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Editado por Harlequin Ibérica.

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28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 501 - mayo 2020

 

© 2013 Helen Conrad

Otra vez enamorada

Título original: The Heir’s Proposal

 

© 2012 Charlotte Phillips

Los secretos de los famosos

Título original: Secrets of the Rich & Famous

 

© 2012 Jessica Hart

Una novia desprevenida

Título original: Hitched!

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-365-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Otra vez enamorada

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Los secretos de los famosos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Una novia desprevenida

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Otra vez enamorada

Capítulo 1

 

 

 

 

 

TORIE Sands temblaba y los dientes le castañeteaban. No solo tenía frío sino que también… sí, estaba asustada.

¿Qué iba a hacer? Había ido a aquel lugar cuando el sol brillaba en el cielo, estilo playa californiana, para rememorar su niñez en las cuevas. Pero se le había olvidado la rapidez con la que el clima podía cambiar allí, eso sin mencionar el nivel del mar.

Y ahora no podía salir de allí. La marea había subido y el cordón litoral se había convertido en una isla. Para colmo, se había asentado una niebla espesa.

Ahora lo recordaba. Llamaban a ese fenómeno niebla mortal cuando ella era solo una niña y vivía arriba, en lo alto del acantilado, la hija única del mayordomo de la familia Huntington. Sabía que debería serle posible nadar hasta la playa, pero no podía ver la tierra firme al otro lado y la corriente la llevaría al mar abierto.

Un trueno la hizo dar un salto. Estupendo. Ahora, además, iba a llover.

¿Cómo iba a salir de ahí? No le había dicho a nadie adónde iba a ir. El móvil no tenía cobertura. ¿Tendría que pasar la noche allí?

¡No!

Bien, había llegado el momento de pedir ayuda. No se había encontrado con nadie por el camino al cruzar las dunas y el puente de arena mojada, pero quizá… Al fin y al cabo, ¿qué otra opción le quedaba?

–¡Socorro! –gritó con todas sus fuerzas–. ¡Socorro! ¡Estoy atrapada, en la isla! ¡Socorro!

Nada.

En la distancia, lejos, pudo oír una sirena antiniebla. Se abrazó a sí misma y parpadeó cuando el viento movió sus cabellos y estos se le pegaron a los ojos. La situación en la que se encontraba no tenía ninguna gracia y estaba a punto de un ataque de histeria.

–¿Señorita Marino? –era una voz viril–. ¿Está ahí?

Sintió un inmenso alivio. ¡Un humano! Quizá ya no fuera a morirse de frío.

Le llevó un momento darse cuenta de cómo la habían llamado.

¿Señorita Marino? ¿Qué? Ah, sí, era el nombre que había dado con el fin de que la familia Huntington no se enterase de que estaba allí. Por eso, siguió con la farsa.

–Sí –respondió ella, gritando–. Estoy aquí. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo salir de la isla?

–No se mueva. Ahora mismo voy a buscarla.

Respiró hondo y cerró los ojos momentáneamente. Acababa de enamorarse de esa voz. Era una voz firme, la voz de alguien seguro de sí mismo. Sí, esa era la palabra clave en aquel lugar. Con suerte, ese hombre la rescataría y pronto estaría a salvo. Con suerte.

 

 

Marc Huntington lanzó un gruñido mientras se quitaba la chaqueta y luego el jersey de punto. No había contado con pasar las primeras horas de la tarde rescatando a buitres que habían ido a Shangri-La, la propiedad de su familia, a aprovecharse.

Era consciente de la situación. No quedaba dinero. Había vuelto a casa justo a tiempo de ver su herencia destruida. Desgraciadamente, el dinero ganado en los diez años que había pasado en el ejército no era suficiente para devolver a Hacienda el importe de los impuestos que su madre no había pagado. Vender la propiedad en su totalidad era la única salida al problema que su madre veía, y ella era la propietaria oficial. Era decisión de ella.

Así pues, Shangri-La estaba en venta. Su madre había organizado ocho visitas de posibles compradores ese fin de semana.

–Hable, diga algo –ordenó a la mujer–. Mientras atravieso el agua, me ayudaría que me hablara para localizarla con facilidad.

–Está bien –respondió ella con voz menos asustada–. ¿De qué quiere que le hable?

Él volvió a gruñir. ¿Qué importancia tenía de qué le hablara? Lo único que le importaba era el sonido de la voz. Las palabras daban igual. Aunque quizá debería preguntarle la clase de oferta que iba a hacer con el fin de quedarse con la propiedad.

–Cante –sugirió él–. Recite un poema si lo prefiere. Lo que quiera.

Se metió en la gélida agua, la niebla era tan espesa que apenas podía ver nada. Mientras cruzaba el brazo de mar, oyó el canto de aquella mujer. Tenía una bonita voz. Se detuvo a escuchar. Le pareció reconocer la canción, un canto celta. ¿Dónde lo había oído?

Sacudió la cabeza. Daba igual. Si ella seguía cantando, no tardaría en encontrarla.

 

 

Torie lo oyó. Se estaba acercando. Sintió una inmensa gratitud. Alzó el rostro y cantó con más ganas, en un intento por facilitarle su localización.

Entonces oyó el salpicar del agua, muy cerca. Después la forma de un hombre avanzando hacia ella.

–Oh, gracias –gritó Torie–. Estaba asustada, creía que iba a tener que pasar la noche aquí.

Poco a poco, cuando él se acercó lo suficiente, a Torie le pareció reconocerle. Frunció el ceño. ¡No, no, no podía ser!

Él se detuvo a unos pasos de ella.

–Señorita Marino, soy Marc Huntington. Marge es mi madre. Solo para que sepa que no soy un chulo de playa.

El corazón le latió con fuerza. Marc Huntington. ¿Qué estaba haciendo ahí? Por lo menos hacía quince años que no lo veía. Había oído que estaba en el extranjero, en el ejército.

