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Kate Brown. Profesora de Ciencia, Tecnología y Sociedad en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), ha recibido numerosos premios por sus libros. A Biography of No Place: from Ethnic Borderland to Soviet Heartland (2004) ganó el Premio George Louis Beer de la Asociación Histórica de los Estados Unidos. Plutopia: Nuclear Families in Atomic Cities and the Great Soviet and American Plutonium Disasters (2013) fue galardonado con los premios Albert J. Beveridge y John H. Dunning de la Asociación Histórica de los Estados Unidos, el Premio George Perkins Marsh de la Sociedad Americana para la Historia del Medio Ambiente, el Premio Ellis W. Hawley de la Organización de Historiadores Americanos, y el Premio Robert G. Athearn de la Asociación de Historia Occidental. Dispatches from Dystopia: Histories of Places not yet Forgotten (2015) fue seleccionado en la lista de «Los mejores libros que leer en 2016» de Atlantic Monthly. En 2015, Brown recibió el Premio de los Regentes de la Universidad de Maryland a la Excelencia en Investigación. En 2017 recibió el Premio de la Academia Americana en Berlín. Es editora consultora de la American Historical Review y trabaja como editora principal de International Labor and Working Class History, y ha publicado artículos en American Historical Review, Chronicle of Higher Education, Kritika, Aeon Magazine, Slate Magazine y The Times Literary Supplement.

 

 

 

Título original: Manual for Survival: A Chernobyl Guide to the Future (2019)

 

© Del libro: Kate Brown

© De la traducción: David Muñoz Mateos

Edición en ebook: enero de 2020

 

© Capitán Swing Libros, S. L.

c/ Rafael Finat 58, 2º 4 - 28044 Madrid

Tlf: (+34) 630 022 531

28044 Madrid (España)

contacto@capitanswing.com

www.capitanswing.com

 

ISBN: 978-84-192906-8-0

 

Diseño de colección: Filo Estudio - www.filoestudio.com

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra Ortiz

Composición digital: leerendigital.com

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Manual de supervivencia

 

 

Cubierta«¡Camaradas! Tras el accidente en la central nuclear de Chernóbil hemos analizado minuciosamente la radiactividad de los alimentos que ingerís y del territorio en que residís. Los resultados demuestran que ni adultos ni niños corréis peligro alguno por trabajar y vivir en dicho territorio». Así comenzaba un folleto publicado por el Ministerio de Salud de Ucrania. Era uno de los muchos manuales engañosos que, con aparentes buenas intenciones, subestimaron seriamente las consecuencias de la catástrofe nuclear. Después de 1991, organizaciones internacionales como Cruz Roja o Greenpeace trataron de ayudar a las víctimas, pero se vieron bloqueadas por unas circunstancias políticas postsoviéticas que no entendían. Diplomáticos internacionales y científicos aliados con la industria nuclear evadían o negaban el hecho de que se estaba produciendo un desastre de salud pública a gran escala causado por la exposición a la radiación. El número oficial de muertos oscila entre 31 y 54 personas. En realidad, la exposición a la radiación causó entre 35.000 y 150.000 muertes solo en Ucrania. Ningún estudio internacional midió bien el daño, lo que ocasionó que décadas después los líderes japoneses repitieran muchos de los mismos errores tras el desastre nuclear de Fukushima en 2011.

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Índice

 

 

Portada

Manual de supervivencia

Introducción. Manual para el superviviente

Parte I. El accidente

Liquidadores en el hospital número 6

Refugiados

Los creadores de lluvia

Operadores

Ucranianos

Físicos y médicos

Parte II. Supervivencia radiactiva

Una madeja de interrogantes

Pieles limpias, agua sucia

Las salchichas de la catástrofe

Viejas granjas, nuevas fábricas

Parte III. Naturaleza artificial

La moradora del pantano

El momento de aceleración

Parte IV. Política posapocalíptica

La mujer de la limpieza

Sospechas en la KGB

Parte V. Misterios médicos

Pruebas directas

La desclasificación del desastre

Autoayuda entre superpotencias

Sonámbulos en Bielorrusia

El gran despertar

Parte VI. La ciencia al otro lado del telón de acero

Envíen a la caballería

La huella dactilar de Marie Curie

Expertos internacionales

La búsqueda del desastre

Cáncer de tiroides: primera señal de aviso

El efecto mariposa

Tras la ciudad perdida

La sombra roja de Greenpeace

El ucraniano tranquilo

Parte VII. Artistas de la supervivencia

La «Pietá»

La vida al desnudo

Conclusión. La recolección del porvenir

Agradecimientos

Lista de archivos y entrevistas

Sobre este libro

Sobre Kate Brown

Créditos

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Para Marjoleine

Fragmentos de «La búsqueda del desastre» y «Cáncer de tiroides: primera señal de aviso» fueron publicados previamente en Physics World Focus on Nuclear Energy, en 2017.

