introducción

Así como un gran diestro dijo que al torero
no lo mata el toro sino el público,
lo mismo le pasa al buen escritor.
Ramón Gómez de la Serna

Escribió lo suficiente y publicó otro tanto. Pero ttan personal acumulación se disipó como la fortuna que un jugador compulsivo de póker pierde en una noche. Entonces se retiró a su casa en Getafe y años después murió ahí en solitario. Fue, según el dicho de Pío Baroja, “el ingenio más frenético y más desarreglado de nuestra época” y “el más anarquista de todos los escritores españoles contemporáneos”.

Al parecer, la poca atención que le dispensó su momento sumergió súbitamente su obra en un incomprensible marasmo. Por ello Baroja, píamente, se preguntaba: “¿Cuándo saldrá a flote?” Aludía a la narrativa y ensayística de Silverio Lanza, seudónimo de Juan Bautista Amorós (1856-1912), descendiente de una familia de militares carlistas y él mismo aspirante a figurar como oficial de la Marina española en su juventud.

Hasta ahora, bien a bien, no se sabe si lo suyo fue un hundimiento o un naufragio. Ni tampoco cómo y cuándo se lo rescatará (y que tan ileso), para orientarlo de una vez por todas por el camino de la posteridad literaria. No es, por cierto, caso único. Nos dolemos al creer que algunos escritores no merecían un ocaso tan dañoso y atroz, aunque igual parece cierto el que cualquier escritor, más tarde que temprano, sucumbirá por la misma inanición memoriosa de nuestra época. ¿Se lee fervorosamente hoy en día a Baroja o a Azorín, los cuales, en sus años de ascenso, lo miraban con quisquilloso recelo y escepticismo admirativo?

El ostracismo de Silverio Lanza se ha vuelto proverbial y en España se ha hablado y discutido bastante sobre ello, lo que no está nada mal para un escritor condenado al desinterés y la omisión de las generaciones que lo sucedieron. Un fárrago de observaciones dolientes y minuciosas que vindican, no su talento, sino la tontuela incomprensión que lo ha rodeado y que nadie está seguro cuándo cesará. Es paradójico que, junto con la reedición de sus libros y su promoción en círculos de nuevos lectores, amén de voluminosas disecciones académicas, se haya logrado imponer sobre todo el retrato del escritor negado, postergado o, en palabras de un catedrático, del “escritor perdido”.

Otro escritor, Ramón Gómez de la Serna, tampoco precisamente un racimo de rutilantes posteridades, fue en su juventud amigo y cómplice de Silverio Lanza. Una buena amistad, descrita con todas sus letras: “Don Ramón Gómez de la Serna y yo (servidor de ustedes) somos amigos desde nuestra juventud: él no tenía aún veinte años, y yo tenía más de cincuenta. Conviene explicar esto a las inteligencias que soportan el cilicio de la rutina. Don Ramón es un muchacho que lleva dentro a un viejo; y yo soy un viejo que lleva dentro a un joven: somos dos camaradas”. Líneas escritas expro­feso para el Epílogo de “El libro mudo”, pergeñado por Gómez de la Serna en el año de 1910.

Se puede especular un poco e imaginar la respuesta ante el calificativo (o descalificativo) “del escritor perdido”. Gómez de la Serna, concédase por segura, opondría una frase con la que él mismo se amuralló: “Prefiero ser un hombre perdido, a ser un hombre mal hallado”. En su defensa de Silverio Lanza, piénsese muy probable, añadiría sus notas sobre la culpabilidad de los malos lectores: “El mal lector quiere un sensacionalismo falso y malo, porque ni siquiera quiere un sensacionalismo apasionado, sincero, franco, elevador. Hay que tener en medio de las lecturas una buena alma”; y, además, ese sujeto equivocado, “lee a los fanáticos y a los rebeldes, pero a los ‘ordenados’, no”.

¿Es posible imaginar un lugar habitado únicamente por buenos lectores y del que se ha desterrado a los impertinentes y malos contadores de sílabas? ¿Sabríamos cuáles y cuántos libros atesoraría su beneficiosa memoria y cuántos más fue necesario arrojar al abismo de la desmemoria y la ignorancia de la luz letrada? En ese lugar existiría solo un puñado de extraordinarios editores como fieles sirvientes del conjunto de magníficos lectores, y se limpiaría el terreno de cualquier mal crítico, hasta extinguirlos a todos como a una plaga.

