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Escobar-Trujillo, María Adelaida

Tiempo del sur / María Adelaida Escobar-Trujillo. -- Medellín: Editorial EAFIT, 2018, 192 p.; 24 cm. -- (Letra x letra)

ISBN 978-958-720-517-6

1. Novela colombiana. I.Tít. II. Serie

C863 cd 23 ed.

E746

Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

Tiempo del sur

Primera edición: agosto de 2018

© María Adelaida Escobar-Trujillo

© Editorial EAFIT

Carrera 49 # 7 Sur - 50, Medellín. Tel. 261 95 23

http://www.eafit.edu.co/fondo

Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co

ISBN: 978-958-720-517-6

Edición general: Claudia Ivonne Giraldo G.

Diseño y diagramación: Alina Giraldo

Imágenes de carátula y guardas: Nest, de Daria Petrilli, Italia

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad. Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Contenido

  I. Tiempo de inicio

 II. El paso del tiempo

III. Los buenos tiempos

IV. Tiempo de cambio

 V. Tiempo de respuestas

VI. El final de un tiempo

Agradecimientos

Para Caty

I. TIEMPO DE INICIO

MANUELA

21 DE MAYO DEL 2012

Hoy cumplo quince años, diez meses y tres días. Por primera vez, desde que tengo memoria, voy a viajar en avión. Desde el counter la señorita de Air Canada llama a los pasajeros de clase ejecutiva mientras nosotros esperamos en silencio a que llegue nuestro turno. Mi silla es la 27 C, la de mamá es la del centro y Migue tiene la ventanilla. A Papá le tocó viajar solo en la silla 20 F. Se ve nervioso, lo sé porque siempre hace el mismo gesto, mueve el lado izquierdo de su boca hacia la derecha y parpadea más veces de las que puedo contar. Mientras lo veo sin que él lo sepa, sostengo el libro entre mis piernas y cada cierto tiempo paso las páginas para que todos crean que sigo leyendo.

Durante los últimos días todo el mundo me pregunta lo mismo, quieren saber cómo me siento, si tengo miedo, si estoy triste, si quiero volver a Colombia. Les digo que estoy bien. Pero la verdad, no sé qué responder. No tengo miedo y tampoco estoy triste. Siento rabia, pero no con mi papá o con mi mamá, aunque de vez en cuando también con ellos. Honestly, siento rabia con la vida y, a veces, también con Dios.

Detesto cuando mi papá nos dice que dependemos del gobierno canadiense, de la política conservadora de Stephen Harper. Antes, cuando vivíamos en Indiana, decía que dependíamos de los Estados Unidos, de Bush, de los republicanos, del nine/eleven, de Obama. A veces le echa la culpa a Pastrana, a Uribe, a Santos, a la guerrilla, a los mafiosos, a que mucha gente no tiene oportunidades, a las leyes de inmigración y a las nuevas medidas para los refugiados de Canadá. Mi mamá, en cambio, nos dice a Migue y a mí que si Dios quiere o que si la Virgen, que si pedimos con mucha devoción, tal vez… Tal vez un día las cosas cambien.

Para mí es claro que Dios no quiere o no puede, como tampoco Obama, Harper o Santos pueden o quieren cambiar las cosas. Al final siempre es lo mismo, nadie puede o a nadie le importa lo que le pase a mi familia. Según mis papás, dependemos de tanta gente, que me desespera.

A veces me pregunto si en algún momento mi vida dependerá de mí misma. Recuerdo que cuando vivíamos en Indianápolis, estudiamos el discurso de Martin Luther King para una clase de historia. Lo practicaba frente al espejo y repetía una y otra vez: “I have a dream that my four little children will one day live in a nation where they will not be judged by the color of their skin, but by the content of their character”. La tarea que nos había puesto Mr. Bauman no era solo memorizar el discurso, sino también pensar en nuestros sueños. Recuerdo que escribí una frase que siempre les había escuchado a mis papás: “Ojalá en este mundo no existan más fronteras”. A Mr. Bauman le gustó mucho y me felicitó en clase. Para mí, era una frase medio vacía porque en ese momento no sabía muy bien lo que era una frontera.

Hoy, 21 de mayo del 2012, ya sé cuál es mi sueño: quiero que mi vida solo dependa de mí. Odio ver cómo mis sueños se deshacen como por arte de magia: graduarme con mi amiga María del Carmen, ser una gran bailarina, viajar a Montreal. En estos últimos dos años he aprendido que los sueños son como los papeles plateados que envuelven las chocolatinas Jet que compramos en el mercado latino: uno los pule y los pule para que brillen, y más fácil se rompen.