Fragmentos de «La moradora del pantano» aparecieron por primera vez como «El lugar que teme la mosca de la fruta», en el número de otoño de 2016 del Berlin Journal (n.º 30), editado por la American Academy en Berlín. Se reproducen aquí con su permiso.

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Manual para el

superviviente

Tres meses después del accidente de Chernóbil, en agosto de 1986, el Ministerio de Salud ucraniano distribuyó cinco mil copias de un folleto informativo dirigido a «residentes de comunidades expuestas al poso radiactivo de la estación atómica de Chernóbil». El folleto interpelaba directamente al lector («vosotros») y comenzaba ofreciendo plenas garantías.

¡Estimados camaradas!

Tras el accidente en la central nuclear de Chernóbil hemos analizado minuciosamente la radiactividad de los alimentos que ingerís y del territorio en que residís. Los resultados demuestran que ni adultos ni niños corréis peligro alguno por trabajar y vivir en dicho territorio. La mayor parte de la radiactividad ha desaparecido. No existen motivos para que dejéis de consumir productos agrícolas locales.

Al pasar de la primera página, sin embargo, los lectores comprobaban que el ímpetu de certidumbre perdía fuelle y caía en contradicciones:

Se os ruega que sigáis las siguientes instrucciones:

Evitad las setas y los frutos silvestres recolectados durante el presente año.

Los niños deben evitar el acceso al bosque contiguo al pueblo.

Limitad el consumo de verduras frescas. No consumáis carne o leche de la zona.

Limpiad vuestras casas a fondo regularmente.

Levantad todo el mantillo de tierra de huertos y jardines, y enterradlo en las zanjas preparadas especialmente para ello, lejos de las zonas de residencia.

Es aconsejable deshacerse de las vacas lecheras y quedarse solo con los cerdos.[1]

El folleto es, en realidad, un manual de supervivencia sin precedentes en la historia del hombre. No era la primera vez que un accidente nuclear contaminaba con ceniza radiactiva un territorio habitado, pero nunca antes de Chernóbil un Gobierno estatal tuvo que reconocer públicamente el problema y distribuir un manual de instrucciones para sobrevivir en la nueva realidad posnuclear.

Durante la elaboración de este libro he visto muchos documentales y he leído muchos libros sobre Chernóbil. Todos ellos reproducen un mismo desarrollo narrativo. Tensos segundos transcurren en la sala de control de la central, mientras los operadores toman decisiones erróneas, irreparables. Las penetrantes sirenas de las alarmas dejan paso al chirrido perturbador y tenaz de los medidores de radiación. El protagonismo lo adquieren entonces apuestos varones eslavos de hombros anchos que arriesgan su salud con recia inconsciencia. Fuman cigarrillos, los aplastan y continúan luchando por salvar al mundo de un inédito antagonista radiactivo: el reactor que arde frente a ellos. El drama se desplaza después a los pabellones del hospital, donde esos mismos hombres han quedado reducidos a esqueletos de carne en descomposición. Y justo en el momento en que uno ya ha contemplado suficiente piel ennegrecida y daños intestinales, aparece el narrador para afirmar, como si todo hubiera sido una broma, que, en realidad, las consecuencias del accidente de Chernóbil se han exagerado enormemente.

