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Créditos

Edición en formato digital: junio de 2014

Título original: The Treatment

En cubierta: fotografía de © Nelson Garrido Silva / Shutterstock.com

© 2001 by Mo Hayder

© De la traducción, Carmen M. Cáceres y Andrés Barba

© Ediciones Siruela, S. A., 2014

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-16120-90-1

Conversión a formato digital: www.elpoetaediciondigital.com

www.siruela.com

10

(21 de julio)

A la mañana siguiente, Caffery se encontró a Kryotos llorando en la cocina de la sala de reuniones. La atrajo hacia sí para que apoyara la cara en su pecho y la abrazó. Ella lloró aún más fuerte, le temblaban los hombros. La única vez que la había visto llorar así había sido en el funeral de Paul Essex. Aquel llanto generaba una intimidad extraña.

–Que Danni no me vea así, por favor.

–De acuerdo, de acuerdo... –Cerró la puerta, sin soltarla–. ¿Qué sucede, Marilyn? ¿Son tus hijos?

Negó y se limpió la nariz.

–Danni acaba de hablar con Quinn sobre...

–¿Sobre qué? –Le acarició el pelo–. ¿Danni ha hablado con Quinn sobre qué?

–La autopsia de Rory Peach, las fotografías están sobre tu mesa. Quinn quiere todos estos exámenes... quiere que la llames.

–¿Y por qué estás tan triste?

–Parece que estaba vivo... en el árbol. Parece que estuvo vivo los dos días que pasó ahí arriba. Intentó soltarse las ligaduras. –Kryotos arrancó un par de trozos de papel del rollo de cocina y se secó los ojos–. Sé que es una tontería, pero no puedo dejar de pensar en el niño intentando salir, con sus frágiles bracitos tratando de liberarse.

Caffery le acarició de nuevo el pelo y miró hacia el techo. Claro que lo sabía. Lo sabía desde el momento en que Krishnamurthi no pudo desenroscar el pequeño cuerpo. Cuando le masajeó los pies para ver si podía doblarlos. Cuando notó que no había olor. Si Rory hubiese llevado muerto el tiempo suficiente, con aquellas temperaturas no hubiesen podido ni siquiera reconocer el cuerpo y, sin embargo, el niño estaba suave, perfecto. El rigor mortis no había tenido tiempo de llegar hasta los pies porque el niño había muerto hacía poco.

–Ven aquí –dijo y volvió a abrazarla. Sintió la calidez de sus pechos debajo de la camisa blanca, impecable. Nunca antes había tenido ese nivel de intimidad con Marilyn. Olía como una mujer, a una mezcla de champú, comida horneada y lápiz de labios. Un perfume completamente distinto al de Rebecca. Se acordó de lo que había sucedido la noche anterior, de cómo Rebecca se había ido tranquila y le había dejado solo en la habitación, tirado en la cama con aquella erección inútil y entonces, como si hubiera sufrido un cambio, como si de pronto hubiese sido consciente de aquella proximidad, Marilyn se quedó quieta con el rostro apoyado en su camisa. Dejó de temblar y de respirar por la boca. Cuando se separó, las lágrimas se le habían secado, pero seguía ruborizada y no fue capaz de mirarle a los ojos. Se fue a sentar a su mesa y mientras Caffery se dirigía al despacho que compartía con Souness pudo notar que el pelo de la nuca de Marilyn estaba erizado.

Souness tenía un aspecto relajado. Llevaba un traje de hombre de Marks & Spencer y una camisa lila de cuello abierto. Estaba sentada frente a la mesa y miraba por la ventana. No dijo nada cuando entró Caffery, apenas señaló con un gesto de la cabeza el sobre azul y blanco del Departamento Fotográfico de la Policía Metropolitana que estaba sobre el escritorio. Él dejó su café, sacudió las fotos sacadas con las luces azules de ALS y llamó a Fiona Quinn.

–¿Qué sabes? –le preguntó Quinn.

–Bueno, acerté bastantes cosas ayer –contestó él–. Como por ejemplo, que tardó un tiempo en morir.

–Krishnamurthi nos ha preguntado si ayer cuando abrió el cuerpo olimos algo parecido a un perfume dulce o al del esmalte para las uñas.

–Sí, como acetona.

–Era cetosis. –Al otro de la línea, Quinn movió unos papeles–. Estaba empezando a pasar hambre. Su cuerpo estaba empezando a utilizar las reservas de grasa, insertando ácidos grasos en el torrente sanguíneo.

–¿Y eso fue lo que lo mató? –preguntó con curiosidad.

–No, no. Se tarda mucho en morir de hambre. Estamos haciendo algunas pruebas de viscosidad y de hematocritos. Eso para ti no significará nada, pero su sangre se había vuelto más espesa. ¿Recuerdas la facies hipocrática?

–Ajá.

–Ese es el gesto que se te queda cuando sufres una deshidratación severa. El chaval murió de sed.

