Créditos

Tres mujeres


V.1.1: marzo, 2020

Título original: Three Women


© Lisa Taddeo, 2019

© de la traducción, Aitana Vega, 2020

© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2020

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Principal de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17333-87-4

THEMA: JBSF1

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

TRES MUJERES

Lisa Taddeo

Traducción de Aitana Vega

1

Sobre la autora

3


Lisa Taddeo ha ganado el premio Pushcart en dos ocasiones (2017 y 2019) y realizó el Máster en Ficción de la Universidad de Boston gracias a la beca Saul Bellow.

Sus obras de ficción se han publicado en revistas como Granta, The Sewanee Review, CQR, Notre Dame Review, NER, The Sun Magazine y Esquire Magazine, entre otros. También ha colaborado con medios como New York Magazine, Elle Magazine, The New York Observer, Glamour Magazine y The Sun Magazine. Recientemente, ha sido galardonada con el premio William Holodnok de ficción y el premio Florence Engel Randall de ficción.

Su primer libro, Tres mujeres, se colocó en el número uno de la lista de libros más vendidos del Sunday Times y de The New York Times, y ha sido seleccionado como libro del año de no ficción por la prestigiosa librería independiente Foyles.

TRES MUJERES

Un retrato del deseo y la sexualidad femininos como nunca se ha visto


Nos estremece y nos atormenta. Controla nuestros pensamientos y puede destruir nuestras vidas. Y sin embargo, es un tabú. A lo largo de los tiempos, el deseo femenino ha sido un misterio oculto tras la perspectiva masculina. Hasta ahora.

Durante ocho años, la periodista Lisa Taddeo ha recorrido Estados Unidos para seguir la historia de tres mujeres normales y corrientes y explorar cómo el deseo sexual ha moldeado sus vidas. En estas páginas conoceremos a Lina, una mujer que, atrapada en un matrimonio sin pasión, reconecta con alguien de su pasado e inicia una aventura que pronto la consume; Maggie, una joven de diecisiete años que mantiene una relación sentimental con su atractivo profesor de inglés, un hombre casado; y Sloane, la elegante y exitosa propietaria de un restaurante cuyo marido disfruta viéndola acostarse con otras personas.

Basado en una labor de profunda observación y con un estilo directo y sincero, Tres mujeres constituye tanto una hazaña periodística como un triunfo de la narrativa feminista lleno de matices que nos presenta las historias de tres mujeres inolvidables cuyas experiencias nos recuerdan que no estamos solas.


Número 1 en el New York Times

Número 1 en el Sunday Times

Libro del año de la librería Foyles

Libro de la década según Independent Book y Stylist



«Tres mujeres resucita la tradición del gran periodismo literario estadounidense.»

Álex Vicente - Babelia, El País


«Taddeo toma el pulso de la sexualidad norteamericana desde una perspectiva femenina que no menciona los roles de género.»

El Cultural - El Mundo


«A medio camino entre el ensayo y la crónica, […] una reflexión sobre la sexualidad femenina y sobre cómo el deseo sexual ha marcado la vida de esas mujeres.»

El Mundo


«Tres historias que combinan las memorias con el reportaje y forman una novela que se devora sin parar.»

La Voz de Galicia


«Una obra maestra increíble, desgarradora y apasionante.»

Esquire


«Una original y brillante muestra de empatía, un regalo para todas las mujeres silenciadas.»

The Sunday Times


«Lo volveré a leer cada año.»

Caitlin Moran


«Un clásico del feminismo.»

O, The Oprah Magazine


«Nunca olvidaré a estas mujeres.»

Gillian Anderson


«Extraordinario. No recuerdo un libro que me haya marcado tanto.»

Elizabeth Gilbert


«No podía dejar de leer.»

Gwyneth Paltrow


«Un retrato hiperrealista y desgarrador.»

El confidencial


«Una exploración íntima de la vida emocional y sexual de las mujeres.»

Quo


«Como un true crime donde el crimen es el deseo.»

Elle


«No concibo un escenario en el que Tres mujeres no sea uno de los libros más importantes del año ni de los que darán más que hablar.»

Dave Eggers


Gracias por comprar este ebook. Esperamos que haya disfrutado de la lectura.

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Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro



Nota de la autora

Prólogo

Maggie

Lina

Sloane

Maggie

Lina

Maggie

Sloane

Lina

Maggie

Lina

Maggie

Sloane

Lina

Maggie

Sloane

Maggie

Lina

Sloane

Maggie

Epílogo



Agradecimientos

Notas

Sobre la autora

Agradecimientos


Gracias, Jackson, porque todavía sigo intentando encontrar hasta dónde llega tu amabilidad, aunque tengo toda la vida por delante. Gracias a mis padres, por darme suficiente y demasiado en el poco tiempo que los tuve. Gracias, Ewa, por salvarme, y a mi hermano, por salvarse.

A Cydney, por todo lo que haces, que son como linternas de papel que iluminan el cielo nocturno. A Eboni, Caitlin, Jan, Bevan, Karen, Beth, Dana, Ilde, Lucia, Caroline, Emily, Christina, Laure, Chrissy, Dara, Zoe, Camilla, Ruth y Charlotte, por la sororidad. Gracias también a Eddie.

Gracias a mi editor, Jofie Ferrari-Adler, por creer en mí, por la paciencia y por darme ánimos con elegancia, sin presionar. A mi agente, Jenn Joel, por ser la mejor; y a Jon Karp, por ser una de esas personas cuyo nombre en una felicitación provoca una especie de orgullo divino.

Gracias a dos magníficos editores y amantes de la historia que creyeron en mí desde el principio, David Granger y Tyler Cabot. A todas las personas que, como ellos, se forman sus propias opiniones sin seguir a las masas. A los ídolos que resultan todavía mejores cuando los conoces, como Adam Ross. Gracias a Leslie Epstein y Ha Jin por ser unos artistas maravillosos y lo bastante generosos como para convertirse también en maestros desinteresados.