Mi mamá me dice que ahora soy muy dura, reservada y muy distinta de mis compañeras de clase, inclusive de Philipa, mi amiga de Indy o de mi amiga María del Carmen, a quien conocí esperando el bus de mi nuevo colegio en Toronto. Yo creo que sí.

El verano pasado María del Carmen se fue para donde sus abuelos, que viven en Ciudad de Guatemala. Me dijo que había sido muy lindo estar con su abuelito, pero me contó que había sentido miedo. Además, me contó que su abuela siempre la regañaba cuando se reía a carcajadas. Yo le pregunté por qué la regañaba y me respondió que su abuela era muy seria, que siempre le repetía a su mamá que la tenía muy mimada. A mí me parece que Cami es tan linda, tan alegre, me hace reír tanto, que no importa si a veces es maleducada. Una noche que me quedé a dormir en su casa, le pregunté otra vez por qué había tenido miedo. Me miró y me dijo superseria que cuando yo volviera a Colombia la iba a entender, y después empezó a preguntarme por el último capítulo de Grey’s Anatomy.

No sé por qué, ahora pienso en eso y me pregunto si como me dijo Cami voy a sentir miedo en Colombia. ¿De qué?

Mientras esperamos a que nos llamen, mi papá juega con Migue, le pega charlando, lo abraza. Migue pasa de la risa a la rabia. Siempre ha sido así, pero esta vez es distinto. Mi mamá no hace nada ni le dice nada a mi papá. Mira el pasaporte, callada. Desde que salimos de la casa casi no ha hablado. Migue le da un beso y ella medio sonríe, pero no le contesta. Ahora la señorita de la aerolínea llama a las familias con niños y a las personas con discapacidades. Mi mamá se levanta, busca algo en su cartera, tal vez su cepillo. Tiene un pelo lindo. Anoche, antes de acostarnos, me pidió que la peinara. Nunca antes lo había hecho. Cogí el cepillo y, con mucha suavidad, empecé a peinarla. Unos veinte minutos atrás habíamos peleado porque yo no sabía dónde había dejado mi iPod. Después, solo pasamos a hablar de las maletas, de la ropa interior que tenía colgada en el baño, del cepillo de dientes que no debía olvidar en la mañana, como si nada hubiera pasado. Me dijo que les diera las gracias a Julita y a Darío, sus mejores amigos en Toronto, por recibirnos en su casa y ayudarnos tanto desde que llegamos a Canadá.

—Mami, no me lo tienes que decir, yo ya les escribí –le dije. Luego seguí cepillándola como si fuera el trabajo más importante de mi vida.

Su pelo le llega un poco más abajo de los hombros y solo hasta ayer me di cuenta de que tiene algunas canas. Es castaño oscuro, como ella dice, y me encanta porque es liso, sin ondas y sin caspa. Siempre lo mantiene brillante y bien peinado. Sin exagerar, lo juro, yo diría que es la más linda de todas las mamás de los estudiantes de mi curso. Su piel es suave y un poco bronceada, sus ojos son grandes y cafés. Tiene la nariz respingada y un par de pecas en las mejillas. Mi mamá es mucho más bajita que yo, al menos en eso me parezco más a la familia de mi papá. Mis tíos miden más de un metro con ochenta, hasta las mujeres son altísimas. Yo no. No soy tan alta como ellas, solo mido uno setenta y tres. Y aunque la gente dice que tengo la altura perfecta para ser modelo, yo quisiera ser mejor una bailarina.

A los diez años empecé a bailar tres horas diarias, pero desde siempre he bailado. Mi papá me contó que cuando nací, me cargó, me miró a los ojos y luego me dijo:

—Te prometo que vas a ser la mejor bailarina del planeta porque desde chiquita te voy a enseñar a bailar.

Y así fue. Al principio me gustaban las danzas folclóricas. Todavía me gustan, pero cuando empecé las clases de ballet me sentí demasiado feliz, aunque siempre me dolían los pies. ¿Podré estar en clases de baile cuando viva en Medellín? Al final, todo lo que me importa siempre depende de mis papás y eso me aterra. Mis compañeras dicen lo mismo, se quejan y se quejan de sus papás, pero yo no les cuento nada de los míos. Si les explicara, estoy segura de que no entenderían y los juzgarían y yo soy la única que tiene derecho de juzgarlos, y no otras personas que no los conocen ni saben por todo lo que hemos pasado. Mis papás son como locos. Se equivocan porque hacen todo muy rápido y a veces parece que no pensaran en Migue ni en mí, en lo que nosotros queremos.

