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Steven Callahan. Needham (EE.UU.), 1952

Callahan es conocido por haber conseguido cruzar el Atlántico tras perder su embarcación en medio del océano en 1982. Durante setenta y seis días, aprendió a vivir en una balsa salvavidas y recorrió mil ochocientas millas náuticas. Su posterior libro, A la deriva, fue un best seller y se ha traducido a quince idiomas. Además, Callahan ha contribuido con escritos, ilustraciones y fotos a otros muchos libros sobre marinería o supervivencia, y ha escrito cientos de artículos para la prensa de todo el mundo. Fue editor colaborador de las revistas Sailor y Sail y editor sénior de Cruising World, para la cual continúa realizando proyectos especiales, como probar nuevos barcos y equipos de salvamento. Desde niño era adicto al agua y a los botes, y con diez años construía barcazas con tablas de techos viejos. Pronto aprendió los conceptos básicos de diseño de barcos y navegación astronómica, y llegó a ayudar a construir un velero de cuarenta pies antes de graduarse. Desde entonces, ha pasado más de cuarenta años en el oficio marítimo y de comunicaciones, primero construyendo barcos, luego diseñando y enseñando, así como viviendo a bordo, compitiendo, escribiendo, ilustrando y haciendo fotografía marinera. A Callahan no solo le intrigan los elementos técnicos de los barcos y el mar, sino las cuestiones humanas que surgen al navegar el desierto más grande del mundo. Reside con su esposa en Maine, donde disfrutan de la vida cerca de la naturaleza.

 

 

 

Título original: Adrift: Seventy-six Days Lost at Sea (2002)

 

© Del libro: Steven Callahan

© De la traducción: Miguel Marqués

Edición en ebook: agosto de 2019

 

© Capitán Swing Libros, S. L.

c/ Rafael Finat 58, 2º 4 - 28044 Madrid

Tlf: (+34) 630 022 531

28044 Madrid (España)

contacto@capitanswing.com

www.capitanswing.com

 

ISBN: 978-84-120993-9-3

 

Diseño de colección: Filo Estudio - www.filoestudio.com

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra Ortiz

Composición digital: leerendigital.com

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

A la deriva

 

 

CubiertaCallahan, un diseñador de barcos, perdió su bote en una tormenta frente a las islas Canarias mientras participaba en una carrera en solitario a través del Atlántico en 1982. Afortunadamente, llevaba mucho más que el equipo básico de emergencia requerido, por ejemplo, una balsa para seis personas. Antes de hundirse, pudo recuperar su equipo de emergencia y su balsa salvavidas. Lo que hace diferente su historia fue que estaba completamente solo. Con la ayuda de su ingenio, aprendió a pescar con una lanza, arreglar su alambique solar e incluso reparar su balsa. Antes de La tormenta perfecta, antes de En el corazón del mar, la dramática historia de supervivencia en el mar de Steven Callahan estuvo en la lista de libros más vendidos del New York Times durante más de treinta y seis semanas. De alguna manera se convirtió en el modelo para una nueva ola de libros de aventuras. A la deriva es un clásico marinero inolvidable, un relato escrito de primera mano por el único hombre que haya sobrevivido más de un mes solo en el mar, luchando por su vida en una balsa inflable después de que su pequeño Solo volcara apenas seis días después de zarpar. Una obra imprescindible en cualquier biblioteca de aventuras.

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Índice

 

 

Portada

A la deriva

Agradecimientos

Prefacio a la edición en Mariner

Introducción

A la deriva

01. Cuaderno de bitácora del Napoleon Solo

02. Nervios al aire

03. La bruja y su maldición: hambre y sed

04. Cárcel de sueños

05. Tejer un mundo

06. Gritos y susurros

07. Dos idas y una vuelta al infierno

08. Camino de basura

09. El Holandés Errante

10. Muerte

11. Vida

12. Un hombre solo

Epílogo

Sobre este libro

Sobre Steven Callahan

Créditos

Agradecimientos

Son muchas las personas que han desempeñado un importante papel en la aparición de este libro, directa e indirectamente. Primero, debo nombrar a quienes me enseñaron a navegar y me inculcaron los valores y habilidades que me permitieron sobrevivir a esta experiencia: estoy especialmente agradecido a mis padres y a los Boy Scouts, particularmente a Arthur Adams. Mi exesposa, Frisha Hugessen, siempre vio con buenos ojos mis proyectos, incluida la construcción del Napoleon Solo, y Chris Latchem me ayudó a lograr mis objetivos y a desarrollar las técnicas necesarias para hacer frente a problemas prácticos.

Estoy muy agradecido a Dougal Robertson por su excelente manual de supervivencia, Vida o muerte en el mar, por desgracia descatalogado. El matrimonio Robertson, el matrimonio Bailey y otros viajeros que me precedieron me hicieron compañía a través de sus libros y me proporcionaron no solo consejos prácticos esenciales, sino la inspiración para salir adelante.

No habría llegado a ninguna orilla si no hubiera sido por la oportuna aparición de los hermanos Paquet y Paulinus Williams. Ellos y el resto de pobladores de Marigalante se mostraron extremadamente amables y serviciales durante la etapa final de mi travesía y posterior recuperación.

Kathy Massimini me ofreció un increíble apoyo moral y muchos consejos editoriales a lo largo de la redacción de este libro. Cada escritor probablemente confía en alguien como Kathy para que lo guíe en los momentos difíciles y no perder el rumbo, pero no puedo creer que haya tanta gente ahí fuera dotada de tanta fe, tolerancia y perspicacia.

