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Kladis, Marta

Recuerdos escolares / Marta Kladis. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.

Libro digital, EPUB


Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0422-7


1. Relatos Personales. I. Título.

CDD A863



Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com


Diseño de portada: Lirolay Barnasthpol


A mi MADRE que supo compartir con enorme empatía,

mi pasión de ser Maestra y amó a mis alumnas y alumnos

como yo los amé.”

qué es el recuerdo, sino el idioma de los sentimientos,

un diccionario de caras y días y perfumes

que vuelven como los verbos y los adjetivos en el discurso”.


Julio Cortázar

(Rayuela)


Anhelo que afloren a mi mente,

recuerdos que están con aguzada persistencia en mí,

no buscaré que surjan cronológicamente,

sino como vayan imponiéndose,

en la espontaneidad del devenir.


Son experiencias didácticas exitosas.

Logros que parecieran mágicos e inefables,

Ejemplos: dados para que ampliamente fecundasen.

También injusticias inconfesables…

que dejé que me amedrentasen.


Con enorme respeto por lo inevitablemente guardado,

Hoy tengo la esperanza de ofrecerlo,

y que algún maestro o maestra halle algo para su bagaje,

o que algún alumno o alumna,

se sienta el aludido personaje….


EL RESPETO MUTUO

Estaba trabajando en una de esas escuelas que eran un inmenso bloque irregular, íntegramente de ladrillos y vidrios, su visión previa hacía pensar que el sol entraba a raudales, como en esas fraguas, en las que el fuego sale victorioso por todos lados: por la puerta que tienen abajo, y arriba por encima de los leños, deshaciéndose en cientos de chispas que maravillan y enceguecen, pero de placer al ver tanto color: amarillo, rojo, anaranjado… pero en ese edificio entraba muy poco el sol, no sé qué fenómeno existía en la construcción, o si había sido premeditado así, por quien lo diseñó, además en el patio central había un hueco enorme con una de las paredes vidriadas desde el suelo hasta el primer piso, cuya única finalidad parecía que era hacerlo sentir a uno pequeño e indefenso, tanto como para que le fuera imposible articular palabra y que los otros lo oigan; se sentía frío, aun cuando encendieran la calefacción central, que pasaba por gruesos tubos cuadrangulares, produciendo un ruido ensordecedor, y haciendo todavía más desagradable el estar allí. Claro que nuestro ser se acostumbra y empieza a buscar afanosamente, como un avezado rastreador, los lugares por donde penetrara algún rayo de sol.

Allí era la maestra de esos más de treinta niños y niñas de uno de los cuartos grados y tenía que hacer todo lo que pudiera para hacerlos sentir bien, de tal manera que fueran capaces de aprender todo lo posible o hasta lo imposible. Mi oficio era menos un trabajo o un deber que una pasión, con todos los excesos contradictorios que una pasión puede acarrear. La mayoría venía desde las villas de la provincia de Buenos Aires. Un colectivo de la línea 32 repleto, totalmente colmado, los traía en medio del mayor de los bullicios y los llevaba de vuelta a sus casas, cumplido el horario escolar, seguramente habían acordado con los padres para que ello fuera posible.

Esto ocurrió en esa gélida y poco luminosa estructura escolar; mientras en el exterior estacionalmente: era uno de esos días esplendorosos de primavera, pero a su vez muy variables, porque de repente empezaba a soplar un viento frío, que como inesperadamente: aparecía… Por eso no se sabía con seguridad, si hacía frío o calor, si te sacabas el saco: tenías frío y si hacías lo opuesto te transpirabas, y encima había que ponerse el guardapolvo.

A alguien del equipo de conducción, sin analizarlo demasiado, con incapacidad para sentirse cerca de los alumnos e interpretar lo que ellos realmente necesitaban; se le ocurrió decirle a todo el alumnado, que como era primavera: ¡no tenían que traer ningún tipo de prenda que ocultase el blanco uniforme escolar!

La mayoría de las mamás hacían que sus hijos se pusieran remeras debajo del guardapolvo y encima seguían colocándose una campera, con el objetivo, de que se la pudieran quitar con facilidad si les molestaba. Era un grado del ciclo medio, así que los niños eran pequeños todavía.