–¿Cómo ha llegado hasta aquí? –gruñó él–. ¿Y por qué?

Marc no la había reconocido. Qué alivio. Pero no tenía nada de extraño, ella tampoco le habría reconocido de no ser porque él le había dicho quién era. La última vez que le había visto Marc había sido un adolescente que apenas sabía de su existencia.

Pero ahora tenía el pecho musculoso, anchas espaldas, el cabello oscuro que le caía por la frente y unos ojos azul cristalino que la miraban con extraordinaria hostilidad. En resumen, Marc Huntington era el hombre más guapo que había visto en su vida. Respiró hondo y no fue capaz de pronunciar palabra.

–¿Se encuentra mal? –preguntó él arrugando el ceño.

Ella sacudió la cabeza. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para contestar.

–Yo… me… llamo Torie. Pero supongo que eso ya lo sabe. Estaba viendo las cuevas y la niebla se ha echado encima y… y…

–Está bien –dijo él con impaciencia–. No se preocupe. Su marido se ha puesto nervioso al ver que no había vuelto para la hora del té. Todos la están buscando.

¿Marido? ¿Qué marido? Ella no tenía ningún marido. Ah, sí, tenía a Carl Marino, que se estaba haciendo pasar por su marido. No debía olvidarlo.

–Siento las molestias que estoy causando –dijo Torie, recuperando la compostura, por fin, tras el reencuentro con el hombre en el que se había convertido el adolescente del que había estado enamorada años atrás. No debía olvidar que él era su enemigo, como cualquier otro miembro de la familia Huntington, el enemigo al que había ido a destruir–. Había perdido la noción del tiempo.

Él asintió mientras paseaba su mirada azul por su cuerpo, cubierto solo con un vestido veraniego.

–La próxima vez, traiga una chaqueta –sugirió él–. Aquí refresca enseguida.

Torie lo sabía muy bien, no en vano había pasado todos los veranos de su infancia allí, en aquella playa. Pero ya hacía quince años de su última visita.

–Estoy bien –insistió Torie, aunque le castañetearon los dientes.

Él la miró de arriba abajo; esta vez, con una chispa de humor en los ojos.

–Bueno, deje que la alce en mis brazos.

–¿Qué? –Torie retrocedió unos pasos–. No. No puede llevarme en brazos todo el camino.

–¿Por qué no? Estoy preparado para cargar bastante peso y, además, no parece que usted pese mucho.

Ella le lanzó una mirada hostil. ¿Se estaba riendo de ella?

–Señora Marino, su marido está esperándola, en la casa, hecho un manojo de nervios. Tenía miedo de que se hubiera caído por el acantilado o algo por el estilo. Así que tengo intención de llevarla sana y salva. Vamos, cuanto antes nos pongamos en marcha, antes llegaremos.

Torie se lo quedó mirando. El corazón le latió con fuerza. Antaño había soñado con tocarle, pero eso había sido cuando estaba medio enamorada de él. Ahora, la idea de que la tomara en sus brazos le aterrorizaba. Ese hombre era el enemigo.

–No –respondió Torie–. Iré detrás de usted.

–No, voy a llevarla en brazos.

Torie sacudió la cabeza.

–No, de ninguna manera.

A él se le estaba agotando la paciencia y se le notó.

–Preste atención a lo que voy a decirle: la corriente es muy fuerte en la parte más profunda del canal, justo el sitio por el que tenemos que cruzar. Podría tirarla y arrastrarla mar adentro; de ser ese el caso, tendría que ir a buscarla a nado, y no sé si conseguiría agarrarla. Es mucho más seguro llevarla en brazos.

–¿No hay otra manera de cruzar?

Marc Hungtinton frunció el ceño.

–¿Qué le pasa? ¿Cuál es el problema?

Torie respiró hondo antes de contestar enfurecida:

–Por si no se ha dado cuenta, está casi desnudo.

Él la miró como si estuviera loca.

–Y a usted tampoco le sobra mucha ropa. Escuche, cuanto más tiempo pasemos aquí, peor se pondrá la situación. Venga, vamos –le dedicó una sonrisa burlona–. Tendré cuidado, se lo prometo.

Estaba sumamente enfadada con él. Marc Hungtinton no había hecho el mínimo esfuerzo por comprender su punto de vista y no parecía dispuesto a considerar ninguna otra alternativa. Ella miró a su alrededor, tratando de dilucidar la forma de evitar aquello, y justo en ese momento él dio un paso hacia delante, la agarró y la levantó en sus brazos. Y ella no tuvo más remedio que agarrarse a su cuello en el momento en que Marc se puso en marcha.

El contacto la excitó, el calor que se desprendía del cuerpo de ese hombre era como una droga. Se aferró a él. Cerró los ojos y trató de olvidar quién era.

Pero no podía olvidar que fue la familia de él quien acusó a su padre de horribles delitos, le despidió y les arrojó de su hogar. En resumidas cuentas, la familia Huntington había destruido a su familia y había destruido sus vidas basándose en una mentira. Y el resentimiento y el rencor seguían vivos en ella.

Sin embargo, nunca la habían sujetado unos brazos tan fuertes. La sensación era extraordinaria… si olvidaba quién era él.

Poco a poco, mientras avanzaban, la niebla fue levantándose y comenzó a ver la orilla.

–Bueno, ya hemos llegado –dijo Marc al pisar arena seca.

Entonces, él la dejó en el suelo y Torie sintió un repentino vacío.

–Póngase mi chaqueta –dijo él, que se agachó, agarró la chaqueta que estaba en la arena, y se la dio.

Torie obedeció. La chaqueta era grande y pesada, vaquera, y aún conservaba algo del calor del cuerpo de Marc.

Se volvió de cara a él, que en ese momento tenía alzados los brazos y se estaba metiendo una camiseta por la cabeza. Maravillada, contempló los músculos de ese duro pecho y jadeó al ver la cicatriz que Marc tenía sobre las costillas.

