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Apellido autor, Nombre Texto referencial mientras se tramitan los datos de su obra

Título obra. – 1a ed. – Buenos Aires : Autores de Argentina, 201A.

136 p. ; 20x14 cm.


ISBN 978-987-1791-10-1


1. Narrativa Argentina . 2. Novela. I. Título.

CDD A863



www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Diseño de portada: Justo Echeverría

Diseño de maquetado: Maximiliano Nuttini






Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

A mi hermana, Erica.

Prólogo

Este libro no intenta agotar explicaciones, ni mucho menos abordar todas aquellas patologías o circunstancias con que podemos encontrarnos en un período tan particular como es la infancia y su correlato, la niñez. Tampoco intenta brindar una solución ante situaciones que por su complejidad, requieren del entrecruzamiento de disciplinas específicas.

Propongo una lectura diferente sobre aquellos cuadros clínicos que, lamentablemente, abundan actualmente en relación a los niños, con el fin de que profesionales, pero sobre todo padres y docentes, puedan abrirse hacia nuevos modos de interpretación del llanto de los chicos.

Desafortunadamente, nos encontramos en un momento histórico en que la medicina se ha topado con una imposibilidad en su quehacer. ¿Qué respuesta puede dar el científico ante algo que implica, necesariamente, algo del orden del ser?

Sabemos que los tiempos de inmediatez, lo que los psicoanalistas llaman “la caída del Padre”, los nuevos modos de ensamblaje de las familias, los roles parentales, sumados a la sobrecarga de información, las nuevas identidades de género, la globalización, etc., han generado nuevos modos de respuesta en adultos y niños, dando lugar a manifestaciones inesperadas. Estas realidades dan cuenta de un cambio de paradigma que incluye lo educativo, lo terapéutico, y los lugares en los espacios familiares.

Es allí donde los chicos emergen, en el mejor de los casos, y donde hace falta un ordenador o una mirada que sirva, al menos, para poder articular otra respuesta junto al saber médico. Es allí donde se puede ver al niño signo o síntoma de la historia familiar, de las respuestas de sus Otros primordiales, de la sociedad, de la escuela, de los grupos secundarios.

He tomado como referencia el DSM-V, como aquel espacio en el que se clasifican los trastornos mentales, sancionados por el imaginario social como enfermedades irreversibles, para brindar un más allá de lo descriptivo y plantear cómo lo fenomenológico podría pensarse desde otro lugar, invocando a las posibles causas extraídas de los principios de psicología y psicoanálisis general.

¿Qué les pasa a los chicos? Esta es la pregunta que flota constantemente a lo largo de la obra. Intento dejar de lado el simplismo de adjudicarlo todo a causas orgánicas o neurológicas, a mala educación o a problemas de discapacidad intelectual para llevarlo a otro plano: el de las emociones.

El psiquismo construido, es correlato de un sistema nervioso central también construido. No existe uno sin el otro. Lo cierto es que escapa a mi saber cuánto de lo orgánico requiere de un plus que va más allá de lo hereditario o lo genético, pero lo que no escapa es que son demasiados los casos de niños que, sin presentar patología a nivel cerebral o neuronal, presentan comportamientos mórbidos. Es aquí donde me detengo y donde se entrecruza lo biológico con lo psicológico, entendiendo por esto último lo emocional.

Construir un psiquismo es lo que nos permitirá, más adelante, construir una identidad, un cuerpo propio, un juicio, un estado de conciencia. Pero para ello necesitamos funciones parentales, instauración de legalidades, marcos de contención y vías de descarga que den lugar a la instalación de circuitos pulsionales tolerables.

Esto es posible en tanto sepamos qué más hay detrás de la mirada médica, y en tanto hagamos circular nuevos modos de abordaje y lectura de los cuadros clínicos en la infancia. La respuesta de la medicalización en los chicos, no tiene los mismos efectos que en los adultos. Un psiquismo en construcción requiere de Otros, simplemente “otros humanos”.

Me conformo con que se lleven, al finalizar, una mirada crítica, muchas preguntas, y un nuevo modo de convocar a los niños.

PARTE I


El psicoanálisis y la niñez


“Los niños no recuerdan lo que tratas de enseñarles… recuerdan lo que eres”

Jim Henson

Introducción

Propongo pensar en una clínica de la infancia como aquella etapa de la vida que incluye, nada más ni nada menos que la niñez. Y en mi caso, “conversar” con ustedes sobre clínica, implica traer una infinidad de cuestiones que son de gran importancia y que –lamentablemente– no son siempre tenidas en cuenta en el trabajo con niños. Este libro se motiva, principalmente, en el deseo que me atraviesa –no tanto como psicóloga sino como ser humano y por ende, agente social-, en relación al “dar”: dar a los niños ni más ni menos que una oportunidad de ser abordados en sus dolencias desde un lugar diferente y privilegiado.

