Adolf Tobeña


TALENTO DESPERDICIADO

Breviario de
desatinos educativos


El 14 de noviembre de 2013 amenicé la ceremonia anual de entrega de los Premios Educaweb (https://www.educaweb.com/premios), dictando una conferencia titulada «Orientar y estimular el talento espontáneo». El evento tuvo como escenario, en esa edición, el Palau de la Música Catalana de Barcelona en medio de un ambiente distinguido, con una sala repleta de público y una nutrida representación de autoridades culturales en las primeras filas, con la consejera de Educación del Gobierno de la Generalitat al frente.

La presentación de mi charla corrió a cargo de uno de los directores de ese portal educativo y tras agradecer mi disposición a contribuir, ya que se me había convocado a última hora al haber fallado otras opciones, el orador se permitió avisar al auditorio con indisimulada gravedad, de que el conferenciante arrastraba fama de provocador y que el contenido de la conferencia —que no conocía— probablemente se acomodaría muy poco —o nada— al pensamiento y los valores propugnados por la organización.

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PREÁMBULO

Talento y escuela

Confieso que tuve la tentación, al ser invitado a comenzar, de dejar el sermón sin estrenar porque eso —el aviso censurador sobre un contenido potencialmente peligroso— no me había pasado nunca antes en mi larga experiencia como conferenciante. No lo hice así, sin embargo, aunque dejé constancia de lo inusual y desabrido de la fórmula introductoria. Preferí, por consiguiente, lanzar aquella perorata que se presumía tan amenazadora.

El libro que ahora se publica es una traslación al papel de aquella charla, con algunas gotas de ampliación y puesta al día del tema, pero sin desviarme del guion o los mensajes que lancé en poco más de media hora —el tiempo fijado de antemano—, en aquella velada vespertina.

La oportunidad de convertir la conferencia en un breve panfleto viene de la mano del director editorial de ED Libros, Félix Riera, que se encontraba entre los asistentes, junto a las autoridades, en su calidad de director de Catalunya Ràdio (la red de emisoras públicas de radiodifusión). Al parecer, captó bastante mejor que yo mismo el desasosiego que generó aquel discurso y en diversas ocasiones, a lo largo de los siguientes años, me había sugerido la necesidad de transformarlo en un documento escueto y manejable. Eso es lo que he tratado de hacer aquí.

El plan de la conferencia era sencillo: aprovechar la circunstancia de tener un selectísimo auditorio de profesionales y jerifaltes de la educación dispuestos a escuchar, para lanzar unos cuantos datos e ideas que pudieran remover, aunque solo fuera durante el rato que duró el discurso, el sacrosanto panorama doctrinal que guía y atenaza las labores pedagógicas desde hace décadas.

Seleccioné, para ello, los hallazgos de frontera más sustantivos sobre la carga genética y los engranajes neurocognitivos de la inteligencia y el carácter. Expuse, con la mayor incisividad que pude, lo que ello implicaba para los cauces a seguir y los objetivos a fijar por parte de los profesionales que deben lidiar con los alumnos a lo largo de todo el período de la escolarización obligatoria. Es decir, el gremio entero de los maestros y profesores que trabajan en primaria y secundaria.

El mensaje que llevaban los datos era directo y expeditivo: la escuela es muy importante para el horizonte vital de los pupilos, pero no es decisiva. La educación reglada tiene un papel ineludible en la formación de las sucesivas hornadas de candidatos a ciudadanos competentes y cultos, pero no es el factor crucial para los itinerarios individuales de cada cual; ni lo es, tampoco, de los rendimientos profesionales y sociales que se consiguen alcanzar más adelante. La buena escuela cumple un papel formidable. Imprescindible, en realidad. Pero es tan solo un acompañante más. Un acompañante que puede ser magnífico, notable o mediocre, según los casos, aunque con una influencia secundaria para ir fijando el curso de las trayectorias personales de los alumnos.

Reconocer eso implica renunciar, de entrada, a las esperanzas de influencia omnímoda que se vierten, con invariable tozudez, sobre el trecho entero de la impregnación escolar. A una penetración moldeadora que se espera, de ordinario, que no tenga límites. Pero hay límites de muy diversa índole y reconocerlo cuesta porque, a pesar de los fracasos reiterados que van deparando las sucesivas reformas educativas, las expectativas de dar algún día con la fórmula correcta y universal no se disipan con facilidad.