Aquella tarde era ya la última hora de clase, y yo me di cuenta de que no había pasado lista (esta vez porque no me habían traído el registro, otras porque me había olvidado, en mi afán de estar en constante comunicación con mis chicos y chicas). Entonces pedí si alguno de ellos quería ir a buscarlo, inmediatamente se paró muy contenta una niña, que tenía puesta una campera encima del guardapolvo.

Al rato volvió con el registro, el abrigo en la mano y llorando. Cuando le pregunté qué le había ocurrido, me respondió en medio de un llanto inconsolable —La directora me hizo sacar la campera y me retó junto con la secretaria y la vicedirectora.

Me imaginé la situación: la pobre niña de nueve años, en medio de todas las autoridades: reprendiéndola. No dije absolutamente nada… Pero la bronca más grande inundó todo mi ser, era como si me hubieran agredido a mí… o peor todavía, porque yo me hubiera defendido, pero ella no tenía la capacidad de defensa necesaria para enfrentar a un adulto, además la situación era un horrible y vergonzante atropello.

Pasé lista, en silencio, porque ya sabía qué alumnos estaban y quiénes no habían venido, (cada día enseguida me daba cuenta si había algún ausente) esta tarea de dejar constancia escrita era para responder a una obligación que era necesaria.

Después me puse de pie con el registro cerrado en la mano, ellos me miraban en silencio como esperando algo… y entonces pregunté:

—¿Quién de ustedes que tenga algo puesto sobre el guardapolvo, es capaz de ir a Dirección a llevar el registro y además cumplir con un gran agregado: si le dicen que se lo saque, les responde: —Discúlpeme Señora, pero yo no tengo calor

Ellos y ellas me miraron atónitos, con cara de no atreverse, yo espere sin decir una palabra más… Hasta que de pronto (cuando ya pensaba ir yo) se paró Adrián y me dijo muy seguro de sí mismo, mi niño tan grande por su altura, con su mirada siempre alerta y su vozarrón audaz: —¡YO VOY!

Todos esperábamos su vuelta en un absoluto y plomizo silencio… ¿Qué pasaría? Había más expectación… que en una película de suspenso…

Hasta que lo vemos volver: luciendo su campera. Nuestras caras eran un interrogante: impaciente, desasosegado y lleno de ansiedad.

Yo le pregunté —¿No te dijeron nada? —SI, Y YO RESPONDÍ QUE ME PERDONARAN PORQUE NO TENÍA CALOR. Entregué el registro, pedí permiso y volví. Nadie me dijo algo.

FELICITÉ Y ABRACÉ AL NIÑO POR SU ENORME VALENTÍA, LA OVACIÓN DE APLAUSOS Y VIVAS FUE TOTAL Y LA ALEGRÍA TAMBIÉN… SEGURAMENTE NOS HABÍAN OÍDO DESDE DIRECCIÓN.

Como había sonado el timbre de salida, nos dispusimos a bajar con toda nuestra dignidad salvada e izada al tope…

Además, después de esto, las autoridades comprendieron lo ilógico de su exigencia y la dejaron de lado, sin decirme absolutamente nada, pero sabiendo que lo efectuado por el niño era obra mía.

Ojalá que con el transcurso del tiempo esta lección que les di a mis alumnos y alumnas, como maestra, haya penetrado en ellos, perdure y renazca frente a situaciones similares, en las que la vida los ponga y sea necesario: DEFENDER SU DIGNIDAD.


LA AUTOESTIMA

Ya hacía más de dos meses que habían empezado las clases, cuando la directora me informó que iba a agregar en mi grado a un alumno nuevo, que había llegado desde Perú con su mamá. Quiero aclarar que sentí como una muestra de reconocimiento a mi capacidad docente, por el hecho de que me haya elegido (cuando había dos cuartos y el otro tenía menos alumnos) Comenté con cierto entusiasmo e incertidumbre, que nunca me había tocado un niño peruano…

Cuando llegaron los esperados inmigrantes, ambos parecían como temerosos, pero a la vez queriendo conocer, sobre todo la mamá, a esa maestra, a quien iba a dejar su preciado tesoro, y a la que se dirigía con toda la ceremonia y respeto que había podido conocer.