Dios mío. Caffery se sentó sobre el mesa. Dios mío... Dios mío... Entonces era cierto. Pensó en la furia que estaba a punto de desatarse públicamente y que caería sobre el equipo de búsqueda en tierra y aire por no haber encontrado al niño hasta que ya era demasiado tarde.

–Es impresionante que aguantara todo lo que aguantó –dijo Quinn–, pero Krishnamurthi cree que es posible... La muerte más lenta de la que él ha oído hablar fue la de un tío en un hospicio que aguantó quince días... Pero también es cierto que se puede aguantar apenas unas horas, depende de las circunstancias. Lo máximo que se puede perder en líquido es una quinta parte del peso corporal.

–¿En los niños es igual?

–Igual... aunque con los niños es un poco más serio. Necesitan más líquido, por su peso, que los adultos. Además, Rory estuvo luchando durante dos días muy calurosos por lo que tuvo que utilizar más reservas de agua. Deberías averiguar si el asesino le dio algo de agua durante los tres días que lo tuvo encerrado. ¿La declaración de Aleck no dice nada al respecto?

–No, no dice nada. –Caffery jugaba con un clip. Souness seguía con las manos apoyadas sobre el mesa mirando por la ventana. Caffery se dio cuenta de que ya sabía todo lo que Quinn le estaba contando–. Bueno –dijo, intentando adelantar un poco los pensamientos–, ¿y qué hay de las mordeduras? ¿Sabemos cuándo se las hicieron?

–Sí. Bastante tarde. Probablemente cuando le sacaron de la casa. La sangre del zócalo y de la zapatilla proviene de esas heridas.

–O sea, que lo subió al árbol y lo dejó allí.

–Al menos eso parece.

–¿Nadie volvió a por él?

–Parece que no.

–¿Y no hay nada de ADN que podamos cotejar?

–Sí.... Tienes las fotos, ¿verdad? Fíjate en la toluidina azul que usó Krishnamurthi... Hubo penetración. O intento de penetración. Y el contaminante...

–¿Sí?

–Semen.

De acuerdo. Caffery se llevó una mano a la frente. Definitivamente estás lidiando con un pedófilo... Pero eso ya lo sabías, así que no puedes venirte abajo ahora. Lanzó una mirada a Souness. Seguía atenta a la ventana, así que Caffery cogió un lápiz y respiró hondo.

–En fin... eso... ¿Sirve para conseguir una muestra de ADN?

Tal vez.

–¿Tal vez?

–Es que... –Quinn era prudente– ... como sabes, Rory estaba vivo. Puede que su cuerpo haya destruido la mayor parte de la muestra. Cuando la víctima está semiconsciente, sin moverse mucho, podemos llegar a obtener una muestra, aunque hayan pasado varios días. Pero Rory se movía y parece que eso destruye las pruebas y...

–De acuerdo, de acuerdo. Examinadlo de todas formas. –Empezó a tomar nota de algunos detalles de la conversación–. Y no quiero tener que esperar dos semanas para tener una pista, como sucedió la última vez.

–Si lo pides urgente, te lo entregarán antes.

–Fiona, era un pedido urgente.

–Ya, lo siento. Es que no siempre puedo decir cuánto va a tardar el laboratorio.

–No te preocupes. Voy a hacer que el juez de instrucción mueva algunos hilos.

El equipo de búsqueda estaba desanimado ya antes del caso de Rory Peach. Los recursos eran cuestionados constantemente y estaban sobrecargados de trabajo. Había habido ocho incidentes «críticos» de acoso racial sin resolver, el caso de abuso sexual de un niño de cuatro años y la recopilación de declaraciones para cerrar el caso de cinco tiroteos entre narcotraficantes en la zona. Tenían la moral baja y se notaba sobre todo en el modo cansino en el que realizaban las tareas de rutina: cuando fueron a recopilar información por las casas, el detective Logan había visitado apenas tres viviendas en un día y Caffery sabía que, dada la carga de trabajo que tenía Kryotos, ninguno de los resultados estaría disponible pronto en el HOLMES. Tenían que cambiar de actitud.

En la rueda de prensa, Souness le pidió al grupo de periodistas de televisión que guardaran un minuto de silencio por Rory Peach. El país entero estaba conmocionado por la noticia. El News of the World se volcó con el tema y puso en marcha una nueva campaña. Como si hubiese una relación directa entre aquello y un juicio divino, cuando Souness volvía a la sala de reuniones en su BMW rojo, el cielo del sur de Londres se cerró y arrojó unas cuantas toneladas de lluvia sobre la calle en apenas unos minutos. Una verdadera tormenta de verano, las calles parecían recién lavadas.

Caffery estaba sentado frente a una de las ventanas abiertas de Shrivemoor observando la lluvia. Sentía el olor a tierra y si hubiese visto pasar una palmera flotando calle abajo ni siquiera se habría asombrado. Cerró la ventana y volvió a sentarse. Miró a Kryotos a través de la puerta abierta. Parecía recompuesta, tecleaba datos en el HOLMES. El llanto en la cocina había sido una sorpresa, nunca antes había visto a Kryotos perder la compostura de ese modo. Siempre había envidiado un poco su capacidad para mantener las distancias.