Harry Foster, mi editor en Houghton Mifflin, tuvo fe en mí y me guio con mano firme y oído paciente.

También me gustaría expresar mi agradecimiento a todas las personas que colaboraron en las maniobras de rescate y que mantuvieron en circulación la información sobre mí y el Solo incluso después de que los canales oficiales quedasen clausurados. Además, todos ellos ofrecieron a mi familia un importante apoyo moral. Entre ellos figuran los radioaficionados William Wanklyn y Francis Carter, el personal de las revistas Sail y Cruising World, Hood Sailmakers, Óscar Fabián Gonzales, el matrimonio Steggall, Beth Pollock, Hayden Brown, el difunto Phil Weld, Mathias Achoun, su amigo Freddie y Maurice Briand. Hay muchos otros. También debo dar las gracias a mi familia por mantener la fe y esforzarse en tratar de localizarme.

Por último, quiero expresar toda mi gratitud al mar. Me ha enseñado mucho en la vida. El mar fue mi mayor enemigo y también mi mayor aliado. Intelectualmente, sé que al mar le es indiferente todo esto, pero me ofreció sus riquezas y estas me permitieron sobrevivir. Al renunciar a sus dorados, estaba renunciando a su familia, sus hijos, por así decir, para que yo pudiese vivir.

Espero con el corazón en la mano que el resto de mi vida sea digna de todos los sacrificios que se han hecho por mí.

 

 

 

 

 

 

Prefacio a la edición

en Mariner[1]

Poco después de la primera edición de A la deriva, un periodista de un diario bastante prestigioso remató una entrevista conmigo con la pregunta que casi todos los entrevistadores hacen: «¿Ha batido usted algún tipo de plusmarca de supervivencia?».

Como de costumbre, expliqué pacientemente que, en mi opinión, era irrelevante haber batido algún récord. Yo había hablado con muchos supervivientes que habían tenido experiencias mucho más cortas que las mías, pero que habían sufrido lo mismo y tenían historias igual de importantes que contar. Me di cuenta de que en todos los diarios aparecían los relatos de personas que de alguna manera se las habían arreglado para vivir en circunstancias que yo juzgaba insoportables. Añadí que la gente de nuestro país parece consumida por los récords: el más largo, el más grande, el más lejano, el más rápido… Hoy día guardamos registros de todo. «Podrías ser el primer tipo en navegar alrededor de un faro cualquiera hacia atrás y con los pantalones bajados y eso, supongo, sería un récord», concluí. Al día siguiente, en el periódico, bajo una foto mía, leí el siguiente pie de página: «Callahan afirma que su viaje fue como navegar alrededor del faro hacia atrás con los pantalones bajados». Casi me parto de risa. Quizá debiera haberme ofendido, pero no, me fascinan las múltiples maneras en que cada lector y cada periodista perciben la experiencia que viví. En cualquier caso, nuestra vida está plagada de pruebas y tribulaciones, así que hay que disfrutar del humor cuando sea y donde sea que nos topemos con él.

Me ha sorprendido que A la deriva se haya vendido a lo largo de más de una década, y que ahora forme parte de una colección de libros sobre aventureros como Slocum y Shackleton es nada menos que asombroso. Me siento muy halagado y agradecido, pero dudo de que mi pie pueda llenar siquiera una de las botas de un explorador como Shackleton. Además, me siento lejos de ser el único creador de lo que he logrado en mi odisea oceánica o con la escritura de A la deriva. Acepto humildemente cualquier elogio que hayamos recibido esta obra o yo, pero no por mí mismo, sino por la asombrosa complejidad y la gracia inefable del universo. Cruzar a la deriva medio océano Atlántico y aprender a vivir como un cavernícola acuático me demostró una y otra vez que soy no tanto un individuo como parte de un todo, de un continuo del que forman parte todas las cosas, y que soy conducido por estas, sin un verdadero control de los caminos que tomo. A la deriva ha nacido quizá de mi mano, pero es resultado en realidad de las innumerables fuerzas e individuos que me modelaron, me guiaron a través de una experiencia extraordinaria y me permitieron vivir lo suficiente para contarla.

La gente ha interpretado A la deriva de muchas maneras. Muchos lo leen estrictamente como un cuento de aventuras. Muchos han captado los elementos espirituales y filosóficos del libro, que espero que se mantengan vivos a lo largo del tiempo. Estos lectores han interpretado dichos elementos de diferente manera, adaptándolos a sus propias religiones y cosmologías. No voy a entrar a debatir estas lecturas. De hecho, doy la bienvenida a todas ellas. Imagino que escribir un libro es parecido a tener un hijo: lo haces lo mejor que puedes, lo dejas crecer y madurar, y luego le deseas lo mejor cuando se separa de ti y se lanza al mundo para hacer su vida. Es lo que ha ocurrido con A la deriva. Los lectores encuentran nuevos significados en ella, pero no cambian por ello mis puntos de vista sobre la experiencia ni mis intenciones originales al escribir sobre ella, sino todo lo contrario: se expanden.