Marc se bajó la camiseta por el cuerpo y la miró. Ella, casi sin aliento, parpadeó.

Quería preguntarle cómo se había hecho esa cicatriz, pero la expresión de los ojos de él la hizo desistir. No obstante, tenía que decir algo. Era lo correcto.

–¿Se debe a alguna heroicidad? –preguntó ella, quizá con demasiada rapidez.

–No. Lo que hice fue una estupidez y acabé con una herida.

Torie decidió no insistir en ello y, al mismo tiempo, le pareció que debía hacerle saber que agradecía lo que él había hecho por ella.

–Gracias –dijo Torie por fin, casi con timidez–. Le agradezco mucho lo que ha hecho.

–Y yo le agradecería que respondiera a unas preguntas –respondió él con voz calma.

–¿Responder a unas preguntas? ¿Sobre qué? –inquirió Torie, mirándose fijamente.

–Me gustaría saber qué está haciendo aquí. ¿Por qué ha venido?

Torie parpadeó, presa de un súbito pánico. ¿Se había dado cuenta de quién era?

–Yo… hemos venido a ver la propiedad, naturalmente. Está a la venta, ¿no?

Él asintió.

–Bueno, hemos venido a ver si a Carl le interesa… es decir, si nos interesa comprarla. ¿Le parece extraño?

Sin dejar de mirarla a los ojos, Marc contestó:

–No, eso no tiene nada de extraño, a eso es a lo que han venido ustedes dos y las otras seis personas, a pasar el fin de semana en la propiedad con el fin de evaluarla y ver si les interesa –sus ojos empequeñecieron–. Pero suponía que la casa es lo más interesante; la casa, la parcela, la cascada, el jardín delantero… Sin embargo, usted ha venido a las cuevas nada más dejar las maletas. Y su marido se ha ido a husmear por la zona de los viejos viñedos –Marc enarcó una ceja–. ¿Qué pasa aquí?

Torie frunció el ceño. No sabía que Carl había ido solo a explorar. Tenía que admitir que podía parecer raro que los dos hubieran salido nada más llegar y lo hubieran hecho por separado. Ahora, tenía que hacer lo posible por eliminar toda sospecha.

–Nada, no pasa nada. Nos interesa todo: la casa, el terreno y las playas. Había oído hablar de las cuevas y… y quería verlas.

Pero él no pareció convencido.

–Las cuevas son frías, no son uno de los principales atractivos de la propiedad –la miró con expresión interrogante–. Tienen importancia histórica, ya que parecen gustarles a los contrabandistas… desde los tiempos de los españoles.

Marc empequeñeció los ojos y añadió con ironía:

–¿Es eso lo que les ha traído aquí? ¿Esconden algo?

–De ser así, no iba a decírselo, ¿no le parece? –pero se mordió los labios al instante, arrepentida de las palabras que acababa de pronunciar.

«No te pongas agresiva, Torie», se ordenó en silencio. «Guárdate la ira para cuando llegue el momento».

–Voy a verlo todo –se precipitó a añadir Torie–. Parece una propiedad maravillosa.

–Sí, lo es. Y vale mucho más de lo que mi madre pide por ella –Marc esbozó una burlona sonrisa–. Pero eso ya lo sabe, ¿verdad?

Un trueno enfatizó la fuerza de las palabras de Marc y gordas gotas de agua comenzaron a caer. Torie volvió a temblar.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

SE OYERON truenos y la lluvia comenzó a caer copiosamente. Marc miró al cielo y lanzó una queda maldición.

–Tan pronto como se despeja la niebla empieza a llover –protestó él–. Vamos. Así no podemos cruzar las dunas de arena, así que vamos a ir al cobertizo detrás de la fábrica de hielo.

Marc señaló una construcción de madera a unos cien metros de donde estaban y echaron a correr hacia allí. Llegaron enseguida y, por suerte, la puerta no estaba cerrada con llave. Una vez dentro, Marc cerró la puerta y entonces se volvió hacia ella.

–No creo que la tormenta dure mucho –dijo él–. Será mejor que nos sentemos a esperar a que pase.

El interior del cobertizo estaba relativamente limpio: a un lado, herramientas; al otro, sacos de grava y turba. Se sentaron encima de los sacos de plástico acompañados del ruido de la lluvia golpeando el tejado del cobertizo. Guardaron silencio, el ruido habría ahogado su voces.

Marc había vuelto la cabeza en dirección a una pequeña ventana y ella aprovechó para mirarlo, paseando los ojos por la cabeza, el cuello, las anchas espaldas.

Tembló, pero no de frío. Empezaba a darse cuenta de que no iba a ser fácil. ¿Cómo se le había ocurrido imaginar que iba a serlo? Llevaba quince años odiando a la familia Huntington. Para ella, eran monstruos. Solo quería encontrar la forma de limpiar su apellido.

Pero ahora que se encontraba cara a cara con un Huntington, lo veía de modo diferente. Si quería lograr su objetivo tendría que ser muy lista. Y fuerte. La realidad traicionaba la fantasía.

Eran solo personas. Lo que no significaba que no fueran culpables de cosas horribles. Pero eran humanos… de momento.

Primero estaba Marge, la madre de Marc. Al subir las escaleras del amplio porche, acompañada de Carl, cruzarlo y colocarse delante de la enorme puerta delantera, había temido que las piernas no la sujetaran, había temido desmayarse. Y, al abrirse la puerta, una mujer bajita y pelirroja vestida con un sencillo traje pantalón les había sonreído cálidamente y les había dado la bienvenida a Shangri-La. No tenía aspecto de Cruella de Vil, en contra de lo que recordaba de ella. En cierto modo, le había decepcionado.

La hermana mayor de Marc, Shayla, les había acompañado a sus habitaciones. Se ajustaba más a la imagen que recordaba: altiva y segura de sí misma. Pero tampoco parecía un monstruo.

