Bibliografía mínima

Jean Étienne-Marie Portalis, Discours sur l’organisation des cultes, París, Imprenta de la República, 1802; Discours, rapports et travaux inédits sur le Code Civil, París, Librería de la Corte de Casación, 1844; Écrits et discours juridiques et politiques, Aix-en-Provence, Presses universitaires d’Aix-Marseille, 1988; Discurso preliminar al Código Civil Francés, Madrid, Civitas Ediciones, 1997; Discours préliminaire du premier projet de Code civil, Burdeos, Confluences, 1999.

Índice de contenido
Preliminares
Presentación
Discurso preliminar del primer proyecto de Código Civil
Cronología de Jean Étienne-Marie Portalis
Bibliografía mínima
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colección
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Universidad Nacional Autónoma de México
Coordinación de Difusión Cultural
Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

Jean-Étienne-Marie Portalis

Discurso preliminar
del primer proyecto
de Código Civil

Presentación de
José Ramón Cossío Díaz
Traducción de
Juan José Utrilla
Revisión técnica de
Daniela Carrasco Berge

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Universidad Nacional Autónoma de México
2018

Presentación

I

Antes de la Revolución, el derecho estaba estructurado en Francia de una manera que hoy nos parecería extraña. Consideremos dos grandes bloques, el geográfico y el personal. Ahora, dividamos el primero de ellos en dos partes. Por un lado, en las zonas norte y central del país, las conductas estaban reguladas por una serie de antiguas y diversas costumbres; por otro, en la zona sur lo estaban por una variedad igualmente grande de normas legisladas por distintos parlamentos y por disposiciones de derechos canónico y romano. Esta dispersión normativa generaba una condición que no se avenía con el supuesto de unidad nacional que, ya desde varios siglos atrás, ostentaban los franceses. Si la nación era una, ¿por qué unos estaban sometidos a un derecho y otros a otro, dependiendo sólo de su condición geográfica?

El segundo bloque, igualmente importante, tenía que ver ya no con el espacio, sino con la condición personal de los individuos. El derecho previo a la Revolución establecía predicados para diversos sujetos agrupados corporativamente. Había fueros, normas, órganos y sanciones para el monarca, la aristocracia, los militares, los eclesiásticos, los abogados, los comerciantes y un largo y separado etcétera. El carácter foral daba lugar a una pluralidad de sentidos, formas y momentos. Quien estaba en un gremio debía regirse por las norma de éste, y no por otras; quien estaba en otro gremio o corporación, debía hacerlo por normas distintas.

Si vinculamos en una especie de matriz a los dos grandes cuerpos normativos señalados (geográfico y personal), queda claro que unas eran las normas que, por ejemplo, regían en el norte de Francia para los mercaderes o los artesanos, y otras diversas las aplicables a sujetos con actividades parecidas radicados en la zona mediterránea de un territorio que se postulaba, al menos desde Westfalia, como el propio de una sola nación.

Es verdad que en los años anteriores a 1789, Rousseau había planteado la necesidad de reconstituir el pacto social como base de la organización social y política de esa nación y, con ello, el reconocimiento de una voluntad única expresada mediante normas generales emitidas por una asamblea representativa. Es verdad, también, que se había producido una sustitución notable de las élites francesas, en donde la monarquía mandaba mucho con poca base social, la aristocracia se encontraba reducida al cortesanismo y la burguesía no alcanzaba a desempeñar el papel que su situación mercantil y financiera parecía depararle. Sin embargo, no habían aparecido las condiciones históricas para que el nuevo modelo de organización social se diera, la clase en ascenso sustituyera a las precedentes y, con ello, el orden jurídico fuera verdaderamente nacional y expresara las nuevas condiciones sociales hasta darles una forma política distinta.