Gracias a Matt Andry, Justin Garcia y Kathryn Coe por indicarme el camino correcto y hacerlo con sabiduría y cariño. Gracias a Nick Pachelli y Susan Gamer por entenderlo. A Mike Sager por sugerirme que empezase en algún lugar cálido, el único consejo que no escuché. A Matt Sumell, por haber leído por fin algo que he escrito. Gracias a Jordan Rodman por el color morado y ciruela y por todas las cosas que lamentaré no haber sabido agradecerte. También a Alison Forner, por diseñar una portada que parece haber nacido para este libro.

Gracias a todas las cabezas pensantes de Avid Reader Press, Simon & Schuster, ICM y Curtis Brown. Son: Ben Loehnen, Carolyn Reidy, Meredith Vilarello, Julianna Haubner, Nic Vivas, Tia Ikemoto, Cathryn Summerhayes, Jake Smith-Bosanquet, Carolyn Kelly, Sherry Wasserman, Elisa Rivlin, Paul O’Halloran, Amanda Mulholland, Mike Kwan, Brigid Black, Paula Amendolara, Leora Bernstein, Teresa Brumm, Lesley Collins, Chrissy Festa, Cheri Hickman, Alessandra Lacavaro, Tracy Nelson, Daniela Plunkett, Wendy Sheanin y Stu Smith (que me envió uno de mis correos electrónicos favoritos).

Por último, y lo más importante, gracias a las mujeres de estas páginas, Lina, Sloane, Maggie, y a Arlene, con las que siempre estaré en deuda. Su generosidad es lo que ha hecho posible que este libro salga a la luz. Sin ellas, no existirían ni el libro ni los sentimientos de humanidad tan necesarios que contiene. Son personas reales, de las que escasean en la actualidad. No hablaron conmigo por su propio beneficio personal, sino por la posibilidad de que otras lo obtuvieran. Les doy las gracias por su sinceridad, su valentía y su esperanza. Sus historias evocan el deseo tal como es en nuestra realidad, una bestia en sí mismo, impregnado de gloria y brutalidad. Son historias de carne y hueso, de amor y dolor. Nacimiento y muerte. Todo en uno. Y al final, la vida es eso.




Para Fox


Quien desde fuera mira a través de una ventana abierta, jamás ve tantas cosas como quien mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, tenebroso y deslumbrante que una ventana tenuemente iluminada por un candil. Lo que la luz del sol nos muestra siempre es menos interesante que cuanto acontece tras unos cristales. En esa oquedad radiante o sombría, la vida sueña, sufre, vive.1


Charles Baudelaire


Nota de la autora


Esta no es una obra de ficción. A lo largo de ocho años, he pasado cientos de horas con las mujeres que aparecen en este libro. He hablado con ellas en persona, por teléfono, mediante mensajes de texto y por correo electrónico. En dos de los casos, me mudé una temporada a las ciudades donde vivían para entender mejor sus rutinas. Estuve presente en muchos de los momentos que se incluyen en este libro. Para aquellas situaciones que pertenecen al pasado o que no presencié, he confiado en los recuerdos de estas mujeres, sus diarios y sus testimonios. He entrevistado a algunos de sus amigos y familiares y he seguido sus redes sociales. Sin embargo, siempre que ha sido posible, he escrito desde el punto de vista de estas tres mujeres.

He recurrido a documentos judiciales y a artículos de la prensa local, y he hablado con periodistas, jueces, abogados, investigadores, colegas y conocidos para confirmar los acontecimientos y las fechas. Casi todas las citas proceden de documentos legales, correos electrónicos, cartas, grabaciones y entrevistas con las mujeres y otras personas que aparecen en el libro. La única excepción notable es un caso en el que no me fue posible acceder a los mensajes de texto, las cartas en papel y algunos correos electrónicos. En esa ocasión, la información proporcionada se basa en diversas narraciones ofrecidas por la persona implicada, las cuales han sido cuestionadas por aquellos con quienes mantenía una correspondencia.

Decidí seleccionar a estas tres mujeres por lo fácil que resultaba verse reflejada en sus historias, la intensidad de estas y la forma en que los hechos, pese a haber sucedido en el pasado, seguían vivos en el corazón de sus protagonistas. Me limité a hablar con aquellas mujeres que estaban dispuestas a contarme sus historias, de manera oficial y sin reservas. A medio camino de la investigación, algunas decidieron que les daba demasiado miedo verse expuestas. No obstante, en gran medida, basé mi selección en la observación de la capacidad de estas mujeres para ser sinceras consigo mismas y en su voluntad de transmitir sus historias y compartir su deseo. Otras personas implicadas carecen de una voz clara en este libro porque las historias que aquí se recogen pertenecen a estas mujeres. Sin embargo, he optado por proteger a aquellos cuyas voces no aparecen modificando casi todos los nombres, los lugares exactos y los detalles que facilitarían su identificación en los dos relatos que todavía no son de dominio público. En el caso del tercero, he cambiado los nombres de las personas que no desempeñaron un papel público o que eran menores de edad en el momento en cuestión.

Estoy convencida de que estas historias transmiten verdades esenciales sobre las mujeres y el deseo. Sin embargo, al final son estas tres mujeres en concreto quienes controlan sus propias vivencias. Todas las historias tienen diversas versiones, pero estas son las suyas.

Prólogo


Cuando mi madre era joven, un hombre la seguía al trabajo todas las mañanas mientras se masturbaba.

Mi madre solo había terminado la escuela primaria y únicamente poseía una dote de trapos de cocina de lino medio decentes, pero era preciosa. Esta sigue siendo la primera palabra que me viene a la cabeza para describirla. Tenía el pelo del color del chocolate de los Alpes tiroleses y siempre lo llevaba igual, con los rizos cortos sujetos en un moño alto. No tenía la piel olivácea como el resto de su familia, sino que era de un color propio, un rosa tenue, como el del oro barato. Sus ojos eran marrones y su mirada, sarcástica y coqueta. 

Trabajó como encargada de caja en un puesto de frutas y verduras del centro de Bolonia, en la Via San Felice, una larga calle del barrio de la moda plagada de zapaterías, joyerías, perfumerías, estancos y tiendas de ropa para mujeres que no trabajaban. Mi madre pasaba por delante de aquellos establecimientos de camino al trabajo y miraba las botas de cuero fino y los brillantes collares de los escaparates.