Por eso comencé con tiento aquella prédica y decidí acudir al talento en el pórtico. Al espléndido e inagotable mosaico de pericias y habilidades que puede deparar cada nueva generación de alumnos. Sabía que los ingredientes que tendría que discutir, a continuación, no serían de fácil digestión y de ahí que conviniera acercarse a ellos poco a poco.

Este breviario reproduce la secuencia y los contenidos de aquella charla con bastante exactitud. Han pasado más de cinco años desde entonces, pero el farragoso y frustrante panorama doctrinal en pedagogía y la desazón general del gremio de educadores han variado muy poco o nada. De ahí que darle salida, a través de la edición en papel, quizá contribuya a desvelar algún interés. Por fugaz y transitorio que sea ya vale: se trata de ir dejando avisos que ayuden a futuros y bien orientados cambios de rumbo que, más pronto o más tarde, llegarán.

1.1 talento y escuela

La primera obligación de la escuela es alfabetizar. Es decir, convertir a cualquier criatura por más distraída, juguetona o montaraz que sea, en alguien capaz de dominar, con solvencia, la lectura y la escritura en al menos un idioma; y en dominar, además, las reglas y los métodos de cálculo básicos con la precisión y la velocidad requeridas para manejarse, sin problemas, en los entornos con densa carga numérica y operativa de las sociedades tecnológicas actuales. Eso, inocular una instrucción sólida en leer, escribir, calcular y razonar, supone, de hacerse bien, un logro pedagógico enorme. Sensacional, en realidad. Lo es porque esas metas alfabetizadoras no deben darse de ningún modo por descontadas. Si, junto a ello, la escuela consiguiera inocular, de forma firme, el respeto habitual a las normas de convivencia y a los demás ciudadanos, los rendimientos debieran considerarse óptimos. Alfabetizar y civilizar son, por tanto, las dos metas educativas primordiales. Las dianas preferentes del taller de juegos y deberes para la vida que son las escuelas.

Hay que partir de la base de que el entendimiento y el ingenio humano incluyen muchas habilidades que pueden florecer y desarrollarse sin necesidad de acudir a ninguna escuela. Por poner algún ejemplo, no es nada raro que los hablantes más precisos y armoniosos de un idioma sean analfabetos que dominan a fondo la expresión oral, por mera impregnación reiterada a través del contacto con los vecinos en sus aldeas remotas. Y tampoco lo es que haya artesanos que alcancen cimas de pericia y sutileza, en sus creaciones manipulativas, sin haber pasado por el aprendizaje sistemático de ningún oficio. El talento espontáneo que procura la biología de nuestra estirpe da para mucho, aunque no para todo.

La lectura, la escritura y el manejo eficaz de los números y las secuencias o inferencias lógicas hay que entrenarlos activamente, con considerable abnegación, durante prolongados períodos de tiempo. Requieren mucha ingeniería instructiva y a lo largo de bastantes años, quiero decir, porque los sustratos y las propensiones que aporta la «fábrica natural» garantizan muy poco en esos ámbitos. Y aunque es cierto que algunas criaturas consiguen instruirse por su cuenta y sin maestro alguno, necesitan tener alguna herramienta a mano (textos, ábacos, calculadoras o computadores). Huelga decir que esos casos son excepcionales. Rarísimos, en realidad. La inmensa mayoría requiere, en cambio, una instrucción paciente, dedicada y continuada en el tiempo para alcanzar unos rendimientos que no siempre resultan óptimos y que, a menudo, parecen bastante menos que aceptables. Es decir, que prevalece la sensación de que hay un gran desperdicio o un insuficiente aprovechamiento, al menos, del talento disponible.

Ahí es donde emergen los grandes debates doctrinales porque esa costosa instrucción hay que «reglarla» y organizarla. Y no todo el mundo concibe esas reglas, ni desea aplicarlas, del mismo modo. Al contrario: las distancias entre las «ideologías pedagógicas» son formidables y se han convertido, de hecho, en uno de los componentes ineludibles para distinguir entre las familias políticas. Las derechas y las izquierdas, en sus cambiantes denominaciones y en los distintos puntos del globo, suelen promover unos «modelos educativos» claramente distanciados que sufren, a su vez, retoques incesantes que se ensamblan en leyes o informes de gran empaque y menguada durabilidad, porque los resultados se alejan, con tozudez, de los magníficos horizontes que auguraban, sea cual fuere el cóctel promulgado.

