cubierta.jpg

Akal / Inter Pares

Pablo Lazo Briones

J. M. Coetzee: Los imaginarios de la resistencia

Prefacio: J. M. Coetzee

logoakalnuevo.jpg 

 

 

En su forma no evidente, las prácticas culturales tienen como trasfondo un imaginario —racista, bélico, imperialista en el peor de los casos— que sólo es posible transformar mediante una disrupción enérgica. Es así como se pone en marcha la hipótesis política y cultural de este libro, en el que los escenarios planteados por J. M. Coetzee en sus novelas son vistos como percutores críticos, disparadores de la acción de resistencia.

Con el instrumental de la literatura comparada y de la filosofía política contemporánea, Lazo Briones traza un mapa de interpretación de la obra del Nobel de Literatura 2003 para desvelar la universalidad de su problemática ética y de su compromiso de denuncia, el cual, sin concesiones frente al racismo, la violencia o la hegemonía del poder, busca sus fisuras conceptuales para deconstruirlos. No obstante, lo hace sin transitar por la filosofía meramente teórica o por el panfleto político: del mismo modo en el que las representaciones se han utilizado para exponer un concepto —el carro alado de Platón es un caso—, la crudeza de las imágenes en Coetzee toca al lector en el ámbito más íntimo de su vida y suscita un cuestionamiento sobre su sitio en el mundo.

La estética literaria, utilizada así, a través de personajes disruptores de la moral admitida, ofrece un punto para dislocar el entorno político, para cuestionarlo desde su base. De este modo, los imaginarios de la resistencia alojados en las novelas de Coetzee son llevados a un plano de reflexión y crítica sin localización geográfica, para activarlos como un arma crítica en contra de la cultura y de los imaginarios de la opresión y censura.

Pablo Lazo Briones se doctoró en Filosofía por la Universidad de Deusto, Bilbao, bajo la dirección de Patxi Lanceros. Es autor de Char­les Taylor. Hermenéutica, ética y política (2016); Crítica del multiculturalismo, resemantización de la multiculturalidad (2010) y La frágil frontera de las palabras. Ensayo sobre los débiles márgenes entre filosofía y literatura (2006). Escribió también la novela De retorno (de próxima aparición).

Es co-compilador y coautor en los libros colectivos Las encrucijadas de J. M. Coetzee. Miradas filosóficas de un creador literario (2016), Alain Badiou. Ética y política (2016) y Slavoj Žižek. Filosofía y crítica de la ideología (2012), entre otros. Tradujo de Robert Pippin Nie­tzsche, la psicología y la filosofía primera (2015), y de Richard Bernstein El giro pragmático (2014).

Actualmente es director del Departamento de Filosofía en la Universidad Iberoamericana y miembro del Sistema Nacional de Inves­tigadores Nivel 1 en México.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© 2017, Pablo Lazo Briones

John Maxwell Coetzee, por el prefacio (título original: “On Censorship”)

Fernando J. Villalovs, por la traducción del prefacio

© D. R. © 2017, Edicionesakal México, S. A. de C. V.

Calle Tejamanil, manzana 13, lote 15,

colonia Pedregal de Santo Domingo, Sección VI,

delegación Coyoacán, CP 04369,
Ciudad de México

Tel.: +(0155) 56 588 426

Fax: 5019 0448

www.akal.com.mx

ISBN: 978-84-460-4853-4

PREFACIO

Sobre la censura

J. M. COETZEE

En 2002 me fui de Sudáfrica, mi país de nacimiento, y me mudé a Australia. Mi solicitud de residencia fue apoyada por una serie de escritores australianos.[1]

Al haberme mudado y ya instalado, le mencioné a uno de estos colegas escritores que estaba trabajando en un libro nuevo. “Más vale que pronto mandes tu aplicación al Consejo Australiano”, me recomendó. “La fecha límite se acerca.”

“¿Qué quieres decir con mi aplicación al Consejo Australiano?” le pregunté.

“Tu aplicación para recibir financiamiento”, me explicó. “Ahora que estás en Australia puedes solicitar un financiamiento que te apoye mientras escribes el libro. Con tu trayectoria, no tendrás problema alguno para conseguirlo.”

¿Apoyarme mientras escribo el libro? ¿De qué me estaba hablando?

El Consejo de Australia para las Artes [Australian Council for the Arts], me explicó pacientemente, es un organismo establecido por el gobierno para proporcionar apoyo financiero a artistas de todo tipo, incluyendo escritores, a fin de que puedan llevar a cabo su trabajo. “¿Por qué te ves tan sorprendido?”