De pronto, como si hubiese notado que él la estaba mirando, Kryotos levantó la vista. Se miraron a los ojos, pero esa vez ella no desvió la mirada avergonzada. Parecía un poco confusa, como si los pensamientos de Caffery se proyectaran en un cartel luminoso en su frente y ella pudiera leerlos. Frunció el ceño, perpleja, y Caffery (un poco incómodo por la sensación de que podía leerle la mente) le ofreció una sonrisa breve, eficiente. A continuación se inclinó un poco, pateó la puerta para cerrarla y volvió a estudiar las imágenes del cuello de Rory con las luces ALS.

–En la columna de cosas positivas, el hecho de haber encontrado a Rory significa que todavía tenemos al menos un buen equipo forense. –Cuando regresó de la rueda de prensa, Souness se esforzó por mantener una actitud positiva. Trajo café y un par de trozos del pastel de hojaldre pegajoso que había preparado Kryotos. Se sacudió el agua que traía pegada a la chaqueta y la colgó en el respaldo de su silla–. Tenemos las fibras blancas y en cuanto Quinn consiga algo de ADN, podremos hacer una búsqueda masiva en el sistema.

–¿Y cuáles serán los parámetros? ¿Cualquier pedófilo blanco de Brixton que haya atacado a un niño de entre cinco y once años?

–Tengo que enseñaros algo. Tenemos solo tres días antes del cierre del informe provisional... –Guardó silencio–. A ver, Jack, otra vez me estás mirando de ese modo... ¿Qué sucede?

Él se encogió de hombros.

–Va a volver a hacerlo... Y muy pronto.

–¡Ah, me preguntaba cuánto tardarías en decirlo! Mi niño sale de su cochecito...

–Ya... solo que esta vez no permitirá que le interrumpan, va a completar su fantasía (sea cual sea). No se va a detener con lo de los Peach. Está reuniendo fuerzas para algo más... Estoy seguro de que ya ha elegido a su próxima víctima.

–¿Ah, sí? –Souness acercó la silla y se sentó con los brazos cruzados–. ¿Y de dónde sale esta teoría, si no te importa que te lo pregunte?

–Es un expresidiario.

–Oh, sí, claro, un expresidiario, ¿no?

–Sí. Está en forma y ha tenido tiempo de sobra para pensárselo. Tal vez repita algo que haya hecho antes o algo parecido. –Se quitó las gafas–. Le dije a Marilyn que avanzara con una búsqueda previa en el HOLMES de sentencias no privativas de la libertad.

–¿Me lo puedes explicar?

Le acercó las fotografías.

–¿Ves? Nadie lo vio ni lo mencionó en la morgue, pero en las fotografías con las luces azules se ve muy bien qué fue lo que provocó las marcas en el hombro de Rory. ¿Ves esto?

Souness asintió.

–¿Ves estas marcas profundas? Aquí. Y aquí.

–Sí, sí.

–¿Y? ¿Qué dices?

Souness alejó un poco la silla y no dijo nada durante un momento, mientras miraba las fotografías casi bizca y con la cabeza ladeada. Las pupilas se movían rápidamente sobre aquellas marcas extrañas para intentar sacar algo en claro. Cuando finalmente lo comprendió, tiró la silla hacia atrás con un golpe seco.

–¡Dios! Claro... Claro.

Al igual que el resto de vecinos de Brixton, Roland Klare había seguido el caso de Donegal Crescent y tenía muchas ganas de ver las fotografías de la Pentax. No había posibilidad de que llevara la película a un laboratorio, aun si pudiera sacarla de la cámara, pero tenía otras alternativas. En cuanto llegó a casa aquella noche, buscó algo en el portátil.

¡Sí! Tenía razón. Estaba seguro de que estaba en algún lugar. Entró a la habitación y comenzó a mover las cosas.

Una hora más tarde lo encontró. Estaba guardado en una vieja caja de libros Ladybird, era un ejemplar de bolsillo ligeramente maltratado: Construya su propio cuarto oscuro EN CASA. En la portada se veía a un hombre con una bata blanca que sostenía por la esquina un trozo de papel fotográfico, a punto de sumergirlo en una cubeta. Klare había descubierto el libro varios años atrás en uno de los andenes de la estación Loughborough Junction. Complacido por su propia sagacidad, lo llevó a la cocina, lo limpió, se preparó un copa y volvió a la salita. El cielo estaba oscuro pero luminoso a la vez: había unas pesadas nubes que se amontonaban en el horizonte y se arrastraban poco a poco disparando a ratos rayos de sol y, poco después, dejando caer la lluvia. Aun así, Roland Klare no se enteraba. Había cogido papel y lápiz y se había sentado en el sofá dándole la espalda a la ventana. Empezó a leer.

Notas

1 John Soane (1753–1837) fue un importante arquitecto inglés, conocido por sus trabajos en edificios públicos. (Todas las notas son de los traductores.)