Mi papá, Santiago Botero, es un hombre muy fuerte, con unos ojos negros divinos, y es muy alegre. Sí, la pura verdad, como dice mi mamá, es que mi papá nos deja medio mareados a todos cuando quiere que hagamos algo. Pero en los últimos meses en Canadá ha cambiado mucho: está triste, desanimado, no juega con Migue como antes y lo peor es que ya ni siquiera quiere bailar conmigo.

En los recreos, cuando quiero estar sola, me encierro en el baño, escucho música y me pongo a pensar. Mi mamá dice que mi problema es que pienso demasiado. A veces me dan ganas de llorar, cierro los ojos y entro en mi burbuja, donde no cabe nadie más. Es como si fuera la protagonista de mi canción favorita, “Dogs days are over”, y solo quiero bailar y cantar lo más fuerte que pueda. Sentir que la felicidad me da en la espalda como esa bala de la que habla la canción. Muevo mis piernas y mis brazos, como Florence, y una fuerza muy grande me llena el corazón. Entonces, “los días de perro pasan” y puedo dejar de pensar en el colegio, en Cami o en la deportación. Es mi forma de sobrevivir: “I run fast for my mother, I run fast for my father, and for my brother”. Y muevo mis brazos y mis piernas, y canto por dentro. Pero nadie me oye ni me ve, no quiero que nadie sepa que escucho esos caballos de los que habla la canción, corro y salto y sobrevivo dentro de mi burbuja, y ya no quiero llorar.

Recuerdo que la primera vez que escuché mencionar el papelito tenía siete años, mis papás hablaban pasito en su cuarto mientras yo miraba en el canal de Disney a Hannah Montana. Mi abuelo estaba en el hospital en Medellín y mi mamá no podía ir a verlo, yo no entendía por qué. Mi papá le decía que un día iban a tener el papelito, que no se preocupara, que todo iba a salir bien, pero no fue así. Mi abuelo murió dos días después y ella no pudo ir a acompañar a la abuela. No olvido que la noche en que murió, mi mamá lloraba y le preguntaba a mi papá si algún día, de verdad, nos iban a dar el papelito. Salí corriendo a mi cuarto y arranqué muchas hojas de mi cuaderno. En una pinté flores y montañas, que a mi mamá siempre le han gustado; en otra, a ella cogida de la mano del abuelo, y en el último, un pájaro. Luego le di los dibujos y le pedí que no llorara más. Me acuerdo bien de cada dibujo porque mi mamá todavía los guarda en su mesa de noche y a veces, cuando busco algo en su cajón, vuelvo a verlos y pienso en que fue el día más triste que vivimos en los Estados Unidos.

No recuerdo mucho al abuelo. Le tenía un poco de miedo, no sé por qué. En el colegio, un día vi un dibujo en la cartilla –apenas estaba aprendiendo a leer– y distinguí la p y la i y luego la p y la e. Repetí las letras y lo dije: pipe. Cuando llegué a casa en la tarde, abrí la cartilla y, mostrándole a mamá la foto que había descubierto, leí pipe y luego le dije que eso era lo que fumaba el abuelo. Aprendí a leer y a escribir pipa en inglés antes que a leer y a escribir mi nombre. Lo único que recuerdo de mi abuelo es que se sentaba siempre en la misma silla para leer mientras fumaba su pipa. En uno de los veranos, cuando la abuela vino a visitarnos a Indianápolis, le pregunté por qué el abuelo era tan raro y fumaba pipa y no cigarrillos, como todo el mundo.

—¿Quién te dijo que el abuelo era raro, Manue? Era un hombre elegante, eso es muy distinto –me dijo. La abuela siempre me hablaba del abuelo. Ese día me contó muchas cosas que yo no sabía. Me dijo que el abuelo había aprendido a fumar pipa cuando vivió en Rusia, me contó de las cartas que le mandaba, y que le hacía mucha falta. Yo no entendí mucho de todo eso porque la abuela hablaba muy pasito para que no despertáramos a mi papá. Pero sí me acuerdo de que hablaba del abuelo como si lo estuviera viendo. It was super weird, but I didn’t tell her anything.

Anyway, después, hace poco, la verdad, entendí que los papeles que yo le había dibujado a mi mamá el día que murió el abuelo no tenían nada que ver con el papel verde con el que ella siempre había soñado. How naive!

