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Akal / Pensamiento crítico / 83

Luis Fernando Medina Sierra

Socialismo, historia y utopía

Apuntes para su tercer siglo

Premio Internacional de Pensamiento 2030

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La utopía y la historia coexisten dialécticamente. La historia genera y da significado a las utopías, las utopías guían acciones que, a su vez, moldearán la historia. El socialismo es una encarnación de esta dialéctica, probablemente la de mayor impacto, mírese como se mire. Nuestros tiempos están generando su propio conjunto de desafíos y, con ellos, nuevas utopías y nuevas herramientas que podemos usar para perseguirlas.

Con su orgullosa tradición de defender la libertad, la igualdad y la solidaridad, el socialismo nos señala un camino prometedor. ¿Lo tomaremos?

«Una evaluación rigurosa de las tradiciones políticas socialistas desde la perspectiva de sus utilidades para una renovación de los movimientos igualitaristas y emancipadores contemporáneos.» César Rendueles

 

«Socialismo, historia y utopía constituye una contribución crucial a la ampliación de los imaginarios políticos actuales que debería resultar de la máxima relevancia para cualquier persona interesada en afrontar los desafíos sociales de nuestro tiempo a través de una profundización en la democracia», del fallo del Jurado del Primer Premio de Pensamiento 2030.

Luis Fernando Medina Sierra estudió Economía en la Universidad de los Andes y Filosofía en la Universidad Nacional de Colombia y luego obtuvo su doctorado en Economía en la Universidad de Stanford. Ha sido profesor de Ciencias Políticas en diversas universidades, entre ellas la Universidad de Chicago, la Universidad de Virginia y la Universidad Carlos III de Madrid. Es autor de varios artículos y libros sobre modelos formales de economía política y sobre filosofía política de la justicia social y el socialismo. Entre sus publicaciones destacan A Unified Theory of Collective Action and Social Change (2007), El fénix rojo. Las oportunidades del socialismo (2014) y Beyond the Turnout Paradox. The Political Economy of Electoral Participation (2018).

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Sergio Ramírez

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© Luis Fernando Medina Sierra, 2019

© Ediciones Akal, S. A., 2019

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4834-3

PRESENTACIÓN

Es un tópico, pero un tópico con una semilla de verdad, que las épocas turbulentas constituyen un acicate para el pensamiento crítico. Las crisis sociales quiebran nuestra aceptación de la facticidad presente como único horizonte de futuro y sacan a la luz la contingencia histórica de los consensos colectivos que organizan nuestra cotidianidad. El propio origen histórico de las ciencias sociales fue un efecto secundario de las intensas conmociones sociales que atravesaron las dinámicas de modernización occidentales hace doscientos años. La creación de las economías industriales, la aparición de los estados liberales modernos y la movilización política vinculada a los procesos de democratización hicieron saltar por los aires las convicciones y las formas de relación social sedimentadas durante siglos y obligaron a un esfuerzo teórico de explicación de las nuevas realidades emergentes, pero también a un ejercicio de imaginación política.

De modo análogo, la llamada Gran Recesión que se inició en 2008 ha sacado a la luz la fragilidad del mesianismo mercantilizador que dominó el mundo durante las décadas doradas de la globalización, a finales del siglo XX y principios del XXI. Hoy apenas un puñado de fanáticos atrincherados en sus cátedras de economía y sus tertulias de radio siguen defendiendo la idea de que la precarización laboral y la privatización de los servicios públicos son hitos positivos de un proyecto ecuménico que nos conducirá a la concordia y la prosperidad generalizadas. La crisis contemporánea ha tenido el extraño efecto de devolver la visibilidad a problemas –como la desigualdad y la pobreza material, la amenaza del totalitarismo o la degradación de las democracias liberales– que imaginábamos sepultados en la escombrera de la historia, pero sin el conjunto de herramientas políticas de las que el siglo pasado se dotó para afrontar estos conflictos.