No todos sabemos lo que es padecer esquizofrenia. No todos sabemos lo que es escuchar voces, tener alucinaciones, no tener deseo, etc. ¿Podría, apelar al decirles que algunos de nosotros no sabemos lo que es ser un niño con trastornos para generar empatía y conciencia? No. Porque los niños con trastornos no existen. Existen los niños y los avatares de la niñez, con o sin mayores infortunios. Pero niños fuimos todos y esos niños no se diferencian de otros.

A veces pienso o –más bien– me invade una sensación o intuición de que son pocos los que recuerdan o se detienen a pensar, interpretar o “resignificar”1 lo que implica ser un niño. Porque ser un niño no es tarea sencilla. Ser objeto de miradas no siempre benévolas y subjetivantes, puede ser el inicio de un camino que culmina con la sombría aparición de lo que incuba lo verdaderamente patológico, o más bien lo siniestro. Siniestro como eso que aparece y se postula todo el tiempo tomando la forma de una escena que pugna por desplegarse para descifrar y cifrar cada vez, algo que es el tejido de la misma in-sistencia2 en el vínculo Otro-hijo.

En etapas tan tempranas, podemos hallar el no-ser, el ser-siendo-enfermo, el ser-siendo-síntoma, o simplemente la antesala del compromiso posterior que –en un primer momento– no estaba allí, y que tomará la forma de una discapacidad intelectual, con todo lo que acarrea.

Esto último, es el primer inconveniente que se erige en la realidad objetiva en relación a las –a veces mal llamadas– patologías en la infancia: cuestiones emocionales son tomadas de manera superficial y como si sólo fueran las superficiales (de acuerdo al paradigma biologicista que perdura), y esto compromete finalmente a las funciones intelectuales, mensurables, y que alimentan, a su vez, la creencia popular de que existe algo biológico que diferencia a esos sujetos de otros. Para ser más explícita: Hay determinados sucesos que deben presentarse en los períodos de desarrollo que se conocen como “ventanas de oportunidad”, ligados a cuestiones de orden biológico; y deben instalarse correctamente en el psiquismo pensado como órgano + funciones neuronales + inscripciones psíquicas (determinadas casi exclusivamente por una dialéctica en la que lo emocional juega un rol personalísimo), sirviendo así de “escalón” para que los próximos sucesos necesarios para el desarrollo adecuado en el período de plasticidad neuronal, ocurran. Si esto no sucede, comienza el desfasaje que compromete cada vez más al sujeto y su cuerpo biológico hasta tornarse, principalmente, en un cuadro que concuerda con los criterios diagnósticos de trastornos específicos, que son el objeto de estudio de la psiquiatría o de las terapias cognitivas conductuales.

En otras palabras: de acuerdo con ciertas investigaciones que gozan de validación científica (si se quiere), hay un tiempo que es primordial en relación al desarrollo y el funcionamiento de cada zona del cerebro, y luego de este momento la oportunidad para trazar cierta clase de “senderos neuronales” disminuye, requiriendo mayor tiempo y estimulación para ser logrado.

Ahora bien, tengamos en cuenta que la plasticidad cerebral es alta durante la primera década de la vida.

Retomando entonces con lo que quiero transmitir, podríamos pensar que estos “aprendizajes”, oportunidades de realizar inscripciones, y oportunidades de contribuir a “tallar senderos”, no sólo son del orden de lo motor y lo cognitivo (como se cree vulgarmente). Y esta creencia puede considerarse como uno de los motivos por los cuales tantos abordajes en la infancia fracasan. Fracasan porque reduciendo su paradigma –una vez más– a la producción discursiva de la biología, se limitan a la intervención de un psicopedagogo o un maestro de educación especial, respondiendo a un pensamiento simplista que se llena la boca considerando tautológica la afirmación de que si un niño presenta manifestaciones de inadaptación en el espacio escolar, entonces tiene un problema de aprendizaje.

Es como si se produjera el peligrosísimo error de creer que es coherente abusar de esta “falacia de afirmación del consecuente”, dejando así en evidencia la inadecuación al nuevo paradigma en salud mental. ¿Por qué? Por el solo hecho de escapar a toda complejidad posible. Por rascar del frasco los resabios de esa ilusión positivista, frustrante e hiriente de encontrar la unicausalidad en toda consecuencia.