Mientras seguimos esperando, Migue coge mi mano. Casi siempre es insoportable y me enfurece cuando les hace caso a sus amigos sin pensar. Sin embargo, mi hermano es el ser más dulce y cariñoso del planeta. Y sí, muchas veces nos insultamos y hasta nos pegamos. De todas maneras, yo no conozco a nadie que no pelee con sus hermanos, y no por eso dejamos de contarnos desde chiquitos nuestros secretos. En inglés, of course, siempre hemos hablado en inglés. Es nuestro código secreto, aunque también es la forma de insultarnos cuando peleamos para que mi mamá no nos regañe –porque, aunque los dos entienden y son capaces de comunicarse, su inglés todavía es muy básico–. Migue aprieta mi mano cada vez con más fuerza. A lo mejor está tan asustado como yo. Todos estamos callados. Mi papá coge de la mano a mi mamá y veo que tiene los ojos rojos como si fuera a llorar. Es cómico, en nuestra casa son los hombres los que lloran en los cumpleaños o aniversarios, en las películas, en las llamadas por teléfono. Ahora quisiera abrazarlo fuerte y decirle que no llore. Pero me quedo quieta en mi silla, no soy capaz de hacer nada, solo de mirarlos.

En mi iPod, no puedo creerlo, suena “Tren al sur” de Los prisioneros, una de las canciones favoritas de mi papá. Si pudiera hundir un botón y apagar todo en este momento. No quiero ir al sur, no quiero vivir en Colombia. Me quiero quedar aquí, en Canadá. Quiero ver el otoño, caminar por la nieve, ir los fines de semana al lago y de vez en cuando ver las cataratas. Quiero montarme en el bus del colegio con Cami y conversar con ella mientras cruzamos la ciudad. Quiero seguir bailando ballet y graduarme con mis compañeros de colegio. Quiero cerrar los ojos y pensar que todo esto no está pasando y que solo iremos a Colombia por unos días, de vacaciones, y luego volveremos a casa aquí, en Canadá. Quiero borrar este momento, hacerme invisible, entrar en mi burbuja. Pero no funciona.

Tengo que ser fuerte, no puedo dejar solo a Migue mientras mis papás están ahora con los policías en algún cuarto adonde los han llevado y no los podemos ver. Tengo que cuidarlo, que entienda que, como cuando éramos niños en Indy, los policías no nos van a hacer nada.

No worries, Migue. They are safe, you will see. ¿Te acuerdas cuando entramos a Canadá? No pasó nada. Ahora tampoco, no te preocupes que nada va a cambiar –le digo en español, pero yo sé que es una mentira. Ya nada será lo mismo y él también lo sabe. Hace dos años, cuando salimos de Indy, ellos nos aseguraron que Canadá sería nuestro hogar. Pero nunca más será así. Por lo que me han dicho solo a mí, para no asustar a Migue, nos están deportando “de manera amistosa”. Me explicaron mis papás que eso quiere decir que nosotros aceptamos irnos del país por voluntad propia. By the way, si somos deportados, ¿cómo puede ser de manera amistosa? Sometimes they believe I am stupid, but I am not. Lo único que sé es que hoy nos toca irnos de Canadá, y todavía no entiendo ni por qué nos vamos ni por qué no nos dieron el refugio. ¿Es que somos personas peligrosas o malas?

En grado doce hay un muchacho, Fernando, y todos los estudiantes latinos de mi salón dicen que su papá era guerrillero. Lucas, que también es hijo de papás colombianos, me dijo que el papá de Fernando secuestraba a gente inocente, como sus papás, y que por esos putos guerrilleros ellos tuvieron que salir de Colombia. Mis papás nunca han hecho nada malo. Well… just one thing. Mi mamá conducía sin licencia en Indianápolis. Pobrecita, ella no quería manejar, pero en Indianápolis no es como en Toronto, donde podemos tomar el metro o hay miles de buses, así vivamos en Mississauga. En los Estados Unidos teníamos que ir en carro a todas partes, y a ella le tocaba manejar porque mi papá trabajaba todo el día y no podía llevarnos. Cuando manejaba se ponía muy seria, nos gritaba y siempre que nos montábamos en el carro nos pedía que nos portáramos bien. Si veíamos una patrulla, empezaba a temblar y bajaba siempre la velocidad. Ni Migue ni yo entendíamos lo que pasaba, pero sabíamos que las cosas eran así. No debíamos preguntar, solo obedecer y portarnos bien.

Mi papá dice que nuestro error fue pedir refugio en Canadá. Sin embargo, mi mamá le contesta que fue ser ilegales en los Estados Unidos. Ese fue nuestro delito, y digo “nuestro” porque a Migue y a mí también nos consideraron ilegales. Lo que me da rabia y no entiendo es cómo la familia de Fernando puede vivir aquí, y ahora él y toda su familia son canadienses y nosotros no. Yo no tengo nada contra Fernando, pobrecito. Lucas sí se la tiene montada, como dice mi papá. Él no hizo nada. Nosotros tampoco. Fernando, como Migue y como yo, salió de Colombia muy pequeño y nunca ha regresado. ¿Qué culpa tiene él de que su papá fuera un guerrillero? ¿Qué culpa tengo yo o tiene Migue de ser ilegal?