“En Sudáfrica nunca ha habido apoyo estatal para escritores, incluso en la nueva Sudáfrica democrática. Durante casi toda mi vida viví bajo un gobierno cuya única intervención en la vida de los escritores consistía en obstaculizar la práctica de su trabajo, no en ayudarlos. En Sudáfrica nos sentíamos afortunados de que el Estado no tomara interés en nosotros.”

Alrededor de 1990, cuando se empezaba a desmantelar la legislación creada por el Estado del Apartheid, la censura estatal era un hecho de vida para los escritores en Sudáfrica; era el trasfondo en el cual todos los artistas operaban: los novelistas, dramaturgos, poetas y cineastas, sin mencionar periodistas, editores y editoriales.

Escribir bajo censura era un hecho de la vida en el sentido de que no podía ignorarse la mirada del censor. Incluso si el escritor decidía escribir como si no existiera la mirada del censor, como si escribir sólo fuera escribir, la escritura siempre tomaba lugar bajo el ojo ignorado del censor. El censor continuaba ahí, en la habitación, en la escena de escribir; era un visitante no bienvenido, no invitado, ignorado.

Ignorar es un verbo interesante. En español tiene dos sentidos: primero, no saber; segundo, saber pero ignorar. Ignorar en inglés, ignore, sólo tiene un sentido, el segundo. Si ignoras a alguien, significa que sabes que la persona está ahí pero te comportas como si no estuviera ahí. No es posible, en inglés, estar inconsciente de la persona a quien ignoras.

Sin sorpresa alguna, desarrollé interés en la censura —no sólo en la institución de la censura estatal, sino también en las dinámicas internas de la relación escritor-censor, la relación que el escritor quiere ignorar—. Con el tiempo escribí un libro sobre el tema, publicado en 1996 bajo el título Giving Offense, donde discuto los efec­tos que la censura estatal tiene sobre los escritores y sobre la escritura, así en la era del Apartheid en Sudáfrica como en la Unión Soviética y en Europa del Este antes de 1989.

Mi interés en el tema revivió cuando, hace unos años, se publicó un libro sobre el sistema de censura en Sudáfrica: The Litera­ture Police, de Peter McDonald. Las investigaciones realizadas por McDonald y por otro académico africano, Hermann Wittenberg, sobre los archivos de los censores, me abrieron los ojos, así como a otros escritores de mi generación, porque nos dio una visión muy íntima de cómo el enemigo veía nuestras actividades, por así decirlo.

Utilizando materiales que estos académicos dieron a conocer, propongo visitar algunos de mis libros escritos en los setenta y ochenta, libros examinados por los censores y que revelan mucho sobre la actividad de la censura. A partir de aquí haré unos comentarios, primero sobre la censura como institución, después sobre aquello que hace la censura a la psique humana.

De manera preliminar, permítanme decir algunas palabras sobre el sistema de censura sudafricana: qué objetivo tenía y cómo funcionaba.

En los setenta, cuando empecé a publicar obras de ficción, el Estado sudafricano estaba pasando de lo que yo llamo “la fase utópica del Apartheid” hacia lo que denomino su fase de Realpolitik.

En la fase utópica, la elite gobernante —el Partido Nacional, respaldado por la Iglesia Calvinista, el sistema educativo y las fuerzas armadas— trató de construir un muro alrededor del país para aislarlo del mundo, con el propósito de que detrás de ese muro protector pudiese organizar y regir una sociedad que se conformara a los dictados de Dios —Dios siendo el Dios Protestante de Calvino.

En la fase de Realpolitik, la elite revisó sus ambiciones a la baja. Ahora se veía comprometida al teatro africano de una guerra mundial, a veces guerra fría, a veces caliente, una guerra en donde la Sudáfrica blanca quizá podría utilizar todavía sus recursos estratégicos para negociar un lugar en el lado ganador, que por supuesto sería el de Estados Unidos.

Uno de los instrumentos del control estatal durante estas dos fases fue la censura. (Recuerden que estamos hablando de una era pre-electrónica, donde el único método práctico para transmitir textos era la impresión, un método engorroso que puede ser fácilmente interrumpido o clausurado.) El sistema de censura tenía dos metas que se reforzaban mutuamente: una moral, otra política. La primera era asegurar que la nación —refiriéndose en primer lugar a la nación blanca— no se viera infectada por la decadencia moral del Occidente. La segunda era garantizar que lo que se llamaba “propaganda comunista” no circulara en el territorio.