La mamá era muy jovencita y tenía una dulzura especial, con mejillas rosadas, ojos y cabello de color negro azabache, que me hizo pensar en el aroma de la flor de la canela… “Jazmines en el pelo y rosas en la cara, airosa caminaba…”

El pequeño apenas hablaba y tenía una contextura física muy diminuta para su edad. Yo dejé que la madre me contara lo que ella quería, que yo supiera: me dijo que estaban los dos solos, que ella había ya conseguido trabajo, que su hijo no se comunicaba demasiado y tenía un poco de miedo. Antes de irse me pidió que por favor le tuviera paciencia, yo, como respuesta la abrasé, pidiéndole que confíe en mí. Una vez expresado ésto, sentí que estaba asumiendo una gran responsabilidad y obligación para con ellos (pero me prometí a mí misma; (vos lo salvarás de sus angustias por lo menos en la escuela).

Cuando José llegó, primero intenté que él se presentara, pero fue imposible, no respondía mis preguntas, sus ojos humedecidos parecía que se perdían en la nada. Entonces lo tomé de la mano y les conté a sus nuevos compañeros y compañeras lo que sabía de él y les pedí que lo ayudaran, porque es muy difícil estar en un país extraño, con costumbres quizás diferentes, pero estoy segura de que todos nosotros vamos a hacer que se sienta bien y esté contento de estar aquí. —¿Qué les parece? Todos contestaron: un SI… rotundo, entusiasta y a la vez interpelativo. Yo también tenía una inmensa incertidumbre: al ver su cara ceñida por el silencio. Trataba de estimularlo, pero no lograba producir reacción en él. A veces me preguntaba si mi forma de hablar le resultaría extraña, porque me daba la impresión de que no interpretaba mi código expresivo y entonces prefería callar.

José lentamente empezó a hablar cada día un poquito más, y a contactarse con algún compañero. Yo buscaba todas las maneras posibles de darle ánimo, pero íbamos muy lentamente…

Y así comenzamos a compartir nuestras vidas… Era una ardua tarea. Algunos días a duras penas respondía una pregunta, y nunca sonreía, yo que tengo la risa tan fácil como también el llanto, y siento que una risa o un llanto verdaderos y plenos transportan a una liberación inmensa, me preguntaba ¿por qué? ¿Por qué tan difícil resultaba…?

En las clases no participaba si no lo incitaba para que ello ocurriera, y aun así en ocasiones tampoco, y otras lo hacía con mucha inseguridad y todavía desconfianza, pero estaba aprendiendo, aunque ese no era mi objetivo primordial, porque lo aprendido de esa manera, seguramente caería en el olvido.

Hasta que un día, cuando faltaba poco para que llegara un festejo escolar, la directora nos pidió a nosotros que lo organizáramos. Yo se lo comenté a los niños y niñas y les dije: —No se asusten porque cada uno va a hacer o decir algo que sabe y le resulte grato hacerlo o decirlo, con la diferencia que lo van a realizar frente a toda la escuela, pero: ¡ánimo, ustedes pueden!

Todos empezaron a pensar qué iban a hacer y cada día me traían una novedad, el único que no decía nada era José. Yo esperé lo suficiente para darle tiempo, pero como ya se acercaba la fecha, le pregunté: —¿qué querés hacer? primero se quedó callado y me miró en silencio. Yo insistí y me dijo: —Yo sé jugar al yoyó. Después de decirlo, agachó la cabeza con mucha vergüenza, y pareció que iba a desaparecer por su enorme deseo de que ello sucediera, como si se lo hubiera pedido al prodigioso duende de la lámpara mágica, y solo por ello pudiera hacerse posible.

¡Oh qué gran confortamiento sentí! Le dije que me mostrara el juguete, pero la mamá no se lo dejaba traer. Entonces le escribí una nota para que al día siguiente viniera con él.

En ese tiempo, en televisión había un personaje, que no recuerdo el nombre, seguramente porque no me gustaba demasiado, hablaba de los caracúlicos refiriéndose a los que no sonreían y hacía competiciones de yoyó.

Todos los compañeros estaban pendientes del juguete que iba a traer José y algunos hasta dijeron que ellos también querían hacer lo mismo.