A parte de Shayla y Marc, estaba Ricky, también mayor que Marc. Ella había supuesto que tanto Ricky como Marc estarían ausentes; por tanto, encontrar a Marc allí había sido una auténtica sorpresa.

Por supuesto, la persona con más culpa de lo que habría pasado, el padre de Marc, Tim Huntington, llamado Hunt, había muerto años atrás, se había ahogado al volcar su velero.

Llevaba años soñando despierta con volver a Shangri-La, encontrar las pruebas que demostraran la inocencia de su padre, presentárselas a Marge y Shayla, y verlas hechas un mar de lágrimas y deshaciéndose en disculpas. Entonces, las obligaría a retractarse públicamente, a través del Alegre Beacon, el periódico local. El pequeño pueblo de Alegre se mostraría escandalizado por lo ocurrido. El alcalde declararía un día de fiesta para celebrar el descubrimiento de la verdad y le daría una placa en conmemoración de ese día. Y ella volvería con la placa a Los Ángeles y se la ofrecería a su madre.

Sí, ese era su sueño.

Al menos, lo había sido durante unos años. Sin embargo, hacía poco que un descubrimiento había despertado en ella ciertas dudas. ¿Habría en ese asunto más de lo que había imaginado? Quizá. Y por eso precisamente había ido allí.

Estaba escampando. El ruido de la lluvia sobre el tejado había disminuido. Marc se volvió y la miró, sus ojos azules mostrando escepticismo.

–Bueno, hábleme de Carl –dijo él sin preámbulo.

Torie agrandó los ojos. No había esperado nada semejante.

–¿Qué pasa con Carl?

–¿Cuánto tiempo llevan ustedes casados? –preguntó Marc.

Torie frunció el ceño. No soportaba esa clase de preguntas. No le gustaba mentir. Pero… ¿qué podía hacer? Andarse con rodeos.

–No mucho –contestó ella alegremente.

–Así que son recién casados, ¿eh?

Torie le dedicó una vaga sonrisa. No lograba imaginar a Carl como un recién casado. Era una persona fría y poco dado a manifestar emociones. Lo único que parecía importarle eran los negocios. Acompañarla ahí había formado parte de un trato. Carl necesitaba aparentar que tenía esposa y ella necesitaba ayuda para ir a Shangri-La sin que la familia Huntington descubriera quién era. Sí, ese había sido el trato.

–¿Hijos?

–No, no.

–No me extraña, teniendo en cuenta que han pedido habitaciones separadas.

Torie enrojeció, pero se contuvo.

–Carl ronca –declaró ella, empleando la misma excusa a la que había recurrido al hacer las reservas.

Marc empequeñeció los ojos.

–Carl es algo mayor que usted, ¿no?

Torie no estaba dispuesta a contestar. De repente, se levantó y estiró las piernas. No había demasiado espacio para pasearse, pero hizo lo que pudo.

–¿Dónde se conocieron?

Ella lo miró. Estaba ruborizada y le temblaban las manos. Si seguía así, Marc iba a descubrir la verdad. Pero ella tenía que hacer lo posible por impedirlo.

–Yo… él me contrató para preparar unas fiestas para sus clientes. Unos cócteles.

–¿Se dedica al catering?

–Sí –Torie asintió, contenta de poder hablar de algo que conocía bien, de no tener que mentir–. Organizo eventos, a pequeña y a gran escala. Se me da muy bien.

–No me cabe duda –respondió él con sonrisa burlona–. Entonces, ¿preparó usted una fiesta y se enamoraron?

Torie frunció el ceño, no se fiaba de él.

–En cierto sentido.

No podía permitirle seguir por ese camino.

–Oiga, Marc… ¿a qué se debe este interrogatorio? ¿Por qué le interesa tanto mi vida privada?

Marc torció los labios. Quizá se hubiera excedido.

Sospechaba de todos los visitantes que iban a pasar el fin de semana en la casa. La última vez que habían tenido una avalancha de desconocidos había sido cuando su padre murió al volcar el velero. Después de que se extendiera la voz de que el tesoro de Don Carlos se había hundido con él, los cazadores de fortunas habían invadido la zona. Por supuesto, ninguno de ellos había creído que la vieja fortuna española en manos de la familia Huntington durante más de cien años se encontraba en el fondo del océano; sin embargo, todos creían que, si buscaban, encontrarían el lugar donde estaba escondida.

Y el sitio en el que más buscaban era en las cuevas. Sí, en las cuevas era donde se había encontrado el tesoro y las cuevas era el lugar donde había estado escondido cuando desapareció por primera vez.

Pero no la última vez. Gran número de expertos habían buscado sin éxito. No, ya no había tesoro. La nota que su padre había dejado escrita antes de suicidarse lo explicaba todo. El tesoro de Don Carlos había vuelto al fondo del océano, al lugar de donde había venido.

Entonces… ¿era eso lo que esa bonita joven había estado haciendo en las cuevas? Sí, claro, ¿qué otra cosa la habría llevado allí? Incluso tenía el aspecto de una cazafortunas.

Marc la miró fijamente, con una chispa de humor en los ojos, pero eso no la hizo sentirse mejor ni más cómoda. Por fin, le vio sonreír.

–Por nada en particular –respondió Marc–. Solo estaba entablando conversación, pasando el tiempo –Marc también se puso en pie–. Bueno, creo que ha dejado de llover. Vámonos ya.

Torie tuvo que correr por la arena mojada de las dunas para seguirle. Las piernas de Marc eran mucho más largas que las suyas. A mitad de camino, él se detuvo, se volvió y se la quedó mirando.

–Descanse un poco –dijo Marc.

–No necesitaría hacerlo si usted no fuera tan rápido –comentó ella.

–Perdone –pero la mirada de Marc mostraba inquietud, no dejaba de viajar hacia la casa blanca en lo alto del acantilado–. No dejo de preguntarme qué estarán haciendo. ¿Qué está pensando ella?

–¿Quién? –preguntó Torie, aunque estaba segura de que Marc se había referido a Marge–. ¿Qué pasa?