Un periodista se adentra en el bosque de la Zona de Exclusión de Chernóbil, el área de treinta kilómetros de radio alrededor de la central que fue evacuada en las semanas posteriores al accidente. Señala a un pájaro, señala a un árbol y proclama que la Zona está volviendo a la vida. Entre música dulzona, una voz en off apunta que, si bien Chernóbil constituye el peor accidente de la historia de la energía nuclear, las consecuencias fueron mínimas. Tan solo cincuenta y cuatro hombres murieron de envenenamiento severo por radiación, y unos pocos miles de niños padecieron un cáncer de tiroides no mortal, cuya cura es relativamente sencilla. Estas narraciones televisivas tienen el mismo efecto reconfortante que el polvo de hadas. Suprimen los elementos más terroríficos del accidente nuclear y, con ellos, las preguntas que habrían de plantearse. Despliegan ante nuestros ojos los dramas humanos en todo su esplendor tecnológico y nos hacen albergar nuevas esperanzas hacia el futuro y, sobre todo, gratitud por que no nos haya sucedido a nosotros. Al centrarse en los segundos previos a las explosiones y, después, en la indestructible contención de los restos radiactivos en el interior del sarcófago, la mayor parte de las historias de Chernóbil eclipsan al propio accidente.

¿Solo cincuenta y cuatro muertos? ¿Nada más? Eso es lo que señalan las páginas webs de diversos organismos de la ONU, cuyo recuento total oscila entre las treinta y una y las cincuenta y cuatro víctimas. En 2005, el Foro de las Naciones Unidas para Chernóbil predijo que la radiación provocaría entre dos mil y nueve mil muertes por cáncer. En respuesta a ese foro, Greenpeace dio cifras mucho más altas: doscientas mil personas ya habían fallecido y habría 93.000 casos mortales de cáncer en el futuro.[2] Una década más tarde, la controversia en torno a las secuelas de Chernóbil aún no ha terminado. Se nos informa de que en la Zona de Chernóbil las aves mueren por las mutaciones y, al mismo tiempo, los periodistas cuentan que lobos y renos están repoblándola. La senda científica nos lleva a un callejón sin salida. Los principales medios de comunicación tienden a recurrir a las cifras más conservadoras: el fallecimiento de entre treinta y una y cincuenta y cuatro personas. La única conclusión es que el número total de víctimas nunca podrá conocerse.[3]

¿A qué se deben estas diferencias tan amplias? Durante décadas, científicos de todo el mundo han pedido abrir una investigación epidemiológica a gran escala y prolongada en el tiempo de las consecuencias de Chernóbil.[4] Una investigación que nunca se ha llevado a cabo. ¿Por qué? ¿Ha sido intencionada la confusión en torno a las secuelas médicas del accidente? En ese inmenso espacio que separa las estimaciones de víctimas realizadas por las Naciones Unidas y por Greenpeace, hay zonas de enorme incertidumbre. En este libro, mi propósito es obtener cifras que permitan describir los daños provocados por el accidente con más precisión y aportar una noción más clara de las secuelas médicas y medioambientales del desastre.

Sin una mejor comprensión de las consecuencias de Chernóbil, los humanos estamos atrapados en un eterno circuito cerrado, reproduciendo una y otra vez la misma imagen. Tras el accidente de Fukushima en el 2011, los científicos informaron a la sociedad de que carecían de datos precisos acerca de los efectos sobre el ser humano de la exposición a la radiación en pequeñas dosis. Pidieron paciencia a la ciudadanía: diez años, veinte años, mientras estudiaban la nueva catástrofe, como si fuera la primera. Advirtieron del peligro de caer en ansiedades injustificadas. Lanzaron conjeturas y se prepararon para resistir, fingiendo desconocer que el guion que seguían era el mismo que habían empleado los funcionarios soviéticos veinticinco años atrás. Y eso nos lleva a la pregunta fundamental: ¿por qué, tras Chernóbil, las sociedades se comportan igual que lo hacían antes de Chernóbil?

Aún tengo más preguntas. ¿Cómo se desarrolla la vida cuando los ecosistemas y los organismos —también los seres humanos— se entreveran con residuos tecnológicos hasta que unos y otros se vuelven inseparables? ¿Cómo puede uno seguir viviendo tras un saqueo social, medioambiental y militar como el que sufrieron en el siglo XX las comunidades de los alrededores de la Zona de Exclusión de Chernóbil? Y no hay que olvidar que el accidente no fue la primera catástrofe que se cebó con el territorio. Antes de convertirse en sinónimo de desastre nuclear, la región de Chernóbil había sido línea del frente en dos guerras mundiales, en una guerra convencional y en una guerra civil, había sufrido el Holocausto, dos hambrunas y tres purgas políticas, para finalmente quedar en el radio de alcance de los misiles durante la Guerra Fría. Los territorios de Chernóbil que permanecieron habitados son lugares idóneos para estudiar hasta dónde llega la resistencia de individuos y sociedades en la era del Antropoceno, la época en que el ser humano es el motor que impulsa el cambio a escala global.