Una de las pocas cosas de las que podemos estar razonablemente seguros es de que la repetición literal de las intervenciones que en el pasado parecieron esperanzadoras son hoy caminos cegados: los estándares de libertad personal y democracia que en la actualidad nos parecen irrenunciables eran inimaginables para los movimientos emancipadores del siglo pasado; el intento de embridar la economía capitalista a través del desarrollismo consumista es un callejón sin salida en un mundo al borde del colapso medioambiental; el sindicalismo reformista parece una lejana utopía de fraternidad en un mundo arrasado por la precarización laboral… Pero el siglo XX también nos ha legado una lección irrenunciable, a pesar de la distancia temporal y conceptual que nos separa de esa época: un nutrido acervo de ejemplos de cómo las situaciones históricas que parecen la antesala de la catástrofe civilizatoria pueden dar lugar tanto, efectivamente, al terror, el enfrentamiento y la involución como a una aceleración de los caminos de la emancipación. Es radicalmente falso que las crisis, como tantas veces se dice, sean una oportunidad: siempre están llenas de dolor para la mayoría social y solo una pequeña elite logra parasitar en provecho propio el sufrimiento generalizado. Pero la salida a esos momentos de tensión no está escrita de antemano ni circula necesariamente por el lado malo de la historia. Al contrario, a veces son el preludio de dinámicas de progreso e imaginación política incrementada, de momentos muy especiales en los que lo que parecía utópico e inalcanzable se acepta repentinamente con la mayor naturalidad.

El Premio Internacional de Pensamiento 2030 nace con la intención de contribuir a esa ampliación de la imaginación social, estética, política, filosófica, moral o científica. Aspira a extender el bagaje conceptual de personas procedentes de tradiciones culturales y políticas diversas, pero interesadas en afrontar los desafíos de nuestra contemporaneidad a través de una profundización en la democracia. El ensayo de Luis Fernando Medina Sierra premiado en esta primera convocatoria responde con creces a esta premisa. Socialismo, historia y utopía es una evaluación rigurosa de las tradiciones políticas socialistas desde la perspectiva de sus utilidades para una renovación de los movimientos igualitaristas y emancipadores contemporáneos.

Se trata de una obra erudita y con una profunda sensibilidad histórica, que problematiza la relación entre utopía y racionalismo en las corrientes ilustradas posteriores a la Revolución francesa, analiza la tensión fructífera entre los universos conceptuales de Hegel y Marx y, sobre todo, revisa las distintas experiencias socialistas del siglo XX. Sin embargo, en ningún caso cae en la mera doxografía ni trata de establecer un veredicto definitivo acerca de las luces, sombras y tinieblas de las políticas socialistas pasadas en distintos lugares del mundo. Más bien presenta esas experiencias como el resultado de circunstancias históricas muy concretas, vinculadas a los procesos de modernización, que ya no son las nuestras. No para desechar la posibilidad del socialismo, sino para pensarlo sobre bases más cercanas a los problemas y oportunidades que caracterizan nuestro tiempo. Como el propio Medina explica: «El significado de la utopía, su relevancia como guía para la acción, ha cambiado y sigue cambiando. Visto de esta manera, el reciente palpitar de la izquierda, incluso de la izquierda socialista, un palpitar aún tentativo pero no por ello menos importante y sorprendente, es el producto de una nueva etapa histórica en la que la noción misma de utopía, para qué sirve y por qué nos debe importar, está cambiando. No desapareciendo, sino cambiando. (…) Sea cual sea la suerte del socialismo en este siglo, dependerá de la sociedad de nuestro tiempo, no de sociedades del pasado».

César Rendueles

Presidente del Jurado del Premio Internacional de Pensamiento 2030

PREFACIO

Michelangelo y Philippe

Cuando el papa Clemente VII encargó a Miguel Ángel Buonarroti pintar el fresco El Juicio Final en la Capilla Sixtina, muy seguramente sabía que estaba haciendo una contribución muy significativa a las artes en su calidad de uno de los mecenas más poderosos de su tiempo. Al fin y al cabo, le estaba pidiendo a un pintor muy eminente que hiciera el cuadro más importante para la cristiandad, al menos en lo que a ubicación se refiere. Lo que no tenía forma de saber es que, de una manera muy indirecta pero en todo caso tangible, estaba haciendo también una contribución al socialismo.

En efecto, la grandeza de Miguel Ángel fue una de las razones por las que dos siglos después la familia Buonarroti aún se contaba entre las más notables de Toscana. Tanto es así que el gran duque Leopoldo, queriendo velar por el bienestar de los descendientes de grandes florentinos, mostró interés y algo de afecto hacia el más reciente continuador del linaje, un graduado de la Universidad de Pisa llamado Filippo Buonarroti. El joven Filippo, hecho caballero por el gran duque, mantuvo sin embargo su independencia de criterio, adoptando la versión francesa de su nombre (Philippe) al tiempo que se sumía de cabeza en el torbellino del acontecimiento histórico más importante de su tiempo, la Revolución francesa, como uno de los primeros militantes comunistas de la era moderna. Participó en la Conjura de los Iguales dirigida por François Babeuf y, a diferencia de muchos de sus compañeros, vivió para contarla, escribió una crónica de la conspiración y continuó su carrera de activista político y perenne agitador hasta su muerte en 1837.