En cualquier caso, alguna vez he sabido de una forma de entender la historia de mi travesía que me resulta inquietante: algunas personas me han etiquetado como una suerte de héroe. Admito con cierto orgullo que supe resistir, ser inventivo, sobrevivir, pero esta es una historia tanto de fracaso como de heroísmo. Es un relato tanto sobre la generosidad de la vida como sobre las pruebas a través de las cuales nos hace pasar. Es una historia también de segundas oportunidades, las cuales ahora me siento muy feliz de poder disfrutar. Puede que me permitiese triunfar en algunos aspectos, pero mi travesía me mostró muy a las claras mis muchas debilidades y estoy seguro de que cometí tantos errores como cualquier otra persona habría cometido. Años después de la experiencia, un niño de diez años observó que en A la deriva me quejé de que no tenía un bajo de línea de acero en el kit de pesca, pero describí una luz que colgaba de la parte superior de la balsa que se alimentaba con una batería que flotaba en el agua. «¿No estaban conectados por un cable? Te habría podido servir», fue su observación. Vaya. A veces se necesita la sabiduría de un niño de diez años para darnos cuenta de lo estúpidos que podemos ser. La próxima vez, le diré que me acompañe.

Ellsworth (Maine), 1999

[1] Primera edición publicada en Nueva York: Houghton Mifflin, 2002. (N. del E.).

Siempre es difícil decidir dónde comienza y termina una historia. Sin embargo, algunas experiencias —una velada romántica, un retiro de fin de semana o un viaje— tienen líneas divisorias bastante diferenciables. Son lo que yo llamo «experiencias completas». En gran medida, los primeros veintinueve años de mi vida representan toda una experiencia que queda fuera del alcance de este libro. Pero en esos años germinaron las semillas de esta historia. La gente a menudo me pregunta cómo me metí en un lío como aquel. ¿Cómo supe qué hacer? ¿El barco en el que me hundí era nuevo? ¿Era la primera vez que navegaba en él? ¿Por qué quise hacer esa travesía en una embarcación tan pequeña? Las respuestas a todas estas preguntas forman parte integral de la historia y de su fundamento. El primer cimiento lo eché en 1964, a mis doce años, cuando empecé a navegar.

Me enamoré de la vela al instante. Puedo pensar en un millón de razones por las que me atrajo con tal intensidad: la relación directa con la naturaleza, el sencillo estilo de vida, desprovisto de «incomodidades modernas» (como dice el arquitecto naval Dick Newick), la belleza inmaculada de la navegación. En cualquier caso, todas esas razones se pueden resumir en cuatro palabras: me hacía sentir bien.

Antes de empezar a navegar, pensé que si hubiera vivido en el siglo xviii, probablemente habría querido explorar las montañas o algo así. Luego me cautivó la historia de la navegación, de los primeros marinos que doblaron el cabo de Hornos. Anhelaba el romanticismo y la aventura de épocas pasadas. Poco después de empezar a navegar, leí un libro titulado Tinkerbelle, de Robert Manry. En él, Manry contaba cómo, en 1965, cruzó el océano Atlántico en setenta y ocho días, a bordo de su barco de apenas cuatro metros de eslora, un récord en aquel entonces. Hubo algo en la simplicidad del barco de Manry y en esa hazaña conseguida con tan poco que me llegó muy dentro. Me demostró que seguía siendo posible llevar una vida de aventuras a finales del siglo XX.

Desde ese momento, soñé con cruzar el Atlántico en un barco pequeño. Con el paso de los años aprendí las habilidades necesarias para lograr esta meta. Leí libros sobre todos los grandes viajes: las travesías en balsa del Pacífico de Heyerdahl y Willis y las circunnavegaciones de Slocum, de los Hiscock y de Guzzwell. Antes de terminar la escuela secundaria, había ayudado a construir una embarcación de doce metros de eslora; en 1974 comencé a estudiar Ingeniería Naval y vivía a bordo de un barco; en 1977 diseñé mi primera embarcación y me aventuré en alta mar a bordo de ella, hasta las Bermudas; en 1979 me dedicaba ya profesionalmente a la ingeniería naval e impartía clase. Durante todo este tiempo, Manry y su Tinkerbelle acechaban en la trastienda de mi mente y me sirvieron de inspiración; eran una forma de unir todo y orientar mi vida.

En 1980 vendí mi trimarán de ocho metros de eslora y me volqué en el diseño y construcción de un pequeño velero al que llamaría Napoleon Solo. Recibí una gran ayuda de mi exesposa, Frisha Hugessen, mi buen amigo Chris Latchem y un montón de gente más. Era un diseño inusual, pero en absoluto radical. Nos esforzamos por crear una embarcación hermosa, meticulosamente construida y moldeada en frío, excelente con vientos ligeros, pero bien equilibrada y manejable con mal tiempo. Fue mucho más que un barco para mí. Conocía cada clavo y cada tornillo, cada veta de la madera. Era como si hubiera creado un ser vivo. Los marinos suelen sentir algo así por sus barcos. Chris y yo le dimos al Solo una fatigosa travesía de inauguración: mil millas desde Annapolis hasta Massachusetts, durante los vendavales de finales de otoño. En la primavera de 1981, me sentía preparado para seguir la estela de Manry.

No me interesaba batir un récord, solo quería emularle. El Solo tenía menos de siete metros de eslora. Pocas embarcaciones de su tamaño habían completado esa travesía, aunque algunos lo habían logrado en barcos de apenas cuatro metros. Yo me tomaba la travesía más como un viaje interior, una especie de peregrinaje. También me serviría para calibrar mis competencias como marinero, diseñador y artesano. Pensé que si llegaba a Inglaterra a salvo, habría logrado todos los objetivos que me había propuesto. Desde allí continuaría hacia el sur y el oeste, y terminaría de medir las capacidades del Solo en una regata transatlántica en solitario llamada Mini-Transat. La llegada estaba fijada en la isla de Antigua. En primavera regresaría a Nueva Inglaterra, completando así la circunnavegación del Atlántico Norte. Para poder participar en la Mini-Transat, había que tener seiscientas millas navegadas en la embarcación con la que fuese a participar, así que me apunté a otra regata, la Bermuda 1-2 Race, desde el puerto de Newport a las Bermudas. Desde allí cruzaría hasta Inglaterra acompañado de Chris.

