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La perrita Blackie era feliz con muy poco.

Y con menos también.

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Índice

Portada

Los asquerosos

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

SANTIAGO LORENZO (Portugalete, 1964) vive en una aldea de Segovia. Allí busca leña, se hace cafés y churros, construye maquetas y, sobre todo, escribe.

Después de estudiar imagen y guión en la Universidad Complutense y dirección escénica en la RESAD, creó la productora El Lápiz de la Factoría, con la que dirigió cortometrajes como el aplaudido Manualidades, un título que daba pistas de su afición a la artesanía pretecnológica y a las maquetas imposibles. En 1995 produjo Caracol, col, col, que ganó el Goya como Mejor Corto de Animación. Dos años después se empeñó en estrenar Mamá es boba, la historia palentina de un niño algo alelado, pero a la vez muy lúcido, acosado en el colegio y con unos padres que, a su pesar, le provocan una vergüenza tremenda. La película pasó a la historia como uno de los filmes de culto de la comedia agridulce, y con ella fue nominado, para su sorpresa, al Premio FIPRESCI en el Festival de Cine de Londres. En 2001 abrió, junto a Mer García Navas, Lana S.A., un taller dedicado al diseño de escenografía y decorados con el que hicieron tanto muñequitos de plastilina para el anuncio del euro como la prisión que aparece en una de las entregas de Torrente. En 2007 estrenó Un buen día lo tiene cualquiera, donde volvía a elevar la historia de una persona para explicar un problema colectivo: la incapacidad, afectiva e inmobiliaria, para encontrar un sitio en el mundo (o un piso en la ciudad, para el caso). Harto de los tejemanejes del mundo del cine, decidió cederle sus ideas a la literatura. Desde entonces, todo han sido alegrías. Con Los huerfanitos, tres hermanos que odian el teatro pero que deben montar una obra para salvar sus vidas, la crítica se rindió a su talento y el público lloró de la risa y rio para no llorar. Al calor de ese aplauso, Blackie Books rescató en tapa dura y dorada la maravillosa Los millones, novela con un gancho cómico y un golpe más bien trágico: a uno del GRAPO le toca la Primitiva; no puede cobrar el premio porque carece de DNI. Lorenzo se volvió a adentrar en la precariedad tragicómica en Las ganas, donde Benito, un tipo más bien feo pero sobre todo desgraciado, lleva tres años sin sexo, por lo que desarrolla un síndrome de abstinencia que influye en cada una de las parcelas de su desdichada vida.

Los asquerosos es su cuarta novela, la más pura, política y lírica, sobre un tipo que, como él, vive aislado en una aldea en medio de la nada.

Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

1

Nació en Madrid en 1991. Su padre era uno que le daba igual a todo el mundo. Su madre, que lo mismo, era la hermana de mi exmujer, a la que no veo desde hace ya ni sé. No tenía más tíos que yo.

Impresionaba verle, con once años, buscando trabajo en Internet. Ni se lo iban a dar ni él lo iba a pedir, por su edad. Pero desde crío, Manuel ya estaba indagando sobre cómo sería verse a sí mismo metido en el mundo.

Manuel es nombre falso. Pero es que no debo dar el verdadero.

Era uno de esos críos a los que ahora llaman «niños de la llave». Sus padres, por trabajo o relaciones, nunca estaban en casa. Manuel llevaba la llave de su domicilio colgada al cuello porque no tenía a nadie que se ocupara de él a la salida del colegio. Se supone que esta es situación carencial y penosa. Muchos, en su tesitura de desasistencia, se tirarían con los años por la autolesión, el juego de rol insano, el hostión en moto, la anorexia o el romanticismo salido de rosca.

No fue el caso de Manuel. Él alineó los pros y los contras de la incuria de la que era objeto y luego reflexionó. Para él, la falta de atenciones era una clara tajada de suerte. Agradecía con fuerza la incomparecencia paterna, porque así no tenía que aguantar bobadas. Encontraba en la casa vacía un espacio de control, un rancho con él de mayoral, y a edad bien temprana.

Le daban pena los niños «sin» llave, a quienes a cambio de una merienda puesta en la mesa les escamoteaban la ocasión de estar solos dándole vueltas a sus asuntos y a los que negaban la oportunidad de ensayar mañas por cuenta propia. Él, en su independencia sobrevenida, aprendió pronto a hacer tortilla francesa, a forrarse los libros con papel de regalo y a atajar una mancha de grasa en la ropa con una pizca de harina.