Durante la más temprana fase utópica, el énfasis caía en la moralidad. Durante la más tardía, la fase de Realpolitik, la salud moral dejó de ser una prioridad siempre y cuando los blancos siguieran conservando el poder.

Esto es lo que quería decirles sobre el sistema de censura y su andamiaje ideológico. Ahora quiero ofrecer unas palabras sobre la industria de la publicación, la industria que el sistema quería controlar; y en particular sobre la publicación de libros.

En el tiempo del que estoy hablando, publicar en Sudáfrica en inglés se hacía desde Londres. Ésta es una situación que les es muy familiar en América Latina, donde las decisiones hechas en editoriales en Barcelona y Madrid conservan enormes consecuencias sobre lo que las personas pueden o no leer. En su alta cultura Sudáfrica era una colonia europea, y en su cultura baja una colonia de Estados Unidos. Los escritores sudafricanos mandaban sus manuscritos, que se podrían ver como materia prima, a Londres, donde eran convertidos en libros y posteriormente exportados de regreso a Sudáfrica.

El hecho de que un grupo de editores en Londres pudiera decidir cuáles eran los escritores sudafricanos que debían leerse en Sudáfrica tuvo enormes consecuencias de una amplia gama. Lo que los editores británicos querían, y por tanto lo que les ofrecían autores obedientes en búsqueda de publicación, era una visión de Sudáfrica que contara con toques exóticos pero que se conformara, realmente, con las preconcepciones del lector internacional hipotético.

Éstos son dos sistemas que se enfrentan, que chocan entre sí: el de publicaciones, peculiar en tanto que las decisiones editoriales se hacían en un país foráneo; y el sistema que tenía la función de mantener las publicaciones bajo control.

Me concentro en tres de mis libros publicados en los setenta y ochenta: In the Heart of the Country, Waiting for the Barbarians y Li­fe and Times of Michael K. Los tres fueron escritos en Sudáfrica, en inglés, y siguieron la ruta de publicación estándar: fueron mandados en forma de manuscrito a Londres, donde fueron publicados, y después exportados de regreso a Sudáfrica. Al llegar a Sudáfrica, si­guien­do las reglas, fueron transmitidos por los agentes aduanales a la Direc­ción de Publicaciones [Directorate of Publications] (una de las palabras que los censores esquivan es la palabra censura), y ahí es donde se encontraron con la censura. En esta Dirección de Publicaciones, las novelas pasaban de las manos de los directivos a las de los comités de lectores expertos.

Los tres libros pasaron por el escrutinio de los censores y fueron aprobados para venta en librerías. Ninguno fue proscrito. Fin de la historia.

Fin de la historia con excepción de la siguiente nota al pie: En 1994 el poder político pasó a las manos de un gobierno elegido de forma popular. Archivo por archivo, cajón por cajón, los documentos de los años del Apartheid fueron abiertos al escrutinio público. Un día, de la nada, recibí un correo electrónico de Hermann Witten­berg, a quien mencioné hace unos minutos. Él había estado viendo los informes de los registros de la Dirección de Publicaciones y me dijo: ¿Estaría interesado en ver los informes de los censores sobre sus libros?

Me quedé sin palabras. Había supuesto que todo documento interno generado por los censores fue destruido en los últimos días del viejo régimen. Pero no, estaba equivocado. Una gran cantidad había, aparentemente, sobrevivido. Brinqué a la oferta. Sí, le escribí de regreso a Wittenberg: por favor mándame copia de los documentos. Una semana después estaban en mi escritorio: La República de Sudá­frica, Acta de Publicaciones, Informes de Lectores, forma DP 1E, número de serie P77/7/103, fechado 23 de julio 1977, firmado F. C. Fensham; número de serie P80/11/205, fechado 7 de diciembre de 1980, firmado R. E. Lighton; etcétera, etcétera.

Bajo el régimen del Apartheid, al menos en su fase utópica, había muchísima vigilancia sobre el contacto sexual entre razas. El sexo interracial se volvió ilegal y sujeto a enormes sanciones.

En su informe sobre In the Heart of the Country, el miembro del comité Fensham escribe lo siguiente (en afrikáans),

Aunque el sexo a través de la línea de color es descrito, y aunque también hay rastros de versetsliteratuur [escritura de oposición, escritura de resistencia, literatura de revuelta], la novela está escrita de manera tan extraordinaria que el acto sexual nunca es sobre enfatizado, sino siempre descrito de forma funcional… Aunque uno tenga dudas sobre el libro, está escrito de manera extraordinaria, y también está escrito en una forma altamente intelectual con estructuras superficiales y estructuras profundas, tanto que será leído y disfrutado solamente por intelectuales. Un libro de este tipo no puede ser descrito como indeseable.