Pero antes de llegar a esa zona comercial, disfrutaba de un tranquilo paseo desde su piso por calles estrechas y callejones peatonales. Pasaba por delante de la cerrajería, la carnicería y los solitarios pórticos que apestaban a orina y al agua que se acumulaba en la piedra. El hombre la seguía por aquellas calles.

¿Dónde la habría visto por primera vez? Supongo que en el puesto de fruta. Era una mujer preciosa rodeada por una cornucopia de frutas y verduras frescas: higos suculentos, montones de castañas de Indias, melocotones radiantes, bulbos de hinojo blancos y brillantes, coliflores verdes, tomates en rama todavía cubiertos de tierra, pirámides de berenjenas de un intenso color púrpura, fresas pequeñas pero celestiales, cerezas relucientes, uvas para vino, caquis y una selección aleatoria de granos y panes, taralli, friselle, baguettes, algunas ollas de cobre a la venta y tabletas de chocolate para repostería.

El hombre rondaba los sesenta, tenía la nariz grande y estaba calvo, aunque la barba que cubría sus hundidas mejillas empezaba a clarear. Llevaba una gorra de vendedor de periódicos, como todos los demás ancianos que caminaban por las calles con bastón durante sus paseos diarios.

Un día, debió de seguirla hasta casa porque, una despejada mañana de mayo, se encontró a ese señor al que nunca había visto esperándola en la calle cuando abrió la pesada puerta de su edificio para salir de la oscuridad a la repentina luz. En Italia, casi todos los edificios de apartamentos tenían pasillos oscuros, las luces eran tenues y se encendían poco para reducir gastos, mientras que el sol se ocultaba tras los gruesos y frescos muros de piedra.

Le sonrió y ella le devolvió la sonrisa. Luego se marchó andando al trabajo, cargada con un bolso barato y vestida con una falda hasta la pantorrilla. Tenía unas piernas de lo más femeninas, incluso para su edad. Me imagino lo que se le pasaría a aquel hombre por la cabeza cuando vio las piernas de mi madre y empezó a seguirlas. Una de las secuelas de haber sido objeto de la mirada masculina durante siglos es que, a menudo, las mujeres heterosexuales miran a otras mujeres de la misma manera en que lo haría un hombre.

Sintió su presencia tras ella a lo largo de varias calles, mientras pasaba por delante de la tienda de encurtidos y la bodega. Pero no se limitó a seguirla. Al girar una esquina, mi madre advirtió un movimiento extraño por el rabillo del ojo. A esas horas, al rayar el alba, las calles empedradas estaban vacías, por lo que se volvió para mirar. El hombre se había sacado el pene de los pantalones; era largo y delgado, estaba erecto y se lo acariciaba con vehemencia, de arriba abajo, mientras mantenía la mirada clavada en ella de tal manera que daba la sensación de que lo que ocurría por debajo de su cintura fuera obra de un cerebro completamente autónomo. 

En aquel momento, mi madre tuvo miedo, pero, con el paso de los años, el temor que experimentó aquella primera mañana se convirtió en una diversión burlona. En los meses siguientes, se lo encontraba en la puerta de su casa varias mañanas por semana y, con el tiempo, empezó a acompañarla también en el camino de vuelta desde el puesto de fruta. En el punto álgido de su relación, la seguía dos veces al día.

Mi madre murió, así que ya no puedo preguntarle por qué permitió que aquello ocurriera día tras día. En lugar de eso, pregunté a mi hermano mayor por qué no hizo ni dijo nada al respecto.

Estos hechos sucedieron en Italia en los años sesenta. Los policías le habrían dicho algo así: «Ma lascialo perdere, è un povero vecchio. È una meraviglia che abbia il cazzo duro alla sua età». [Déjelo estar, mujer, es un pobre viejo. Es un milagro que todavía se le ponga dura a su edad].

Mi madre dejó que ese hombre se masturbara con su cuerpo y su cara mientras la seguía de camino al trabajo y de vuelta a casa. No era el tipo de mujer que disfrutaría con algo así. Aunque no puedo estar segura. Nunca hablaba de lo que quería. Nunca dijo qué le gustaba y qué no. A veces, daba la sensación de que carecía por completo de deseo. Su sexualidad era como un sendero de un bosque sin señalizar que se forma a partir de pisadas que aplastan la hierba alta al pasar. Las pisadas de mi padre.

A mi padre le gustaban las mujeres de una forma que antes se consideraba encantadora. Era la clase de médico que llamaba a las enfermeras «cariño» cuando le gustaban y «maja» cuando no. Por encima de todo, quería a mi madre. Le atraía de una manera tan evidente que a día de hoy aún me incomoda recordarlo.

Aunque nunca me dio por pensar en el deseo de mi padre, algo en su fuerza me cautivaba, la misma fuerza que rodeaba el deseo de todos los hombres. Los hombres no solo deseaban. Necesitaban. El hombre que seguía a mi madre de camino al trabajo y a casa necesitaba hacerlo. Hay presidentes que renuncian a la gloria por una buena mamada, hombres que se jugarían todo lo que han conseguido a lo largo de su vida a un solo instante. Nunca he creído del todo la teoría de que los hombres poderosos tienen unos egos tan grandes que creen que nunca los pillarán. Más bien, creo que el deseo que sienten en el momento es tan poderoso que todo lo demás (la familia, el hogar o la carrera) se derrite hasta convertirse en algo más frío y más liviano que el semen. Hasta desaparecer.

Cuando empecé a escribir este libro sobre el deseo de las personas, creí que me sentiría atraída por las historias de los hombres y sus anhelos. Por la manera en que renunciarían a todo un imperio por una chica arrodillada. Así que empecé hablando con hombres: un filósofo de Los Ángeles, un profesor de Nueva Jersey y un político de Washington D. C. Como esperaba, sus historias me cautivaron con ese mismo impulso que te obliga a pedir el mismo entrante una y otra vez en un restaurante chino.