Aparte de los apellidos, otros hilos unen a estos dos hombres a través de la distancia de varias generaciones. Los contemporáneos de Philippe sabían de su ilustre ancestro y buscaban en él pistas de talento familiar. Por su parte, él no los decepcionaba y daba muestras de una gran avidez de aprender y una indomable pasión, en su caso por la política más que por las artes. Pero dejando de lado los detalles biográficos, al fin de cuentas accidentales, debemos poner atención a un nexo más profundo, de carácter intelectual, que une no solo a estos dos hombres sino a millones a través de los siglos.

La imaginación judeo-cristiana se ha visto atraída desde siempre por la noción del fin de los tiempos. Los temas apocalípticos han sido una constante fuente de inspiración y retos para la cristiandad; cuando lo pintó, el fresco de Miguel Ángel formaba ya parte de una larga tradición. Aun así, generó un gran impacto en su tiempo al incluir muchos nuevos elementos, tomados del humanismo florentino de su tiempo, tales como la figura apolínea de Jesús, musculoso, rasurado y en movimiento, justo en el centro de toda la acción, con el sol detrás, un sol de matices platónicos que también podría servir como una alusión a la cosmología heliocéntrica que en aquel punto ya era conocida (pero aún no condenada) por el papado[1].

Al tratarse de una obra maestra ubicada en el centro mismo de poder del papado, el fresco de Miguel Ángel se desmarca un tanto de otra tradición del pensamiento apocalíptico que había generado dolores de cabeza para la ortodoxia desde hacía ya varios siglos: la tradición iniciada por Joaquín de Fiore (fallecido en 1202) quien propuso en el siglo XII una lectura explícitamente histórica del Apocalipsis. Para de Fiore, el Apocalipsis no era solamente una revelación de la divinidad sino también un bosquejo de la historia humana tal que quien lo interpretara correctamente encontraría en él el anuncio del comienzo inminente de una nueva era en la tierra: la era del Espíritu Santo, un Sabbath final de paz y libertad en el que los cristianos podrían finalmente sacudirse del yugo del sufrimiento y el trabajo.

El humanismo y el milenarismo han coexistido siempre en el pensamiento político occidental, no siempre en forma armoniosa. El primero apuesta por la razón y confía en que gracias a ella se podrá llevar una vida digna de ser vivida, al menos por quienes la acepten como guía. El segundo, en cambio, apuesta por una transformación espiritual, incomprensible para el examen racional, una transformación que podría lograr lo imposible: una vida no simplemente mejor, sino perfecta.

Aunque Philippe Buonarroti y sus compañeros de conspiración desdeñaban los debates teológicos, estaban, así no lo supieran ellos mismos, escenificando una vez más la tensión entre estos dos elementos. En tanto que hombres de la Ilustración francesa, habían aceptado las ideas centrales de los filósofos del momento, entre ellas la idea de que mediante el uso de la razón era posible construir nuevas instituciones, incluso nuevas sociedades, que harían que las sociedades anteriores parecieran grises, toscas y miserables en comparación. Ese fervor ideológico era compartido por los grandes pensadores de la Revolución, independientemente de cuál bando hubieran tomado en los debates en los que finalmente se habría de consumir la joven república. La Ilustración se veía a sí misma como heredera directa del humanismo, una heredera asertiva capaz de convertir la racionalidad en el principio central no solo de la ciencia y la moral, sino también de la legislación y la política. Pero los babeuvianos estaban dispuestos a ir más allá. Para ellos, cualquier cosa que no fuera lograr la plena igualdad, la destrucción de todos los privilegios existentes, incluso aquellos de los miembros acaudalados del Tercer Estado que habían liderado la Revolución, era una rendición abyecta.