Además, la situación incumbe también a la escuela, pensada únicamente como institución que propugna el aprendizaje académico. Es decir, tomando la institución de la escuela en un sentido imaginario del término3. Graves errores, todos.

El espacio vincular en el hogar (así como también la escuela) tiene extremas implicancias en el desarrollo emocional del niño. Son las vivencias gratificantes y placenteras para con esos adultos, y las vivencias displacenteras (pero soportables) con las normas que habilitan a conocer los adultos (siempre fundamentadas y provenientes de adultos confiables para el niño, coherentes y que los convocan como seres humanos), las que generarán un equilibrio que los preparará luego para ser capaces de realizar una transferencia de esas emociones al y en el ambiente escolar. Y éste último es factible de ser representado simbólicamente en virtud de un adecuado vínculo establecido con sus Otros primordiales4, entre otras cosas.

Por lo tanto, tener en cuenta estas cuestiones, es justamente lo que hace a la diferencia entre lo que es una clínica de esta etapa de la vida y lo que no lo es.

¿Por qué digo esto?

Porque cuando hablamos de clínica, hablamos de un término relacionado íntimamente con la medicina, y que remite a la semiología, ciencia y arte del curar o aliviar. “Hacer clínica”, por lo tanto, implica poder aplicar y articular estos tres elementos (semiología, ciencia y arte) en el proceso indagatorio orientado al diagnóstico de una situación de padecimiento, basado –principalmente– en la integración e interpretación de los síntomas, signos y otros datos aportados por el encuentro con el sujeto. Recién cuando se integran los dichos y los datos, teniendo en cuenta la singularidad de cada “padeciente”5 y pensando en el tratamiento en base a ese caso particular, se puede hablar de una clínica llevada a cabo mediante el pautar (como acto terapéutico) un tratamiento; y siempre dejando un hueco para poder incluir hechos terapéuticos6 como parte de la estrategia.

Invito a que nos preguntemos entonces lo siguiente: ¿Sucede esto en el caso de los niños? ¿Se realiza esta articulación cuando se presentan manifestaciones consideradas “trastornos” o “discapacidades”? ¿O más bien se sella una planilla con un nombre y una codificación del Manual de Trastornos Mentales (D.S.M.) haciendo a los niños con la carga de una problemática que –para la familia y el imaginario social– implica una falla biológica? ¿Hay conciencia –tanto por parte de la sociedad como por parte de los profesionales– de que un trastorno implica estar hablando de algo cuya causa es todavía misterio para la ciencia?

La respuesta es un “no” rotundo.


Me remito al libro que presenté en el 2016 “Psiquiatría y Psicoanálisis para el Acompañante Terapéutico” cuando expreso textualmente:

“Cuando hablamos de ´enfermedades mentales´ nos estamos refiriendo, en realidad, a trastornos. Estos últimos dan cuenta de cuadros mórbidos de los cuales no se conoce la causa. Para la medicina y el saber científico, sólo cuando conocemos la causa (etiología) podríamos decir que se trata de una enfermedad. Conocer fehacientemente la primera, nos permitiría tener más conocimientos sobre evolución, pronóstico y tratamientos efectivos. Lo cierto es que podemos encontrar manifestaciones a nivel biológico, compromiso orgánico injerto con posterioridad, sufrimientos somáticos comprobables, etc., y es esto lo que permite que se trabaje desde la medicina; sin embargo, las causas de la mayoría de los cuadros mórbidos en salud mental son desconocidas, o bien las hipótesis no alcanzan a validarse científicamente como ´verdades´.

Los trastornos están clasificados en el D.S.M.-V, y tanto los criterios como la clasificación que en éste encontramos, reflejan un consenso a partir de conocimientos actuales en el campo de los trastornos mentales (aunque no incluyen todas las situaciones que pueden ser objeto de tratamiento o investigación). Estos criterios son específicos de cada uno y funcionan como directrices para establecer un diagnóstico descriptivo.” (pp.18)

Pasan cosas. No se trabaja con verdadera consciencia, no se informa a los padres, no se sensibiliza a la población, y no se abordan las cuestiones desde un pensamiento que ponga a lo puramente descriptivo en segundo plano. Me refiero a que se observan comportamientos, características de personalidad basadas en la regulación emocional, lo comportamental, lo cognitivo, y en función de esto se esboza un diagnóstico presuntivo que, en la mayoría de los casos, termina en la “usucapión” (si se me permite la metáfora) del mismo diagnóstico pero con la característica de ser definitivo.