(“Indeseable” [ongewens] era una palabra en código. Su equivalente hoy en día es inapropiado.)

Un segundo lector, que firmaba bajo el nombre de Anna Bassel, describe el mismo libro como “una novela que es realmente un ensayo filosófico”. Ella describe dos pasajes ante los cuales manifiesta sus reservas: una escena que se sitúa en un baño y otra que describe una violación, pero cierra su informe llamando a la novela “un trabajo de estatura”. “No puedo enfatizar demasiado mi recomendación de que a esta novela se le permita circular”.

Un tercer lector, no identificado, enumera 13 pasajes cuestionables, pero luego dice:

La horrenda escena de asesinato […], las relaciones sexuales entre blancos y negros están tan intercaladas en un estilo que a veces es hermético, que no causarán ninguna ofensa […]. De hecho la historia está escrita tan apretada, a veces sobre escrita […] que en cualquier caso no será accesible para todos. Ésta no es ninguna lectura recreativa, sino una obra seria que recibirá atención. De acuerdo con mis estándares, debería definitivamente pasar.

En su resumen, el presidente del comité señaló que aunque haya una escena de sexo muy conflictiva sobre la línea de color, está situada de un modo geográfico e histórico de manera que es aceptable. Éste es un “trabajo difícil, oscuro, de múltiples capas, que sólo será leído por intelectuales”. No es “indeseable”. Pasa.

Tres años después, ya sea por la presión del trabajo de los censores, o porque pasé la primera prueba, me había convertido en un objeto de menor sospecha; mi novela Waiting for the Barbarians fue leída por un solo censor, un hombre llamado R. J. Lighton. En su reporte, Lighton señaló que la novela tiene lugar en un desierto en el hemisferio norte. “No está en ningún lugar cerca de Sudáfrica, ni siquiera hay una población blanca. No hay paralelos aparentes, aunque sí se puede encontrar cierto simbolismo”. En una nota agrega que el simbolismo en cuestión es “de significado universal, no particularizado”.

Lighton enumeró 22 instancias que podrían ser indeseables bajo las provisiones del Acta: pasajes donde se describen sexo y brutalidad, ocurrencias de palabras como fuck o shit, etcétera. Procede a observar, sin embargo, que el libro es “sombrío […] sin alivio de un toque ligero”, y “que los incidentes sexuales no provocan lujuria”.

Aunque el libro tiene considerable mérito literario, le falta apego popular. Su probable audiencia será limitada en gran parte a la intelligentsia y a la minoría discriminante […] no hay razón convincente para declarar este libro indeseable.

Entre los pasajes que resultaron no ser señalados como indeseables por Lighton, se encuentra el siguiente: el Magistrado, el personaje principal, un hombre más o menos bueno, interroga a un oficial policiaco, el Coronel Joll, sobre los métodos que utiliza para sacarle la verdad a prisioneros.

Cuando veo al Coronel Joll de nuevo […] llevo la conversación a la tortura. “¿Qué si su prisionero está diciendo la verdad”, pregunto, “y sin embargo descubre que no le creen? ¿Acaso no es ésta una posición terrible? Imagínese: estar preparado para someterse, someterse, no tener otra cosa más que someterse, ser roto, y sin embargo seguir siendo presionado a someterse más. Y qué responsabilidad para el interrogador. ¿Cómo sabe usted cuando un hombre les ha dicho la verdad?”.

“Hay un cierto tono”, dice Joll. “Hay un cierto tono que aparece en la voz de un hombre que está diciendo la verdad. El entrenamiento y la experiencia nos enseñan a reconocer ese tono.”

“El tono de la verdad… ¿Puede escucharme cuando le estoy diciendo la verdad?”

“No, no me está entendiendo. Estoy hablando solamente de una situación especial… una situación en la que estoy sondeando la verdad, en la que tengo que ejercer presión para encontrarla. Primero recibo mentira… primero mentiras, luego presión, luego más presión, luego más mentiras, luego más presión, después el rompimiento, después la verdad. Así es como consigues la verdad.”

Regresaré a este pasaje a su debido tiempo.

Life and Times of Michael K, publicada en 1983, fue leída también por un solo censor. “Esta […] novela trabaja sensibles asuntos políticos en Sudáfrica”, escribe la señora E. M. Scholtz.