La descendencia de los buenos lectores sería obligada a seguir los pasos de sus progenitores, so pena de expulsar­-los del núcleo familiar, y vivirían entonces como salvajes en los montes, alimentándose de pésimas y fraudulentas narraciones y pomposas reflexiones. Pero un mal día se sublevarían y una venganza carente de un exquisito modelo lírico instigaría su revancha, acaudillados por un crítico sobreviviente, autor de una apócrifa Historia de la Literatura Inercial.

Seguidamente, abandonarían las cuevas donde se refugiaron, armados y empuñando antorchas; vociferando frases hechas, extraídas de un juglarismo medieval insoportable, bajarían a las ciudades para incendiar bibliotecas repletas de libros auténticos, formidables y provechosos. Instaurado el terror, echando mano de novelas negras, impondrían su ley y cambiarían la versión de la historia social y sagrada. Darían poco que pensar y por eso nuestro castigo sería leer horrendos folletines y estar condenados a releerlos por siempre.

Pero más allá de caricaturas, encuentro más apropiada la categorización binaria de Isaiah Berlin sobre una literatura que se reparte en escritores “zorros” y “erizos”; y en la que no encuentran lugar los extraños e inclasificables como Tolstoi, que mezclaron su temperamento entre ambas especies. Silverio Lanza perteneció a esa estirpe anómala.

La distinción que hizo Berlin se refiere a los escritores y los pensadores, y también posiblemente a una diferencia

entre los seres humanos en general. Porque media un gran abismo entre quienes, por un lado, relacionan todo con una única visión central, un sistema más o menos congruente o consistente, en función del cual comprenden, piensan y sienten —un único principio universal, organizador, que por sí solo da significado a todo lo que son y dicen—, y por otro, quienes persiguen muchos fines, a menudo inco­nexos y hasta contradictorios, ligados, si lo están, por alguna razón de facto, alguna causa psicológica o fisiológica, sin que intervenga ningún principio moral o estético; estos últimos viven vidas, realizan acciones y sostienen ideas centrífugas antes que centrípetas, su pensamiento es desparramado o difuso, ocupa muchos planos a la vez, aprehende la esencia misma de una vasta variedad de experiencias y objetos por lo que éstos tienen de propio, sin pretender, consciente ni inconscientemente, integrarlos —o no integrarlos— en una única visión interna, inmutable, globalizadora, a veces contradictoria, incompleta y hasta fanática.

Perdónese tan extensa cita para derivar que “el primer tipo de personalidad intelectual y artística es el de los erizos; el segundo, el de las zorras”; uno lo representa Dante y el otro Shakespeare. Pero existe, según se advirtió antes, un tercer tipo que no se aviene de manera impecable con erizos ni con zorras. Lo ejemplifica Tolstoi: quien vivió sin percatarse del “conflicto entre lo que él era y lo que creía ser”.

De igual casta, me parece, fue Silverio Lanza. Un escritor “ordenado” que se disfraza con despropósitos e ironías; exige mayores derechos para la mujer, pero no deja de desconfiar por las alhajas y privilegios que ellas desean conseguir a toda costa; se mofa de los curas y de la iglesia, pero sugiere que puede conseguirse la vuelta a su origen inmacu­lado; piensa que los ladrones son seres que viven en una indefensión obligada, y que los hombres pueden burlarse un poquito de Dios honrándolo sin aspavientos. En suma, que se puede vivir de equívocos porque son solamente apariencias un tanto graciosas y ejemplarizantes.

Además de actualizar la ortografía y modificar ciertas redundancias, he adosado como epígrafes a esta mínima selección de sus cuentos algunas greguerías de Ramón Gómez de la Serna, en un afán de contrapuntear una especie de imaginaria coautoría de dos camaradas, esperando que su lectura sepulte, cada vez más, a un narrador desaparecido.

Miguel Ángel Echegaray

Bibliografía

Ramón Gómez de la Serna, El Libro Mudo (Secretos), México, fce, 1987.

Isaiah Berlin, El Erizo y la Zorra. Ensayo sobre la visión histórica de Tolstoi, Barcelona, Muchnik Editores, 1982.