2 En alemán en el original. Literalmente: ¡mierda! (N. de los T.)

3 Rudolph William Louis Giuliani (1944) es un abogado y político estadounidense conocido por haber sido el influyente alcalde de la ciudad de Nueva York entre 1994 y 2001.

4 Acrónimo para la frase en inglés VHF Omnidirectional Radio Range, radio utilizada en las aeronaves para seguir en vuelo una ruta preestablecida.

5 Gentrificación (proveniente de la expresión en inglés gentrification) es el término utilizado en la actualidad para designar el proceso por el cual la población original de un barrio –generalmente céntrico y popular– es progresivamente desplazada por otra de un nivel adquisitivo mayor, con los consecuentes cambios en el consumo y el paisaje urbano.

6 Referencia a la película futurista Metrópolis (1927), dirigida por el austríaco Fritz Lang.

7 «Facie hipocrática», expresión procedente de Hipócrates (Cos, c. 460 a. C.- ­ Tesalia, c. 370 a. C.), utilizada en la medicina forense para designar la noción de proximidad de la muerte.

8 En alemán en original. Vergeltung significa «venganza».

9 En latín en el original. Expresión legal que se refiere a una medida cautelar utilizada para frenar actos ilícitos que aún no han sido cometidos, pero que se consideran amenazantes o inminentes.

10 Fármaco antidepresivo.

11 Publicado en español por Tusquets, Barcelona, 1992.

12 La Paedophile Information Exchange fue un grupo de activistas propedofilia fundado en el Reino Unido en 1974 y desactivado en 1984.

13 Zeig Mal!, controvertido libro de educación sexual publicado en Alemania en 1974, escrito por la psiquiatra Helga Fleischhauer-Hardt con fotografías de Will McBride. Fue traducido al español en 1979 como ¡A ver!, Salamanca, Lóguez Ediciones.

14 Siglas de North American Man/Boy Love Association, organización de defensa de la pederastia y la pedofilia de Estados Unidos que trabaja para la abolición de las leyes que penalizan las relaciones sexuales con menores de edad y por la liberación de los hombres que han sido condenados por contacto sexual con menores sin coerción.

15 La fenciclidina, conocida por su abreviatura del inglés PCP, es una droga disociativa que posee efectos alucinógenos y neurotóxicos.

16 En italiano en el original. Exposición del artista conceptual italiano Piero Manzoni que consistió en noventa latas llenas de heces, con una etiqueta en italiano, inglés, francés y alemán que decía: «Mierda de artista / Contenido neto 30 gr / Conservada al natura / Producida y envasada / en mayo de 1961».

17 En español en el original.

18 Los icenos fueron una tribu británica que habitó el área este-central de Inglaterra entre los siglos I a. C. y I d. C.

19 En español en el original.

20 Término que se refiere al concepto chino que designa la importancia cultural que tienen los vínculos, contactos e influencias personales en los negocios de ese país.

21 Fármaco utilizado en el tratamiento de la esquizofrenia y otros trastornos psicóticos.

20

Caffery se recostó, agotado. Encendió otro cigarrillo y se lo fumó en silencio. A la mierda con esto. Pensaba que Tracey no sabía nada del asesino de Rory, pero estaba seguro de que sabía más de lo que decía sobre Ewan. ¿Iba a permitir que le engañaran otra vez, iba a tener que pasarse la vida olfateando ciegamente como un perro desesperado y hambriento? A mí me parece que sí. Se imaginó a Rebecca sonriendo divertida, fumando un cigarrillo y analizando su comportamiento con sangre fría. Penderecki ha muerto pero parece que te gusta que la gente se siga burlando de ti con el tema de Ewan.

No, pensó, que le follen, no. Tiró el cigarrillo por la ventana, arrancó el coche, avanzó unos metros.

–Volveré –dijo, se inclinó sobre Tracey y abrió la puerta–. Cuando lo hayas pensado mejor.

Ella miró dudosa hacia abajo, hacia las ortigas que crecían por las grietas del asfalto.

–No pienso bajarme aquí en bragas. ¿No me acercas a casa?

–No. –Le desabrochó el cinturón y la empujó–. Vamos, sal de aquí.

Ella dio un tirón hacia delante.

–Ah, cabrón. ¿Qué te crees que haces...?

–¡Fuera de aquí! A tomar por culo.

–¡Hijo de puta! –Tracey Lamb se bajó de coche chillando–. ¡Hijo de puta!

–Sí, sí... –dijo Caffery cerrando la puerta–. ¡Hasta pronto!

Tracey iba en ropa interior, envuelta en un chal transparente, descalza y estaba en un aparcamiento a tres kilómetros de su casa, pero a Caffery no le importó. Que se joda. Se alejó acelerando, las manos le temblaban sobre el volante. Cogió la autopista A12 hasta Londres y fue directo al centro de la ciudad, donde cogió el camino para ir al sur, a Shrivemoor. Hablaría con Souness directamente, se lo contaría todo sobre los vídeos ocultos de Penderecki y luego iría a casa a dormir. Dormir... Sonaba como el agua en un pozo fresco.