Y así apareció con su yoyó azul, lo hice venir al frente, los compañeros y yo nos colocamos alrededor y empezó a hacer demostraciones, manejaba el juguete como un profesional, lo hizo rodar por el suelo y el azul se tornó luminoso, brillante, por momentos lento, por instantes tan rápido que parecía que le salían chispas, muchas figuras fueron apareciendo: el dormilón, paseando el perrito y no sé cuántas otras más… cuyos nombres, no recuerdo ya. Nosotros lo aplaudíamos, él se entusiasmaba más y por fin sonrió… Qué esplendida sonrisa ocupó toda su carita y llegó hasta lo más profundo de mi alma. Nos reímos mucho, cuando otros niños mostraron su yoyó y empezaron a hacer pruebas, era una risa verdadera, gigante, llena de alborozo que nos dio una inmensa libertad, de la que quizás ellos no fueron conscientes, pero yo sí la sentí muy profundamente.

A partir de ese momento JOSE comenzó a integrarse en todas las clases, a participar sin temor de equivocarse, a hablar, a reír con las cosas que hacíamos.

En la actuación frente a todos y todas fue muy aplaudido por la comunidad educativa: mientras su yoyó a gran velocidad se desplazaba como bola astral de azul vibrante. Su mamá se emocionó muchísimo, me agradeció con lágrimas, que caían lentamente mojando sus delicadas y enrojecidas mejillas …

Y así tan contentos continuamos aprendiendo muchísimo todos juntos, incluido José, que dejo de avergonzarse, ya se animaba a decir lo que sentía, a tener amigos, a confiar y vivir con amistad y afecto durante aquel esplendido año escolar, que hoy, ¡vaya a saber por qué! quiso venir a mi memoria …

MI VERGONZOSA AGACHADA

Era en la época de la dictadura militar, cuando yo me enteraba por comentarios de compañeros o vecinos, que muchos eran los que desaparecían, ¿cómo pueden desaparecer? me preguntaba…

Asimismo, volviendo de la Escuela de Bellas Artes, en la que estudiaba, después de haber trabajado todo el día, una noche me había parado la policía: revisaron todo lo que tenía en la mochila, lo tiraron en la calle adoquinada y me interrogaron de manera agresiva, muy imperativa y exhaustivamente. Creo que me miraban con desprecio, no sentí miedo, sino orgullo por trabajar todo el día e ir de noche a continuar estudiando, tuve ganas de que me llevaran presa, aunque más no sea para saber ¿Qué era desaparecer?

En ese momento yo era maestra suplente de 6to. Grado en una escuela que tenía por directora a una mujer de más de setenta años que era prima del Gral. Osiris Villegas. Aclaro: en estos escritos, no utilizo los nombres de ninguna persona, únicamente me atreví a poner a este general, porque lamentablemente era muy conocido, pero no identifico ni a docentes, ni alumnos, a través de todos los relatos, ni tampoco las escuelas, sino únicamente el barrio en el cual estaban ubicadas en algunos casos.

En el establecimiento mencionado había una consola comunicada con grandes audífonos colocados en las aulas, a través de los cuales las autoridades podían oír las clases de cada grado, cuando se les antojara. Yo hasta ese momento nunca había pensado demasiado en que nos estaban espiando, además intuía que si lo hacían, no me importaba porque seguramente no entendieran en absoluto mi forma de enseñar.

Un mañana estábamos aprendiendo ángulos, todo tipo de ángulos: agudos, rectos, obtusos, llanos, adyacentes, opuestos por el vértice, cóncavos, convexos; pero la particularidad es que no estábamos usando ni lápiz, ni regla, ni papel. Yo había hecho un curso de perfeccionamiento docente en el Instituto Bernasconi sobre la enseñanza de geometría, usando casi únicamente el cuerpo, me entusiasmó mucho la idea de probarlo con mis chicos y chicas por eso, así lo hice aquel día.

Primero los buscábamos dentro del aula: en la construcción edilicia, en los muebles y en todos los objetos posibles… luego pedí a los alumnos que formaran distintos ángulos con el propio cuerpo y que me los hicieran ver. Algunos se juntaron de a dos o de a tres y otros solos, yo les daba la consigna y ellos tenían que formar el ángulo, luego preguntaba quiénes lo habían hecho y me acercaba para ver si estaba bien.

Por supuesto que el barullo era mucho, porque los niños tenían que moverse dentro del aula y dialogar entre ellos, o movilizar mesas y sillas para poder trabajar. Era fabuloso el entusiasmo tanto de ellos como mío.