Ya casi todos los pasajeros están en el avión, pero mis papás todavía están con los policías mientras nosotros seguimos aquí, sentados sin saber dónde están ni cuándo van a regresar. En este momento me encantaría tener una ventana y poder mirar mi futuro. ¿Será que algún día podré regresar? ¿Cómo será Colombia? ¿Me gustará Medellín? …, no quiero irme.

Sé que nací en Medellín, mi abuela dice que es un valle muy bonito rodeado de montañas con muchos árboles amarillos y rosados. Yo no me acuerdo. De Colombia solo recuerdo las flores, el columpio en la finca de la abuela, al abuelo en su silla, el uniforme de pequitas y a veces, cuando cierro los ojos, una sala de hospital. Nadie habla de mi accidente, ni mis papás ni la abuela, tampoco la tía Elisa. No quieren contarme lo que me pasó. De vez en cuando tengo pesadillas con esa sala de hospital. Cuando sueño con ella siento miedo, pánico, es una sensación más o menos parecida a la que siento ahora.

La señorita del counter se acerca y nos pregunta si necesitamos ir al baño antes de abordar. Ambos negamos con la cabeza. Migue y yo parecemos siameses hipnotizados que solo son capaces de mirar al mismo sitio: ese pasillo larguísimo por donde pasan miles y miles de personas y por donde no vemos regresar a nuestros papás.

Migue vuelve a tomar mi mano, pero esta vez está como tranquilo. Me dice: Oh God, thanks! Los oficiales vienen hacia nosotros, le dan los pasaportes a la señorita del counter, le dicen que todo está bien, que ya podemos pasar. Le recuerdan que cuando lleguemos a Bogotá, la jefa de azafatas debe llevarnos a la policía y solo en ese momento pueden entregarnos los pasaportes. Uno de ellos es joven, tiene unos ojos verdes hermosos. He is super cute. Su compañero es alto, de bigote y casi calvo, y es el que nos asegura que hemos hecho lo correcto. Los dos le dan la mano a papá y nos desean suerte. Todo suena tan amable, tan polite, que no parece que nos estuvieran deportando.

Las manos de mi mamá están frías como témpanos de hielo cuando me coge las mías. Mi papá parece tenerlo todo bajo control. Como un gesto de complicidad con mi hermano le da dos puños suaves en el brazo:

—¿Entonces qué, hombre? –le pregunta con el mismo tono de voz firme que tiene cuando está contento.

Ok, Daddy, fine. Solo un poquito asustado. Just a little bit –le responde Migue siguiendo el juego.

La azafata revisa nuestro boarding pass y nos dice que podemos pasar. Quisiera decirle a Migue que es la última vez que estamos en Canadá. Presiento que es mejor que me quede callada. Tal vez también él lo quiera decir, pero los dos sabemos que muchas veces es mejor quedarnos callados, actuar como si fuéramos ciegos o bobos, sin dejarles ver lo que sentimos o pensamos.

Somos los últimos en entrar y el avión está retrasado veinte minutos. That’s it. Welcome to Air Canada, dice el anuncio en la pantalla.

—¿Has montado muchas veces en avión? –le pregunto a mi mamá. Pero está distraída y no me contesta. Para Migue y para mí esta será como la primera vez. Obvio, estábamos tan chiquitos que ninguno de los dos se acuerda de cuándo salimos de Colombia. Siempre hemos viajado en carro, recorrimos casi todos los Estados Unidos en nuestras vacaciones de verano y así también pasamos la frontera entre los Estados Unidos y Canadá. Me encanta viajar en carro, parar en los restaurantes, en Tim Hortons a tomar un frapuchino de vainilla con whipped cream; en Wendy’s siempre pedimos fries, y en Taco Bell mi mamá y yo compartimos los tacos de pollo. A mí me gusta que todas las ciudades norteamericanas son más o menos iguales: todas tienen los mismos almacenes, restaurantes, farmacias y áreas de descanso. Cuando voy a Walmart o a Target me gusta que todas las cosas están en el mismo lugar sin importar si es Virginia, South Carolina, Kentucky, Tennessee o Indiana. Y aunque no conozco mucho de Canadá, en Ontario siento lo mismo. Puedo estar segura de que cuando vuelva –si algún día vuelvo–, todo seguirá en el mismo sitio. Al lado de Costco estará el mismo almacén de Home Depot, y al frente de él habrá un McDonald’s. Estoy segura de que al final de ese bloque gigante de almacenes, justo en la esquina, seguirá Pier Import 1, el almacén de casa favorito de mi mamá. Todo será igual, excepto las vitrinas, la decoración, el estilo. Puede sonar aburrido, pero a mí me gusta pensar que las cosas se quedarán quietas, iguales, esperando a que yo vuelva.