Tales preguntas surgieron mientras recorría los márgenes y el interior de la Zona de Chernóbil. Empecé a buscar respuestas en los archivos de las antiguas repúblicas soviéticas y encontré informes que hablaban de problemas de salud generalizados por la exposición al poso radiactivo. Para verificarlos, me dirigí a los archivos provinciales y analicé estadísticas sanitarias condado a condado. En todas partes encontraba pruebas de que la radiación de Chernóbil había supuesto una catástrofe sanitaria en los territorios contaminados. Incluso la KGB informaba de ello. Los líderes soviéticos habían prohibido que se hicieran públicas las consecuencias del accidente, por lo que todos los informes que cayeron en mis manos estaban reservados «solo para uso interno». Fue en 1989 cuando levantaron el bloqueo mediático y la prensa nacional e internacional pudo hablar de los graves problemas de salud. Al comprender la magnitud de aquello a lo que habían estado expuestos, los habitantes exigieron ayuda gubernamental, protesta a protesta, para alejarse del territorio contaminado. Los líderes en Moscú se vieron desbordados por los elevados costes que supondrían las evacuaciones y recurrieron a varios organismos de las Naciones Unidas. Dos de ellos emitieron valoraciones confirmando la versión ofrecida por los líderes soviéticos: las dosis eran demasiado bajas como para afectar a la salud.

Desempolvé los diversos episodios de este drama en archivos de Viena, Ginebra, París, Washington, Florencia y Ámsterdam, los lugares desde los que, tras la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), diversos organismos se habían hecho cargo sucesivamente de la comunicación sobre el accidente y sus secuelas. Desgraciadamente, lo que descubrí fue una ingente dosis de ignorancia entre esfuerzos concertados para restarle importancia a eso que quería venderse como la mayor catástrofe nuclear del mundo. La diplomacia internacional había impedido la investigación sobre Chernóbil porque en los años de la Guerra Fría los líderes de las grandes potencias nucleares ya habían provocado la exposición de millones de personas a peligrosos isótopos radiactivos, durante la producción y pruebas de armamento nuclear. Cuando, en los noventa, los estadounidenses y los europeos descubrieron lo ocurrido, llevaron a sus Gobiernos a los tribunales. En tal contexto global, Chernóbil no era la mayor catástrofe nuclear del mundo, sino solo una bandera roja ondeante que fijaba la atención en las múltiples catástrofes nucleares que los regímenes de seguridad nacional habían ocultado durante la Guerra Fría.

A lo largo de cuatro años, y con la ayuda de dos asistentes de investigación, visité un total de veintisiete archivos, en la antigua Unión Soviética, Europa y los Estados Unidos. Presenté solicitudes apelando a la libertad de información y pedí que se desclasificaran informes. A menudo, era yo la primera investigadora que consultaba los documentos. Me centré en los actores principales: el Gobierno soviético, las Naciones Unidas, Greenpeace Internacional y la gran potencia detrás de la ONU, el Gobierno de los Estados Unidos. Para asegurarme de que la increíble historia que desenterraba de los archivos era cierta, busqué formas de verificar los documentos. Entrevisté a unas cuarenta personas, entre científicos, médicos y civiles devenidos en especialistas en catástrofes nucleares tras convivir con las consecuencias de una de ellas. En las regiones contaminadas, visité fábricas, institutos, bosques y ciénagas. Acompañé a guardas forestales, a biólogos y a vecinos de los alrededores de la Zona de Chernóbil y asistí a conferencias científicas donde aprendí a identificar sobre el terreno las secuelas de la contaminación.