El depósito del Jaguar estaba casi vacío, por lo que se metió en una gasolinera frente al edificio de Shrivemoor. Hacía calor, el sol estaba inmóvil en el cielo, en la posición del mediodía, quemando la hierba de los jardines y evaporando los desagües. Mientras llenaba el depósito contemplaba la calle con aire ausente, consciente de que iba a pasarse el resto de su vida cumpliendo el diagnóstico que Rebecca había hecho de él, y es que durante todo el tiempo que había pasado en el coche con Tracey Lamb lo único que había deseado intensamente había sido hundirle aquellos dientes de conejo en la garganta. Suspiró, apartó la boquilla de la manguera y cerró el tapón del depósito de gasolina. Estaba realmente cansado. Estaba cansado de culparse por lo que le había sucedido a un niño al que no conocía... y entonces, de pronto, dejó de importarle que cogieran al asesino de Rory Peach, es más, ni siquiera le importaba que hubiera otra familia atada en algún lugar, con el niño en la planta baja, desnudo y muerto de miedo.

Fue a pagar a la caja, le compró un helado de trufas a Kryotos y ya estaba cruzando el patio delantero, sintiendo el asfalto caliente bajo los pies, cuando alguien se le acercó corriendo desde Shrivemoor.

–¿Señor Caffery?

Instintivamente, dejó la mano donde estaba, en el bolsillo del pecho, y la cerró sobre la cartera. Un hombre alto con la piel muy pálida, casi de color alabastro, y el pelo rubio, fino y con los rizos de un bebé, se detuvo a unos pocos metros. Llevaba una camisa de pana con botones redondos, pantalones de color beis también de pana y sostenía una vieja bolsa de Argos con algunos objetos.

–Usted es el detective Caffery, ¿verdad? –Levantó una mano para protegerse los ojos del sol–. Le he visto en Brixton.

–¿Nos conocemos?

–No. Me interrogó uno de sus hombres. Él me dio su nombre.

–¿Y usted es?

–Mi nombre es Gummer. Yo soy... uh... –Miró por encima de su hombro–. Tengo algunas cosas que me gustaría enseñarle sobre el caso Peach.

–Mmm... –Caffery no se movió durante unos instantes. Se suponía que debía dar la mano a Gummer, pero había algo en aquel tipo que le hacía pensar que estaba más interesado en darle una lección sobre la asignación de horas de trabajo en la policía más que en pasarle alguna información. Tenía el aspecto de ese tipo de personas que tienen demasiadas teorías. O puede que fuera un periodista–. Será más fácil si concierta una cita...

–Tal vez podríamos... –Señaló vagamente una zona de la calle en la que había varias tiendas–. Le puedo invitar a un café. No me han dejado esperarle en la comisaría, he tenido que hacerlo bajo el sol.

–Probablemente prefieran que llame primero por teléfono.

–Supongo... –Gummer comenzó a estirarse la camisa y Caffery notó que estaba un poco encorvado, como si tuviera miedo de exponerse demasiado, había mucho control en aquel corredor valiente y apurado del otro lado del acera. Pero de pronto Caffery sintió un poco de lástima por aquel hombre. Dejó caer la mano de su cartera.

–Dígame sobre qué quería hablar.

–Sobre el caso de la familia Peach, ya sabe, los de Donegal Crescent. –Cruzó las manos a la altura del pecho e hizo un movimiento extraño con la cintura, como si se las hubieran atado al pecho al estilo de los faraones–. Ya sabe, los que estuvieron atados.

–Sí, sorprendentemente, sé de lo que me está hablando.

–Tengo una teoría.

Ah, estaba en lo cierto. Te he pillado.

–Mire, señor Gummer, tal vez sea mejor que pida una cita, hágalo por la vía oficial.

Se dio la vuelta para alejarse, pero Gummer se puso enfrente de él.

–No.

–Podemos concertar una cita ahora mismo, si quiere.

–No, tómese un café conmigo.

–Si es tan importante, ¿por qué no me lo cuenta? Ahora.

–Preferiría que tomáramos un café.

–Y yo preferiría que pidiera una cita.

–De acuerdo, de acuerdo... –Gummer bajó los ojos y se quedó mirando sus zapatillas sucias y desatadas, balanceándose de un pie al otro como si estuviera buscando el coraje; se había empezado a ruborizar–. ¿Alguien le ha mencionado algo sobre el hombre del saco, un trol?

Eso despertó el interés de Caffery.

–¿Dónde ha oído eso?

–Salió en las noticias. Un niño al que raptó en el parque.

–Entiendo –contestó cuidadosamente–. ¿Y cuándo sucedió eso?

–Hace muchos años. Su nombre era Champaluang Keoduangdy.

–¿Le conoció?

–No, pero leí sobre él.

–¿Y se acuerda de su nombre? Es un nombre muy difícil de recordar.

–Me lo aprendí. En aquella época vivía en Brixton. Lo ha hecho el trol, ¿sabe? –Ahora se le había puesto el cuello rojo, rojo brillante. Parecía que todo el cuerpo estaba enrojeciendo.