A diferencia de los milenaristas píos de generaciones anteriores, estos hombres no estaban contando con la oración y la contemplación para alcanzar sus metas increíblemente ambiciosas. Tampoco estaban esperando a que lo que Kant había llamado pocos años atrás «la leña torcida de la humanidad» se enderezara; estaban dispuestos a actuar en el mundo tal como lo encontraron en ese mismo tiempo y en ese mismo lugar. Valientes, impetuosos, algunos de ellos con un perturbador gusto por la violencia (aunque en un contexto político en el que aquello era casi un requisito de empleo) lanzaron el primer movimiento político moderno dedicado a la destrucción del orden económico que ahora llamamos capitalismo. Había nacido el socialismo moderno.

[1] V. Shrimplin-Evangelides, «Sun Symbolism and Cosmology in Michelangelo’s Last Judgment», The Sixteenth Century Journal 21/4 (1990), pp. 607-644.

CAPÍTULO I

Una tradición extraviada

Más de dos siglos nos separan de los babeuvianos. El paso del tiempo ha hecho que el socialismo sea ya parte de la historia. Los babeuvianos fueron los primeros de un largo linaje de revolucionarios que creyeron ser los portadores del futuro. Pero ha habido tantas adiciones a este linaje que ya se puede decir que el futuro tiene una historia. Una tradición revolucionaria es una especie de oxímoron: una tradición de romper con la tradición. Pero esta es justamente la situación en la que se encuentra ahora el socialismo tras dos siglos.

A lo largo de su historia, el socialismo se ha acostumbrado a estar siempre bajo asedio. Todo panteón socialista incluye hombres y mujeres que, desafiando todo tipo de adversidades, lo arriesgaron todo (y con frecuencia lo perdieron) en favor de la causa. Pero ahora, tal vez por primera vez, el socialismo se enfrenta a una perspectiva acaso más aterradora que la persecución y la derrota: la irrelevancia. La caída de los regímenes comunistas en 1989 convirtió al socialismo en algo que no había sido en mucho tiempo: una utopía en el sentido literal del término de algo que no existe en ninguna parte (aunque aún hay bastiones como Cuba y China, la segunda economía más grande del mundo, liderada por el Partido Comunista, no es exactamente un sistema capitalista puro).

Sin embargo, el socialismo aún conserva un lugar en nuestra imaginación política contemporánea y aparece en los sitios más inusitados. En Estados Unidos los socialistas han mostrado una asertividad creciente. Candidatos que orgullosamente exhiben el título de socialistas se presentan a las elecciones con buenos resultados como Bernie Sanders en las primarias demócratas del 2016 o la nueva cosecha de jóvenes aspirantes al Congreso en el 2018. Las organizaciones socialistas han crecido a un ritmo sin precedentes. Entre el 2016 y el 2018 la membrecía de Democratic Socialists of America se multiplicó por ocho y hoy en día cuenta con más de cuarenta mil miembros, convirtiéndose en la organización socialista más grande de Estados Unidos desde que, en 1956, el Partido Comunista se vino abajo tras las denuncias de Khruschev contra Stalin. Bajo el liderazgo de Jeremy Corbyn el Partido Laborista británico ha recuperado el programa socialista que alguna vez defendió.

Al mismo tiempo, el socialismo sirve como un buen espantajo. Recientemente el secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Steven Mnuchin, se jactaba de haberle arrancado la economía norteamericana a las fauces del socialismo. El nuevo presidente del Brasil también prometía «liberar a su país del socialismo» en su discurso inaugural. Ejemplos como estos se pueden encontrar en muchas partes, no solo en las Américas. El socialismo, pues, ha vuelto al lugar en el que se hallaba a mediados del siglo XIX, buscando su propia identidad, agenda e ideas y, como en los tiempos en los que Marx y Engels escribieron el Manifiesto comunista, llevando la vida incorpórea de un fantasma que recorre, no ya Europa, sino el mundo entero.

«El dios que falló», «el pasado de una ilusión»[1]. Estos son solo algunos de los títulos más influyentes en lo que ya constituye todo un género ensayístico con un tema común: la historia del socialismo en el siglo XX es más que suficiente para enviarlo al olvido. Para antisocialistas férreos, con lo visto ya no hace falta más. Se trata, sin duda, de una línea de argumentación de innegable eficacia política.

Si nos detenemos a pensar un momento, veremos algo extraño, posiblemente acertado pero extraño, en estos retratos del socialismo. Aún si nos limitamos a los estados comunistas, estamos hablando de más de setenta años de la historia mundial y de aproximadamente un sexto de la población mundial. Pocas veces usamos el término «fracaso» para referirnos a un fenómeno tan vasto. Nadie habla, por ejemplo, del fracaso de la esclavitud.