Un día arregló el empalme del enchufe de una lámpara. Mantuvo en secreto la reparación porque sabía que papá y mamá le iban a reprender por haber andado metiendo los dedos en trastos de corriente. En casa, la lámpara se había arreglado sola, que a veces estos chismes no hay quien los entienda. Empezó a callarse las cosas que le salían bien. Se aficionó a los aparatos. Adoptó el destornillador que utilizó para el remiendo como amuleto no mágico, sino útil, pero que también le daba suerte. Era una herramienta de tamaño mediano, con un mango amarillo semitransparente de una luminosidad irresistible. Manuel era un pequeño manitas que luego fue creciendo.

Cuando sí se cruzaba con los padres condescendía con ellos, intentaba entender sus meteduras de pata, pasaba por alto sus pequeñas ridiculeces. Si los veía desanimados los alentaba, procuraba confortarlos cuando volvían a casa, se quitaba de en medio cuando los veía del todo decaídos. Resumiendo, y hablando en plata: sus padres le daban pena. A los demás, no nos andemos con dengues, pues también bastante.

Quedó chico de tamaño, como yo. A los 157 centímetros se le detuvo el ascensor.

Era listo. Un psiquiatra que lo hubiera examinado con sus test habría dictaminado un cociente intelectual hermoso. No hubo caso. Cuando Manuel demostró una inteligencia superior fue cuando se negó a realizar las pruebas de medición, que para qué quería él tasar algo que iba a usar igual de todas todas. Si alguna vez habló de su cociente fue inventándoselo y amputándolo aposta para hacerse el bobo, uso de lo que alguna vez extrajo buen partido.

Estaba dotado para aprender sin herramientas sofisticadas, sólo con instrumentos corrientes y fijándose mucho. Estudiaba inglés oyendo la radio, sin cursos ni academias. Avanzó en la autoescuela mirando al conductor del autobús. Se adiestraba con las máquinas destripando las que rescataba de los contenedores.

Ansioso por saber cosas y por hacerlas, a ojo abierto y mano alerta, se metía no sé si a examinar mecanismos, a hojear libros, a mirar por la ventana, labores así. La cosa era tener cabeza y dedos en órbita. Me acuerdo del día en el que estábamos con eso típico de que qué pedirías al genio de la lámpara si se te apareciera. Yo, que nunca he sido de mucha originalidad, me pedí poder volar o ser invisible.

Él salió con que no le interesaba ninguno de estos dos deseos. Que volar ya se podía, con el Google Maps. Y que invisible ya se sentía, porque no se notaba notado. Me contestó que él pediría no tener que dormir. Que le jodía y le rejodía estar a sus cosas y que se le empezaran a cerrar los ojos en lo mejor, sin que pudiera hacer nada contra el sueño. Que él elegiría librarse de esa esclavitud, y pasar la vida despierto, de pie y dado a sus solitarias fascinaciones.

Era de curiosidad excitable. En la tesitura imaginaria de que un tribunal avieso le hubiera sentenciado a morir fusilado, Manuel se habría llevado el consiguiente disgusto, no diré que no. Pero un vertebrado como este, por otro lado, sí se habría sentido positivamente estimulado ante la expectativa de comparecer ante una experiencia incontrovertiblemente novedosa, y cuyas ocasiones de probar no son abundantes.

Puntilloso para todo, era el único pavo que he conocido que cuando citaba una película en un mail se tomaba la molestia de escribir el título en cursiva. De ahí en adelante, y en materia de rigores, todo para arriba.

Vivía ávido de tratar con gente. Aseguraba que no podría establecerse en una ciudad en la que no fuera capaz de comprender a la perfección todas y cada una de las palabras que leyera u oyera, para no perderse nada. Por lo mismo, no podría habitar en una capital más pequeña que Madrid, la repleta de masas. Decía que si un día quisiera mudarse, no le quedaría más opción que avecindar en Buenos Aires o en el D.F.

Le ocurría, sin embargo, algo muy dramático y muy lamentable. Era muy duro que un tío con su predisposición a asomarse a la calle y a sus pobladores con las mejores intenciones tuviera tanta dificultad para echarse amigos. Por esa vertiente de sintonización con el prójimo, Manuel era zote perdido.