El diagnóstico escrito o verbalizado hace creer que sólo el ojo clínico experimentado puede legislar sobre la sanidad o “enfermedad” de ese niño, cuando lo cierto es que cualquier persona con sentido común y un fin de semana largo disponible para poder leer el D.S.M., podría realizar, pragmáticamente hablando, la misma tarea.

Diagnosticar no cura. Lo que cura es intervenir. Y las intervenciones se tornan inexistentes si las pensamos como limitadas a algo tan burdo, vergonzoso y poco académico como intentar que un chico cese en su hiperactividad, diciéndole que no puede correr. Es insólito. ¿Realmente se piensa que es una enfermedad y al mismo tiempo se piensa que poniéndole “límites”, levantando el dedo y ordenando que tiene que obedecer a la maestra, se cura una enfermedad? Invita a una risa, irónica, por supuesto.

¿En qué quedamos entonces? ¿Es una enfermedad como se pretende hacer creer, y requiere intervenciones específicas? ¿O es algo que puede solucionarse poniendo límites como si no fuera una enfermedad?

No hay respuesta. Porque no hay respuesta a cuestiones tan descabelladas.


En el mejor de los casos, se aborda al niño mediante el sistema de premios y castigos, al mejor estilo Skinner7 con sus palomas: refuerzos positivos y negativos: “Si te quedás quieto te compro una golosina en el recreo”, “si copiás lo que dice en el pizarrón te regalo tal otra cosa”... ¿Acaso a mí sola me indigna que personas que atravesaron una formación académica y tienen el poder que otorga un número de matrícula que los habilita a trabajar, así como docentes a cargo de ejercer la patria potestad sobre los chicos día tras día, año tras año, hagan de su trabajo algo que se distingue tan poco de lo que hacemos con un cachorro recién traído a casa? Los papás pagan fortunas a una medicina prepaga para que los profesionales (en quienes depositan la vida, salud y futuro de sus hijos) intervengan correctamente, y en cambio se aborda a los chicos de una forma que en poco se diferencia de lo que podría hacer –a las apuradas– una adolescente de 13 años que tiene su primer trabajo como baby-sitter.

No se trata de cambiar conductas. Reitero. No es un problema de conducta. Esa conducta significa algo que no anda bien en ese niño. Dejemos el cambio de conductas, si se quiere, para los adultos. Utilicemos principios de la T.C.C. con adultos que tienen, efectivamente, creencias distorsionadas que modificar. En los chicos hay que, primero, construir creencias.

Los niños llegan a la consulta siendo niños, y siendo más o menos sufrientes en cuanto a su condición de ser seres humanos. Sus psiquismos están “a medio constituir”. Este es el gran problema, al fin y al cabo. Y manifiestan conductas que –generalmente– enojan a los adultos, a las escuelas, a los docentes, a los padres de los compañeros de grado, a la sociedad, etc., pero que son la parte visible de otros padecimientos de los que esos dedos juzgadores (y amenazantes) no tienen ni la más remota idea que existen. Estos niños presentan más o menos los mismos inconvenientes, por el simple hecho de que su repertorio de defensas –y me atrevo a decir también, de modos de manifestación de conflictos– es limitado. Comparten conductas que se exponen como criterios diagnósticos, tales como el famoso berrinche, el problema del lenguaje mal derivado a fonoaudiología, la falta de tolerancia al “no”, etc., porque no han tenido siquiera el tiempo para complejizar sus dolencias, apropiándoselas.

¿De qué manera esperamos que un niño manifieste su conflicto en cuanto a las primeras separaciones de la madre como objeto de amor único y –todavía– insustituible, si no es mediante llantos, golpes a los demás, desafío a toda otra autoridad; o bien retraimiento, falta de comunicación, mutismos, desinterés, etc.? Y dependerá de qué conjunto el chico pudo “elegir” para lidiar con los primeros golpecitos de la vida, que se los catalogue de una u otra manera: ¡Trastorno Negativista Desafiante! (T.N.G.), ¡Trastorno del Espectro Autista! (T.E.A.), ¡Trastorno de Déficit de Atención con Hiperactividad! (T.D.A.H.), ¡Trastorno Generalizado del Desarrollo! (T.G.D.), etc. Y todos ellos, cada año, son reorganizados en criterios que no son más que descripciones grotescas y básicas sin conocer fehacientemente causa alguna que explique y avale el rotulamiento de un niño de una manera tan desalmada y con las consecuencias nefastas que acarrea.