La historia del filósofo, que comenzó como la de un hombre atractivo cuya menos agraciada esposa no quería acostarse con él, con todas las consecuentes míseras agonías que implicaban la desaparición del amor y la pasión, se convirtió en la historia de un hombre que deseaba acostarse con la masajista tatuada a la que acudía por su dolor de espalda. Un día por la mañana, temprano, me mandó un mensaje: «Dice que quiere que nos fuguemos a Big Sur». La siguiente vez que quedamos, me senté delante de él en una cafetería mientras me describía las caderas de la masajista. Su pasión no se dignificó a raíz de lo que había perdido en su matrimonio; al contrario, se volvió frívola.

Todas las historias de los hombres empezaron a desteñirse a la vez. En algunas ocasiones, se daba un cortejo prolongado y, en otras, este rayaba en el acoso, pero, en la mayoría de los casos, las historias terminaban con los latidos entrecortados del orgasmo. Entonces, mientras que el interés del hombre moría en esa salva final del clímax, comprendí que el de la mujer a menudo apenas acababa de nacer. La manera en que las mujeres experimentaban la misma situación era compleja, bella e incluso violenta. Así fue como, para mí, las partes femeninas de los intercambios llegaron a representar el conjunto de lo que simboliza el deseo en Estados Unidos.

Por supuesto, el deseo femenino puede ser tan firme y poderoso como el masculino, pero cuando era la fuerza propulsora y buscaba un objeto que controlar, mi interés se desvanecía. Sin embargo, era en las historias en que el deseo era incontrolable y el objeto de ese deseo dictaba la narración donde encontraba más grandeza y dolor. Era como pedalear hacia atrás en una bicicleta, una experiencia agónica e inútil que finalmente te adentraba en otro mundo.



Para encontrar estas historias, conduje seis veces por todo el país. No planeé demasiado dónde pararía. La mayoría de las veces, llegué a sitios como Medora (Dakota del Norte), donde pedía un café y una tostada mientras leía el periódico local. Así encontré a Maggie, una joven a la que otras mujeres más jóvenes que ella la llamaban «puta» y «gorda de mierda». Se decía que había mantenido una relación con un antiguo profesor del instituto, un hombre casado. Lo más fascinante de su relato es que nunca habían llegado a acostarse. Según sus palabras, él le practicaba sexo oral, pero ni siquiera permitía que ella le desabrochase los pantalones. Sin embargo, sí que le dejaba pósits amarillos en su libro favorito, Crepúsculo. Junto a los pasajes que hablaban del vínculo eterno entre dos amantes desdichados, él le escribía paralelismos sobre su propia relación. Lo que conmovió a esta joven, lo que realmente la emocionó, era el extenso número de notas y lo detalladas que eran. Apenas daba crédito a que aquel profesor al que tanto admiraba se hubiera leído todo el libro, y mucho menos que se hubiera molestado en escribirle comentarios tan perspicaces, como si diera una clase avanzada sobre amantes vampíricos. También recordaba que había rociado las páginas con su colonia, porque sabía que a ella le encantaba cómo olía. Recibir aquellas notas y vivir aquella relación para que después todo terminase de repente… No me cuesta imaginar el vacío que debió de sentir.

Conocí la historia de Maggie en un momento en que todo le iba de mal en peor. Me pareció una mujer cuya sexualidad y experiencias sexuales le habían sido negadas de una forma espantosa. Voy a contar la historia tal y como la vivió a través de sus ojos, aunque la versión de la misma que se presentó ante un jurado se entendió de una manera muy distinta. Algunas partes de su relato plantean a los lectores las ya conocidas preguntas de cuándo, por qué y quién se cree las historias de las mujeres, y cuándo, por qué y quién no.



A lo largo de la historia, los hombres les han partido el corazón a las mujeres de una forma particular. Las quieren o las quieren a medias, hasta que se cansan, y entonces pasan semanas y meses alejándose en silencio, retroceden hasta la puerta, se comportan con aspereza y no vuelven a llamar. Mientras tanto, las mujeres esperan. Cuanto más enamoradas están y menos posibilidades tienen, más esperan, con el anhelo de que el hombre regrese con el móvil destrozado, la cara hecha un cuadro y que diga: «Lo siento, me enterraron vivo y solo pensaba en ti. Temía que creyeras que te había abandonado, pero lo cierto es que perdí tu número, me lo quitaron los que me enterraron. He pasado tres años buscándote en guías telefónicas y por fin te he encontrado. No desaparecí, mis sentimientos no han cambiado. Te mereces saber que eso habría sido cruel, inconcebible e imposible. Cásate conmigo».

Según Maggie, el presunto delito de su profesor la había destrozado, pero tenía algo que pocas mujeres a las que abandonan tienen: un poder innegable, que le conferían su edad y la profesión de su antiguo amante. Maggie creía que ese poder lo otorgaba la ley. Sin embargo, al final no fue así.

Algunas mujeres esperan porque temen desvanecerse si no lo hacen. En ese momento, están convencidas de que él será el único al que desearán jamás. El problema puede ser económico. Las revoluciones tardan en llegar a aquellos lugares donde se comparten más recetas de cocina que artículos sobre cómo acabar con la subyugación femenina.

Lina, un ama de casa de Indiana que llevaba años sin recibir un beso, esperó para dejar a su marido porque no tenía dinero para sobrevivir sin él. Las leyes de manutención en Indiana no estaban a su alcance. Así que esperó a que otro hombre dejara a su esposa. Y, luego, esperó un poco más.

En este país, las experiencias ajenas nos hacen cuestionarnos quiénes somos en nuestras propias vidas. A menudo, las mujeres esperan para asegurarse de que otras mujeres aprobarán sus decisiones y, así, aceptarse a sí mismas.