Zarpé de Estados Unidos con todo lo que tenía a bordo, excepto algunas herramientas. Pocas aseguradoras habían querido siquiera hablar conmigo y las que lo hicieron me ofrecían pólizas tan exorbitantes que me habría costado menos comprar todo el material necesario para construir un segundo barco. Decidí arriesgar. Le dije a la gente que lo peor que podía pasarme era morir, en cuyo caso no me preocupaba cobrar el dinero del seguro. Lo segundo peor sería perder el Solo. Me llevaría un tiempo recuperarme, pero lo conseguiría, sin duda. Conocía a muchas otras personas que habían perdido sus barcos y habían salido del paso.

Muchos amigos míos seguían sin entender por qué quería emprender un viaje así, por qué tenía que demostrarme que era capaz de cruzar el Atlántico. Para mí aquella travesía significaba mucho más que simplemente ponerme a prueba. Ya la primera vez que me aventuré a bordo de una embarcación me sentí conmovido. En mi primera travesía a las Bermudas, recuerdo que pensaba en el mar como en un altar o templo. Fue mi alma la que me llamó a esta peregrinación.

Un amigo me propuso que escribiera mis pensamientos, para contentar a quienes me tomaban por loco. Un día, mientras esperaba a Chris en las Bermudas, me senté bajo una palmera y escribí lo siguiente: «Desearía poder describir el sentimiento de estar en mar abierto; la angustia, la frustración y el miedo, la belleza que acompaña al siempre amenazante espectáculo del océano, la comunión espiritual con las criaturas en cuyos dominios navego. La vida adquiere una magnífica intensidad cuando no tenemos el control, sino que solo reaccionamos, vivimos y sobrevivimos. No soy un hombre religioso como tal. Mi cosmología es enrevesada y no se alinea con ninguna iglesia o filosofía en particular. Para mí, estar en el mar es vislumbrar el rostro de Dios. Sobre las olas del océano reparo en mi insignificancia y la de todos los hombres, y se adueña de mí una humildad que vivo como una sensación maravillosa».

La travesía del Atlántico hasta Inglaterra en compañía de Chris fue emocionante: una navegación veloz, vientos fuertes, ballenas, delfines. El material del que está hecha la aventura. Al arribar a la costa de Inglaterra, sentí que estaba poniendo punto y final a una etapa de experiencias iniciada con mi nacimiento, y comenzando una nueva.

01

Cuaderno de bitácora

del «Napoleon Solo»

Es de noche, muy tarde. La densa niebla dura ya días. El Napoleon Solo continúa surcando obstinadamente el mar rumbo a la costa de Inglaterra. Debemos de estar ya muy cerca de las islas Sorlingas. Hemos de tener mucho cuidado. Las mareas suben y bajan con fuerza, las corrientes son fuertes y esta es una ruta marítima muy transitada. Tanto Chris como yo ponemos toda nuestra atención. En un momento dado, distinguimos el destello del faro que se levanta sobre las abruptas islas. Su rayo de luz hiende el aire muy por encima de la superficie del mar. De inmediato vemos escollos. Estamos demasiado cerca. Chris echa mano al timón y yo cazo las velas para que el Solo navegue en paralelo a las rocas que ya están muy cerca. Medimos cómo varía el ángulo de marcación con el faro para calcular la distancia que nos separa de él: menos de una milla. La luz del faro tiene un alcance, supuestamente, de treinta. Tenemos suerte, porque la niebla no es tan espesa como en la costa de la que provenimos, en Maine. No es de extrañar, en cualquier caso, que solo en el mes de noviembre de 1893 se fuesen a pique entre estas rocas 298 embarcaciones.

A la mañana siguiente, el Solo se abre camino entre la bruma blanca y las olas, empujado por una leve brisa. Poco a poco, entramos en la bahía en que se enclava el pueblo de Penzance. El mar bate contra los acantilados de granito de Cornualles, en la costa sudoccidental de Gran Bretaña, la cual atesora también una vasta nómina de barcos y vidas devoradas. Las fauces de la bahía esconden muchos peligros, como el escollo que los lugareños llaman the Lizard (el Lagarto).

Es un día luminoso y soleado. El mar está tranquilo. Coronan los acantilados alfombras de verdor. Tras la travesía de dos semanas desde las Azores, en las que no entró en nuestros pulmones más que la sal marina suspendida en la espuma, el aroma de la tierra se nos hace dulcísimo. Al final de cada travesía, siempre me da la impresión de estar leyendo la última página de un cuento de hadas, pero esta vez la sensación es especialmente intensa. Chris, mi único tripulante, despliega el foque, que se agita y, a los pocos instantes, se tensa e hincha. El viento que recoge nos arrastra por delante de Mousehole, un pueblecito encajado entre los acantilados. Al poco, el Solo parece patinar suavemente sobre el agua en dirección al muelle elevado de piedra de Penzance, donde echaremos amarras. Enlazamos limpiamente el cabo al noray y, con ello, damos por concluida la travesía atlántica del Solo. Hemos cumplido el último de los objetivos que yo me había propuesto quince años atrás, cuando el navegante Robert Manry me enseñó no solo a soñar, sino también a hacer los sueños realidad. Manry lo había conseguido en una embarcación diminuta llamada Tinkerbelle. Yo lo acabo de hacer a bordo del Solo.