Las posibilidades de cambio llegaron con el proceso revolucionario. Su dinámica y efectos avanzaron de prisa. El 14 de julio de 1789, el pueblo de París tomó la Bastilla. Simbólica y políticamente, quiso y pudo entenderse que Francia cambiaba de régimen. El antiguo, monárquico-absoluto, entraba en su fase final para dar paso a otro, republicano y revolucionario. La voluntad general, la de todos, debía expresarse mediante las leyes generales emitidas por la Asamblea General. El 4 de agosto de ese año, a su vez, se decretó el fin del sistema feudal. La confluencia de estos dos momentos, sustentados en largas y complejas filosofías jurídicas y políticas, planteó un problema mayor. No las revoluciones política y social que visiblemente estaban en marcha, sino la jurídica que, menos explícita, iba de las manos de aquéllas.

¿Cómo, en efecto, podía seguirse suponiendo que había una sola voluntad y una manera única de expresarla cuando muchas conductas eran reguladas de distintas maneras en varias partes de un país que reclamaba para sí una sola y firme unidad? Es éste el momento en que lo que alguna vez fue un deseo de unificar las normas para todo el reino, adquirió condiciones de posibilidad. Con el paso de los días la Revolución fue menguando su virulencia. Aquello que al comienzo se hizo rápida y cortoplacistamente fue dando paso a la creación de instituciones de más largo aliento. Las constituciones de 1791, 1793, la del año iii o del Directorio y la del año viii o del Consulado, además de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, así lo acreditan en la parte pública. También, los esfuerzos por legislar la materia penal, tanto por la Ley de 1791 como por el Código de los Delitos y de las Penas de 1795. Pocos avances, sin embargo, pueden contarse en materia civil, en el modo de establecer a las personas y sus relaciones ordinarias.

Después de su 18 de brumario y como integrante del Consulado, Napoleón convocó a la redacción de una nueva y general legislación para todos los franceses. Nada menos que al establecimiento de un modo diverso de regular conductas a partir de posiciones jurídicas comunes y no más de condiciones corporativas. Que quien comprara o vendiera, quien fuera padre o madre adquiriera o no una hipoteca, lo fuera solamente por el acto que estaba celebrando y no por ser hijo de alguien o miembro de un cuerpo particular; sólo por la condición y los requisitos jurídicos satisfechos.

Para tan grande empresa y como miembro de un Consulado que en su integración tripartita todavía respetaba la etimología, Napoleón invitó a participar a cuatro conocidos y capaces juristas, por edad y trayectoria vinculados con el Ancien Régime: Tronchet, abogado parisiense, representante de París por el tercer estado en los Estados Generales, abogado de Luis XVI ante la Convención y gran conocedor del derecho antiguo; Bigot de Prémeneu, abogado antes de la Revolución, también defensor de Luis XVI y funcionario de la Corte de Casación; Maleville, abogado en el Parlamento de Burdeos, juez de casación y miembro de distintos órganos legislativos posrevolucionarios; Portalis, exitoso abogado en Aix antes de la Revolución, seguidor del partido monárquico durante ésta hasta ser encarcelado y emigrar por ello, funcionario en el tribunal de presas marítimas y con grandes conocimientos de derecho y de sus condiciones operativas.

Los comisionados redactaron su anteproyecto a partir de previos e importantes trabajos (Cambacérès). En el mismo año de 1800 empezó un proceso entremezclado con las vicisitudes napoleónicas: la discusión y profunda reelaboración en el Consejo de Estado, las adiciones y rectificaciones hechas por los tribunales de casación y los parlamentos regionales y las varias intervenciones del propio Napoleón como Cónsul Vitalicio (1802) y como aspirante a emperador (1804).

El 21 de marzo de 1804, después de algunas maniobras legislativas no del todo ortodoxas, finalmente se promulgó el nuevo Código Civil de los Franceses. Con este acto se derogó todo derecho que se opusiera a cualquiera de las materias previstas en él. Mediante 2 281 artículos, algunos de ellos escritos con tal elegancia y precisión que Stendhal dijo haberlo utilizado como modelo para redactar La cartuja de Parma, debían regularse las relaciones de los franceses entre sí en una amplísima gama de posibilidades: el modo general de estar frente al derecho, la constitución de las personas y el matrimonio y las relaciones familiares, la protección de los hijos, los testamentos y las sucesiones, el modo de hacerse de bienes y aprovecharlos, las diversas formas de adquirir derechos y obligaciones, las maneras de contratar y el objeto de los contratos, destacadamente. Todo un cambio frente a lo que en el mundo se había hecho hasta entonces en materia jurídica, Roma incluida.