Sloane, la tranquila dueña de un restaurante, deja que su marido la mire mientras folla con otros hombres. De vez en cuando, son dos parejas las que comparten cama, pero, la mayoría de las ocasiones, él la observa, en vídeo o en persona, mientras mantiene relaciones sexuales con otro hombre. Sloane es preciosa. Mientras su marido la mira follar con otros hombres, por la ventana del dormitorio asoma una codiciada franja de mar cubierta de espuma y unas ovejas de Cotswold del color de la avena deambulan al final del camino. A una amiga mía que consideraba que los tríos eran algo sórdido y casi despreciable en el contexto de un grupo de swingers que conocí en Cleveland, la historia de Sloane le pareció esclarecedora y dura, un relato con el que resultaba fácil sentirse identificada. Es la capacidad de vernos reflejadas en esos relatos lo que nos lleva a sentir empatía.



A menudo pienso en cómo mi madre dejaba que un hombre se masturbase mirándola día tras día y en todas las cosas que yo misma he permitido que me hagan; ninguna tan atroz, pero, al final, tampoco tan diferentes. Luego reflexiono sobre todo lo que he querido de los hombres. Cuántos de esos deseos se correspondían con lo que quería de mí misma o incluso de otras mujeres; cuánto de lo que pensaba que buscaba en un amante nacía en realidad de lo que necesitaba de mi propia madre. Porque, en muchas de las historias que he escuchado, las mujeres tienen una mayor influencia sobre otras mujeres que los hombres. Unas a otras, nos hacemos sentir mal, que somos unas zorras, asquerosas, que no merecen amor, feas… Al final, todo se reduce al miedo. Los hombres pueden asustarnos, igual que otras mujeres, y a veces nos preocupamos tanto por lo que nos asusta que esperamos a estar solas para tener un orgasmo. Fingimos querer cosas que no queremos para que nadie crea que no conseguimos lo que necesitamos.

A mi madre no le daban miedo los hombres. Le daba miedo la pobreza. Una vez me contó otra historia, no recuerdo exactamente cuándo ni cómo, pero sí recuerdo que no me pidió que me sentara. No me la contó con unas galletitas saladas y una copa de vino rosado. Lo más probable es que sucediera fumando Marlboro en la mesa de la cocina, sin abrir las ventanas, mientras el perro correteaba a través del humo por entre nuestras rodillas. Seguramente, en ese momento estuviera limpiando la mesa de cristal con limpiacristales.

La historia hablaba de un hombre cruel con el que había salido justo antes de conocer a mi padre. Mi madre usaba una serie de palabras que me intrigaban y me asustaban. «Cruel» era una de ellas.

Creció en una familia muy pobre. Hacía pis en macetas y usaba la orina para humedecerse las pecas porque se decía que así se reducía el pigmento. Dormía con sus padres y sus dos hermanas en una sola habitación. La lluvia se colaba por el techo y las gotas le salpicaban en la cara cuando dormía. Pasó casi dos años en un sanatorio con tuberculosis. Nadie la visitó porque no podían permitirse viajar hasta allí. Su padre era un alcohólico que trabajaba en un viñedo. Tuvo un hermano que murió antes de cumplir un año.

Al final, se recuperó y se mudó a la ciudad, pero, justo antes, a las puertas de febrero, su madre enfermó. Cáncer de estómago. La ingresaron en el hospital local, de donde ya no saldría. Una noche hubo una ventisca. El aguanieve rebotaba en los adoquines de piedra; mi madre estaba con aquel hombre cruel cuando se enteró de que su madre se moría y de que no llegaría a la mañana siguiente. El hombre cruel la llevaba en coche al hospital en mitad de la tormenta cuando tuvieron una pelea terrible. Mi madre no me contó los detalles, pero me dijo que terminó en el arcén, sobre la gruesa capa de nieve y bajo la oscuridad de la noche. Vio desaparecer las luces traseras y ningún otro coche pasó por aquella carretera helada. Al final, no pudo despedirse de su madre.

Todavía sigo sin estar segura de a qué se refería con «cruel» en aquel contexto. No sé si el hombre le pegó o si la agredió sexualmente. Siempre he asumido que la palabra «crueldad», salida de su boca, se refería a algún tipo de amenaza sexual. En mis fantasías más oscuras, me lo imagino intentando acostarse con ella la noche en que su madre se moría. Me lo imagino tratando de aprovecharse de ella. Sin embargo, lo que a mi madre se le quedó grabado no fue la crueldad de aquel hombre, sino la pobreza. El hecho de no poder llamar a un taxi para que la llevase al hospital. La falta de independencia. La escasez de recursos propios.

Más o menos un año después de que mi padre muriera, cuando por fin pasamos un día entero sin llorar, me pidió que le enseñase a navegar por internet. No había usado un ordenador en su vida. Tardaba varios minutos, que se hacían eternos, en escribir una frase.

—Dime lo que buscas y ya lo hago yo —le dije después de pasar todo el día delante de la pantalla. Las dos estábamos frustradas.

—No puedo —respondió—. Es algo que tengo que hacer sola.

Le pregunté de qué se trataba. Lo había visto todo de ella. Sus facturas, sus cartas, hasta una que me había escrito a mano para que la leyera si alguna vez le ocurría algo. 

—Quiero encontrar a un hombre —me susurró—. Un hombre al que conocí antes que a tu padre.

Me quedé de piedra, e incluso me dolió. Quería que mi madre fuera la viuda de mi padre para siempre. Ansiaba que el recuerdo de mis padres se mantuviera intacto, incluso después de la muerte, aunque fuera a costa de la felicidad de mi madre. No quería ni oír hablar del deseo de mi madre.

Este tercer hombre era el dueño de un gran imperio de joyería y la amaba tanto que se había presentado en la iglesia para intentar impedir la boda de mis padres. Hace mucho, mi madre me regaló un collar de rubíes y diamantes, un obsequio que pareció hacerme para ocultar lo mucho que le importaba. Le dije que se las apañase ella sola con el ordenador, pero antes de que aprendiera a hacerlo, enfermó.

A veces pienso en la sexualidad de mi madre y en cómo la usaba de vez en cuando. En las pequeñas cosas, en la manera en que se arreglaba antes de salir de casa o de abrir la puerta. Siempre lo consideré una fortaleza o una debilidad, pero nunca lo vi como algo con vida propia. Qué equivocada estaba.