Contiene referencias y comentarios peyorativos hacia y sobre las actitudes del Estado, y también hacia la policía y los métodos que emplea cuando lleva a cabo sus deberes [. Sin embargo,] los probables lectores de esta publicación serán sofisticados y discriminantes, con interés en la literatura. Estos lectores van a experimentar esta novela como una obra de arte y se darán cuenta de que, aunque la vida trágica de Michael K se sitúa en Sudáfrica, su problema hoy por hoy es un problema universal que no se limita a Sudáfrica.

La señora Scholtz enumera algunos pasajes cuestionables, pero argumenta que son “funcionales”. “La descripción de fellatio no es para nada ofensiva”. Su recomendación de que la novela pasara fue sellada con aprobación hasta arriba en la jerarquía.

Ésos son los informes sobre estos tres libros.

En el imaginario popular el censor es un burócrata no descrito, usualmente hombre, que pasa sus días de paga revisando libros con el ceño fruncido, marcando pasajes ofensivos en rojo y sellando APROBADO o PROSCRITO [PASS o BAN] en la portada; o viendo cintas de películas con tijeras en mano, preparado para cortar imágenes de cuerpos desnudos. Pero, como fui descubriendo, los censores sudafricanos no se ajustaban a este estereotipo. ¿Quiénes eran exactamente esta media docena de personas que habían de forma secreta —por así decir, sin revelar sus identidades— sentado juicio sobre mis libros?

Anna Bassel era escritora profesional, una novelista considerable en el idioma afrikáans, quizá una de las seis primeras de la decena de los mejores escritores en el país, ganadora de un número significativo de premios prestigiosos. Escribía bajo el nombre Anna M. Louw. También era la suegra de un colega de la University of Cape Town, un profesor de microbiología. De hecho había conocido a Anna Bassel: un día, sin preámbulo, recibí una llamada telefónica suya invitándome a tomar té en su casa suburbana. Tuvimos una larga discusión sobre el estado de las letras en Sudáfrica. No tenía la menor idea de la verdadera relación entre nosotros, en particular de que ella era una de mis censores, hasta el día que los documentos de Wittenberg aterrizaron en mi escritorio. Para entonces ella había muerto.

Reginald John Lighton había sido profesor en la University of Cape Town, especialista en la teoría de la educación cuando yo era estudiante de licenciatura [undergraduate student] en los cincuenta.

H. van der Merwe Scholtz, el presidente del comité que aprobó In the Heart of the Country, era profesor de Literatura y de Lengua afrikáans en la University of Cape Town cuando yo era profesor-lector [lecturer] de Inglés en esa misma institución. Y sucede que el profesor Scholtz era dueño de una casa vacacional en el pueblito donde mis padres vivían. Una vez nos invitó a todos a un asado en su jardín, y fue muy amigable, muy gentil. La señora E. M. Scholtz, lectora de Michael K, era su esposa Rita, nuestra anfitriona en esa ocasión.

F. C. Fensham, a quien nunca conocí en persona, era profesor de Lenguajes semíticos en la University of Stellenbosch, a unos cincuenta kilómetros de Cape Town.

La Dirección de Publicaciones tenía sus oficinas en Cape Town, la ciudad donde nací y viví casi toda mi vida. Por tanto, no era extraño que tuviera en su comité personas que vivían en o cerca de Cape Town. Y la comunidad intelectual en Cape Town no era grande, particularmente si estaba limitada a blancos.

Como consecuencia, cruzaba camino todos los días con personas que en secreto —por lo menos para mí— pasaban juicio sobre si se me iba o no a permitir publicar y ser leído en mi país nativo. Además, estas personas también encontraban aceptable tener relaciones cordiales y sociales con escritores, incluyéndome a mí, a quienes enjuiciaban de forma secreta.

Me quedé anonadado, como dije, realmente conmocionado cuan­do Wittenberg me reveló todo esto. Pero después de meses de reflexionar llegué a la conclusión de que mi sorpresa era realmente in­ge­nua. Como llegué a ver, las personas que estaban encargadas de leer y pasar juicio experto sobre mis libros —la señora Bassel, el pro­fesor Lighton, el profesor Fensham, el profesor Scholtz y su esposa— se veían a sí mismos no solamente como guardianes de los principios morales y de la seguridad del país, sino también de la república de las letras. Si leí sus informes correctamente, ellos de hecho me pronunciaron no culpable de intentar socavar los principios morales y/o de subvertir la seguridad del Estado, bajo el estándar de que era un ciudadano de buena fe de la república de las letras, por así decir, que mis lealtades eran para esta república existente en otro mundo, no a una ideología extraña. Ciertamente yo, como escritor, podría verlos como censores, como el enemigo ex offi­cio —estaban preparados para eso—, pero bajo su mirada, sin embargo, estaban de mi lado. Estaban interponiendo su juicio profesional experto entre mi persona y los rigores del Acta de Control de Publicaciones [Control of Publications Act], que, en las manos de operativos más crudos, menos expertos que ellos mismos, podrían haber reaccionado a los pasajes obscenos o a las descripciones hostiles de la policía de seguridad con la proscripción de mis libros tout court.