–¿Se lo han dicho sus hijos?

–No, no han sido mis hijos. –Se puso las manos en los bolsillos y movió un poco más los pies–. Yo no tengo... ningún...

–¿No tiene ningún qué?

–No tengo hijos.

–Entonces ¿quién le ha hablado del trol?

–Los niños a los que doy clases... en la piscina. Los pequeños siempre hablan del trol. Y... –Levantó la mirada y la fijó en los ojos de Caffery–. Y me preguntaba qué sabía la policía.

–Estamos hablando de personajes imaginarios de niños. ¿Qué tiene eso que ver con los Peach?

–Los niños no son tontos. Si dicen que hay un trol en el bosque, un trol que los observa cuando están en la cama, tal vez haya que escucharlos. A Champaluang no le raptó el producto de la imaginación de nadie.

–Ya, eso es cierto. –Caffery puso la mano debajo del helado para ver si se estaba derritiendo–. Señor Gummer, ¿alguno de sus alumnos ha visto al trol? ¿Alguno de ellos ha dicho que le ha visto o que ha estado cerca del trol?

–Que no lo hicieran no significa que se pueda descartar lo que dicen. Deberían estar buscando en cada avenida...

–Sí, eso es lo que...

–Y algo más. –Gummer lo interrumpió, claramente agitado–. He oído que los Peach estaban a punto de irse de vacaciones, ¿es eso cierto?

–Si lo leyó, debe ser cierto.

–Bueno, entonces –dijo–, tal vez deban preguntarse si eso es una información relevante.

–Supongo que se le habrá pasado por la cabeza a alguno de los detectives que saben hacer su trabajo, ¿no?

–Si saben hacer su trabajo, sí... –Gummer miró a Caffery de manera desafiante y dejó la frase en el aire, flotando entre ambos.

Caffery suspiró. Estaba cansado de aquella sesión de justicia bajo el sol del mediodía.

–Mire. –Levantó el helado–. Se me está derritiendo. Debo irme.

Gummer cambiaba su peso de un pie al otro, los pantalones de pana se doblaban y plegaban alrededor de los tobillos.

–Ustedes los policías jamás aceptan ayuda...

–Lo siento.

–Cada uno peor que el otro. –Hizo girar la bolsa y su contenido en círculos–. Tienen sus propias teorías y no dejan entrar a nadie más, ustedes tienen que seguir siendo los reyes del mundo, ¿verdad? Jamás escuchan lo que la gente tiene que decirles...

–Señor Gummer, eso no es cierto...

–No me sorprende que nadie declare cuando le interrogan. –Empezó a alejarse–. Se creen los reyes del mundo.

Caffery siguió un instante bajo el sol, observando los extraños movimientos de Gummer a través de la explanada. Esperó a que desapareciera al otro lado de la esquina, suspiró y regresó al Jaguar.

Bela Nersessian estaba en el vestíbulo esperando al ascensor, respiraba pesadamente. Llevaba un jersey escotado con lentejuelas y leggings negros ajustados; había tres bolsas de la compra a sus pies. Caffery había olvidado la cita.

–Bela –dijo.

–Buenas tardes, querido. –Estiró la mano hacia el helado–. Yo cargo eso y usted... –Señaló las bolsas–. ... Si no le importa.

–Claro –respondió, le dio el helado, cogió las bosas y entraron en el ascensor, Bela agarrándose al brazo de Caffery para apoyarse.

–Soy suya por todo el tiempo que me necesite, Annahid ha ido al cine con su padre. –Cuando se cerraron las puertas del ascensor, buscó un pañuelo en su bolso con cadena de oro y se secó la nuca, luego lo sumergió dentro del jersey y se secó las axilas y el escote. Sonrió a Caffery–. Lo siento, querido, necesitaba arreglarme un poco.

Souness los esperaba del otro lado de las puertas. Le preocupaba el demacrado aspecto de Caffery.

–Jack, ¿estás bien? –Le susurró mientras llevaban a Bela a su oficina–. Parece que estés punto de vomitar.

–Sí, luego te cuento. –Le llevó el helado a Kryotos y volvió con Souness. Cuando por fin estuvieron sentados y vio que toda la atención era para ella, la señora Nersessian se sintió en su salsa. Buscó en el interior de una de las bolsas y sacó un paquete grande de higos secos Dotatto y dos de galletas Garibaldi.

–Buenos higos. –Los miraba de cerca, mientras clavaba una de sus uñas pintadas en la carne suave–. Sí, están perfectos. Los higos son el alimento del pobre, señor Caffery, tienen muchísimo calcio y, además, son muy buenos para los intestinos. Si los intestinos están limpios, la cabeza también lo está, uno puede pensar con claridad. Y ustedes necesitan eso, pensar correctamente, no es necesario que se lo recuerde. Tome. –Extendió las galletas sobre la mesa, mirando alentadoramente a Caffery–. Vamos, vamos. ¿Qué problema tiene, por qué está tan delgado? ¿Su mujer no le cocina?

–Señora Nersessian...