Lo extraño de este lenguaje es su énfasis en la acción. Algo, mejor dicho, alguien o algunas personas, fracasaron. Por supuesto, muchas políticas y muchas colectividades fracasan. Pasa todo el tiempo. Pero, fuera lo que fuera, el comunismo era más que una serie de políticas y la gente asociada con él vivió durante un siglo, impulsando todo tipo de iniciativas. Algunas fracasaron estrepitosamente. El Gran Salto Adelante de China condujo a una hambruna descomunal. Otras tuvieron éxito pero a un costo probablemente inaceptable. La industrialización soviética de los años treinta impuso enormes sacrificios sobre la población pero sus resultados fueron genuinamente impresionantes. Otras fueron un éxito sin discusión. Muchos países comunistas lograron erradicar rápidamente el analfabetismo, a veces partiendo de niveles de atraso desoladores.

¿Qué se está diciendo, entonces, cuando todas estas iniciativas tan dispares se colocan bajo una misma rúbrica y se les declara un fracaso? Ningún intelectual se referiría la historia de ningún país que no haya estado bajo gobierno comunista como un éxito o un fracaso. Cualquier balance de un periodo de tiempo tan prolongado en, digamos, Turquía o Brasil, o incluso la pequeña potencia económica de Singapur, estaría lleno de matices, señalando todo tipo de logros y frustraciones. Llama la atención que los habitantes de los antiguos países comunistas tienden a notar mucho más esos matices a la hora de evaluar la historia de sus países. Sus percepciones del periodo comunista a veces son nostálgicas e incluso, sobre todo en el caso de los veteranos de guerra, llenas de orgullo. En ese sentido, no se diferencian de los habitantes de cualquier otro país.

Pero sí hay un sentido en el que el comunismo se diferenciaba de las demás experiencias de gobierno del siglo XX: el hecho de que sus protagonistas expresaban el propósito de construir otro tipo de sociedad. Había muchos desacuerdos entre ellos acerca de lo que estaban construyendo (como en cualquier otro país) y aun cuando se llegaba a un acuerdo entre los altos jerarcas nada aseguraba que dicho acuerdo se fuera a llevar a la práctica (como ocurre con tantas políticas). Pero la expresión de propósito era innegable, vehemente.

Los políticos se pasan la vida expresando propósitos con gran vehemencia y sin embargo hemos aprendido a no tomarlos demasiado en serio. Pero en este caso, se trataba de una expresión que no se podía tomar a la ligera. Tenía un carácter ubicuo y se utilizaba como justificación de todo tipo de políticas, muchas de ellas sin precedentes y que no hubieran tenido ningún sentido si no estuvieran al servicio de dicho propósito.

No les falta razón a los antisocialistas cuando hablan de un proyecto socialista durante el siglo XX aunque a veces exageren su coherencia interna. Tampoco les falta razón cuando dicen que algunas de las peores atrocidades fueron cometidas por personas que abiertamente se declaraban partidarias de dicho proyecto. Toda la evidencia disponible indica que en ninguno de los países que estuvieron bajo gobierno comunista la población tiene deseos de repetir la experiencia en exactamente los mismos términos. En ese sentido, no está del todo descaminado usar el lenguaje de la acción política implícito en la expresión de «fracaso».

Pero por sí mismo, esto no nos dice mucho. En nuestra vida diaria tenemos múltiples fracasos y las lecciones a extraer cambian según el episodio. A veces el fracaso es tan estruendoso y convincente que simplemente salimos corriendo en dirección opuesta, para no intentar nunca más lo que sea que estábamos haciendo. Otras veces, en cambio, nos detenemos a preguntarnos si otro método hubiera sido mejor en busca de la misma meta. Incluso hay ocasiones en las que el fracaso lo experimentamos como una ocasión para aprender sobre nosotros mismos, como algo que gustosos repetiríamos si nos viéramos en las mismas circunstancias. El fracaso como tal no encierra ninguna lección específica.

En el caso del socialismo, ¿qué lección deberíamos extraer de su supuesto fracaso? ¿Deberíamos renunciar de una vez por todas a cualquier proyecto que tenga el más mínimo rasgo socialista? ¿Deberíamos intentar de nuevo, con otros métodos? Inclusive un antisocialista, si está interesado en el análisis más que en la estridencia, debe tratar de hacer un riguroso balance de la historia del socialismo.