Una y otra vez mis censores utilizaron en mi nombre una provisión de la ley cuyo objetivo legal era exentar libros de texto médico de la restricción sobre la representación explícita de la forma humana desnuda, y permitir que académicos calificados pudieran consultar la obra de Karl Marx. Aquí los legisladores habían dibujado una línea entre el público lector por un lado y el lector profesional por el otro.

Mis censores extendieron esta exención al plantear una casta de lectores calificados, cuasi-profesionales, impunes a lo indeseable-deseado y que no necesitaban de la protección de los censores —así como los censores en sí eran inmunes y podían asociarse con lo indeseable-deseado sin protección de profilaxis—. “Estos libros por J. M. Coetzee no pueden ser proscritos”, mis censores reportaban a sus superiores, “porque serán leídos por personas dentro de la profesión de la literatura”. Sobre In the Heart of the Country comentaron: “Será leída y disfrutada solamente por intelectuales”. Sobre Waiting for the Barbarians: “No tiene atracción popular […]. Su probable audiencia se limitará en gran parte a la intelligentsia y a la minoría discriminante”.

¿Mis censores real y sinceramente creían en la distinción que estaban haciendo entre lectores comunes de ficción, y lectores expertos de ficción, los segundos calificados por su expertise para ser tratados como miembros de la misma clase guardiana que los censores mismos? Desde mi perspectiva, la distinción es espuria —todos tenemos pasiones, y nuestras pasiones siempre son susceptibles de ser depravadas—. Al reflexionar al respecto, sospecho que mis censores también pensaban que tal distinción era espuria, pero necesaria.

¿Por qué necesaria? Porque ahora tiendo a considerar que mis censores se pensaban como personas que estaban de mi lado. Se veían como ciudadanos de la misma república de letras a la que yo pertenecía, fundamentalmente como con buena disposición hacia escritores y la escritura; incluso algunos se pensaban héroes sin reconocimiento haciendo un trabajo sucio —después de todo, a nadie le gustan los censores—, no sólo para salvar al país de ser inundado por suciedad, sino también para proteger la literatura verdadera de los políticos y los filisteos.

¿Qué tan representativos eran estos individuos —Anna Bassel, Lighton, Fensham, Scholtz y su esposa— del sistema del que eran engranajes? ¿Qué nos puede decir el ahora más o menos difunto aparato censor de libros en Sudáfrica sobre la censura en general?

Mi idea es que el antiguo sistema sudafricano era más representa­tivo de regímenes de censura, o por lo menos, más representativo de lo que dictan nuestros estereotipos. El censor típico, en Sudáfrica o en cualquier otro lado, no era necesariamente el pequeño burócra­ta no visible que describí más arriba. Por lo contrario, él o ella fre­cuen­temente era una persona inteligente, con un trabajo real, que podría hacer un poco de lo que acabo de llamar “censura”, pero que simplemente podría considerar una forma de hacer reseñas de libros porque traía consigo un sueldo práctico y suplementario; que creía en la censura o “control de publicaciones” porque él o ella tenía afinidades conservadoras (no quería ver pornografía en las manos de los niños, no quería que se derrocara el orden social y político) y porque él/ella creía que si él/ella no hacía su trabajo, entonces algún funcionario estatal asumiría el cargo, algún burócrata que no podría distinguir entre la literatura seria y la basura explotadora, y sería in­diferente respecto de si la cultura literaria podría continuar florecien­do o no.

No tengo duda de que mis censores se veían a sí mismos como personas civilizadas haciendo un buen trabajo, un trabajo que valía la pena hacer. Si tenían un santo patrón, sería probablemente el zar Nicolás I de Rusia, quien presidió en la etapa de censura más represiva en toda Europa —creada para aislar a Rusia de ideas extranjeras y subversivas—, y sin embargo se ofreció como el censor personal de Alexander Pushkin; no para asegurar que el más grandioso poeta de su día tuviera los estándares más rigurosos, sino para protegerlo de meros funcionarios tontos, de mentes literales y dejar­le la libertad de acción creativa dentro del margen de la ley. Como Nicolás, mis censores se veían a sí mismos como buenas personas que vivían en tiempos históricos difíciles, personas sin apreciación, personas sin agradecimiento, por un lado salvaguardando un frágil orden social, y por el otro sosteniendo un ala protectora sobre el artista que lo guía.