En ese embarrado y difícil terreno no me voy a meter, sin embargo, porque tiene muy poco interés a mi modo de ver y el asunto va para largo. Mis objetivos son más modestos y se quedan a las puertas de esos farragosos y eternos debates. Solo pretendo acercarme al conocimiento firme del que ya podemos disponer sobre las raíces del talento espontáneo y del instruido, así como de las maneras más plausibles para propiciarlos y estimularlos o, por el contrario, de entorpecerlos y desperdiciarlos. En la medida de lo posible intentaré, además, que los materiales que vaya discutiendo sean aplicables a cualquier tipo de talento, aunque no formen parte de los programas educativos más comunes y corrientes.



La observación ingenua y desprejuiciada resulta siempre de gran ayuda para acercarse a cualquier disyuntiva problemática y esa de propiciar o perjudicar los talentos de base no se diferencia de las demás. La competición deportiva de alto nivel es un buen escenario para esas miradas frescas y con poca carga de prejuicios sobre la aparición y el cultivo del talento. Y tiene la ventaja añadida de que se pueden contrastar percepciones sobre personajes muy populares, con lo cual todo el mundo puede calibrar su posición personal. Voy a utilizar como paradigma el caso de Lionel Messi.

Nadie discute que se trata de un genio destacadísimo del balompié. Quizás el mayor que haya reinado en los estadios del deporte más popular del planeta. Los que discrepan de tal condición única e inigualable lo sitúan formando parte de un trío de estrellas absolutas en la historia del fútbol, con lo cual la polémica queda zanjada. Todo el mundo le reconoce virtudes excelsas que han salido, aparentemente, de La Masia, la escuela de formación futbolística del
F. C. Barcelona, hasta el punto que, cuando se aleja de ese virtuoso «entorno pedagógico» que comparte con no pocos compañeros del club catalán, su rendimiento tiende a diluirse y no brilla como debiera (véanse si no sus actuaciones con la selección nacional argentina). El «fenómeno Messi» hay que considerarlo, por tanto, como un éxito rutilante de las aproximaciones educativas que priman el entorno de aprendizaje y la tradición cultural (es decir, la escuela o más concretamente, un método de instrucción) para que brote y se desarrolle el talento.

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EL PARADIGMA MESSI

Pero todo el mundo sabe también que La Masia solo ha producido un Messi. Uno solo a lo largo de su larga historia y que el pequeño genio llegó, además, desde el cielo rosarino del Cono Sur, gracias al buen ojo clínico del exfutbolista y entrenador Carles Rexach. Y que a pesar de llevar ya dos décadas intentando reproducir el molde para que cuando llegue el temido declive del astro argentino haya un recambio, no hay manera de obtener un clon. Es decir, hay plena, total y resignada conciencia de que mediante métodos de «escuela» no se generan Messis: esos especímenes surgen y crecen solitos. La naturaleza los «fabrica» por su cuenta con una cierta predilección, eso sí, por los cruces que se han ido dando en mezclas nativas brasileñas y argentinas, para dar salida al exigente talento espacial, visual-motor y gimnástico que demanda el fútbol de alta competición. Esos talentosos jóvenes futboleros pueden mejorarse muchísimo o marchitarse y echarse a perder, claro está, y ahí sí que entran los «entornos pedagógicos» particulares.

En realidad, los dos únicos ingredientes culturales básicos que se requieren para que brote esa forma de talento es que haya balones (eso es absolutamente primordial), y otros chicos o chicas con quien jugar (una condición todavía más relevante). No se necesita nada más, en cuanto a requisitos educativos, porque el talento futbolístico destacado es harina de costal muy selecto y va germinando y madurando por su cuenta. Es harina no instruible, quiero decir, aunque permita algún moldeo sutil de afinamiento para propiciar que alcance cimas inigualadas. Aunque, en el caso de Messi, incluso eso ha sido motivo de profunda discusión, ya que algunos mentores suyos sapientísimos mantienen que ha ido exactamente al revés: que son los distintos equipos del Barça los que han debido amoldarse al talento excepcional, expansivo y siempre evolutivo del «Messías».

Ese es, por tanto, el territorio que quiero desbrozar: ¿cuál es el papel de la escuela para orientar y propiciar el talento de cualquier tipo o modalidad? Es decir, más allá de garantizar la adquisición sólida de una serie de habilidades cognitivas y de contribuir, asimismo, a temperar los modos de comportarse en la plaza pública, ¿en qué medida la escuela puede ayudar o perjudicar la eclosión, el cultivo y el despegue del talento?