Debido a las restricciones soviéticas para consultar los informes y al periodo de veinte o treinta años que normalmente ha de transcurrir para que se desclasifiquen los archivos de un determinado acontecimiento, muchos de los documentos relativos a la catástrofe acaban de salir a la luz. Hasta ahora, el relato sobre Chernóbil se ha basado en el testimonio de los testigos y en rumores no confirmados. Para escribir este libro me he prometido a mí misma que no me dejaría llevar por cada tragedia que se cruzara en mi camino, que no iba a arrastrarme por hospitales infantiles para contemplar niños enfermos, cuyas enfermedades tal vez fueran consecuencia de Chernóbil o tal vez no. Me propuse corroborar cada afirmación, siguiendo siempre el rumbo que me marcaran los informes. Los archivos nos fascinan a los historiadores porque nos permiten regresar al lugar del crimen. Lo que hoy recuerdan sus protagonistas es importante, pero aún importa más lo que dijeron e hicieron hace treinta años.

El 26 de abril de 1986, el reactor número 4 de la inmensa central nuclear de Chernóbil —que pronto sería aún más grande—, en el norte de Ucrania, república de la Unión Soviética, explotó. El fotoperiodista Igor Kostin puso su vida en peligro para fotografiar a hombres con delantales de plomo y hombros caídos que corrían como jugadores de fútbol americano tratando de sofocar el infierno radiactivo.[5] Las imágenes en blanco y negro no revelan la tenebrosa palidez de los hombres. Cuando uno está expuesto a altas dosis de radiación sufre espasmos en los vasos capilares más superficiales de la piel, de manera que el rostro cobra un extraño color blanquecino, una especie de maquillaje teatral. Los líderes soviéticos no pidieron a la población que permaneciera en el interior de las viviendas durante la emergencia. Las fotos en que aparecen familias disfrutando en Kiev de las soleadas fiestas del Primero de Mayo, una semana después del accidente, resultan ahora sádicamente tétricas. El día antes de las vacaciones los niveles de radiación habían alcanzado repentinamente, para sorpresa de los dirigentes de la ciudad, los 30 μSv/h (microsieverts por hora), más de cien veces por encima de los niveles de referencia previos al accidente.[6]

Las fiestas en Kiev se desarrollaron, por orden de Moscú, según lo previsto. El desfile duró todo el día. Ante la tribuna desfiló un escuadrón de niños tras otro, marchando al ritmo de las cornetas. Portaban retratos de los líderes que les enseñaban a emular, aquellos en los que debían confiar. Al término del día, esos niños apenas podían respirar. En la cara presentaban quemazones púrpura poco corrientes. Una semana después, el respetable ministro de Salud ucraniano, Anatoly Romanenko, tuvo que salir a dar explicaciones sobre el accidente. Anunció que los niveles de radiactividad en Kiev estaban cayendo, pero no dijo a dónde se transferían los isótopos radiactivos.

Todo físico sabe que la energía no se crea ni se destruye. En las noticias sobre aquellas fiestas de mayo no se menciona la acción de dos millones y medio de pulmones inspirando y espirando aire, haciendo la función de un gigantesco filtro orgánico. La mitad de las sustancias radiactivas que los habitantes de Kiev inhalaron quedaron retenidas en sus cuerpos. Las plantas y los árboles de la hermosa ciudad recogieron del aire toda la radiación ionizante. Las hojas que cayeron en otoño debieron ser tratadas como desechos radiactivos. Tal es la eficacia de la naturaleza a la hora de absorber oleada tras oleada de radiactividad después de una explosión nuclear.

Para ser justos, el ministro de Salud Romanenko desconocía el destino de los radionucleidos que alfombraban su ciudad natal. Carecía de formación en medicina nuclear. Solo una joven doctora del Ministerio de Salud sabía algo. Había realizado un breve curso en emergencias nucleares e inmediatamente se convirtió en la experta del lugar. Explicó a otros médicos y a los líderes del partido las diferencias entre un roentgen, un rem y un becquerelio, y entre radiación en forma beta y en forma gamma.[7] El accidente pilló a los departamentos de salud pública y defensa civil desprevenidos, pues los físicos nucleares llevaban años asegurando que la energía nuclear era absolutamente segura mientras un departamento especial secreto del Ministerio de Salud se encargaba de resolver furtivamente los continuos accidentes en los proyectos nucleares soviéticos. Se habían engañado a sí mismos. Merced a ese engaño, quienes dirigían la salud pública habían considerado innecesario adquirir la formación y las habilidades necesarias para afrontar una catástrofe nuclear.