–Llámeme Bela, querido. Puede que sea madre, pero no soy vieja, y usted, querida –se dio la vuelta y apoyó una mano en la muñeca de Souness–, llámeme entrometida, pero ¿su marido no le ha dicho nunca nada sobre tu peso? No es que me parezca mal, hay hombres a los que les gusta tener dónde agarrarse...

–Bela –interrumpió Caffery–, nos gustaría hablar de Alek.

–¡Ah, sí! –Se volvió hacia él y las joyas tintinearon–. ¿Ve?, ahí tiene a otro hombre que necesita alimentarse mejor, debería verlo. Lo único que hace todo el día es caminar, se pasa el día entero caminando por el parque. Pobre hombre, pobrecito. Lo que está teniendo que soportar esa familia. –Juntó las manos en un gesto de súplica y levantó los ojos al techo–. Dios nos proteja a todos de lo que ellos están sufriendo. –Aflojó las manos y se inclinó sobre la comida que había en la mesa, cogió un higo rollizo, se lo metió en la boca y lo masticó un buen rato, sonriéndole a Caffery mientras movía la mandíbula–. Por supuesto, si yo fuera policía no les hubiera defraudado tanto como ustedes. Me habría abierto un poco más a ellos... No es que les esté criticando a ustedes, por supuesto.

–Bela, háblenos de Carmel. ¿Cómo está?

–Sus hombres han estado en casa, hablando con ella, pero lo único que hace ella es mirar la pared.

–Lo sabemos. ¿No habla con usted?

–No, solo habla con Annahid. –Se metió otro higo en la boca y se inclinó, acercando el rostro a las frutas e inspeccionándolas para elegir la mejor candidata–. Llora cuando está con Annahid, pero tal vez sea bueno.

Souness se acomodó en su silla.

–Bela, una pregunta sobre Alek, no ha trabajado últimamente, ¿verdad?

Levantó la cara como si Souness le hubiera pegado una bofetada.

–El hombre está de duelo. –Se le quedó mirando con la boca abierta–. No tiene tiempo de preocuparse por el trabajo, acaba de perder a su hijo.

–Creo que la detective jefe se refería a antes...

–¿Antes? Oh... –dijo acariciándose la sien, donde comenzaba a aparecer una gota de sudor–. Ah, eso. Tenía una discoteca, una discoteca móvil, le encantan sus discos... y Estados Unidos, le encanta Estados Unidos, sueña con ir a vivir allí algún día, piensa que se parece a Elvis con todo ese pelo negro... Su mayor sueño era llevar a Rory a Graceland. Por supuesto, se pueden imaginar cómo se oponían todos. Pueden comprender por qué la familia nunca quiso que se casara con Carmel, pero yo jamás tuve nada en su contra. Tampoco Carmel... –Sacudió la caja de galletas Garibaldi debajo de la nariz de Caffery–. Vamos, querido, hágame feliz.

–Gracias –dijo cogiendo una galleta, probablemente la última cosa que deseaba en el mundo, y la apoyó en el borde de su taza de café–. Estaba diciendo algo sobre el trabajo de Alek, la discoteca...

–No digo que haya sido el hombre más trabajador del mundo... Pero tuvo también aquel problema que complicó tanto las cosas... Mejor no hablemos de eso... No son una familia tradicional, ¿sabe?, ella por ser odar, y no estoy diciendo que yo tenga nada en contra de él.

–Perdón, ¿ha dicho oh-da?

Odar... Extranjera, alguien que no es como nosotros.

–¿Uno de «nosotros»?

–Alguien que no es armenio.

–¿Pero Alek Peach lo es?

–Oh, sí, por supuesto. –Parpadeó–. No es muy tradicional, por supuesto, pero sí que es armenio. Lo sé, lo sé... –dijo acariciando el brazo de Caffery con sus uñas largas pintadas de dorado–. Tiene ojos azules. Muchos de nosotros tenemos ojos azules al igual que usted, querido. Todo el mundo cree que somos iraníes, pero no lo somos. Mírenme... –Se quitó las gafas de carey y le guiñó un ojo–. ¿Lo ven? ¿Lo ven?

–Sí, ya veo.

–Azules. Y lo más interesante es que... –Se volvió a poner las gafas–. Lo más interesante es que nuestros bisabuelos, el mío y el de Alek, eran muy buenos amigos. Lucharon juntos contra los turcos y murieron juntos también. Nuestros abuelos fueron a París y...

–¿Pero Peach no es ...?

–¿Un apellido armenio? No, claro que no. Eso es lo que les estoy diciendo. No es un hombre tradicional, yo creo que le avergüenza su herencia.

–¿Se cambió el apellido? –Caffery sintió la mirada de Souness clavada en él y todas sus dudas flotando en el ambiente–. ¿Intentó convertirlo en un apellido anglosajón?

–Solo su segundo nombre. No Alek, por supuesto, ese lo mantuvo porque no sonaba...

–¿Y su verdadero nombre? ¿Cuál era el verdadero nombre de Alek?

