lo acostumbrado paralizó lo insólito, lo familiar bloqueó lo inédito y anuló la palabra del que les hablaba de otra familia, de otros parentescos, de otras patrias.

Ojalá no nos pase a nosotros lo mismo.

Catadora del vino

Hace unos cuantos años, un colega jesuita dijo delante de mí: «Dolores es la Corín Tellado de la teología». Me fastidió un poco, la verdad, y no solo por la impertinencia, sino también por la posible «pertinencia» de su opinión: me estaba recordando que lo mío no es el «alto pensamiento teológico», sino el intento de hablar de las cosas de Dios en el lenguaje de todos los días; que soy una escritora «de vuelo corto», una cuentacuentos a lo divino.

Me encanta que haya otras mujeres teólogas más capacitadas para reflexionar en profundidad y debatir con rigor temas más arduos, pero mis estudios académicos están almacenados en algún rincón de la memoria que visito con poca frecuencia. La especulación teológica me ha dejado casi siempre fría, y en cambio, en cuanto abro la Biblia, me arde el corazón. Ahí encuentro a quién quiero parecerme en mi tarea de biblista: a Sara, por ejemplo, la primera mujer que «hizo teología» y que la inauguró afirmando de Dios algo que elevaba la risa y el humor a una categoría casi teologal: «El Señor me ha hecho reír, y todos los que se enteren reirán conmigo» (Gn 21,6).

También me atrae Noemí, la Job en femenino, que se atrevió a hablar de Dios con nombres terribles que expresaban queja y rebeldía: el Señor es «el que me ha vaciado», «el que me ha vuelto amarga» (Rut 1,21). Ella no lo sabía, pero estaba abriendo la puerta a todos los que necesitan expresar ante Dios sus quejas, sus reproches y hasta su ira, seguros de que no le ofende que derramemos ante él con libertad todo aquello que desborda nuestro corazón. Por cierto, frente a los 42 capítulos de Job, a Noemí le bastan dos versos para decir más o menos lo mismo.

Los sirvientes de la boda de Caná me enseñan también mucho sobre el oficio teológico, y Jn 2,9 ofrece un dato precioso sobre ellos: «El maestresala probó el vino nuevo sin saber su procedencia (solo lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua)».

Lo mismo que ellos, me gustaría ser una especie de camarera con delantal que ha probado el Vino, tiene la suerte de saber por qué es el mejor que nadie haya probado nunca y lo va ofreciendo de acá para allá.

Y que dedica tiempo a buscar palabras que despierten en otros el deseo de conocer más al Gran Copero.

 

 

 

 

 

Un día o muchos no aciertas
con las cosas

que tienes que escribir y tachas,

o no te atreves a poner la pluma

sobre la hoja blanca,
una extensión de nieve.

¡No importa!

Claudio emperador era tartamudo

y gobernaba el mundo,
pero a veces

miraba las garzas mañaneras

y quería ser garza. De manera

que, si tú amas así las palabras,

estas se posarán, como las garzas,

encima de tu espera.

JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO

Historias de cine

Si subo al desván donde conservo las imágenes que acompañaron mi infancia, me saludan personajes de diferentes procedencias y pelajes que cohabitan en perfecta armonía: veo a Marcelino pan y vino jugando con Celia y Cuchifritín, a Antoñita la Fantástica escuchando La canción de Bernadette, a Guillermo Brown tirándole del rabo a la burra de Pipino y Violeta, y a Dumbo tumbado plácidamente a los pies de Carpanta. En aquel tiempo me daba lo mismo que los personajes fueran del cine, de los libros, del TBO o de la Historia Sagrada: formaban un todo compacto en el que cada uno contaba con libertad su propia historia.

En etapas siguientes, y por causas ajenas a mi voluntad, se produjo la escisión: Balarrasa, Damián de Molokai y el cura de La mies es mucha se autoclasificaron como «cine católico» y miraron con hostilidad a Rita Hayworth o a Clark Gable. Esta separación me acarreó secretas culpabilidades al gustarme más Lo que el viento se llevó (era 3R) que Diálogos de carmelitas.

Luego llegaron años en los que era de obligado cumplimiento asistir a sesiones de cinefórum sobre directores «de culto». Eran coloquios entre iniciados que competían para ver quién hacía el comentario más inteligente, y pobre de ti como se te ocurriera decir que no habías entendido la película o que no te gustaban Truffaut o Bertolucci: eras inmediatamente tachada de las listas de tus amigos y solo recuperabas su aprecio si colgabas en tu cuarto el cartel de Novecento.

Con los años se me ha vuelto a juntar lo que nunca debió estar separado, y eso que no siempre consigo explicárselo a otros: en un retiro sobre la eucaristía puse Diarios de motocicleta, una película llena para mí de rasgos «eucarísticos», pero uno de los asistentes se enfadó y dijo que lo último que esperaba encontrarse en un retiro era al Che Guevara. Tampoco logré en otro grupo que entendieran por qué Mi gran boda griega es una preciosa parábola de la encarnación.

Escarmentada por tanta incomprensión, no pienso contar por qué La rosa púrpura de El Cairo, de Woody Allen, me hizo entender cómo leer la Biblia.