El accidente confinó a cientos, luego a miles y finalmente a cientos de miles de personas en un espacio tridimensional en torno al centro de la catástrofe. Los pilotos de los helicópteros lo sobrevolaron para verter 2.400 toneladas de arena, plomo y boro sobre el reactor, en un intento de apagar las ascuas que continuaban ardiendo, lentamente. Uno de los helicópteros chocó contra una grúa y se estrelló, matando a cuatro hombres. Los soldados se turnaban para realizar veloces incursiones al tejado del reactor número 3 y arrojar desde él el grafito de las entrañas del reactor que había explotado. Los mineros construyeron un túnel de veintisiete metros bajo el núcleo fundido para levantar un muro de contención. Los obreros levantaron presas para detener las aguas radiactivas del río Prípiat. Los investigadores de la KGB, sospechando que habían sido víctimas de un sabotaje, rebuscaron en cada archivador y en cada ordenador, y hurgaron en las mentes de los supervivientes que agonizaban en camas de hospital.[8] El 27 de abril, oficiales del Ejército soviético escoltaron a 44.500 residentes de la ciudad atómica de Prípiat que iban a ser reubicados. Durante las dos semanas siguientes, trasladaron a 75.000 personas más del cinturón periférico, esos treinta kilómetros de radio que pasaron a llamarse Zona de Exclusión.

Inspectores de radiación y personal médico siguieron al Ejército Rojo durante la evaluación de daños. Jóvenes reclutas levantaron el asfalto, limpiaron cada esquina de cada edificio y se deshicieron de la capa superficial del suelo, con la idea de repoblar algún día las comunidades evacuadas. En cuanto el viento cambiaba de dirección, caía sobre el territorio una nueva capa de poso radiactivo, que los reclutas tenían que volver a limpiar.[9] Quien diga que los líderes soviéticos no eran capitalistas se equivoca. Como todo líder empresarial en cualquier lugar del mundo, hacían primar la producción por encima de la seguridad. En lugar de asegurar la zona de la catástrofe y clausurarla para que meses o años después se desintegraran los isótopos radiactivos más fuertes, se apresuraron a poner en marcha un plan de acción con el objetivo de hacer que la central nuclear de Chernóbil estuviera operativa y a pleno rendimiento cuanto antes.

Para informar sobre el accidente, los periodistas soviéticos utilizaron el relato de los valerosos y entregados «liquidadores», los encargados de las labores de limpieza que lucharon contra el fuego radiactivo. Sin embargo, en los archivos hay informes que demuestran que no todos se comportaron con el mismo honor. La KGB persiguió a varios miles de empleados de la central y soldados que huyeron de sus puestos. Los ladrones se hicieron con las calles abandonadas de Prípiat y robaron alfombras, motocicletas y muebles, posesiones radiactivas que luego vendieron en otro lugar.[10]

El 6 de mayo, los representantes soviéticos comunicaron al mundo que el fuego en el núcleo del reactor había sido extinguido. «El peligro ha pasado», anunciaron. No era cierto. El incendio continuó activo hasta que el grafito dejó de arder por sí mismo. Informes clasificados demuestran que de la central siguieron emanando gases radiactivos otra semana más, alcanzando el pico de emisión el 11 de mayo.[11] Los técnicos soviéticos estimaron que entre el tres y el seis por ciento del núcleo se había evaporado, mezclándose con el aire y provocando la precipitación de unos cincuenta millones de curios de lluvia radiactiva sobre la región circundante. Un estudio posterior, llevado a cabo tras la caída de la Unión Soviética, estimó que al menos el veintinueve por ciento del combustible ardió en el incendio, provocando la diseminación de un total de aproximadamente doscientos millones de curios de radiactividad en el ambiente. Las emisiones pueden compararse a las de varias bombas atómicas como las de Hiroshima y Nagasaki juntas.[12]

A medida que se hizo evidente la terrorífica magnitud de la catástrofe durante los meses que siguieron a las explosiones, los oficiales soviéticos escribieron nuevas guías para los ciudadanos que debían convivir con las secuelas. Redactaron manuales de supervivencia destinados a los médicos que trataban a los pacientes expuestos a la radiación, a los campesinos que trabajaban en granjas radiactivas, a los operarios de industrias agrícolas y alimentarias que convertían productos radiactivos en bienes de consumo, a quienes trabajaban con lanas, textiles y cuero, y a los expertos en relaciones públicas que debían calmar la ansiedad social. Desgraciadamente, los manuales de supervivencia soviéticos nacían ya maniatados por todo lo que los escritores no podían decir. Yo querría aquí ofrecer una guía mejor sobre cómo sobrevivir a una catástrofe nuclear, un compendio de cuanto hallé en los archivos sobre Chernóbil que reúna a todos los actores —operadores, doctores, campesinos, monitores de radiación— y dé vida a las lecciones que pueden extraerse de los isótopos, del suelo, del viento, de la lluvia, del polvo, de la leche, de la carne y de los cuerpos dúctiles y porosos que fueron destino de esos elementos.