La clínica, así llevada, es inexistente. Se actúa, se monta una escena ficticia e irreductible que intenta hacer creer a la sociedad y a los espacios que deben alojar al niño, que se está realizando un tratamiento, cuando lo cierto es que sólo se está haciendo agua.

Reitero, me resulta increíble que muchos profesionales que hayan pasado por una Universidad puedan creer que un niño que en el ciclo inicial no responde a la autoridad, debe “curarse” mediante un sistema de premios y castigos (versión degenerada y desvirtuada inclusive de la T.C.C.). Me resulta inaceptable que a un niño que no puede investir el espacio escolar le “receten” un tratamiento basado en pedirle un imposible: que haga lo que no puede hacer. Me resulta inaceptable que se soliciten, indistintamente, psicopedagogos, psicólogos, maestros de educación especial, acompañantes terapéuticos e integradores escolares para un mismo caso, cuando se trata de disciplinas distintas y que se ponen en juego mediante herramientas y miradas diferentes por tener objetos de estudio diferentes. Me resulta inaceptable que se aborden las soluciones, disimuladamente, pensando en el bienestar del equipo escolar, del grupo de padres y de la docente de grado. Eso no es una clínica, eso roza el maltrato infantil.

Teniendo en cuenta todo lo mencionado, y teniendo en cuenta que el psicoanálisis fue la primera disciplina psicológica en orientarse hacia la consecución de una posible cura o alivio de las dolencias psíquicas de un sujeto pensado en su total singularidad, es legítimo hablar de una clínica cuando el abordaje se lee –al menos– desde este propósito. No quiero decir con esto que el abordaje psicoanalítico es el único válido, considero que muchos abordajes con fundamentos y que reconocen el valor de ciertos elementos de la lógica psicoanalítica (en cuanto a la lectura de lo vincular y el trabajo que apela siempre a la subjetividad), son los que hacen posible una clínica.

Inclusive la clínica pensada en los términos antedichos, requiere de un diagnóstico previo y presuntivo, que permita orientar la cura en un determinado sentido. Es decir, no reniego de la comodidad de derivar a un niño con un colega, o de comunicarme con alguien del equipo terapéutico, y decirle en confianza, “te derivo a un nene con T.D.A.H.”; pero es aceptable siempre que la función que cumpla ese diagnóstico sea la de entender qué tipo de forma ha tomado “eso otro” que le está pasando y que es mucho más profundo de lo que puede ver el padre, el maestro o cualquier otro que tenga relación con el niño.

Y esto me lleva a una primera hipótesis de lo que se pone en juego en los cuadros que se ven en la infancia: los padres conocen a “sus” hijos, es cierto, pero esto no puede velar una convocatoria de esos hijos al lugar de sujetos. Y mientras sean “hijos de” antes que “Pablo”, “Jimena”, “Bianca”, “Juan Manuel”, el primer gran inconveniente va a ser esto mismo. Y eso nos lleva necesariamente a pensar en el problema de la falta de subjetivación y lo que ello trae acarreado en la constitución de la psiquis.

Teniendo en cuenta a Beatriz Janin (2011), me atrevo a decir que –desde mi óptica– los diagnósticos en psicoanálisis, cuando se trata de niños, son simplemente dos:

1) Niños con síntomas neuróticos.

2) Niños con fallas en la constitución del psiquismo durante el camino hacia la subjetivación.

Independientemente de qué de todo sea lo que lo haya causado, siempre nuestra clínica se orientará a lo mismo: reanudar, ligar, construir. Inclusive tratándose de “síntomas neuróticos”, el material psíquico que se compromete en una formación de síntoma será proveniente de lo más arcaico, y hará falta atrapar aún más esa realidad que no puede simbolizarse, para que los síntomas circulen, se deslicen, se organicen y reorganicen, convirtiendo al niño en un ser “sintomático” que –por lo menos– nos deja en la parada de la neurosis.


Hasta acá, quizás pensás que es un discurso fantástico. Pero ¿Cómo se hace?

¿Se dibuja? ¿Se interpreta? ¿Se educa? ¿Se trabaja con los padres?

Sí, sí, sí, sí, sí. Inclusive lo de educar que dice justo arriba…

Pero sobre todo y englobando todo: Se transmite: Se es adulto. Es necesario –para trabajar con niños– haber aprendido y aprehendido mucho; haber pensado mucho, haber hecho y deshecho nuestros saberes como sujetos y reorganizado los mismos una y otra vez. Pero al mismo tiempo tenemos que ser lo suficientemente niños como para transformar esa teoría de adultos en un mundo de niños.