Aun así, todavía me pregunto por qué una mujer dejó que un hombre se masturbara mirándola durante tanto tiempo. Me pregunto si lloraba por las noches. Quizá incluso llorara por aquel viejo solitario. Son los matices del deseo los que esconden la verdad acerca de quiénes somos en los momentos más duros. Me propuse plasmar el calor y la punzada del anhelo femenino para que los hombres y otras mujeres lo comprendan mejor antes de juzgar. Porque los instantes cotidianos de la vida durarán para siempre, hablarán de quiénes éramos, de quiénes eran nuestras vecinas y nuestras madres, y nos recordarán cuándo fuimos demasiado ingenuas como para pensar que no nos parecíamos en nada a ellas. Esta es la historia de tres mujeres.

Maggie


Te levantas esa mañana como si te preparases para una batalla. El maquillaje son tus pinturas de guerra. Una sombra de ojos ahumada en un tono neutro. Unas pestañas espesas. Un colorete rosa oscuro y un pintalabios de color natural. Llevas el pelo suelto, rizado y con volumen.

Aprendiste a peinarte y a maquillarte sola delante del espejo, mientras escuchabas a Linkin Park y Led Zeppelin. Eres una de esas chicas a las que se le da bien maquillarse y vestirse sin esfuerzo, que sabe usar horquillas sin que se noten. Te calzas unas botas de cuña, unos leggins y una camisa de estilo kimono. Quieres que sepa que ya no eres una niña. Has cumplido los veintitrés.

Por supuesto, también quieres que te siga deseando y se lamente por lo que ha perdido. Quieres que más tarde, durante la cena, no deje de pensar en las curvas de tus caderas.

Hace seis años eras más pequeña y le encantaban tus manos. Por aquel entonces, sus manos te tocaban, se adentraban en tu cuerpo. Muchas cosas han cambiado. Tu padre ha muerto. Se cortó las venas en un cementerio cercano el pasado mes de agosto. Le hablabas de él, de los problemas con tus padres. Sabía que uno siempre acababa recogiendo al otro en el bar. Los dos se emborrachaban, pero uno más que el otro. Crees que entendería por qué te preocupa que la lluvia repiquetee sobre la tumba de tu padre. ¿Se estará mojando ahí abajo y se preguntará por qué lo has abandonado al frío y a la oscuridad? ¿Acaso la muerte no prevalece sobre lo que sucede dentro de un juzgado? ¿No hace que todas las demás gilipolleces desaparezcan, incluso los policías y los abogados? De alguna forma, en algún lugar, ¿no seguís siendo solo vosotros dos?

Vas en coche al juzgado del condado de Cass con tu hermano David y os fumáis unos cigarrillos por el camino. Hueles a una mezcla de humo y gel de ducha. Él odiaba que fumases, así que mentías. Decías que eran tus padres los que fumaban y que el olor te impregnaba el pelo y las fibras de tus sudaderas azul marino. En un retiro religioso, prometiste dejarlo por él. Se merecía que se lo entregases todo, hasta las partes que no querías darle.

Podrías habértelas arreglado para que hoy no apareciera. Aunque los abogados habían dicho que tenía derecho a estar presente. No obstante, una pequeña parte de ti quería que estuviera allí. Uno de los motivos por los que hablaste con la policía fue para verlo de nuevo, porque, y la mayoría estará de acuerdo con esto, cuando un amante te abandona, se niega a verte, ni siquiera para que le devuelvas su cepillo de dientes o sus zapatillas de correr, no te responde a los correos y prefiere comprarse unas zapatillas nuevas a enfrentarse al dolor que te ha causado, es como si te hubieran congelado los orgasmos. Sientes tanto frío que se te corta el aliento. Se mantuvo alejado durante seis años. Pero hoy vendrá, y también irá al juicio, así que, en cierto modo, uno de los motivos por los que lo haces es porque así lo verás unas seis veces más. Solo te parece una locura si desconoces cómo alguien puede destruirte con tan solo desaparecer.

Te preocupa desearlo. Te preguntas si su mujer estará preocupada. Te la imaginas en casa, ignorando a los niños y concentrada en el reloj.

Aparcas el coche y das un par de caladas más antes de entrar. En la calle hay unos tres grados, pero te gusta fumar cuando hace frío. A veces Fargo huele a nuevos comienzos. Camiones plateados pasan zumbando por la autopista, en dirección a sus destinos predefinidos, siguiendo las coordenadas establecidas. Los trenes te parecen más hermosos, más libres. Respiras hondo y el gélido viento te inunda los pulmones.

Llegas antes a la sala. Menos mal. Estáis David y tú con el fiscal, Jon, y su ayudante, Paul. Piensas en estos hombres con su nombre de pila y te diriges a ellos de este modo. Creen que te extralimitas. En realidad, no te representan a ti, sino al estado de Dakota del Norte. No están de tu parte, solo da la casualidad de que estáis en el mismo bando.

Entra un taquígrafo.

Entonces entra Él. Viene acompañado de su abogado, un cabrón con pintas llamado Hoy.

Se sienta frente a ti. Lleva la misma ropa que cuando ibas al instituto, una camisa de vestir, corbata y pantalones de pinza. Te parece raro. Esperabas que apareciera con un traje de chaqueta. Algo más elegante y serio. Verlo vestido así hace que te resulte familiar. Te preguntas si durante los últimos años te has equivocado al interpretar su silencio como indiferencia y si no habrá vivido aterrorizado, igual que tú. Te enteraste de que había tenido un tercer hijo e imaginaste unos columpios y a su mujer con las mejillas sonrosadas. Imaginaste a todo el mundo creando vida mientras tiritabas en una bañera llena de hielo y autodesprecio. Te has vuelto más fuerte, igual que tu maquillaje, que cada vez tiene más capas. Sin embargo, es posible que él se haya estado muriendo por dentro, que te haya echado de menos. Tal vez se haya condenado, como un poeta, a décadas de pesadumbre. El columpio se ha oxidado. La cerca de su jardín de clase media son los muros de su prisión y su mujer es la guardiana. Los niños, por su parte, son el único motivo por el que ha decidido seguir siendo infeliz, sin ti.