Dando vueltas y más vueltas –murmuró él, además de otras palabras que ella no pudo entender, sin dejar de clavar los ojos en la lejanía–. El centro se pierde.

–¿Qué?

Marc la miró directamente a los ojos.

–Creo que necesito un poco de «intensidad apasionada» –declaró él.

Esas palabras le recordaban algo…

–Yo también –respondió ella–. ¿Cómo se consigue?

Marc sonrió brevemente.

–Yeats –sugirió él–. Esa es la respuesta.

Y, de nuevo, él echó a andar.

Torie le siguió y, entre dientes, mencionó el nombre de Lawrence de Arabia, pero Marc andaba algo más despacio y ella consiguió no rezagarse apenas.

–Querida señora Marino, hemos llegado al final del camino –dijo Marc con cierto sarcasmo–. Será mejor que nos separemos.

–¿No va a ir a la casa?

–Todavía no. Antes tengo que hacer unas cosas.

–Ah, bien. Entonces… hasta luego.

–Por desgracia.

Entonces, Marc la sorprendió agarrándole las solapas de la chaqueta vaquera y, con el rostro muy cerca del de ella, añadió:

–Sigo queriendo saber qué estaba haciendo en las cuevas. ¿Me lo dice ya o prefiere esperar?

Torie lo miró fijamente, temblando. El rostro de Marc a escasos centímetros del suyo.

–Yo… no estaba haciendo nada. Solo he ido a echar un vistazo. Adoro… esa playa y…

De repente, Marc, con los ojos fijos en el rostro de ella, frunció el ceño.

–¿La conozco de algo? –preguntó él con voz suave.

A Torie el corazón le latió con fuerza.

–No, no creo –respondió rápidamente–. Y ahora, si no le importa…

–Sí, claro que me importa –Marc tiró de las solapas de la chaqueta hacia sí y ella sintió su aliento en el rostro–. Se lo advierto, no voy a permitir que destrocen Shangri-La. Si descubro algo que pueda descalificar a cualquiera de ustedes, lo utilizaré.

Torie se sintió hipnotizada por su voz y sus ojos.

De repente, oyeron a alguien gritar desde lo alto del acantilado, y ambos se volvieron. Carl estaba bajando las escaleras de madera.

–¡Torie! ¡Menos mal que estás bien!

Torie miró a Marc. Él continuó mirándola sin soltarle la chaqueta. Se mantuvieron la mirada durante unos instantes. En las profundidades de los ojos de Marc había algo que la hizo pensar que era un hombre algo solitario, un hombre que no lograba confiar en nadie. El corazón se le derritió. Alguien debería enseñarle a confiar en el prójimo. Una pena que ese alguien no pudiera ser ella.

Torie le había mentido. Cuando Marc lo descubriera, la despreciaría.

Pero Carl se estaba acercando y, evidentemente, debían separarse.

–No olvide lo que le he dicho, señora Marino –declaró Marc fríamente–. La estaré observando.

Tras una última e impenetrable mirada, Marc giró sobre sus talones y se alejó.

Torie se volvió justo en el momento en que Carl llegó hasta ella. Alto, delgado y con espesos cabellos castaños, Carl era un hombre guapo, aunque mayor que ellos, y era una persona segura de sí misma. Pero en ese momento, parecía nervioso.

Quizá Marc le había amenazado a él también.

–¿Pero qué haces? –le susurró Carl, mirando al arbusto tras el que Marc había desaparecido–. Si te dedicas a ligar con hombres jóvenes vas a estropearlo todo.

¿A ligar?

–Me ha salvado –respondió ella, ofendida–. Me encontraba en una situación peligrosa. Más o menos.

–¿Dónde estabas? –preguntó Carl, perplejo.

–¿Dónde estabas tú? –contraatacó ella–. Por lo visto, te estabas paseando por los viñedos. Creía que lo que te interesaba era la casa.

En vez de contestar, Carl la agarró del brazo y, murmurando para sí, la condujo hacia las escaleras. Al llegar, Carl volvió la cabeza un momento antes de decir:

–Mantente alejada de ese tipo. Estoy convencido de que solo los acarrearía problemas.

–Se llama Marc Huntington –le informó Torie–. Es el hijo de Marge Huntington.

–No te ha reconocido, ¿verdad? –preguntó Carl alarmado. Sabía que ella había pasado allí su infancia.

–No, no lo creo.

–Menos mal.

Torie lo miró con curiosidad.

–¿No te convendría hacer amistad con él, en vez de evitarle? Podría ser una valiosa fuente de información respecto a la propiedad.

Carl se encogió de hombros.

–Lo que mejor me vendría es poder examinar la propiedad a mi antojo, solo –respondió Carl–. Y tú vas a ayudarme.

–¿Sí?

–Sí –contestó él, asintiendo–. ¿Por qué crees que te he traído conmigo? Tú te criaste aquí. Conoces todos los secretos de este lugar –Carl le sonrió–. ¿No es cierto, querida?

Cuando llegaron al ancho porche, vieron a Marge Huntington sujetando la puerta. Inmediatamente, Marge le dijo lo preocupados que habían estado todos por ella, librándole de tener que contestar a Carl. Pero no pudo dejar de pensar en ello. Y mientras subía las escaleras para ir a su cuarto con el fin de vestirse para la cena, las palabras de Carl resonaron en su mente: «Conoces todos los secretos de este lugar».

No sabía por qué exactamente, pero esas palabras le produjeron escalofríos. Trató de ignorar su aprensión porque Carl le había proporcionado la oportunidad de volver a Shangri-La; de no haber sido por él, no habría podido ir allí. Carl le había dicho que quería ir con ella para dar la impresión de ser un hombre casado y estable, para así incrementar las posibilidades que tenía de comprar la propiedad.