Él tenía muchas ganas de ir por ahí, de salir en compañía y de andar por Madrid haciendo un poco el gamba, engarzadito en un grupo de amigachos majos, con mañanas de conversación, tardes de callejeo y noches de vasos. Pero no se le lograba, para tortura suya. Así como hay personas que se desviven por acopiar dinero y en cambio tropiezan, y marran, o pillan sólo a medias, o fracasan a enteras, así Manuel se quedaba a dos velas en lo del amiguerío.

No acoplaba bien, acaso por el chorro excesivo de ansias que tenía de acoplar. Le daba vergüenza que se le notaran los deseos de compincheo, y se los frustraban las angustias derivadas del que si me arrimo o que si me despego. La gente le detectaba la sobreabundancia de anhelo, famoso antídoto, y mucho candidato a compadre fugaba discretamente. Para el que no le conociera, Manuel era un pesado. Y ninguno de los recién conocidos le conocía, como la propia expresión indica, implícita ella, no hay más que explicar. Yo salí con él varios viernes (con mis treinta años rebasando los suyos, vaya dos) y se quedaba mirando con admiración y envidia a los corros, a los pelotones y a las congas. Nunca pescó demasiado. Iba con mal anzuelo.

Huelga decir que los tientos de aproximación arrojaban aún peores resúmenes cuando tenían a las chicas por objeto. En esta página trabucaba con mayor frecuencia y peor ridículo, cómo no. A veces parecía imbécil. Tuvo alguna novia, no obstante, en romances sin recorrido que habitualmente no liquidaba él, y cuyos adioses le dejaban postrado en la dolencia durante semanas. Un desastre.

2

Apegado a los cables, a las ruedecitas y a los botones, estudió una FP y una Ingeniería. Se licenció en 2013. Para entonces, Manuel ya llevaba tres años buscando trabajo. Esta vez, en serio y como adulto. Sentía la urgente necesidad de abandonar la casa paterna y a sus habitantes naturales.

Pero desde el mismo momento en el que empezó a mirar, con títulos oficiales o sin ellos, Manuel se encontró puesto de pie en una paramera de desempleo sobrecogedora. Operaba a su contra una situación económica de crisis dilatada y pringosa, con los niveles de paro disparados hasta el cielo. Una tesitura incuestionablemente adversa que parecía una broma de cámara oculta en la que todo el equipo de realización se hubiera muerto al tiempo, y en la que no hubiera quedado nadie para cortar y decir que todo era de coña, y que ya podía seguir cada quien con su vida normal. Y la guasa, marchando sola, embrollándose en malentendidos cada vez menos sostenibles.

De hecho, el primer curro (vigilante de bultos en un vivero) no le salió hasta que hubo acabado de estudiar. Le duró lo que el verano. Luego se metió en otro (dependiente en una hiperpapelería) que le duró lo que la Navidad. Hubo más, donde el menos breve fue el de mozo de refuerzo suplente (el titular jamás compareció) en un almacén de áridos en Leganés.

Así, a trompicones, pasó dos años. Haciendo lo que fuera con tal de no dejar espacios vacíos entre períodos de ocupación, desempeñando tareas siempre de tísico rendimiento en pasta y nunca relacionadas con sus expectativas vocacionales. Y con escatimado personal en nómina, con lo que la labor se acumulaba sola.

En fin, la historia de Manuel no resultaba nada original en aquellos tiempos, con ejércitos de hombres y mujeres meando aprisa para que no les pillaran en esas si les llamaban por teléfono para un empleo.

Echaba horas como si las llevara en una bolsa inagotable. Durante ese bienio apenas pudo pensar más que en los mandados que le encomendaban capataces, jefes de cuadrilla y encargados de área. Su flujo físico y mental se iba en esto, arrinconando a los intervalos de metro y autobús la lectura, el inglés de la radio, la actualización de lo suyo con las ingenieradas y las cien cosas en las que siempre estaba concentrado, que nada tenían que ver con sus trabajos eventuales.

Tuvo que renunciar a ellas. Con gran perjuicio de ánimo, porque Manuel era activo por naturaleza. Impulso que no regía a la hora de trasladar fardos de Sótano 2 a Planta Primera-Ala B. Esto le costaba sobremanera. Lo que eran sus vocaciones, sus intereses, sus aficiones y sus amenos ensimismamientos, esos hubo de abandonarlos o relegarlos a franjas horarias pintorescas, mangando horas al sueño hasta que se le apareciera el genio de la lámpara con la dispensa.