Chris y yo ascendemos las escalerillas de piedra del muelle en busca de la aduana y del pub más cercano. Vuelvo la vista para mirar una vez más mi barquito y pienso que es un reflejo de mí mismo. Yo lo he diseñado y construido, y he navegado con él. Todas mis pertenencias están bajo su cubierta. Juntos hemos puesto fin a un capítulo de mi vida. Es hora de soñar sueños nuevos.

Chris no tardará en volver a casa y me dejará continuar mi periplo en solitario. Me he inscrito en la regata Mini-Transat, una competición en solitario. Pero aún no tengo que pensar en ello: hay que celebrar nuestra llegada. Nos disponemos a tomar una pinta, la primera cerveza en semanas.

La Mini-Transat discurre entre Penzance y las islas Canarias, y desde las Canarias hasta Antigua. Quiero visitar el Caribe y planeo encontrar trabajo allí durante el invierno. El Solo es una embarcación veloz y me interesa ver cómo rinde frente a competidores profesionales. Creo que tengo opciones de ganar, porque mi barco está muy bien preparado. Algunos de mis adversarios parecen muy agitados y hay un batiburrillo de regatistas colocando mamparos y trazando números en las velas con rotulador grueso. Yo, mientras tanto, me doy un festín de fish and chips y dulces típicos de Cornualles. Mis tareas de última hora consisten en lamer sellos y probar la cerveza artesanal del pueblo.

No todo es diversión y juegos. Es el equinoccio de otoño, cuando las tempestades arrecian. En el plazo de una semana, dos duras galernas azotan el canal de la Mancha. Muchos participantes en la Mini-Transat llegan con retraso a la salida y a más de una embarcación se le parte el casco. Además, un barco francés al parecer ha volcado y su tripulación es incapaz de enderezarlo. Echaron al agua la balsa de salvamento y lograron por suerte desembarcar en una cala solitaria, al pie de los traicioneros acantilados de la costa francesa de Bretaña. Otro francés tiene menos suerte: su cuerpo y el espejo de su barco aparecen en el infame Lagarto. Sobre la flota pende un lóbrego presagio.

Hago una visita a un comercio de efectos navales de Penzance para los últimos preparativos. El local está en un callejón musgoso y no tiene cartel. Todo el mundo sabe dónde se encuentra el comercio del viejo Willoughby. Me advirtieron de que es un tipo correoso, pero tras unas pocas visitas me hago a su cinismo. Willoughby es un tipo rechoncho y tiene las piernas zambas como las duelas de un tonel, lo que le obliga a caminar casi apoyando el lateral de los zapatos. El tipo se desplaza lentamente de un rincón a otro de la tienda, bamboleándose como un barco con las velas arriadas en mitad del oleaje. Los ojos entrecerrados le chispean bajo una mata de alborotado pelo gris; lleva una pipa mordida entre los dientes.

Willoughby se vuelve hacia uno de sus empleados y con un gesto señala en dirección al puerto.

—Todos esos chalados con sus barquitos traen solo trabajo y dolores de cabeza, te lo digo. —Y, volviéndose hacia mí, masculla—: ¡Cómo les gusta quitarme de las manos cositas para sus cascaritas de nuez! ¡Me hacen trabajar como un chino, yo ya estoy viejo para esto!

—Así es, ¡no habrá paz para los malvados! —respondo yo.

Willoughby enarca una ceja y dibuja el sutil indicio de una torva sonrisa, que trata de ocultar tras la boquilla de la pipa. En cuestión de segundos está hilando lana como para tejer un jersey del tamaño del océano Atlántico. Se hizo a la mar con quince años y trabajó en veleros que transportaban lana desde Australia a Inglaterra. Ha doblado el cabo de Hornos tantas veces que perdió la cuenta.

—Me he enterado de lo del francés. No puedo entender que naveguéis por placer. En mis tiempos lo pasábamos bien de vez en cuando, desde luego que sí. Mucho. Pero el trabajo era trabajo. Mira que hacerse a la mar por placer… Eso es como ir al infierno a pasar el rato.

Se nota que el viejo tiene hueco de sobra en el corazón para todos los locos del mar, especialmente los más jóvenes.

—Al menos tendría quien le hiciese compañía, señor Willoughby. En el infierno, digo.

—Es mal negocio ese, déjeme decirle. Mal negocio —insiste, en tono más serio—. Terrible, lo del francés. ¿Qué te dan si ganas la regata de marras? ¿Es un premio gordo?

El Napoleon Solo

—En realidad no lo sé. Quizá una copa de plástico o algo así.

—¡Ja! ¡Qué maravilla! Sales ahí a jugártela con Neptuno, con muchas papeletas para terminar matarile, con las llaves en el fondo. Y todo por una copa. Tiene bemoles la cosa.

Sí que los tiene. La historia del francés ha afectado al anciano, que añade despreocupadamente algunos efectos. Insiste en que me los lleve de balde, aunque su tono es lúgubre.

—Y ahora, largo, no venga usted más a dar por saco.

—Puede usted apostar a que la próxima vez que recale en este puerto pasaré por aquí. Soy como la peste negra, o como el fisco. ¡Que tenga usted un buen día!

La campanita suena alegre al cerrarse la puerta a mi espalda. Oigo el suelo de madera de la tienda crujir bajo los pasos de Willoughby, que sigue dando vueltas de un lado al otro. «Mal negocio, déjeme decirle. Mal negocio».

La mañana del inicio de la carrera, me abro paso entre la muchedumbre que se agolpa en el puerto para acudir a la reunión de los patrones. Desde hace días los organizadores debaten si se dará la salida en hora o no. Las dos últimas tormentas tropicales que se han dado en el Atlántico han llegado a la categoría de huracán.