Pero ahora que estaban allí, empezaba a sospechar que había algo más. ¿Qué era lo que Carl buscaba allí? Sintió un escalofrío, a pesar de llevar puesta la chaqueta de Marc.

La habitación que le habían asignado era excesivamente rosa para su gusto, pero no carecía de encanto. La cama tenía un cabecero estilo antiguo y había cojines por todas partes. A un lado de la puerta de la habitación había otra que daba a un cuarto de baño, al otro lado había un amplio balcón.

Se quitó la chaqueta de Marc, la dejó sobre el respaldo de una silla, se acercó al balcón y se asomó, apoyándose en la barandilla de madera estilo victoriano. Desde ahí, logró divisar el tejado de teja de la casa del mayordomo, la casa en la que se crio. Se le hizo un nudo en la garganta.

–He vuelto, familia Huntington –susurró para sí–. Voy a descubrir qué pasó hace quince años, cuando despedisteis a mi padre y destruisteis a mi familia.

Torie echó la cabeza hacia atrás, sacudiendo con decisión su rubia y espesa cabellera.

 

 

Shangri-La, cuyo nombre sugería imágenes del misterioso Oriente, se hallaba en el centro de la costa californiana. Era una casa enorme de estilo victoriano anclada en un acantilado y no tenía nada de misteriosa.

Torie se había ido a dar un paseo y le desilusionó ver los cambios que habían tenido lugar durante su ausencia. La preciosa rosaleda, de la que el señor Huntington había estado tan orgulloso, estaba hecha un desastre, y la celosía a lo largo del acantilado había desaparecido. Se habían erigido unas cuantas construcciones a lo largo del camino y, donde antiguamente estaban las pistas de tenis, ahora había una piscina. Los cambios despertaron en ella una sensación de pérdida y la hicieron volver a la casa. Allí, sigilosamente, recorrió una serie de pasillos con el fin de comprobar si también ahí había habido cambios.

Encontró la cocina y, justo en el momento en que iba a salir, Marc apareció en el marco de la puerta.

–¿Qué está buscando? –preguntó Marc, mirándola con escepticismo.

Torie parpadeó. Se sintió culpable, aunque no tenía motivos para ello.

–Solo quería un vaso de agua.

Marc se acercó a un mueble de cocina, sacó un vaso, agarró una jarra con agua que había al lado del fregadero y le dio el vaso.

–¿No debería estar con su marido?

–¿Mi…?

Tenía gracia. Cuando estaba cerca de Marc, se le olvidaba que se suponía que estaba casada con Carl.

–No –respondió ella forzando una sonrisa–. Carl es completamente autosuficiente.

–Qué suerte para usted –respondió él con mirada fría.

Torie le sonrió, pero Marc no le devolvió la sonrisa. A pesar de que ese lugar se llamaba Shangri-La, no era el paraíso.

 

 

Durante la cena, Torie paseó la mirada disimuladamente por sus compañeros de mesa. Uno de ellos era Tom, un jovial texano de risa estruendosa. A su lado, elegantemente vestida, estaba Lyla, una joven y bonita viuda de Los Ángeles que trataba a todo el mundo con cierto desdén. Andros, propietario de un restaurante griego, y su esposa, Nina, eran bastante simpáticos. Phoebe, la voluptuosa rubia de bajo escote, y Frank, un agente inmobiliario de aspecto siniestro, le daban escalofríos.

Marge Huntington, a la cabeza de la mesa, representaba su papel de anfitriona admirablemente. De rojizos cabellos, no aparentaba los cincuenta años que tenía.

Al principio, Torie había temido que Marge la reconociera, pero sus temores habían sido infundados. No, no la había reconocido y no tenía motivos para reconocerla. Quince años atrás, la llamaban Vicki, abreviatura de Victoria, y por aquel entonces era bajita, regordeta, de cabellos castaño indefinido y carente de personalidad. En resumidas cuentas, una chica en la que nadie se fijaba, con pocos amigos y asustada de su propia sombra.

Pero ahora… Ahora era más alta, más delgada, rubia y mucho más segura de sí misma.

A pesar de lo cual, sentada a la mesa con Marge, estaba nerviosa. Cada vez que Marge la miraba, le resultaba imposible evitar que el corazón le diera un vuelco, temerosa de que la anfitriona acabara reconociéndola.

Pero quizá no ocurriera. Al fin y al cabo, Marge solo pensaba en sí misma. Siempre y cuando fuera el centro de atención, no parecía importarle nada más.

La cena estaba buena: trucha fría y pollo asado; de postre, tarta de manzana caramelizada. Notó que el mayordomo, un joven medianamente atractivo al que llamaban informalmente Jimmy, intercambiaba miradas íntimas con Marge, lo que solo podía significar que compartían la cama. Y se alegró de que su padre no estuviera allí y presenciara la falta de profesionalidad del mayordomo. Se habría escandalizado.

Marge decidió entonces detallar los planes para el fin de semana.

–Quiero que todo el mundo se enamore de Shangri-La –Marge sonrió a los comensales–. Quiero que sientan lo que es tener el mar al fondo del jardín delantero de la casa. Quiero que se paseen por los jardines, los viñedos y los acantilados. Quiero que vayan al pueblo y visiten nuestras bonitas tiendas. Una vez que se familiaricen con este lugar, estoy segura de que se darán cuenta de hasta qué punto puede enriquecer sus vidas.

El texano lanzó un gruñido no falto de humor.

–Y, a su vez, usted se enriquecerá cuanto más subamos las ofertas de compra, ¿no?

Marge no pestañeó.

–Por supuesto. De eso se trata justamente.

Todos se echaron a reír, tímidamente, mirándose los unos a los otros. Al fin y al cabo, si todos se enamoraban de Shangri-La, pronto se pelearían los unos con los otros.

Lyla comenzó a hablar de las ventajas de la brisa del mar para la salud, mientras Phoebe lanzaba coquetas miradas en dirección al texano. Ella, por su parte, miró a Carl, sentado a su lado, y lo sorprendió con los ojos fijos en el plato de comida y expresión ausente.