Los empleítos de circunstancias, para su mal, lo tenían abducido. Como consuelo, miraba lo cobrado. Apenas lo tocaba, por tenerlo destinado a reunir las mesnadas de monedas con las que pirarse de casa. No dejaba de buscar, por si un día podía vislumbrar mejores remuneraciones, horarios o correspondencias con su especialidad.

Creo, de todas formas, que cuando Manuel escudriñaba entre posibles opciones laborales, iba menos atento a las condiciones de salario y libranzas que al hecho de que en la empresa contratante hubiera compañeros en nómina. Tíos y tías con los que alternar, con los que trazar planes, con los que salir por ahí después de la jornada. En lo que iba pillando, sin embargo, ni una cosa ni la otra.

Así vagaba por el mundo cuando, en junio de 2015, recaló en un combo en el que operaba algo de personal en plantilla. Y que de algún modo muy remoto, y sólo metiéndose en el espíritu connaturalmente positivo de Manuel, guardaba alguna relación con su formación en lo ingenieril. Era una pequeña empresa auxiliar, adscrita a una compañía de telefonía gorda. Trabajaban allí un coordinador y veintidós teleoperadores (de ingenieril, nada). Atendían reclamaciones de clientes sobre móviles e Internet. En un principio pintaba bien.

A las dos semanas, en cambio, Manuel empezó a sospechar con disgusto qué era lo que estaban haciendo en realidad. Los teleoperadores, él mismo, recibían las quejas de los abonados, que siempre eran de índole económica y por cobros a favor de la compañía matriz: doble facturación injustificada, cargos arbitrarios, tarificación subvertida, consumo no efectuado, impuestos sacados de la manga.

Los empleados debían derivar las llamadas a una instancia superior para su solución. Manuel notó que muchos clientes volvían a llamar al día siguiente, y al siguiente, porque su problema seguía sin resolverse. Presintió que las reclamaciones se desoían aposta, y así hasta que el demandante se cansara. Que era bien pronto, en un alto porcentaje de protestas. Muchas personas ni se daban cuenta del sablazo, porque no tenían costumbre de mirar sus extractos (con lo cual, ni apelaban). Otras lo dejaban estar, por timidez, porque les sobrepasaba exigir, porque preferían perder el dinero antes que seguir dedicando las mañanas a su queja, porque será que es que esto va así. Ahí estaba el beneficio. Sólo se restituía el cobro indebido al que insistiera equis veces. Los empleados manejaban teléfonos defectuosos, cuyos frecuentes fallos de conexión incineraban la paciencia del más pintado.

El coordinador, disimulando. La tropa de base, redirigiendo llamadas una vez tras otra, y dando explicaciones que ni ellos entendían. Con estas premisas, el ambiente humano era penoso. Un día se corrió la noticia de que iban a largar a uno de los empleados. Llegó un momento en el que lo sabían todos menos él. Fue su cumpleaños. Los teleoperadores y el jefe, todos ellos unos asquerosos, le cantaron en pleno «Es un muchacho exceDente», y se reían tapándose la boca. Lo echaron. (También a otros dos más, muy cantarines. La cara que debían de llevar). Este era el clima. Como para pergeñar duraderas amistades.

Se pagaba con un billete rosa al mes, uno sólo. Quien viniera pretendiendo más céntimos iba a la calle, como el del cumpleaños. La paga era de verdad menuda.

Pero Manuel hizo cuentas. Tenía 4.000 euros tras dos años de ahorrar prácticamente todo lo ingresado. Y un empleo en el que se propuso aguantar a pesar de la atmósfera reinante. Se compró un ordenador y un cochecito de quinta mano, que le sajaron una cuarta parte del caudal, y en julio de 2015 se lanzó por fin a vivir por su cuenta.

Se fue al área decrépita de Centro, el distrito populoso, al olor del tremolar de la capital y de su núcleo nervioso. La zona era la adecuada para entremezclarse con personas de día y de noche.

Alquiló un piso, así lo llamaba él en su optimismo militante. Era un camarote interior en un antiguo bloque de oficinas, reconvertidas en vivienditas de las dimensiones de un despacho, sin mucha reforma y a buen seguro con los permisos en el aire. Él se pudo pagar una con retrete y lavabo. El edificio, por dentro y por fuera, no resultaba muy disímil del que acogía su puesto de trabajo. Hoy sigue en pie a mitad de la calle Montera, vía cuya cierta conflictividad repercutió siempre en la asequibilidad de los alquileres.