Y para ser capaces de esto nos hace falta una de las cosas más difíciles: tener un libre flujo entre nuestra posición de adultos y nuestra propia niñez; es decir, un libre acceso a ser un niño. Ser un adulto-niño que –lejos de mirar al infans” desde arriba– pueda comprender que para ser adulto es necesario reconocer y perder el miedo al niño que alguna vez fuimos.

Tratar al niño como un par: ese sería mi primer consejo, mi primera recomendación puramente práctica. Y cuando digo “par” me refiero a convocarlo como sujeto, independientemente de la edad evolutiva, de las construcciones y de las experiencias. Esto trae como consecuencia la distancia óptima que deja vislumbrar una asimetría natural, producto de la experiencia de vida, y una paridad –también natural-, producto de haber comprendido –como adulto– lo que es ser uno mismo, ser mortal y estar en la vida necesariamente solo (y en un buen sentido).

Para ir concluyendo con la introducción, podemos decir que abunda la literatura sobre psicoanálisis con niños, la cual aporta en sí misma un recorrido inevitable en relación a la infancia. Pero ¡cuidado! Porque esto no significa que se piense en términos de intervención y de clínica.

Es decir, leer psicoanálisis nos da herramientas para conocer sobre lo que se pone en juego y se construye cuando somos niños, nos permite pensar en términos meta-psicológicos, qué es lo que lleva a un adulto a padecer cierto síntoma, a desarrollar determinadas conductas, a establecer una determinada estructura psíquica, si se quiere. Sin embargo, el campo del trabajo con niños excede, a mi modo de ver, todo cuanto el psicoanálisis nos puede aportar a nivel teórico. Se llega a un punto en el que tomamos la teoría para construir algo más, que puede ser –lisa y llanamente– psicoanálisis “traducido” a un sentido común. Ese sentido común que las abuelas tienen y no saben cómo, pero que permite dar ese giro que transforma a un pedacito de carne –hablando en términos de Lacan – en ser humano.

Es decir, es innegable que nutrirse de una lectura psicoanalítica nos atraviesa de un modo que luego hace más fácil el comprender algunas cuestiones, pero no es suficiente si no ponemos algo más de nosotros mismos.

No alcanza –para que el niño disminuya su padecer– con adjudicar nombre a los conflictos o conductas que pueda presentar en un consultorio; no contamos tampoco con la herramienta del lenguaje como discurso8 de la misma manera en que contamos con los adultos, y en muchos casos ni siquiera contamos con el lenguaje “intencional” o “funcional” en sí mismo.

Algunos niños tampoco dibujan. No todos los casos nos confrontan con una neurosis infantil al estilo freudiano y, actualmente, en la sociedad en la que vivimos, los conflictos son más pre-edípicos que de otra índole.

Otra vez: ¿Qué hacemos entonces?

Es en este momento cuando el psicoanálisis se debe tornar “operativo”, en el sentido que plantea Bleger (2015)9. Operar por fuera del consultorio también, y operar en cada escena de la vida del niño. Y lo sostengo porque este modo creo que es fundamental para poder construir lo que falta, que es –nada más ni nada menos– que la falta misma.

Es el hecho de que algo falte, el hecho de que esa madre pueda no estar, o que pueda soportarse esa ausencia, lo que va a sentar las bases de aquello que el niño después deberá deconstruir en terapia, cuando sea adulto. Y esto se transmite o construye en todo instante.

Y esto se logra construyendo algún tipo de legalidad que lo ordene. ¿Qué legalidad? Me es ilustrativo pensar en la función que cumplió la civilización como “contrato social”. Me refiero al momento mítico de Hobbes, Locke, Rousseau, que permitió pensar que se instala el lazo social cuando aceptamos que perdemos algo a cambio de otra cosa: la seguridad (producto de la distancia y el respeto vivenciado como amor del y para el otro). Independientemente de que el hombre sea lobo del hombre o de que seamos pura bondad en estado de naturaleza, la legalidad instaurada es la clave de la cultura.

Trazando un paralelismo con la construcción del psiquismo infantil, podríamos decir que no podemos ser humanos, no podemos ir a la escuela, no podemos ni respetar a la maestra, si no aceptamos dos realidades:

a) Que necesitamos seguridad, necesitamos que el otro nos respete, que el otro nos quiera, que el otro no sea amenazante sino un ser con los mismos derechos y las mismas falencias y necesidades que nosotros.

b) Que hace falta resignar algo, y que todos necesitamos resignar ese algo propio, a cambio de ese respeto.


El niño que acepta estas dos normas, automáticamente “se cura”.