Fue entonces cuando ocurrió algo extraño. Se le erizó el vello de la nuca, alzó el rostro inmediatamente y vio a Marc apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados y mirándola fríamente. Llevaba un jersey de manga larga con una insignia de un avión.

Torie alzó la barbilla y decidió ignorarle.

 

 

Marc se quedó contemplando a los comensales. Sospechaba de todos y cada uno de ellos, de los motivos que les habían llevado allí.

Aunque… ¿no sería que estaba paranoico? Meses en el frente, luchando, podían causar paranoia. Debía tener cuidado. Había visto a muchos acabar con manías persecutorias, viendo enemigos por todas partes. No quería que a él le ocurriera lo mismo.

Sin embargo, el principal problema al que se enfrentaba en esos momentos era no poder apartar los ojos de esa Torie durante mucho tiempo.

Tenía que reconocer que, por mucho que le pesara, algo en ella le atraía irresistiblemente. Era algo visceral. Le salía de dentro y no podía evitarlo.

No se fiaba de ella y mucho menos de Carl. Ya había llamado a un amigo, un policía local que a veces colaboraba con el FBI, y le había pedido que tratara de averiguar lo que pudiera sobre Carl. Ese hombre tenía aspecto de pertenecer a una organización delictiva. No podía comprender qué demonios hacía una mujer como Torie con ese tipo. Y no quería creer lo que era de suponer, que ella era tan poco de fiar como Carl.

Pero daba igual porque no se iba a encaprichar de ella. Al fin y al cabo, él era un miembro de los Comandos de la Marina de USA. Le habían disparado, le habían atacado con cuchillos y había participado en peleas en bares. Le habían amado hermosas mujeres y otras le habían odiado. Había vivido y estaba decidido a seguir viviendo.

Pero, desde luego, no había imaginado que experimentaría esa vorágine de emociones al volver a Shangri-La. La belleza del lugar le había impactado. También le había hecho pensar en el pasado, en su padre, su hermano… y en lo que habían significado los unos para los otros. Los sentimientos se le habían agarrado al corazón.

Sus ojos continuaron desviándose hacia Torie. Le gustaba su aspecto. Le gustaba el humor que veía en sus expresiones y su viva inteligencia.

Pero había algo más. De vez en cuando, cuando la miraba, veía en ella una expresión que no lograba analizar. ¿Era tristeza? ¿Remordimiento? ¿Temor?

Pero de una cosa no le cabía la menor duda: Torie no estaba enamorada de Carl. Quizá estuviera enamorada de otro, pero no de ese tipo.

Tenía que reconocer que esa mujer le atraía, pero era intocable. Estaba casada con Carl, aunque no estuviera enamorada de él.

Desvió la mirada hacia su madre. Bueno, en realidad, no era su madre. No, no era su verdadera madre, sino su madrastra. Marge y su hija, Shayla, habían aparecido en su vida tras la muerte de su madre natural. Y ahora, reinaba en Shangri-La.

Shayla y él siempre se habían llevado a matar. Pero Shayla era mayor que él y su hermano, Ricky, no había tenido más remedio que vérselas con ella. Por su parte, él se había mantenido alejado de ella y había tratado de ignorar su existencia.

Pobre Ricky. Ahora se preguntaba cómo su hermano había podido soportar la situación. Él debería haber apoyado a su hermano.

Y ahora volvía a su casa a tiempo de ver cómo su madrastra y su hermanastra estaban a punto de deshacerse de la propiedad que había estado en manos de la familia Huntington durante más de cien años. Para él, Shangri-La no tenía precio, lo que sentía por ese lugar no se podía comprar con dinero. Sin embargo, Marge y Shayla querían vender para irse a vivir a las Bahamas.

Pero él no iba a consentirlo. Shangri-La era propiedad de la familia Huntington y seguiría siéndolo costara lo que costase.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

UNOS minutos después de la cena, Torie tuvo que pasar al lado de Marc para salir de la estancia.

–¿Qué, esperando a que nos vayamos para dar cuenta de las migajas?

–Con esta panda de hambrientos no debe quedar nada –contestó él en voz baja–. Además, yo siempre elijo… de primera mano –añadió él con arrogancia.

Torie se ruborizó. Había jugado con fuego. Tras sacudir la cabeza con gesto altivo, apartó la mirada de él y reanudó la marcha.

Sintió los ojos de Marc en la espalda, pero continuó andando. Había ido a Shangri-La para descubrir la verdad y limpiar el nombre de su padre, y eso significaba husmear. No debía dar a Marc motivos para que sospechara de ella y la siguiera.

Se reunió con los otros invitados en la terraza. La lluvia había ahuyentado la niebla y aquella también había desaparecido. Marge sugirió, antes de que anocheciera del todo, ir a dar un paseo al muelle. Se pusieron en marcha al instante.

Pero Torie, al notar que Carl se había separado del grupo y se había marchado por su cuenta, decidió rezagarse.

–Antes voy a ir por una chaqueta –le dijo a Marge–. Luego me reuniré con vosotros.

Al encaminarse a las escaleras, oyó un ruido ahogado procedente de la biblioteca y se dirigió hacia ahí. Y vio a Carl, empujando y tocando paneles de madera como si esperase que alguno se abriera.

–¿Buscando una cámara secreta? –le preguntó ella mordazmente.

Carl se volvió con expresión intensa.

–Solo estaba examinando la calidad de la construcción –contestó él de un modo que no habría logrado convencer a nadie.

–Te diré cómo es la construcción de esta casa: de hace cien años. Y sigue en pie. Yo no me preocuparía por su solidez. Aunque, por supuesto, si estás decidido a comprar, tendrás que contratar a ingenieros y arquitectos.

–Sí, claro –Carl frunció el ceño, mirándola como si fuera un estorbo, paseando los ojos a su alrededor con impaciencia–. Pero estas casas tan viejas tienen pasadizos secretos. ¿No conocías ninguno? ¿No descubriste nunca un pasadizo secreto?