Cuando era chiquita y me preguntaban en el colegio de dónde era, siempre contestaba que había nacido en Medellín, Colombia, pero que era de Indy. Siempre he sentido que soy de Indianápolis, de la ciudad de la Fórmula 1, del estado con los campos de maíz más hermosos de los Estados Unidos. Indianápolis es mi ciudad, donde aprendí a bailar y donde todos fuimos felices. Lo raro de todo es que es aquí, en Toronto, donde me gustaría ir a la universidad, donde quisiera casarme y tener hijos. Pero no importa, nada importa.

El avión ha despegado y me tiemblan las manos. Recuesto mi cabeza junto a la de mi mamá y cierro los ojos. Seis horas y estaremos en Bogotá. Un día regresaré a Canadá, a los Estados Unidos, lo juro. Pero nunca más volveré a ser una refugiada o una ilegal.

TITI

FEBRERO DEL 2013

—Elisa, estoy muy asustada.

—No te preocupés, Titi. Nada va a pasar.

—¿Y si los oficiales de inmigración se dan cuenta, Elisa?

—¿Cómo van a darse cuenta, Titi? Relajate y no le des más vueltas.

—No voy a ser capaz. Me siento como una criminal. Estoy segura de que me van a notar en la cara que estoy diciendo mentiras y después, ¿qué vamos a hacer?

—Aunque te vean nerviosa, boba, no tienen nada de qué dudar. Vamos a ir a Disney. Aquí tenemos la reserva del hotel, los tiquetes para los parques, los vuelos de regreso. Vamos a llevar a los niños a que conozcan el castillo de la Cenicienta, a ver las ballenas en Sea World y a pasar nuestras vacaciones juntas. No vamos a decir ninguna mentira, fresca, solo vamos a omitir que no te vas a devolver. Tratá de calmarte y dormir un poquito, ¿sí? No estás sola, bobita, estamos juntas, y todo va a salir bien.

Aquella mañana del 2001 cuando iniciamos nuestro viaje, intenté dejar de pensar en mi mamá que se había quedado llorando en el aeropuerto, en el papá que hasta el último minuto me dijo al oído que era mejor que me echara para atrás, que iba a cometer un error irreparable. Intenté no pensar en mi trabajo, en mis compañeras, en mi ciudad. Quería dejar de pensar en si se vendería rápido nuestro apartamento y si podríamos pagar la deuda. Intenté, como me lo aconsejaba Elisa, no pensar en nada, ni siquiera en Santi, a quien volvería a ver después de casi ocho meses, pero ¿cómo podía dejar de pensar en tantas cosas y dejar de preocuparme por lo que estaba a punto de hacer?

Antes del viaje dudaba de todo, de mí misma, de mi relación con Santi, de la decisión que estaba tomando. Me preguntaba una y otra vez si debía o no viajar. La respuesta era siempre la misma: no debía irme. Pero no me atrevía a llamar a Santi y decírselo. Hasta que el día del viaje llegó y sentí que no tenía otra opción.

El papá siempre nos repitió que éramos cien por ciento responsables de nuestras decisiones. Nuestros actos y nuestra moral debían ser transparentes. Para él, como abogado, no existían los matices. El mundo debía ser blanco o negro, aunque Elisa se opusiera y dijera siempre todo lo contrario.

“Puede que los matices existan en la vida –le argumentaba el papá–, pero no bajo las leyes. Y en nuestra casa todo funcionaba según las leyes. Por los hechos las van a juzgar y por los hechos reconocemos la calidad de un ser humano”, eso era lo que nos repetía cada vez que nos daba uno de sus discursos. El papá era ante todo un penalista. Yo sentía, y todavía siento, que desde que había tomado la decisión de seguir a Santi a Estados Unidos sin residencia o permiso de trabajo, me había convertido en su mayor derrota personal y profesional. No creo que sintiera vergüenza de mí, pero tal vez sí decepción, tristeza. Como me dijo antes de morirse, sentía horror de que algo malo pudiera ocurrirnos y no pudiera ayudarnos. Al marcharnos, no entendí su preocupación ni tampoco aguanté su frialdad y testarudez.