¿Tan difícil puede ser, para los adultos, transmitir esta legalidad? ¿O acaso son los adultos mismos los que todavía no lo instalaron en su propio psiquismo? ¿O es la posición que toman muchos adultos respecto a los niños, respecto a “su aula”, “su escuela”, a “su hijo”, la que los vuelve a ubicar en una posición de creer que –esta vez– “soy amo y señor de algún objeto, que me hace poder prescindir de la regla a) y b)”?

A mí me gusta pensar, entonces, psicoanalíticamente, leer psicoanalíticamente, interesarnos por la filosofía, por las ciencias políticas, por la antropología, por muchísimas otras disciplinas que hablan del ser y del existir, de los vínculos y los clanes, de las legalidades y de las culturas; de los mitos... Y recomiendo pensar muchísimo menos en la ciencia, en la educación, y en todo aquello que está muy por detrás del simple “ser sujeto”.

Pero cuando se interviene se puede o debe intervenir de modo “opuesto” a lo que es el imaginario social del psicoanálisis. Es decir, en los niños no podemos hablar de una “neurosis de transferencia”, aunque sí podemos hablar de una transferencia en el sentido de que se pone en juego el depósito de amor. Seremos los adultos referentes del niño.

Los niños tienen tres o cuatro “afectitos” que emergen con solvencia: amor, miedo, ira y vergüenza. Con suerte, la vergüenza y la ira se convierten en culpa, y con más suerte aún el amor y el miedo se fusionan dando lugar al reconocimiento del otro, en tanto objeto amado que puede ser perdido.

Y las transferencias, al escapar de la neurosis, se producen de manera masiva embebidas de estos cuatro afectos y con todo aquel que se interponga entre el niño y su sentimiento de sí.

Es entonces cuando el lugar del Sujeto de Saber (tomando con liviandad el concepto teórico que describe el fenómeno que se pone en juego en una terapia analítica), se transfiere de los Otros primordiales a los maestros, a los acompañantes, a las niñeras, al fonoaudiólogo, al psicopedagogo, etc., y es ahí donde es fundamental que todos ellos sepan lo que está pasando para que puedan intervenir en acto, corriéndose del lugar de Sujeto de Saber para convertirse en Supuesto.

Será allí cuando habremos logrado un éxito terapéutico: cuando los adultos y referentes del niño logren tener una representación simbólica en el psiquismo del niño, producto de múltiples organizaciones y reorganizaciones que se instauraron en aquel momento en que el adulto, abusándose de su lugar de Sujeto de Saber, se mostró él mismo como el que no sabe, como el que no todo lo puede, acompañando al niño en la difícil tarea de pasar de la pura frustración a la inscripción de la falta, de la castración, pasando por ese momento de privación en el que la simbolización más radical lo prepara para una vida neurótica.

De esto se trata, entonces, una clínica de la infancia y la niñez: se trata de comprender que todo niño necesita de un adulto, que hay niños que requieren intervenciones puntuales por presentar comportamientos o conductas inadecuadas y desadaptadas, pero que –yendo al hueso– requieren, por el simple hecho de ser niños, un adulto referente, una asimetría que los contenga y de donde pueda obtenerse una suerte de “nuevo tesoro de significantes” que le provea de una segunda opción al discurso hegemónico o unívoco que puede provenir tanto de una madre sin ley, como de un fantasma parental.

La psicosis en los niños no está garantizada, de la misma manera que tampoco lo está la neurosis, independientemente de la buena voluntad de los padres.

Esto me da lugar para introducirme en algo que es de suma importancia para comprender el camino hacia la subjetivación que atravesamos todos cuando niños: la diferencia entre niñez e infancia, y el modo en que esto se inserta en el contexto socio-histórico actual.


1 La palabra “resignificar” es una palabra con mucho peso en la clínica psicoanalítica. Resignificar significa, valga la redundancia, que una significante pase a tener otro significado diferente del que tenía, o que pueda tener varios. Al fin y al cabo, el solo hecho de que algo deje de significar una sola cosa, envuelve al significante en sí. Éste jamás será el mismo.

2 Jacques Lacan comienza su Seminario “La carta robada”, incluido en Escritos 1, de la siguiente forma: “Nuestra investigación nos ha llevado al punto de reconocer que el automatismo de repetición (Wiederholungszwang) toma su principio en lo que hemos llamado la in-sistencia de la cadena significante. Esta noción, a su vez, la hemos puesto de manifiesto como correlativa de la ex-sistencia (o sea: el lugar excéntrico) donde debemos situar al sujeto del inconsciente, si hemos de tomar en serio el descubrimiento de Freud. Como es sabido, es en la experiencia inaugurada por el psicoanálisis donde puede captarse por qué sesgo de lo imaginario viene a ejercerse, hasta lo más íntimo del organismo humano ese asimiento de lo simbólico.”