—Habrá vientos fuertes al principio —nos dice un meteorólogo—. A la caída de la noche alcanzarán casi fuerza ocho.

Entre en el gentío, alguien murmura:

—Maldita sea… Vamos a empezar con una puñetera tempestad.

—Chitón, que no ha terminado —le manda callar otro patrón.

—Si llegáis a doblar Finisterre sin problema, todo estará bien. Tratad de contar con suficiente espacio de maniobra. En treinta y seis horas, se va a armar la mundial ahí fuera. Hay muchas probabilidades de que se alcancen fuerzas diez a doce y las olas lleguen a los doce metros.

—Maravilloso —digo yo—. ¿Alguien quiere fletar un barquito de competición? Lo dejo barato. —El murmullo de la muchedumbre se convierte casi en estruendo. Se abre un encendido debate entre los competidores y el resto. ¿Acaso no es una locura dar inicio a una regata transatlántica en esas condiciones? El guirigay se atenúa cuando el principal organizador de la carrera pide la palabra.

—¡Por favor! Mirad, si posponemos, quizá no salgamos nunca. Está muy avanzado ya el año y podríamos quedarnos aquí amarrados durante semanas. Todos sabíamos que sería complicado llegar hasta las Canarias, probablemente. Si pasáis Finisterre, lo tendréis hecho. Así que mantened el contacto y los ojos bien abiertos. Y buena singladura.

El muelle que cierra el puerto interior de Penzance está atestado de gente que mira y hace fotos, que saluda y se despide, que ríe y que llora. Pronto regresarán a la comodidad de sus cálidos salones.

Yo me despido a gritos mientras el Solo es remolcado a través de una enorme esclusa que el práctico del puerto y sus hombres abren accionando un viejo cabestrante. El Solo y yo estamos preparados. La inquietud y la aprensión dan paso al entusiasmo y la emoción. Los segundos van quedando atrás. Mis adversarios de carrera y yo maniobramos hasta la línea de salida, echando ya carrerillas de calentamiento, ajustando las velas, sacudiendo los brazos para ahuyentar las mariposas que nos revolotean en el estómago. Los propensos al mareo lo van a pasar mal. Se alzan las banderas. Listos. Entran olas en la bahía. El viento ya se levanta, y desde el oeste entra una corona de nubes malhumoradas. Reduzco la velocidad del Solo y cambio de bordada. De la pistola del juez emerge una nube de humo y el viento se lleva el pistoletazo antes de que llegue a mis oídos. El Solo atraviesa la línea de salida en cabeza.

Por la noche, el viento sopla sin descanso y la flota se afana contra el mar cada vez más encrespado. Veo cerca a los otros barcos con sus pilotos, pero cuando se levanta el sol, no hay a nadie a mi alrededor. La mala mar ha amainado. El Solo hiende el mar veloz entre las suaves olas. Por delante, distingo una pequeña silueta triangular blanca, que aparece y desaparece entre las crestas de las olas. Deshago todos los rizos del foque y uno de la vela mayor, y el Solo se lanza a la carrera, en busca de aquel otro barco. En unas pocas horas, distingo ya el casco blanco. Se trata de un yate de aluminio que recuerdo siendo remolcado junto al Solo en Penzance. El patrón es uno de los dos competidores italianos inscritos en la regata. Como casi todos, es un tipo amigable. Algo parece estar yéndole mal. El pujamen del foque, al que le ha tomado un rizo, está dando latigazos contra la cubierta. Le grito, pero no obtengo respuesta. Cuando paso por su lado, lo grabo con mi cámara y, acto seguido, bajo al camarote y trato de contactar por radio varias veces. No recibo respuesta. Quizá esté dormido. Cae la noche y oigo a otro de los competidores hablando por radio con el organizador de la regata. El italiano se ha ido a pique. Por suerte, lo han recogido. Cuando pasé por su lado, probablemente estaba metido dentro, tratando de contener la vía de agua.

El tercer día, veo pasar un carguero, como a una milla. Contacto por radio y me entero de que han visto pasar a veintidós de las veintiséis embarcaciones que forman la flota, y que todas me van a la zaga. Me emociono. El viento arrecia. El Solo surca un mar duro. Debo tomar una decisión: arriesgarme a verme empujado al infame golfo de Vizcaya y tratar de pasar Finisterre cerca de la costa, o virar y adentrarme en el océano. Escojo entrar en el golfo, previendo que el frente pase de largo, pero pueda aprovechar su estela para pasar Finisterre. Sin embargo, el viento no deja de ganar fuerza y muy pronto el Solo está saltando por encima de olas de más de tres metros, despegándose prácticamente del agua durante un instante y luego desplomándose ruidosamente en el seno que se forma entre una ola y la siguiente. Tengo que agarrarme para no salir volando de la banqueta. El viento ulula a través de los aparejos. Durante horas, el Solo se bandea de un lado a otro, temblando con cada embate del mar. En el camarote, el estruendo de las olas golpeando el casco es ensordecedor. Sartenes y ollas repiquetean. Una botella de aceite se rompe. Tras ocho horas así, decido ajustar velas. Oscurece. No puedo hacer otra cosa más que seguir adelante. Me meto en el camarote de popa, que es más tranquilo. Me echo en el catre y me dispongo a dormir.

Cuando me despierto, todo mi equipo para el mal tiempo está flotando en un charco de agua. Tras indagar, descubro una grieta en el casco. Con cada oleada, entra agua y la resquebrajadura se hace más larga. Si no hago algo, el Solo caerá como la última de una fila de fichas de dominó. A la velocidad del rayo, arrío todas las velas y trato de cerrar la vía con un trozo de madera que corto. Durante dos jornadas completas, navego lentamente con la proa hacia la costa española.