Pero sí, el papá tenía razón: las leyes no perdonan ni contemplan las historias personales. Mucho menos los actos cometidos por desespero, como el nuestro. Por supuesto que algunas veces las leyes tienen en consideración las enfermedades mentales, pero bajo su rigor, las circunstancias especiales en las que una persona comete un delito ni anulan ni perdonan ni hacen olvidar el error; como máximo, lo aminoran. Pero nuestro caso no era debido a una enfermedad mental. Elisa se equivocaba. Entre ser ilegal y ser legal no existen matices, ni rostros ni historias: se es o no se es. Si uno no tiene permiso de trabajo o de estudio, si no es refugiado o residente, si no está casado con un residente o ciudadano, uno será siempre un ilegal, un indocumentado.

Hoy, después de tantos años sabiendo, viviendo lo que significa ser un ilegal, un indocumentado, lo puedo decir: ¡A la mierda con la bendita teoría de los matices de Elisa! Ella regresó legal a Colombia, mientras los niños y yo dejamos de serlo justo cuando nos despedimos de ella.

De todas formas, Elisa tenía razón. Nada nos pasó al entrar. Nuestros papeles estaban en regla. En inmigración solo nos preguntaron en qué trabajábamos, qué veníamos a hacer a Estados Unidos, por cuánto tiempo, dónde nos quedaríamos, cuánto dinero teníamos para el viaje y si traíamos armas o drogas. Después de que Elisa contestó cada una de las preguntas, nos pusieron a los cuatro el sello en el pasaporte y nos dejaron entrar.

Caminamos unos pasos hacia el baño más cercano y allí, sola y lejos de los policías, mientras Elisa cuidaba a los niños afuera, no pude más y me puse a llorar. Sí, ya lo peor había pasado, la bajada del avión, la larga caminata por los corredores del aeropuerto, el llanto de Migue, la inquietud de Manue en la fila de inmigración, mis nervios y la humedad en mis manos, las respuestas cortas y certeras a las preguntas del oficial sobre el permiso del padre para que los niños viajaran, los papeles que comprobaban nuestra historia. Lo peor había pasado, lo sabía, pero yo seguía aterrorizada.

Cuando por fin fui capaz de reaccionar, me miré en el espejo. No había defraudado a Santi. El cansancio de los últimos días pude ocultarlo en aquel momento con un poco de maquillaje. Estaba delgada, no demasiado y, sin ser creída, los pantalones y la camisa que llevaba me quedaban mejor que a una modelo.

Después de esos ocho meses de espera, justo la edad de Migue, por fin los niños y yo llegamos a Estados Unidos. Me peiné, me eché un poco de perfume y me sentí lista para seguir a Santi para cumplir su sueño y empezar de cero.

En el carrusel de equipajes esperamos a que salieran nuestras maletas, dos por cada una de nosotras, con máximo veintitrés kilos de peso. Cuatro maletas que no llevaban nada que hiciera dudar al oficial de aduana sobre nuestros fines turísticos. Ropa de verano, dos o tres pares de zapatos, los necesarios para diez días de vacaciones. Dos o tres juguetes para cada uno de los niños, lápices de colores, un osito, una cobija vieja y deshilachada sin la que Manue no podía dormir. Un perfume, un saco grueso para las noches, dos piyamas de mujer y cuatro de niño. Baberos, pañales y todas las camisas, camisetas y vestidos que pude acomodar. Cuatro maletas donde mi mamá y yo empacamos lo que me podía llevar de Colombia.

En la casa de mis papás se quedaron guardados en cajas los objetos más personales: los primeros dibujos de Manue, la huella de Migue cuando nació, la foto de matrimonio, mis libretas de pintura, el cuadro de María Gómez –la amiga de Elisa, que tanto me gustaba–, la colección de música de Santi. Los juegos de sábanas, toallas y manteles que me harían tanta falta en Estados Unidos se los regalé a mi mamá y a mis tías, junto con los trastes de cocina, las copas y los cubiertos de plata. Mi cama se la vendí a la hija de una vecina que se iba a casar y no tenía mucha plata para comprarse una nueva. Todo se quedó atrás. El juego de té de la abuela de Santi y los charoles de plata, en la casa de Pía, la hermana de Santi. Mis decoraciones de Navidad, que adoraba, se las regalé a la tía Bea. Los peluches de Migue, las barbies y muñecas de Manue, su bicicleta, sus patines, la granja de Lego y los libros para niños en español los repartí entre mis amigas. Elisa me ayudó a vender la sala y el comedor a unos colegas. La ropa la dividimos en pilas; la que mi familia podría llevarme cuando estuviéramos bien instalados, la que íbamos a regalarles a los pobres y la que cualquiera de la familia podía coger si le gustaba. Todo lo que había sido nuestra vida se esfumó, solo me quedaron esas cuatro maletas que nos llevamos y cuatro o cinco cajas que desde nuestro regreso a Colombia no me he atrevido a abrir.