3 Me refiero a que la escuela es mucho más que el lugar donde se va a estudiar. La escuela es una institución en doble sentido (imaginario y simbólico). El simbólico tendría que ver con la escuela como función que opera en el psiquismo infantil, como terceridad que permite el pasaje a la exogamia y que porta un plus al simple criterio de escuela como espacio de aprendizaje académico.

4 Otros primordiales son aquellos seres que fueron referentes del niño y ejercieron función materna y paterna, independientemente de que sea una mujer, un hombre, un hermano, un tío, un tutor, un vecino.

5 Término utilizado en las Segundas Jornadas de Salud Mental del Centro Cultural del Hospital Borda el sábado 3 de diciembre de 2016, para nombrar a aquellos sujetos que estando institucionalizados, padecían.

6 En mi obra “Psiquiatría y psicoanálisis para el Acompañante Terapéutico” digo: Los actos terapéuticos están predeterminados, y sabemos que no es la función de un acompañante realizar tareas propias de enfermería, de psicología o de un cuidador domiciliario; sin embargo, realizar una tarea de esta índole en un determinado momento y con determinada persona, puede tener el estatuto de un hecho terapéutico.

7 Skinner fue un psicólogo experimental estadounidense (1904-1990), que creía que los comportamientos son factores casuales que son influenciados por consecuencias. Refuerzo es un concepto central en el conductismo, y era visto como un mecanismo central en el moldeamiento y control del comportamiento. Mientras que refuerzo positivo es el fortalecimiento del comportamiento por medio de la aplicación de algún evento (elogio después que un comportamiento es realizado), refuerzo negativo es el fortalecimiento de comportamiento por medio de la eliminación o evasión de algún evento aversivo (el acto de abrir y levantar una sombrilla encima de tu cabeza un día lluvioso es reforzado por el cese de la lluvia cayendo sobre ti). Las dos formas de refuerzo fortalecen el comportamiento, o incrementan la posibilidad de que un comportamiento vuelva a ocurrir; la diferencia se encuentra en si el evento de refuerzo es algo aplicado (refuerzo positivo) o algo eliminado (refuerzo negativo). El castigo y la extinción tienen el efecto de debilitar el comportamiento, o de reducir la futura probabilidad de que un comportamiento ocurra, por la aplicación de un estímulo/evento adverso (castigo positivo o castigo por medio de estímulo contingente), el retiro de un estímulo deseado (castigo negativo o castigo por medio de retiro contingente), o la falta de estímulo de recompensa, lo cual causa que el comportamiento cese (extinción). Skinner también buscaba entender la aplicación de su teoría en el contexto más amplio de la aplicación del conductismo a organismos vivientes, sobre todo la selección natural.

8 El lenguaje como discurso, se diferencia del lenguaje técnico. El lenguaje como discurso remite al hecho de hablar en nombre propio y poner en juego un decir sobre nuestra subjetividad inconsciente. El lenguaje común, es lenguaje vacío, y es aquello que simplemente nos permite transmitir un mensaje pensado como si el lenguaje no representara una doble escena. Los niños y las personas con estructura psicótica, no tendrían o podrían hacer predominar en ellos el discurso sino el lenguaje.

9 El Psicoanálisis Operativo se utiliza en situaciones humanas de la vida corriente, se realizan intervenciones a través de múltiples procedimientos para lograr una modificación de las situaciones, toda psicología y psicoterapia grupal de inspiración psicoanalítica debe ser incluidas como variantes de psicoanálisis operativo. Promueve la utilización fuera del consultorio, es decir en las situaciones e instituciones de la vida real, diaria y cotidiana. En resumen el Psicoanálisis operativo es una estrategia para utilizar los conocimientos psicoanalíticos de una manera extremadamente eficiente en la sociedad. El proyecto de psicohigiene propuesto por Bleger tenía por objeto disminuir la probabilidades y porcentajes ya presentes de enfermos mentales en la sociedad, como se había fomentado a principios de siglo para mejorar el bienestar social con el objeto de crear una nueva nación y que sus habitantes.

Bleger estaba en lo cierto cuando decía que el incremento de las enfermedades mentales no se debe enfrentar con un incremento de la cantidad de profesionales sino con una promoción adecuada de la salud.