Durante las veinticuatro horas posteriores a mi arribada a La Coruña, llegan a ese puerto otros siete barcos de la Mini-Transat. Dos de ellos han sido embestidos por cargueros, a otro se le ha roto el timón, otros han terminado exhaustos. Parece que el Solo se ha topado con residuos flotantes de algún tipo. Tiene el casco mellado aquí y allá. Un tronco, quizá. He visto muchos, incluso árboles enteros. A lo largo de los años he hablado con marinos que han visto de todo, desde contenedores caídos de cargueros a bolas de acero con pinchos que parecían minas marinas de la Segunda Guerra Mundial. ¡Un barco llegó a toparse con un cohete flotando en el mar, frente a las costas de Estados Unidos!

La regata se ha terminado para mí. No hablo ni una palabra de español, así que es difícil coordinar la reparación. No encuentro a un francés que me quiera llevar por las abruptas carreteras españolas, llenas de baches, a recuperar mi barco. Tengo poco dinero. Mi barco está inundado de agua de mar, aceite de cocinar derramado y cristales rotos. El piloto automático electrónico está frito. Y, para colmo, caigo enfermo, con una fiebre de treinta y nueve y medio. Me tumbo entre el batiburrillo de cosas empapadas del camarote, hundido en el marasmo.

Aun así, sigo siendo más afortunado que otros. No se sabe nada de cinco de los veinticinco barcos que salieron, aunque con un poco de suerte los patrones estarán sanos y salvos. Solo la mitad de la flota alcanzará la línea de meta en Antigua.

Pasan cuatro semanas hasta que consigo hacer todas las reparaciones y boto de nuevo el Solo. No sé si tengo suficientes provisiones y dinero para alcanzar el Caribe, y no digamos tampoco para navegar a Estados Unidos desde allí. Por suerte, en el Club Náutico de La Coruña se muestran amables: «No cobramos. Hacemos lo que podemos por quienes navegan en solitario». Durante cuatro semanas, las galernas azotan diariamente Finisterre. El puerto está lleno de tripulaciones deseando escapar hacia el sur. Se nos ha echado el tiempo encima. Por las mañanas aparece algo de escarcha sobre la cubierta, que cada día tarda un poco más en derretirse. Cuando el Solo, por fin, traspasa con mucho esfuerzo Finisterre, tengo la impresión de haber dejado atrás el cabo de Hornos.

He elegido a una persona para que me ayude a tripular, una chica francesa llamada Catherine. Necesito a alguien que timonee. La única experiencia oceánica de Catherine fue a bordo de un barco que perdió un mástil en el golfo de Vizcaya. Asustados, los tripulantes trataron de pedir ayuda por radio, fueron rescatados por un barco cisterna y vieron su barco, el sueño por el que habían trabajado durante años, desaparecer entre las olas, a la deriva. Habían creído, ilusos, que el barco cisterna también recogería su pequeña embarcación. Pero Catherine no tiraba la toalla fácilmente. Una vez en tierra, hizo autostop hasta La Coruña y luego trató de hacer «barcostop» rumbo sur.

A Catherine le encanta mi barquito. Ella es adorable también. Sin embargo, no siento deseos de vivir un idilio. Solo quiero que el dolor con el que cargo últimamente se derrita al sol del sur. Con ayuda de Catherine, espero alcanzar las islas Canarias en catorce jornadas de navegación.

Sin embargo, son cuatro semanas las que nos lleva arrastrarnos sobre las aguas a la búsqueda de Lisboa. Entre céfiros tratamos de avanzar en un mar como una tabla. Mi reflejo en el agua cristalina me está enviando una señal: no estoy yendo a ninguna parte. De igual modo, me dejo llevar por el ritmo lento de la vida a bordo. Se difumina la decepción que me produce tener la seguridad de que no terminaré la Mini-Transat.

En la costa española de Galicia, los valles de viejos ríos abren surcos profundos en la tierra. En las escarpadas rías, la maquinaria más moderna que avistamos desde el barco son las carretas con ruedas y ejes de madera tiradas por burros. Los labriegos recogen hierba de los claros de las laderas para usarla como lecho para sus animales. Las mujeres se reúnen en los lavaderos para lavar la ropa y frotarla contra el granito o la piedra. En uno de los puertos, los responsables escudriñan nuestros documentos y los llevan de un despacho a otro, como niños jugando a descifrar jeroglíficos. Somos el primer velero deportivo que ancla allí en más de un año.

Continuamos por la costa portuguesa, cruzando una densa niebla y esquivando cargueros, que en las noches claras parecen luces de árbol de Navidad; cada uno tiene al menos dieciséis o diecisiete visibles en todo momento. A babor, una costa de agujas rocosas y un mar espumeante; a estribor, el zumbido grave de los motores de los buques. Cuando las velas cuelgan inertes, remamos. Hay días que no hacemos más de diez millas.

Habría sido más sencillo fondear. La vida a lo latino y el tiempo calmo embriagan. Empezamos a absorber tranquilidad como si fuéramos esponjas. Empezamos a hacer entre la comunidad de marinos amigos que navegan con nuestro mismo rumbo. Muchos son franceses. Todos planean estar en el Pacífico para enero, pero los planes van templándose. «Quizá amarremos en Gibraltar para pasar el invierno». Sin embargo, yo siento algo dentro que me empuja a seguir. No es solo la necesidad de llegar a un lugar en el que llenar de nuevo la cartera. Catherine a veces me hace pucheros, pues le gustaría que me mostrase un poco más abierto con ella. «Eres un tipo duro», me dice, pero mi respuesta no es precisamente ablandarme. Sus comentarios solo sirven para acrecentar mi deseo de alcanzar las Canarias y continuar en solitario.