Por un instante, ansías extender las pequeñas manos que tanto le gustaban y tocarlo. ¿Le gustarán todavía? ¿Adónde va el amor que sentimos por las manos de una persona cuando muere? Quieres acunarle el rostro y decirle: «Joder, siento haberte traicionado. Estaba dolida y enfadada, y me has robado varios años de mi vida. Lo que hiciste no fue normal y, ahora, aquí estoy. Mírame. Me he pintado para la batalla, pero, debajo de esta máscara, estoy herida, asustada, cachonda, cansada y te quiero. He engordado quince kilos. Me han expulsado de la universidad un par de veces. Mi padre acaba de suicidarse. Tomo un montón de pastillas; mira en mi mochila, hay muchísimas. Soy una chica que se medica como una anciana. Debería salir con chicos a los que les huela la boca a maría, pero vivo con el disfraz de víctima puesto, colgada en la percha de una juguetería. Nunca me escribiste.

Casi levantas la mano, para decirle que lo sientes o para suplicarle que cuide de ti. Ya nadie te cuida como sabes que él puede hacerlo. Nadie te escucha como él. Todas aquellas horas. Era como un padre, un marido, un profesor y un mejor amigo; todo a la vez.

Levanta la vista y te mira con unos ojos fríos y oscuros, unas pequeñas ágatas, relucientes y adustas, más viejas de lo que recordabas. De hecho, no los recuerdas así en absoluto. Antes te miraban con amor y lujuria. Antes te aspiraba la lengua como si quisiera quedársela.

Ahora te odia. No cabe la menor duda. Le has hecho venir aquí, lejos de su bonita casa, donde vive con sus tres hijos y su mujer, que lo seguirá hasta la muerte. Lo has obligado a enfrentarse a esta granizada infernal de enero y a meterse en este cuarto sucio. Lo has obligado a gastarse el sueldo y los ahorros de sus padres en un triste y astuto abogado. Estás a punto de arruinarle la vida y hacerle perder todo lo que ha construido. Hasta las mesas de aprendizaje de Fisher Price que enciende a las siete de la mañana. Tuvo que vender su casa y comprarse otra por tu culpa.

Ahora mismo, Aaron Knodel es el Profesor del año en Dakota del Norte. Está considerado el mejor docente de todo el estado. Entonces apareces tú, un monstruo vagabundo, el engendro de un par de alcohólicos, la hija del suicidio, una chica que ya ha estado antes con hombres mayores y los ha metido en problemas; con militares, hombres íntegros de Estados Unidos. Has vuelto, zorra destructiva, para intentar arruinar al profesor del año. Suspira con amargura. El aliento le huele a huevo.

Hay otra cosa que está clara: debería dejar de importarte. De inmediato. De lo contrario, es posible que nunca salgas de esta habitación. Buscas en tu corazón y, no sabes cómo, pero encuentras las fuerzas. Sientes una gratitud inmensa hacia ti misma y hacia Dios. ¿Cuántas veces has notado que hacías lo correcto? Hoy es una de ellas. Quizá por primera vez.

Creías que aún querrías tirártelo. Lo habías espiado en internet. Aunque eso ya ni siquiera se considera espiar. Basta con encender el ordenador para que los fantasmas se acumulen. Es imposible ignorar los artículos aduladores en los periódicos locales o los anuncios de la tienda donde tu examante compra los guantes que te aparecen en Facebook. Al ver fotos recientes todavía sientes un cosquilleo y ardes con la lujuria del pasado. Pero ahora, aquí sentada, no sientes nada en absoluto. Le observas la boca, pequeña y tensa, y la piel, imperfecta. Sus labios no te parecen sensuales, los tiene secos y te distraen. Su aspecto es enfermizo, como si se hubiera dedicado a comer bollos y a beber café cargado y Coca-Cola encerrado en un sótano mal ventilado mientras miraba de morros a la pared.

—Buenos días —dice su abogado, Hoy, un espanto de hombre con el bigote tieso, como un mago. Se ha asegurado de informar a la prensa de que su cliente se ha sometido a un polígrafo, a pesar de que el fiscal afirmara que era poco probable que el tribunal admitiera dicha prueba.

Te sientes juzgada por su bigote. Es esa clase de hombre que te hace sentir como una gilipollas analfabeta que conduce un coche que no arranca en las mañanas de invierno como esta.

—¿Podría decir su nombre completo, para que conste? —te pregunta.

El taquígrafo del juzgado aporrea las teclas, tu hermano David respira al unísono y pronuncias tu nombre completo en voz alta.

—Maggie May Wilken —dices. Te apartas el pelo largo, meticulosamente peinado.

La primera ronda de preguntas busca soltarte la lengua sin que lo adviertas. Hoy te pregunta por el tiempo que pasaste con tu hermana Melia en Washington, con ella y con su marido, Dane, que es militar. También estuviste con ellos en Hawái, pero por ahora te pregunta por el tiempo en que vivían en Washington. Aquello fue después de lo de Aaron. Divides así tu vida. Antes y después de Aaron. También podrías dividirla antes y después del suicidio de tu padre, pero, para ser sincera, todo comenzó con Aaron.

Te pregunta por la web de citas PlentyOfFish. Conociste a algunos tíos ahí cuando estabas en Washington, pero el abogado se comporta como si hubieras vendido tu cuerpo por una cerveza. Eres consciente de que los hombres como él tienen el poder de dictar las leyes que rigen tu vida. Los hombres que hablan de las páginas webs de citas como si fueran anuncios de prostitución. Como si fueras de esas que se hacen fotos de la cara asomando entre los muslos.

La verdad es que conociste a algunos hombres a través de esa web y resultaron ser unos pringados. Fue triste, no te acostaste con ninguno y ni siquiera disfrutaste las copas a las que te invitaron. Te avergüenzas de ello. Todo esto ocurrió antes de que la gente empezara a publicar fotos en Instagram para provocar envidia. Eran los lentos comienzos de la nueva era. Hoy también pregunta por una web que ni siquiera sabe deletrear.