El casero era propietario de todo el inmueble. Aunque no llegué a tratarle, y por lo que me contaba Manuel, debía de ser uno de estos tíos raros a los que parece que les huele mal un pie y el otro no. Pero era ante todo un vivales y un gorrón. Un rácano clínico. Se decía que pasó un fin de semana de marzo en un hotel y pidió rebaja en la factura porque en la madrugada del domingo se adelantó la hora. Era lo que se llama un cacas, un tacaño y un gañotero. Un asqueroso. No tenía mucho sentido solicitarle la reparación de un radiador o la reposición de un grifo.

Daba como para sospechar que el casero estaba haciendo cosas raras con su industria. No se le veía interés por firmar papeles, y se negó a domiciliaciones. Todo se pagaba en mano, a billete limpio y por adelantado. Manuel quedó en mandarle una fotocopia de su carné de identidad, por guardar las apariencias de formalidad y por esa pintoresca intención, tan suya, de querer hacer las cosas bien. Al final poco menos que tuvo que insistir en que se lo aceptara. Pero se lo acabó entregando.

En materia de regularización, en la España de 2015, lo habitacional no era muy pulcro. En era de arrasamiento, y a efectos psicoeconómicos, el patio parecía un Monopoly al que hubiera que jugar con dados planos, unidades monetarias diferentes y calles todas del mismo color. Y mientras tanto, contrariado por las irregularidades, pretendiendo un poco de licitud, ahí iba Manuel, ofreciendo su carné por cosa de actuar rectamente.

A mí nunca me ha ido muy allá en materia de trabajo ni de dineros. Soy licenciado en Psicología, rama Industrial. Me he dedicado mal que bien al tema de los recursos humanos. Por aquel tiempo me retorcía de risa amarga al pensar que los míos no me daban para vivir con medio garbo. La tesitura laboral, penosa, también me tocaba a mí. Pasaba períodos de paro, y la separación de mi mujer y la manutención de los dos hijos que tengo me habían dejado esquilmadito (dinero bien empleado, no digo que no. Me quité a los tres de encima).

A pesar de mis socavones, quise ayudar. Manuel no aceptó mi modesta propuesta de limosna para mejorar sus condiciones de retribución o morada (y menos mal, qué coño, que no sé para qué ofrezco lo que no tengo). No la rechazó por gallardía ni mandangas, sino porque consideraba ineludible solventar sus aprietos propios. Pechaba con su empleo y con su madriguera porque sabía que aún no tenía cogida la medida de su valía propia. Y porque acataba que tendría que padecer mientras el sofá social siguiera con los resortes tirando a descuajados. El momento de degradación generalizada no daba pie a grande optimismo. Ese lo ponía él, que vigilaba las rejas a ver cuál de ellas se abría.

Manuel se instaló en el cuchitril de la calle Montera con las cuatro pertenencias de las que era propietario. El vecindario, huraño era. Sería que la estrechez de los cubículos encogía las almas. A las dos semanas de estadía no había cruzado palabra con nadie. Los pasillos calados de puertas, carriles crudos, tampoco daban para más intimaciones. Y mucho menos tratándose de un parco como este, por mucho que las estuviera deseando.

3

Fue en la tarde de su segundo viernes como ciudadano emancipado. Manuel se disponía a salir de su contenedor-vivienda. Llevaba tiempo buscando una tienda en la que comprar una churrera clásica, con su boquilla de estrella, su émbolo y sus dos asas a los lados. Al fin había dado con una ferretería del Paseo de Delicias en la que las vendían. Para allá que se iba.

Hacía de llover, fenómeno que en el verano madrileño nunca es suave. Agarró su paraguas de tres euros para no tener que desembolsar otros tres si al final rompía. Salió de su chiscón. Bajó la escalera a pie, como en él era costumbre. Llegó al portal.

Sintió más ruido en la calle de lo que era habitual, y más tenso. Entreabrió la puerta de madera de salida para mirar qué se cocía. Vio carreras cuesta abajo, en dirección a Sol. Eran los restos de una manifestación, que se alargaba y se contraía en su fase de disolución a manos de los cuerpos de policía. La protesta se prolongaba a base de desórdenes, como siempre desde que la autoridad se propuso mantener el orden en este tipo de actos.