Cuando cruzamos la aduana del aeropuerto de Miami, sin que nos detuvieran más que por el control de rutina, recuerdo patente que los ojos se me aguaron de nuevo. Después de tantas horas pensando qué debía o no llevar, qué debía o no contestar, ningún oficial nos había hecho una pregunta difícil y ni siquiera revisaron el equipaje. En el carrusel para reclamar las maletas, los perros antidrogas pasaron cerca de nosotros. Aunque, por supuesto, nosotras no llevábamos nada ilegal, sentí pánico de que ladraran o nos olfatearan más de lo normal. Cuando caminábamos hacia la salida, le pregunté varias veces a Elisa si me veía bien, si estaba bonita, si creía que Santi nos estaría esperando a la salida. ¡Estaba tan nerviosa!

Al salir al corredor de llegadas, nos veíamos como la familia perfecta. El calor del mediodía era sofocante y yo miraba para todos los lados buscando a Santi.

De pronto, en medio de la muchedumbre que esperaba, lo vi. Estaba más flaco, mucho más flaco, pero igual de sonriente, elegante y masculino, como a mí me gustaba. Al vernos se quedó quieto y se le salieron las lágrimas. Me acerqué a él para que abrazara a Migue, para que lo besara y reconociera a su hijo. Después puse mis manos en su cintura y lo abracé con fuerza para no dejarlo ir.

—Llegamos, Santi, por fin estamos juntos –fue lo único que pude decirle. Manue se paró del coche y caminó con timidez hacia él. Santi la alzó entre sus brazos y, de nuevo llorando, la besó varias veces hasta que Manue se puso a llorar.

–Estás flaco –le dije.

—Y tú divina –contestó.

—¡Vámonos a Disney! –exclamó mi hermana con una alegría tan contagiosa que los dos sonreímos y aceptamos de inmediato.

Esas vacaciones en Disney fueron un regalo de la vida que, al menos yo, necesitaba antes de asumir la realidad que se me venía encima. Por ocho días fuimos solo turistas que recorrían una a una las atracciones infantiles, hacían filas interminables y compraban uno que otro muñeco o recuerdo para los niños.

Hasta el día en que Elisa regresó a Medellín, pocas veces nos habíamos distanciado. Aunque Elisa siempre ha sido una mujer muy independiente, hablábamos todos los días por teléfono y nos veíamos al menos una vez a la semana. Pero todo comenzó a cambiar desde nuestra partida. Durante los once años que vivimos en Estados Unidos, algo se quebró en mí. Es cierto que todavía hoy Elisa sigue siendo esa hermana en la que siempre puedo confiar. ¡Pero hemos cambiado tanto! Apenas logramos hablar, decirnos lo que en realidad pensamos. Hay tantas cosas que ni ella ni mi mamá saben ahora de mí. No soy capaz de contarles lo que me pasa.

A veces creo que en esos once años que nos fuimos nada cambió en Medellín. No importa lo que digan las noticias internacionales, lo que sostenga el gobierno de turno y lo que nos aseguraron en Canadá cuando nos negaron el refugio. Sigue existiendo la misma inseguridad, la misma falta de trabajo, de oportunidades, la imposibilidad de que Santi y yo podamos ofrecerles un futuro seguro a nuestros hijos. Tal vez lo único que ha cambiado en la ciudad es el tráfico, la cantidad de motos y taxis que hay. Pero eso sí, no voy a negar que el Parque Explora está muy bonito y las bibliotecas en las comunas y el metrocable son un descreste. Pero, ¿quién va por allá?

Nada ha cambiado, y mucho menos en la familia. Todavía –tan cansones– siguen diciendo lo mismo: que yo soy como mi mamá y Elisa la copia viviente del papá. No se cansan de repetir en los algos de familia que yo estoy más bonita ahora, a mis cuarenta, que cuando me fui. Pero no entienden por qué soy tan tímida, cada vez más reservada, y cómo se me pegó la pendejada de mi mamá de siempre estar en silencio y no opinar sobre nada. Yo sí opino, pero me parece tan aburridor ponerme a discutir por bobadas que mejor me quedo callada. Al final, ha dejado de importarme lo que piensen y digan de mí. Si van a hablar, pues que hablen. ¿Qué más da?