El antisocialismo ya ha formulado una respuesta coherente a este respecto, asociada especialmente al trabajo de pensadores como Friedrich Hayek, Ludwig von Mises y, con algunos diferentes matices, Karl Popper[2]. Desde esta perspectiva, el pecado original del socialismo se halla precisamente en sus comienzos, en su intento de proponer un bosquejo de sociedad. Según este diagnóstico, los socialistas arrancan de un conjunto de aspiraciones normativas y de allí pasan inmediatamente a formular un programa político que supuestamente colmaría dichas aspiraciones.

Así las cosas, el fracaso del socialismo estaba ya latente aún antes de aquel 6 de noviembre de 1917 cuando Lenin dijo «ahora procederemos a construir un orden socialista». Su programa estaba destinado a fracasar porque cualquier programa, cualquier proyecto político que busque transformar la sociedad guiándose por aspiraciones normativas tarde o temprano se estrellará contra el hecho tozudo de que las sociedades son, siguiendo la memorable expresión de Hayek «órdenes espontáneos», es decir, que las sociedades no se diseñan sino que evolucionan con el paso de los años.

Se trata, sin duda, de una posición intelectual formidable. Tiene el mérito de haber sido formulada en tiempo real. Las críticas de Hayek al socialismo fueron publicadas en una época en la que muchos economistas serios consideraban inminente el momento en que la Unión Soviética desplazaría a los Estados Unidos como la gran potencia económica mundial. Sin duda, los eventos de 1989 debieron ser para él una gran reivindicación.

Por mucho que se discrepe de esta postura, no debe ignorarse. Cualquier defensa intelectual del socialismo en nuestro tiempo tiene que ofrecer una respuesta a esta crítica libertaria. Buena parte del presente libro es un intento de dar dicha respuesta.

Antes de entrar en detalles, voy a saltar brevemente a la conclusión. Sí. Hay un nexo entre la veta utópica del socialismo y su caída en el siglo XX. Pero aunque las revoluciones de 1989 son usualmente consideradas el fin de la utopía, creo que sería mejor verlas como el fin de cierto tipo de utopía, más aún, el fin de cierto tipo de relación entre la utopía y la política surgido en un contexto histórico concreto. El significado de la utopía, su relevancia como guía para la acción, ha cambiado y sigue cambiando. Visto de esta manera, el reciente palpitar de la izquierda, incluso de la izquierda socialista, un palpitar aún tentativo pero no por ello menos importante y sorprendente, es el producto de una nueva etapa histórica en la que la noción misma de utopía, para qué sirve y por qué nos debe importar, está cambiando. No desapareciendo, sino cambiando.

Aún está por definirse la nueva forma que tomará la utopía y qué contenidos socialistas albergará. En ese sentido, veo un paralelo entre la situación del socialismo en nuestro tiempo y la del liberalismo en el siglo XVII. En aquel tiempo existía ya una venerable tradición de ideas liberales e incluso de políticas liberales. Incluso ya algunas de las sociedades más dinámicas del momento estaban adoptando dichas ideas, no solo como un conjunto de recetas, que también, sino como un componente central de su cultura y sus valores. Pero el liberalismo como tal se hallaba aún en una etapa inmadura porque, al fin y al cabo, las ideologías no son simplemente entes que flotan supérstites sobre sociedad. Fue necesario mucho tiempo para que finalmente el liberalismo tomara cuerpo en las instituciones, las prácticas y, eventualmente, en la cultura y la cotidianidad de la sociedad. Quiero proponer aquí la conjetura de que algo similar puede ocurrir con el socialismo. Muchas de sus ideas están aún en desarrollo pero debido a varias tendencias de cambio en la sociedad, este proceso puede acelerarse y fortalecerse.

[1] R. Crossman (ed.), The God that Failed, Nueva York, Columbia University Press, 2001. F. Furet, The Passing of an Illusion: the idea of Communism in the 20th century, Chicago, University of Illinois Press, 1999 [ed. cast.: El pasado de una ilusión. ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, México, Fondo de Cultura Económica, 1995].

[2] F. Hayek, La fatal arrogancia. Los errores del socialismo, Madrid, Unión Editorial, 2010. L. Von Mises, Socialismo. Análisis económico y sociológico, Madrid, Unión Editorial, 2009. K. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, Madrid, Paidós Ibérica, 2010.