Con objeto de acercarse a los vectores que están detrás de los variadísimos talentos cotidianos puede ser útil, para empezar, echar un vistazo a los atributos que distinguen a los genios (1, 10). Se trata de un salto que catapulta hasta ámbitos muy alejados de la cotidianeidad de la escuela, es verdad, pero da igual porque con ello se eluden veredas inciertas que podrían ralentizar el desbroce. Hay que tener presente que los genios no abundan y que la escuela debe llevar a todo el mundo hasta unos mínimos imprescindibles e incentivar, además, a los talentos variados que van surgiendo. Pero esos mismos supuestos invitan a curiosear en los rasgos que caracterizan a las mentes destacadas: las que consiguen dejar una impronta perdurable. Para atrapar así indicios y pistas aprovechables.

Hay consenso en que las vetas que nutren la creatividad genuina se resumen en la flexibilidad ideatoria, el pensamiento divergente y la plasmación elegante (30, 87). Es decir, todo lo que agrupamos bajo los conceptos de capacidad inventiva u originalidad cognitiva, en cualquier ámbito de la germinación de ideas: elaborar nociones rompedoras y plasmarlas en fórmulas o productos radicalmente nuevos. Contribuir, por tanto, a generar una novedad incitadora y, muy a menudo, provechosa y hasta placentera. En dos palabras: ingenio y artesanía. Luego legiones de mandarines se ocuparán de elevar las mejores piezas de esas composiciones al Olimpo de las distintas artes y ciencias, aunque eso no importe aquí.

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MANANTIALES DE CREATIVIDAD

La elaboración creativa requiere, usualmente, dos pasos o estadios: 1) alumbrar bosquejos ideatorios y jugar con ellos con audacia y sin inhibiciones; y
2) transformar esos destellos y bocetos mentales en objetos bellos e inesperados. El proceso creativo combina, por tanto, la imaginación rompedora con la plasmación elegante. Aunque el talento surge a menudo de la sintonía entre la inventiva y la destreza artesana no siempre responde a esa fórmula. Hay aptitudes motoras que no demandan un flujo ideatorio previo: hay privilegiados que caminan, corren, saltan, bailan, cantan e incluso dibujan con una gracia inigualable y espontánea. Lo hacen de manera «automática», sin esfuerzo apreciable ni instrucción sistemática. Por otro lado, hay ideación profundamente innovadora en cerebros privados de comunicación a través de la gestualidad o el habla, de manera que necesitan asistencia (humana o artificial) para trasladar sus elaboraciones mentales a los demás.

Para acercarse al meollo de la creatividad hay que partir de la noción que, en la mayoría de casos, surge de la fusión entre la ingenuidad imaginativa y la elaboración desafiante (9a, 10, 80, 104), aunque hay concreciones excepcionales, tanto en tareas cognitivas como en ejercicios meramente corporales, que no necesitan, en principio, aquel cóctel feliz. Para que surja esa clase de novedad sorprendente y muy apreciada hay que atrapar fugaces destellos ideatorios y engarzarlos o mezclarlos de modo no convencional (divergente); hay que afanarse en encontrar brechas incisivas que apunten a soluciones viables, hurgando con todo tipo de punzones cognitivos; y hay que conseguir, por último, concretar alguna de esas elaboraciones primerizas en esquemas que pregonen plasmaciones felices para uno mismo y culminarlas, luego, en composiciones valiosas para los demás. Ahí radica el meollo de la creatividad.

Todo ello requiere que se hayan formado vías e interconexiones remotas entre distintos sistemas de germinación cognitiva, en el cerebro, y que se hayan originado nuevas rutas de plasmación efectiva, en la circuitería sensorio-motora, para dar lugar a resultados evaluables.

La tabla I incluye los atributos típicamente asociados a la creatividad: «novedad», «belleza», «elegancia» y «perfección» son los estandartes para varias familias de adjetivos con campos semánticos similares. Si a ese cuarteto esencial le añadimos la «utilidad», el ámbito entero de las soluciones técnicas (dibujadas, diseñadas, ingenieriles) tiene la puerta franca para acceder al palacio de las creaciones artísticas. La misma tabla describe, asimismo, las reacciones inducidas por los objetos creativos: capturan la atención al promover una sorpresa genuina que puede ir seguida de admiración profunda y de reverencia, incluso.

Tabla i.
Cualidades de la ideación creativa con plasmación provechosa

  • Novedad (frescura, sorpresa, originalidad, extravagancia...)

  • Belleza (simetría, brillantez, fulgor...)

  • Elegancia (armonía, delicadeza...)

  • Perfección (complejidad, hondura...)


Captura Atencional + Admiración + Reverencia