Del Código se dijeron y se dicen muchas cosas. Hay quienes lo consideran un esfuerzo formalmente novedoso y relevante, aun cuando se le critique su conservadurismo familiar y económico. Se ha señalado que, por el contrario, es una obra de arte jurídica por su capacidad de innovar y poner al derecho a tono con los cambios sociales que se vivían. Se ha destacado su capacidad para terminar de entronizar a la naciente burguesía y permitir la consolidación del capitalismo económico. Sin agotar aquí los juicios favorables y adversos, lo cierto es que el Código Civil de 1804 ha sido un modelo central de la manera en la que el derecho moderno es concebido, creado y explicado, al menos en la llamada familia romanista. Es decir, en el conjunto de órdenes jurídicos nacionales que tienen sus raíces en la Europa continental (en mucho precisamente por la influencia francesa) y que hoy se extiende no sólo en esa región, sino también en América Latina y diversas partes de Asia y África.

II

Para una parte del mundo moderno, el Código de Napoleón es definitorio de su juridicidad. Es el caso de México, desde luego. No únicamente por la influencia directa que tiene aquél en los códigos civiles que han estado o están en vigor, sino destacadamente por la manera como todo el derecho, insisto, ha sido establecido, aplicado y estudiado. Por este doble carácter de elementos históricos y actuales, cobra pleno sentido la publicación del llamado “Discurso preliminar del primer proyecto de Código Civil”, redactado en 1801 por Jean-Étienne-Marie Portalis para aportar una explicación general, jurídica e ideológica del documento.

Portalis, considerado por sus contemporáneos y los exégetas como el filósofo de la Comisión Redactora, fue poniendo, con orden y con ritmo, los sustentos y los temas de la legislación que se buscaba aprobar. En su exposición planteó los problemas históricos y, con notable claridad, discurrió sobre la legitimación del proceso revolucionario para realizar cambios jurídicos profundos. Señaló las ventajas de ordenar todo el derecho en una forma general y conjunta. También precisó el cambio interpretativo que habría de hacerse al considerar el derecho como parte de un todo con pretensiones de sistematividad y exhaustividad. Al respecto, Portalis introdujo un tema mayor. Lo que argumentaba era la autosuficiencia normativa: lo que de las nuevas normas haya de decirse, tendría que salir de ellas mismas. Con esta premisa, aparentemente simple, se logra, por una parte, que la tan traída voluntad rousseauniana se objetive en las normas y, por otra, que todo lo que de ellas deba decirse, sea a partir de ellas. Después de abordar las condiciones generales sobre el orden jurídico y su funcionamiento, Portalis hizo el desglose y la explicación de la materialidad de las secciones y los preceptos. Poco a poco fue desvelando causas y sentidos de partes y todos. Así terminó su presentación.

El discurso preliminar es la gran y originaria justificación y explicación del Código Napoleónico. De esta obra se han dicho muchas cosas y se han señalado diversos fines y posibilidades. Lo cierto es, y en esto sí parece haber unanimidad, que se trata de una de las grandes construcciones jurídicas de la historia. Por lo bien redactado, lo profundamente percibido y tratado, el Discurso es una especie de ventana para asomarnos a esa obra. Ello es útil para quienes tenemos al derecho como nuestra materia de trabajo. Lo es, también, para quienes quieran profundizar en uno de los periodos más señeros de la historia moderna. Finalmente, su lectura puede ser de enorme utilidad para quienes deseen entender, en mucho, las condiciones jurídicas imperantes, aquellas por las que las vidas de todos nosotros están cotidianamente reguladas.

José Ramón Cossío Díaz
Ministro de la Suprema Corte de Justicia
Miembro de El Colegio Nacional