Cuando empecé a trabajar en el libro ya estaba familiarizada con áreas que habían sufrido catástrofes nucleares. También con el norte de Ucrania, donde se produjo la de Chernóbil. Había viajado por primera vez a la URSS en 1987, para estudiar en la ciudad antes conocida como Leningrado (San Petersburgo). Solo había pasado un año desde el accidente, pero en aquel momento no me interesaban demasiado los rumores sobre alimentos radiactivos. Era joven y vivía en una precaria residencia soviética: todo mi interés se centraba en no pasar hambre. En los años noventa trabajé en Moscú, estudié en Cracovia (Polonia), al oeste de Ucrania, y llevé a cabo la investigación para mi primer libro en los archivos de Kiev y Zhytomyr, perfectamente inconsciente de los isótopos radiactivos que —lo sé ahora, gracias a las tablas que encontré en ellos— seguían girando a mi alrededor. Había oído hablar de problemas de salud en Zhytomyr y vi piquetes en Kiev, organizados por los operadores de la central, pero no les presté mayor atención. Mis intereses eran otros y, como la mayor parte de los occidentales que había entonces en la URSS, opinaba que los activistas soviéticos exageraban las consecuencias del accidente de Chernóbil. Era la típica viajera occidental en Europa Oriental, convencida de la superioridad de mi sociedad, segura de que la democracia y el capitalismo poseían atributos benéficos evidentes y escéptica ante las verdades soviéticas, como fuera que se me presentaran. Esas convicciones hicieron de mí, evidentemente, como de tantos occidentales que cruzaban el telón de acero, una oyente desatenta y una observadora miope. En los viajes de preparación de este libro he procurado tener los ojos más abiertos.

La catástrofe afectó a millones de personas y desencadenó una compleja serie de acciones. La primera sección del libro se ocupa de los actores que, tras la explosión, intentaron inmediatamente evaluar y «liquidar» todo rastro de radiación. La segunda parte trata de las personas que, abandonadas a su suerte en las zonas contaminadas, siguieron produciendo y consumiendo pese al poso radiactivo que cubría cuanto les rodeaba. La tercera parte explora la ecología y la historia de las marismas de Prípiat, donde se encontraba la central nuclear de Chernóbil. La siguiente se centra en las políticas y en los líderes soviéticos que impusieron el silencio sobre Chernóbil y se sirvieron de la tragedia para desacreditar a sus rivales. La quinta parte repasa los hallazgos médicos realizados por los investigadores soviéticos. La sexta, el proceso por el que, tras el desplome de la Unión Soviética, el accidente de Chernóbil terminó siendo gestionado por diversos organismos internacionales. Y en la última sección se habla de todos esos artistas de la supervivencia que lograron salir adelante en un territorio profundamente modificado.

Todos los días ocurren accidentes. Accidentes que, supuestamente, terminan con un último capítulo donde los humanos aprendemos un par de lecciones útiles. Sin embargo, cuando las calamidades no tienen un final claro resulta más difícil sacar conclusiones. Algo que aprendí de la catástrofe de Chernóbil es que la tecnología, que se nos vende como infalible, a veces falla, y que aún no existe un manual para sociedades que se enfrentan a desastres tecnológicos y medioambientales a gran escala. Lo normal es que los reactores nucleares, muchos de los cuales continúan funcionando bastante tiempo después de su fecha de caducidad, se construyan en comunidades rurales, con urgencias económicas, donde la población se siente agradecida por los puestos de trabajo que se les ofrecen. Cuando un reactor o una fábrica de bombas nucleares cierra, por un accidente o por obsolescencia programada, el territorio contiguo es abandonado, se levanta una valla metálica a su alrededor y la antigua zona industrial se convierte en reserva natural, protegida por una sorprendente lista de regulaciones a la entrada: «Prohibido perros. Prohibido salirse de los caminos de grava. Prohibido recoger materiales de obra».[13] La valla y la designación de «reserva natural» normalizan el desastre, calman y reconfortan a la población igual que aquel manual de supervivencia soviético dirigido en 1986 a los «Estimados Camaradas».