Torie negó con la cabeza. El comportamiento de Carl era muy extraño.

–Carl, cuando vivía aquí, jamás entré en la casa. Mi padre trabajaba aquí, pero yo no. Nosotros vivíamos en la casa del mayordomo, junto a la puerta de la verja. Ni siquiera llegué a pisar el porche.

–¿Estás segura?

–Claro que estoy segura.

Carl, con un gesto, indicó una vitrina en un rincón de la biblioteca.

–¿Así que nunca viste la bolsa con monedas de oro españolas que estaba en esa vitrina?

Torie se volvió y miró el mueble. Una vitrina vacía era algo deprimente. ¿Por qué estaba vacía? ¿A la espera de encontrar el tesoro de Don Carlos? Por lo que ella sabía estaba en el fondo del mar.

–No, nunca la vi.

Al menos, no ahí.

Se oyó un ruido en el vestíbulo y, de repente, Jimmy, al actual mayordomo, apareció en la puerta. No disimuló su sorpresa de verlos allí.

Torie le dedicó una amistosa sonrisa y, volviéndose a Carl, dijo:

–Voy por mi chaqueta. Deberías ir a reunirte con los demás. Iban al muelle. Te interesaría verlo.

Carl asintió, pero miró a Jimmy con gesto interrogante. Ella aprovechó la ocasión para marcharse antes de que Carl comenzara a hacer preguntas al mayordomo sobre la construcción.

Torie corrió escaleras arriba, entró en su habitación y, cuando estaba a punto de agarrar su sudadera con capucha, vio que la chaqueta vaquera de Marc aún estaba en el respaldo de la silla donde la había dejado. Titubeó. Debía devolvérsela.

En vez de eso, se la puso y se miró al espejo. Se la pegó al cuerpo, deleitándose en el aroma de él que aún impregnaba la chaqueta. Durante unos instantes, recordó lo que había sentido en los brazos de Marc y eso la hizo sonreír.

–No se preocupe, puede seguir poniéndosela –dijo la profunda voz de Marc.

Torie, horrorizada, se volvió. Marc estaba ahí, en el umbral de la puerta del cuarto de baño, con una llave inglesa en la mano. Enrojeció visiblemente y se quitó la chaqueta con suma rapidez.

–¿Qué hace aquí? –gritó ella sorprendida, avergonzada y humillada.

–Había venido a hacer un pequeño arreglo en la pila –respondió Marc indicando la llave inglesa que tenía en la mano–. Creía que se había ido al muelle con el resto del grupo.

Torie dejó caer la chaqueta al suelo y lanzó a Marc una mirada furiosa.

–Le detesto –declaró ella de forma poco convincente.

Marc lanzó una carcajada, logrando solo irritarla aún más.

–Totalmente comprensible.

–Yo solo… solo estaba… –pero no había forma de explicar lo que había estado haciendo, mirándose en el espejo con la chaqueta de él–. No debería sorprender a la gente en sus cuartos de baño.

Marc encogió los hombros y no pudo evitar volver a sonreír.

–He hecho notar mi presencia –contestó él–. Por cierto, debo admitir que le sienta bien la chaqueta. Quizá debiera quedársela.

Torie le lanzó una furibunda mirada.

–No la quiero –respondió ella con énfasis–. Y dígame, ¿qué es lo que realmente ha venido a hacer aquí? ¿Trataba de encontrar respuestas a las preguntas que mencionó antes?

–¿Por qué? –Marc arqueó las cejas–. ¿Podría encontrarlas aquí?

–Eso lo sabrá usted mejor que yo –dijo ella empequeñeciendo sus verdes ojos.

Marc sacudió la cabeza.

–No he rebuscado en sus cosas –declaró Marc con impaciencia–. Y no tengo intención de hacerlo. Al menos, todavía no.

–¡No lo hará nunca!

Marc se quedó pensativo un momento.

–Le voy a proponer una cosa –dijo él por fin–. Usted responde a unas preguntas ahora y yo, a cambio, le prometo no indagar.

Torie titubeó, buscando en la mirada de Marc si estaba siendo sincero con ella. ¿Y qué quería indagar? ¿Acaso la consideraba una estafadora? ¿O que Carl lo era?

Eso la dio que pensar. Al fin y al cabo, incluso ella dudaba de las intenciones de Carl.

–Está bien, podríamos probar –dijo Torie esforzándose por mostrarse razonable–. Los dos podríamos hacer preguntas, por turno.

–Si eso es lo que quiere… Está bien, usted primero. Pregunte lo que quiera.

Torie se quedó pensativa durante unos segundos y luego dijo:

–¿Por qué es usted tan mezquino?

Marc echó la cabeza hacia atrás y lanzó un gruñido.

–Esa clase de preguntas solo la hacen las mujeres. Imposible contestar.

Torie se encogió de hombros y lo miró con desdén.

–Está claro que no puedo fiarme de usted, no juega limpio.

Marc la miró furioso.

–Lo que pasa es que tiene que preguntar sobre cosas reales, hechos, no sentimientos.

–Está bien, veamos qué se le ocurre preguntar a usted.

–De acuerdo –Marc se la quedó mirando durante unos segundos; después, se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y frunció el ceño–. Dígame, ¿por qué ha mentido respecto a estar casada?

A Torie le dio un vuelco el corazón.

–¿Me está llamando mentirosa? –pregunto ella casi sin respiración.

–Sí, sin duda alguna.

Torie se ruborizó. ¿Qué podía decir? Marc tenía razón.

–Está tratando de enfadarme –le achacó ella, consciente de su posición de debilidad–. No tiene pruebas.

–No necesito pruebas, tengo sentido común y dos ojos –Marc esbozó una sonrisa ladeada–. De hecho, hay un montón de detalles que me dicen que no está casada.

–¿Un montón de detalles?

–Sí.