Navegamos desde Lisboa con un viento decente y vislumbramos por fin los picos de la isla de Madeira. Hacemos en ella una pausa y continuamos hacia el sur, rumbo a Tenerife. La travesía debería haber durado dos semanas, pero nos ha llevado seis. Me despido de Catherine. Mi barco y yo estamos de nuevo en paz el uno con el otro.

El Solo es bien recibido dondequiera que atraca. Los locales, que a menudo se apartan de los yates grandes y caros, se acercan al Solo como abejas al panal. El Solo es tan pequeño como los barquitos de pesca de bajura. Nadie se cree que haya atravesado en él el Atlántico desde América. En un pequeño puerto, los pescadores y carpinteros de ribera bajan temprano cada mañana y esperan pacientemente en el muelle a que despierte. Están deseosos de que les relate más historias en mi español macarrónico y mi historiada lengua de signos.

Estoy a punto de tomar la decisión de atracar el Solo durante todo el invierno. A muchos otros les ha pasado: llegan navegando, amarran el barco para unos días y se quedan años. Terminan ganándose la vida haciendo maquetas de barcos y metiéndolas en botellas, o recogiendo piñas en las montañas. Los turistas alemanes llenan las playas todo el año y compran cualquier cosa que tenga un cartel de «Se vende». Yo podría dibujar. Y, además, tengo muchas cosas sobre las que escribir.

No puedo limitarme a mirar lo que ocurre a mi alrededor, como un turista. Necesito sentirme productivo, crear. Y, por supuesto, debo ganar dinero de nuevo. Me quedan apenas unos pocos dólares y tengo muchas deudas que saldar.

Me veo atrapado en el inevitable dilema del marino. Cuando estás navegando, sabes que tienes que encontrar puerto para reaprovisionarte y, esperas, para descansar en un lugar cálido y acogedor. El navegante necesita el puerto y en muchas ocasiones lo único que deseas es llegar a él. Pero, entonces, cuando echas amarras, estás deseando hacerte a la mar de nuevo. Tras unos vasos de cerveza fría y unas pocas noches en una cama seca, el océano llama de nuevo y el navegante atiende siempre la llamada. Necesitamos a la Madre Tierra, pero amamos el mar.

En la mayoría de puertos, encuentro tripulaciones que quieren navegar con el mismo rumbo que yo. Sin embargo, la mayoría de quienes querían llegar al Caribe para pasar allí el invierno se marcharon hace algún tiempo. No creo, de todos modos, que sea una travesía complicada. Uno de los amigos que he hecho en Tenerife me ha reparado el piloto automático, y las cartas de navegación prometen solo el dos por ciento de posibilidades de toparse con una tormenta. Los vientos alisios deberían ser constantes. Será pan comido.

Surco el mar hasta la escasamente poblada isla de El Hierro. Los escarpados acantilados encaran el Atlántico hacia el este, coronados por fértiles valles y colinas de un verde lujuriante. El perfil de la isla cae con menor pendiente hacia el oeste y se remata con un paisaje lunar de pequeños volcanes, roquedales y arena rojiza. Termino de aprovisionarme en un pequeño puerto artificial, en el extremo occidental. El día antes de la partida, noto la garganta seca, arenosa. Dejo caer mis últimas pesetas en la barra de la taberna. Mascullo en español al tabernero, que ya me conoce, que esas monedas no me servirán de nada en alta mar. «¡Cerveza, por favor!». El tabernero me ofrece un botellín de cerveza helada y se sienta a mi lado.

—¿Adónde vas?

—Caribe. Trabajar en Caribe. No más pesetas.

Él asiente con la cabeza, calibrando la longitud de la travesía.

—Tu barco es muy pequeño. ¿No vas a tener problemas?

—Pequeño barco, pequeño problema. No problema grande, todavía.

Reímos y charlamos mientras me termino la cerveza y me fumo un último cigarrillo. Me echo las últimas provisiones al hombro y me dirijo al muelle.

Uno de los pescadores del puerto me detiene.

—¿Usted es el que viene desde América? —pregunta, abriendo su captura, limpiándole las tripas y dejándola caer al plato de la balanza. Una mujer vestida de negro mete el pescado en una bolsa y masculla algo entre dientes.

—Sí, América. —Me pregunto si el marido de la mujer enlutada sería un pescador desaparecido en la mar, como tantos otros.

—¡Hala! —responde el pescador—. ¡En un barco tan chico! ¡Usted está loco!

—No muy pequeño. Es mi casa.

El viejo se coge con las palmas dos enormes testículos imaginarios. Nos reímos juntos de su broma y yo niego con la cabeza, abro mucho los ojos y tiemblo como asustado. La mujer lo agarra del brazo, obviamente para darle a entender que el pescado es demasiado caro, y empieza a regatear, una costumbre intemporal y ritual, como las partidas de dominó que en ese momento juegan un grupo de hombres en torno a una mesa plegable, en la playa sembrada de piedras.

La noche del 29 de enero es clara. El cielo está salpicado de centelleantes estrellas. Los motones chirrían mientras yo suelto trapo y el Solo se desliza suavemente dirección a la bocana. Zigzagueo a través de los pesqueros y pongo proa al Caribe. Qué maravilloso es navegar de nuevo.