Tal vez la energía nuclear sea, como aseguran sus defensores, la mejor opción para reducir las emisiones de dióxido de carbono y proveer de energía a una población mundial en constante crecimiento. Y tal vez las armas nucleares, verdadero origen de la energía nuclear, sean la mejor forma de protegerse contra los «Estados canallas». Puede que no haya otra opción. En ese caso, me dispongo a recorrer los territorios afectados por Chernóbil con los ojos bien abiertos, esforzándome para comprender cómo cambia la vida humana cuando está inmersa en una estela posapocalíptica. Emprendo este viaje porque no querría ser una de esas camaradas crédulas e ingenuas que se percataron demasiado tarde del cúmulo de mentiras que contenía su manual para la supervivencia.

[1] «Instrucciones para Comunidades Locales», 25 de agosto de 1986, Tsentralnyi derzhavnyi arkhiv vyshchykh ohaniv vlady (TsDAVO) 342/17/4390, pp. 41-51.

[2] The Chernobyl Catastrophe: Consequences on Human Health, Ámsterdam: Greenpeace International, 2007, pp. 1-15; y D. Kinley III (ed.), The Chernobyl Forum: Chernobyl’s Legacy, Heatlh, Environmental and Socio-Economic Impacts, Viena: OIEA, 2006.

[3] Elisabeth Cardist, citada en Mark Peplow, «Special Report: Counting the Dead», Nature 440, 2006, pp. 982-983.

[4] Telegrama de Gale a Beninson, 27 de junio de 1986; y Giovanni Silini, «Concerning Proposed Draft for Long-Term Chernobyl Studies», en los Archivos Postales del Comité Científico de las Naciones Unidas para el Estudio de los Efectos de la Radiación Atómica (Unscear), agosto de 1986.

[5] Igor Kostin, Chernobyl: Confessions of a Reporter, Nueva York: Umbrage, 2006, pp. 76-80 [trad. cast.: Chernobil: confesiones de un reportero, El Papiol: Efadós, 2011].

[6] «Informatsia MOZ URSR dlia Rady Ministriv Respubliky», 30 de abril de 1986, en N. P. Baranovska, Chornobyl’sk’ka trahedia: Narysy z istorii, Kiev: Instytut istorii Ukrainy NAN Ukrainy, 2011, p. 86.

[7] Entrevista de la autora con Olha Oleksandrivna Bobyliova, 6 de junio de 2017, Kiev.

[8] «Informe interno», 2 de junio de 1986, Haluzevyi derzhavnyi arkhiv Sluzhby bezpeky Ukrainy (SBU) Archivo 16/1/1238, pp. 148-153.

[9] Aleksandr Zarkharov, «Vospominania barnaul’skikh likvidatorov», http://milanist88.livejournal.com/12328.html; «Al Comité Central del Partido Comunista de Bielorrusia», 6 de agosto de 1986; y «Sobre una solicitud conjunta», 19 de agosto de 1986, NARB 4R/154/393: 7, pp. 3-4.

[10] «Memorando», 4 de mayo de 1986, TsDAVO 27/22/7701, p. 35.

[11] «Informe de situación», 5 de mayo de 1986, en Baranovska, Chernobyl’sk’ka trahedia, pp. 75-76; e «Información del grupo operativo», 11 de mayo de 1986, Tsentralnyi derzhavnyi arkhiv vyshchykh orhaniv vlady Ukrainy (TsDAVO) 27/22/7703, p. 13.

[12] Richard Wilson, «A Visit to Chernobyl», Science 236, n.º 4809, 1987, pp. 1636-1640; y Alexander Sich, «Truth Was an Early Casualty», Bulletin of the Atomic Scientists, mayo-junio de 1996, p 36.

[13] Fernald Preserve, «Touring the Fernald Preserve PLEASE BE CAUTIOUS», Departamento de Energía de los Estados Unidos.

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