De pronto, la puerta se le vino encima. Le impactó en una ceja. Un tío grandón de unos treinta años la había golpeado desde fuera. Luego la empujó fuertemente con el hombro. Accedió al portal arrastrando en el embate al arrendatario. Vestía de paisano, y traía una porra extensible en la mano derecha y un portaplacas colgante de los antidisturbios al cuello. Si había salido de su casa de secreta, ya se había dejado de disimulos.

La reivindicación no era en el portal, no suele serlo. Allí no había nada que dispersar. Pero el agente cerró tras de sí. Dio por hecho que Manuel, que nunca llegó a saber qué se demandaba en la protesta, era un manifestante que buscaba cobijo. Le susurró el pareado «chavalito, callandito» con rabia indisimulada, y aludió ofensiva y amenazadoramente a su corta estatura.

La intimidad del portal acendró los ánimos del policía. Lanzó a Manuel contra el mural de buzones y cargó de impulso el brazo armado para trazar trayectoria coincidente con el hombro del atrapado. Le iba a pegar porque sí. O porque le recordaba a alguien, o por convicción moral, o por celo profesional. Por lo que fuera. El individuo llevaba la expresión de peligrosote de quien luego no sabe rellenar un formulario en una ventanilla.

Manuel, que en momentos de sobresalto solía verse invadido por complicado léxico, se figuró en su cabeza las retorcidas oraciones «¿A santo de qué me irrumpe este?» y «¿A fuer de qué me prorrumpe?». Un camuflado le iba a partir por la mitad por el delito flagrante de estar saliendo de su portal para comprar una churrera.

Entrevió cómo iba a acabar el episodio si no tomaba medidas. No con un garrotazo encima, sino con una alquitranosa conciencia de que el estado de derecho iba a posar su afán de desderecho sobre él. Dudaba de que si admitía el porrazo y luego se iba a la ferretería de Delicias como si nada, pudiera sobrellevar la carga de haber entrado en la rueda sin radios del despropósito. Quería comerle el espacio un servidor público retribuido mensualmente para defendérselo.

Por la diferencia de volúmenes, el policía lo podía fulminar. Pero acometiendo contra el más sucinto, el funcionario mílite se había equivocado de medio a medio. Manuel se iba a defender de una agresión injustificada perpetrada a manos de un oponente que jugaba con demasiada ventaja.

Empuñaba dentro del bolsillo su destornillador amuleto. Lo llevaba siempre encima desde el día de la lámpara recompuesta. Lo sacó a resorte y embistió a punta de herramienta sobre el cuello desnudo de su inminente atacante. Le acertó. El policía soltó la porra y se llevó las manos al pescuezo.

De un respingo acelerado, Manuel retomó la vertical y cruzó el portal sin conocer el alcance de su punción. No sabía si la herida infligida era grave o leve, superficial o mortal de necesidad. En el destornillador había sangre, eso sí. Había atinado, pero sin que pudiera confirmar nada sobre el efecto del acero sobre la salud del antidisturbios.

En julio de 2015 había entrado en vigor un nuevo corpus jurídico que redefinía las relaciones de los ciudadanos con las fuerzas de seguridad. Sobre el papel sonaba a música, pero la nueva ley dictaba sanciones esquilmadoras y penas de prisión engordecidas sólo por mor de un simple vocablo, una sencilla fotografía, una diferencia de pareceres o un leve contacto físico entre dedos.

En la práctica, el texto convertía a los policías en jueces armados cuyo mero testimonio gozaba de rango de prueba. Lo que les hacía poco menos que intocables, como si el gobierno promulgador lisonjeara a la fuerza pública para ver de transformarla en su guardia pretoriana. Había más motivo para evitar a la policía en 2015 que a los quinquis en los setenta, a los que por edad tuve ocasión de tratar. Los chirleros de robar 100 pesetas sólo iban a dejarle a uno un bolsillo aligerado, pero ningún requerimiento penitenciario ni sanciones onerosamente agigantadas.