Por supuesto, de la misma manera que el zar Nicolás no extendió su ala protectora sobre todos los escritores rusos, del mismo modo los censores sudafricanos no protegieron a cada escritor sudafricano de la ley. Sospecho que solamente un puñado calificaba para recibir trato especial.

¿Yo por qué calificaba en particular para recibir trato especial? Creo que habían tres razones. Uno: era blanco y afrikáner, aunque no era afrikáner pur sang, sino perteneciente al Volk. Ningún escritor de color podía esperar el tipo de trato que yo recibí. Dos: venía de la misma clase y del mismo estrato que los censores mismos, a saber, la clase media, la intelligentsia. Tres: no era un escritor popular. Aunque lo hayan señalado una y otra vez en sus reportes, mis libros no eran para consumo masivo.

Aunque las leyes de censura no permitían audiencia, los censores distinguían rutinariamente entre libros de atractivo masivo y los de atractivo de minoría, utilizando un resquicio en la ley para aplicar una norma menos rígida a los segundos. Escritores como yo éramos tratados con indulgencia porque solamente un segmento pequeño de la población nos leía, y mis lectores probablemente serían inmunes a cualquier veneno que pudiésemos cargar.

En regímenes de censura en Occidente, lo que estoy aquí llaman­do “un resquicio” es comúnmente llamado “la prueba del probable lector”: si el público probable de un libro es la clase media educada, será tratado con indulgencia pues la clase media educada, diferente a la mobile vulgus, es capaz de traer consigo su propia policía interna psíquica.

Detrás de este enfoque de la interface entre libros y las personas que los leen, yace un cierto entendimiento sobre cómo los libros afectan el curso de los eventos humanos, una comprensión que (observo entre paréntesis, porque no es mi tema aquí) se me hace ingenua y equivocada. Libros, o trabajos de arte en general, afectan el curso de la historia en múltiples maneras, sutilmente, y usualmente indirectas. Toman tiempo, a veces mucho, para que cobren sentido. No hay ley que cubra todos los casos.

Para concluir, regreso al pasaje que cité de Waiting for the Barbarians, el que no fue señalado para revisión relevante por el censor, en donde el coronel de la policía de seguridad explica exactamente cómo se utiliza la tortura para extraer la verdad a los prisioneros.

El Coronel Joll, en el libro, es el líder de una unidad especial en la policía que se mueve de un lugar problemático en el Imperio a otro, interrogando prisioneros y armando un bosquejo de cómo se está planeando y organizando alguna resistencia en contra del régimen. Su actitud hacia la policía, representada por el Magistrado, es de desdén. La policía local, él dice en efecto, no sabe lo que hace; toma un especialista de la oficina central, como él mismo, para hacer el trabajo adecuadamente.

En la prensa sudafricana, o por lo menos en la liberal anglófona, después del escalamiento de resistencia en contra del Apartheid en 1976, uno podía leer historias de horror sobre el trato a los presos políticos. Aunque limitados en lo que podían reportar sin infringir la ley, en particular aquella que hacía de la denigración a la policía una ofensa sancionable, los periodistas podían acudir a un código de reportaje que era lo suficientemente sencillo como para descodificarse. Para cualquier lector inteligente era claro que la tortura de prisioneros tomaba lugar rutinariamente, y que dentro de la policía de seguridad habían especialistas en tortura. Prisioneros morían a sus manos. La explicación rutinaria que se daba para dichas muertes era que el prisionero se había resbalado sobre una barra de jabón mientras tomaba una ducha y que se había golpeado la cabeza sobre el piso de concreto, con consecuencias fatales. Esta explicación era dada al público en un espíritu de profundo cinismo. Era una forma codificada de decir que había muerto bajo interrogación, y era así entendido por todos los que estaban familiarizados con el código, incluyendo la policía de seguridad en sí.