—¿Qué es eso? —preguntas.

—No lo sé —responde—, pero ¿lo ha visitado alguna vez?

—No, no sé lo que es —contestas. «Y tú tampoco, capullo», piensas. Pero habla con tantos tecnicismos que temes contradecirlo. Seguro que su esposa y sus hijos se han acostumbrado a mentirle a menudo para evitar esa reprobación punzante que te destroza el alma.

Te pregunta por las peleas que tenías con tu padre. Tu querido padre muerto, sepultado bajo el barro y la lluvia. En aquella época os peleabais a menudo, y lo cuentas.

—¿Por qué se peleaban? —pregunta Hoy.

—Por todo —respondes.

No vas a guardarte nada, da igual lo que suponga o lo que piensen al respecto.

Te pregunta por tus hermanos y por qué todos se marcharon de casa muy pronto. Por aquel entonces, no sabías que supondría una declaración de culpabilidad. Están preparando un caso contra ti a partir de tus propias palabras con el que demostrar lo conflictiva y, quizá también, lo golfa que eras. Con perfiles en webs de citas y todos esos hermanos; la hija de un par de borrachos que se pasaban el día follando y teniendo hijos que luego se desperdigaron por el país, causando problemas y saltando de un estado a otro. No vives en la parte bonita de West Fargo, sino en la mala; no como el señor Knodel, profesor del año de Dakota del Norte, que vive en una preciosa casa de color neutro, con una manguera enrollada y un césped que nadie se olvida nunca de regar.

Lo miras mientras respondes las preguntas y recuerdas el pasado. Deseas que el tiempo no hubiera transcurrido y volver a estar allí, cuando todo era fácil y todo el mundo estaba vivo. Ojalá vuestras manos siguieran llevándose bien.

—Ha indicado que ya tenía una relación cercana con el señor Knodel antes de su penúltimo año de instituto —dice Hoy.

—Así es —contestas.

—¿Cómo surgió? —pregunta.

Piensas muy bien la respuesta. Te encierras en tu mente y, de repente, vuelves a estar allí. Te alejas del agujero negro del presente y regresas al paraíso del pasado.



El destino de Maggie se presenta una tarde, sin previo aviso. Llega sin hacer ruido, igual que todo cuanto tiene poder para destruirte.

Solo había oído hablar de él. Algunas chicas comentaban lo guapo que era. Pelo castaño oscuro y peinado con un pequeño tupé, como si lo hubiera engominado de forma permanente. Unos ojos oscuros y encantadores. El tipo de profesor que hace que tengas ganas de ir a clase, incluso en las frías mañanas de Dakota del Norte. Su nombre se había convertido en un murmullo constante en los pasillos debido a la emoción que provocaba.

«El señor Knodel».

Maggie no es de las que se cree a pies juntillas si alguien es guapo o no sin verlo. Tampoco es de las que se muestra de acuerdo con la mayoría para encajar. Sus amigos dicen que no tiene filtro. Se burlan de Maggie por ello, pero, en el fondo, se alegran de contar con ella. Es la clase de persona que le diría a un tío que, si sabe que no va a salir, no se moleste en decir eso de: «¿Quieres ir fuera?».

Al final, un día, entre segunda y tercera hora, lo ve pasar por el pasillo. Lleva unos pantalones caquis, camisa y corbata. No es un momento épico. Rara vez lo es la primera vez que conoces a la próxima persona más importante de tu vida. Les dice a sus amigas que sí, que es mono, pero que tampoco es para tanto.

No hay muchos profesores guapos. Lo cierto es que no hay ninguno. Los otros dos, el señor Murphy y el señor Krinke, se consideran, junto con el señor Knodel, «los tres amigos». Además de llevarse bien entre ellos, también tienen relación con los estudiantes de muchas maneras, como mediante mensajes de texto, sobre todo con los chavales de los equipos que supervisan: el señor Knodel dirige el congreso de estudiantes junto al señor Murphy, mientras que el señor Krinke se ocupa de los equipos de discursos y debates. Después de clase, se ven en restaurantes donde sirven cañas, como el Spitfire Bar & Grill, Applebee’s o TGI Friday’s. Ven el partido y se toman unas cuantas. Los días lectivos, comen juntos en la clase del señor Knodel; un «almuerzo de tíos», lo llaman. Hablan de la liga fantástica y mastican a dos carrillos sándwiches de dos pisos.

De los tres amigos, el señor Knodel es el mejor partido. Uno setenta y ocho de altura, ochenta y cinco kilos, pelo castaño y ojos marrones. Pero, en realidad, no es un buen partido, ya que está casado y tiene hijos, solo lo es en el sentido de que es el más atractivo de entre los profesores menores de cuarenta años. Si no puedes ir a Las Vegas, vas a Foxwoods.

En el segundo semestre del primer año, a Maggie le toca el señor Knodel en clase de lengua. Le interesa la asignatura. Se sienta derecha, levanta la mano y sonríe casi todo el tiempo. Hablan después de clase. Él la mira a los ojos y la escucha, como un buen profesor.

Las piezas empiezan a encajar. Cuando West Fargo juega contra Fargo South en las semifinales de fútbol femenino, el entrenador llama a Maggie y esta tiembla como un pajarito. Le dice que necesitan su fuerza en el campo. Pierden, pero están a punto de evitarlo gracias a ella. El aire es fresco y el día, soleado. Maggie recuerda haber pensado que tenía el resto de su vida para hacer aquello y cualquier otra cosa que quisiera.

Tiene pósteres de Mia Hamm y Abby Wambach en las paredes de su habitación. Su madre le pinta una red en el cabecero de la cama. Está enamorada de David Beckham. Cuando se siente confiada, se imagina yendo a la universidad con una beca. Piensa en el futuro, más allá de los chicos, del baile de graduación y de los rumores, en los estadios gigantescos a los que la gente iría solo para ver jugar a las chicas. Se encuentra al borde de ese precipicio en el que todavía tiene los sueños de una niña pero ya es capaz de enfrentarse a ellos con el potencial de una adulta.