El suceso del portal quedaría adscrito al ámbito del atentado contra agente de la autoridad. Si por una palabra, un gesto o un toque en un brazo ya le embargaban a uno las cuentas y lo arrojaban a mazmorras sin mucho más atestado, qué decir de una agresión a sangre, por muy fundamentada que esta fuera. Según el desgarro causado, y en virtud de la nueva letra, el delito tardaría entre 15 y 20 años en prescribir. En concepto de multa, le iban a quitar a Manuel los chines que había recabado en dos años, el coche de saldo y todo duro que fabricara hasta que se muriera. Por haberse defendido.

Podía alegar eso, legítima defensa, concepto jurídico que salía en las películas. En las cinematografías deben de imperar cosmos judiciales específicos para ellas. No hay certeza de que rijan aquí y ahora.

Ahí quedó el antidisturbios, doliéndose contra los buzones como si le atribulara no recibir una carta largamente esperada pero que nunca llegaba.

Manuel ganó la salida de dos brincos. Antes de agarrar el pomo de la puerta, vio un objeto en el que nunca había reparado antes. Lo miró con un trozo de ojo, un casquete del globo ocular que enfocó al trasto según empezaba a irse. Era una cámara de seguridad que se reía de él desde una esquina superior del portal. Allí estaba, fijada a muro, con sus cuarenta y cinco grados de inclinación a diedro para abarcar todo el espacio sin perder detalle.

El objetivo lo había tenido enfilado como a un insecto en un documental. Pero justo antes de cruzar el umbral, su sentido de conservación le instó a zafarse de las otras cámaras, las callejeras, que la policía empezaría a examinar dentro de media hora. Tuvo la inspiración de abrir el paraguas antes de abandonar el portal. Y luego ya sí, salió. Se iba tapando la cabeza con el paraguas abierto, bajándolo hasta dar con el cráneo en las varillas.

Las carreras seguían por la calle, y el cacharro le protegía doblemente: porque le ocultaba la cara y porque su atrezo pluvial de transeúnte ordinario, inmerso de pronto en el follón (nadie sale a correr ante las porras con un paraguas desplegado) le hacía refractario a la atención de la policía.

Caminó en dirección norte, a paso refrenado, como peatón de bulto. Se mezcló entre la gente, que algo taparían los cuerpos ante los objetivos de las cámaras, y las personas le hacían de biombo móvil entre que corrían hacia un lado audaces o hacia otro precavidos, según la ubicación de los uniformados. Cubría también su chupa verde con el nailon del paraguas, sin conseguirlo del todo. Le preocupaba menos la parte de las piernas, porque de pantalones llevaba el que todos, el universal vaquero azul. Andaba mirando al suelo y tapándose el rostro con la mano libre, como si le dolieran las muelas o como si le estuvieran disgustando los desórdenes.

Subió hasta Gran Vía, buscando muchedumbre. Allí tomó un taxi, donde más lío de coches encontró y donde se haría más complicado el seguimiento visual del vehículo. Se vino hacia mi casa. No dio al taxista mi dirección, sino la de una calle que queda a quinientos metros de mi domicilio (vivo en Las Musas y él pidió Torre Arias).

Llegando a destino, hizo como que se liaba con la chupa y se la puso al revés, con el forro gris para afuera, en un intento de cobrar otro aspecto. No quedaba raro, con la ropa tan extraña que se ve. Pagó. De nuevo, empezó a abrir el paraguas todavía dentro del habitáculo. No estaba de más, porque la lluvia ya caía. Se bajó. Cubrió a pie el medio kilómetro que tenía hasta mi casa.

En mi barrio apenas hay cámaras de calle. Pero por si acaso, mantuvo la cabeza metida bajo la bóveda paragüera, como la yema de un huevo bajo su cáscara. De camino, y en previsión de geolocalizaciones delatoras, Manuel extrajo la tarjeta SIM de su móvil y la echó por una alcantarilla. Luego mandó el teléfono al fondo de un contenedor, por quebrar cualquier conexión que pudiera haber entre su móvil y su rastro. Deseó con ganas que el camión de la basura pasara pronto y que en cosa de horas el aparato estuviera humeando en un vertedero municipal.

Le trituraba pensar que ninguna de estas precauciones tenía sentido, si ya había protagonizado su película en la cámara del portal. Del portal del belén que se había organizado dentro.

Sin móvil con que anunciarse, Manuel me tocó al portero automático. En un principio no abrí, no abro nunca. Así que achicharró el timbre, que ya sabía de mis costumbres. Al final intuí que algo grave pasaba. Venía hecho una puta caca. Traía blanca hasta la sombra.