Ningún lector sudafricano que leyera Waiting for the Barbarians, que apareció en 1980, podría haber fallado en hacer una conexión entre las actividades del Coronel Joll en el Imperio sin nombre, del cual es funcionario, y las actividades de la policía de seguridad en Sudáfrica. La pregunta de cara al profesor Lighton era: ¿Qué he de decir en mi reporte a mis superiores? ¿Que las actividades vergonzosas descritas en él tienen un paralelo cercano a las que están sucediendo en este preciso instante en nuestro país? ¿O he de tranquilizar a mis superiores reportando que el libro no tiene nada que ver con Sudáfrica, que está relacionado con torturadores en un lejano país en una era antigua, y que, de cualquier modo, está tan oscuramente escrito que sólo será leído por unas cuantas personas?

Aunque no tenga conocimiento personal de Lighton, quisiera pensar que era una persona de sensibilidad moral regular, que había reflexionado cuidadosamente antes de aceptar un cargo en donde su deber sería apoyar e implementar, aunque indirectamente, las políticas oficiales de esos días. También quisiera pensar que leer Waiting for the Barbarians le causó algo de reflexión sobre su rol como censor.

Censurar no es una ocupación para la que uno pueda recibir capacitación. Censura nivel 1 no es asignatura ofrecida en ninguna universidad. Ciertamente, censurar libros, como colgar personas, es una ocupación no abierta a personas jóvenes. Como los verdugos, los censores recurren a eufemismos para describir el trabajo que realizan: “trabajo en los servicios correccionales”, dice el verdugo; “trabajo en el control de publicaciones”, dice el censor. Aunque sean buenos en su trabajo, no pueden esperar ser honrados por ello. Deben resignarse a vivir en las sombras.

Como en Robert Darnton, quien por años ha estudiado sistemas de censura, particularmente en Francia, se ha desarrollado en mí un sentido para ver al censor no simplemente como el enemigo, como hice en los días de mi juventud, sino como una compleja figura, muchas veces en conflicto, ridiculizada o denigrada por la misma gente que, detrás de escena, él mismo algunas veces intenta ayudar. Los funcionamientos de la censura en la Francia de Luis XIV, según Darnton, demuestran notables similitudes con los de la censura en el Apartheid sudafricano.

Los censores franceses, escribe Darnton, eran “hombres de las letras”, preocupados por defender “el honor de la literatura francesa”. A menudo conocían personalmente a los autores de quienes censuraban el trabajo. El sistema que implantaban era en principio, dice Darnton, “inexorablemente represivo”. En la práctica, sin embargo, el censor estaba cada vez más preparado para doblar las reglas de caso a caso y, por tanto, para “[crear] suficiente espacio en una estructura arcaica en función de acomodar una gran cantidad de literatura moderna”.

Acostumbrados a la facilidad con la que textos e imágenes pueden destellar alrededor del mundo el día de hoy, se puede sonreír mientras se contemplan los regímenes de censura descritos por comentaristas como Darnton y yo. Sin embargo, el espíritu de la censura está lejos de estar muerto. En el pasado, al censor se le encargaba el deber de purgar la enfermedad del libertinaje o de la pornografía del cuerpo de la sociedad; hoy es la pedofilia la que debe ser rastreada y destruida. En el pasado eran los voceros del republicanismo o del co­munismo, cuyas voces tenían que ser suprimidas; hoy son los defensores de la peculiar filosofía política conocida como “terrorismo”. Entre más cambian las cosas, más permanecen igual. La mentalidad de la censura parece estar profundamente enraizada en nosotros; son meramente sus blancos los que cambian.

Cierro con un comentario sobre la pedofilia. Lo que yo como escritor encontré intolerable al trabajar bajo un régimen de censura no fue que los libros que escribía pudiesen ser proscritos, sino que era imposible ignorar al censor y, por tanto, imposible escribir “nor­malmente”. El censor siempre estaba en la habitación, leyendo sobre el hombro. Uno tenía que leer dos veces la página que había escrito: primero a través de los propios ojos, después a través de los del censor.

El efecto más corrosivo de la histeria sobre la pedofilia que reina en el mundo anglosajón —no tengo la menor idea sobre cuál sea la situación en México— es que uno no puede escribir sobre niños —sin decir nada de crear imágenes de niños— sin leer la página dos veces; primero a través de los ojos de uno, después a través de los ojos del censor que está alerta de los trazos del deseo pedófilo. No soy el primero en señalar que el sistema que hemos creado para vigilar la pedofilia ha hecho la vieja relación entre adultos y niños, fácil, afectiva, normal —particularmente entre hombres y niños—, imposible de mantener, a nuestro propio gran costo.

[1] Los derechos de traducción y reproducción de este texto fueron cedidos por el autor para este libro. Traducción de Fernando J. Villalovs.