–Oh, no podrías pronunciarlo bien. –Sacudió una mano llena de joyas con desdén–. Si no pueden pronunciar Nersessian mucho menos podrán pronunciar Pechickjian.

Cuando Caffery dejó a Tracey Lamb cerca de la autopista A134, a ella no le quedó más remedio que caminar los tres kilómetros hasta su casa. Como un puto granjero. Era un día azul claro y la columna de vapor que salía de la fábrica de azúcar en Bury St. Edmunds se veía por detrás de los árboles. Pasaban pocos coches, el asfalto estaba caliente bajo sus pies descalzos y solo pasó por una cabina de teléfono; un perro pequeño y sucio la estaba olfateando. Pero aunque hubiese tenido veinte céntimos para llamar a un taxi no habría tenido dinero en casa para pagar el viaje. Desde que Carl había muerto las cosas se habían complicado para ella. Le quedaban tan solo cuatro cartones de Silk Cut, el Datsun no tenía gasolina y el cheque del paro no le llegaba ni para empezar a pagar las deudas. Y encima ahora, por lo que parecía, la pasma la estaba investigando.

Tracey no tenía a nadie a quien preguntarle sobre la visita del detective Caffery; la persona a la que habría podido acudir, su hermano Carl, ya no estaba. Ella y Carl habían estado unidos de una manera que algunos habían calificado de «poco sana» durante treinta años, desde que sus padres murieron. Tenían muchas cosas en común, «hasta se les habían caído los mismos dientes», solía decir Carl sonriendo, y le levantaba el labio superior a cualquiera que quisiera escuchar. Él había perdido los suyos en Belmarsh y Tracey, en fin, tenía que admitir que se los había arrancado ella misma en una fiesta de San Patricio. Carl tenía muchísimos «amigos». Tracey lo sabía todo sobre ellos, y había conocido a un par cuando grabaron aquellos vídeos.

Paró un momento a un lado de la carretera, se agachó y escupió una flema oscura entre los helechos. Un coche pasó a su lado e hizo sonar el claxon con fuerza. Por la ventanilla de atrás vio un par de rostros que se reían de ella. Apoyó las manos en las rodillas, se enderezó con esfuerzo y miró hacia el punto en donde se perdía el horizonte brumoso. No podía dejar que le jodieran la vida de aquella forma. Cuando llegara a casa buscaría el cuaderno de Carl y llamaría a sus amigos, les preguntaría qué debía hacer ahora. No le gustaba tener que llamarlos, algunos estaban locos, el propio Carl lo reconocía. Algunos se lo hacían con quien fuera y con lo que fuera: «Algunos son capaces de metérsela al tubo de escape de un viejo Cortina», contaba Carl y se reía. «Eso sí, tiene que ser un Cortina que esté bueno.» Pero tenía que hacer algo.

Cojeaba bajo el calor, le dolían los pies. Más allá de los coches que pasaban de vez en cuando, no vio a nadie durante más de una hora, solo a un viejo con el pelo canoso que llevaba un mono y recogía vertidos industriales en los túneles de West Farm. Giró hacia Barnham, atravesó las casas abandonadas de militares, con sus ventanas tapiadas y sus puertas contrachapadas, y un hangar también vacío. No avanzaba precisamente rápido, cada pocos minutos debía detenerse para recuperar el aliento y escupir flema. Tracey nunca había tenido bien los pulmones.

–Y eso no tiene nada que ver con los sesenta pitillos que te fumas al día, ¿verdad? –Le reñía Carl cada vez que ella levantaba el vaso de plástico y esputaba salivazos cargados de flema–. Nada que ver con eso.

–No me jodas –contestaba Tracey, y le hacía la señal de victoria. Carl se reía y volvían a ver la tele. Le echaba de menos, cuánto le quería. Te echo de menos, Carl.

Cuando llegó al camino que dividía las tierras de labranza, frente a la cantera abandonada y al garaje, se dio cuenta de que le sangraban los pies. El garaje estaba lejos de la carretera, pero siguió caminando, cada vez más cansada. De vez en cuando, un avión militar de Honnington atravesaba el cielo y lo partía en dos, dejando una estela que desaparecía unos segundos después en el horizonte. Aparte de eso, aquellas tierras eran silenciosas, silenciosas y estáticas bajo el sol. Conocía tan bien aquellos campos, aquella verja, aquel camino... Carl había puesto en alquiler el garaje y la casa después de que murieran sus padres, cuando él tenía diecinueve años y Tracey trece. Ella conocía los negocios de Carl. Entendía la razón de las ventanillas de coches apiladas y hechas añicos, los números de bastidor robados y el repujador de metales MOT. Siempre había algún coche desmontado en el garaje, una pila de matrículas intercambiables en la cocina, una furgoneta Transit o un Ford viejo aparcados bajo una lona en la parte trasera. Carl le dejaba echar un vistazo, luego bajaba la lona y se llevaba un dedo a la boca: «Nunca le hables a nadie de este coche, ¿de acuerdo? Haz como que si jamás lo hubieras visto». Cada tanto aparecía un coche que necesitaba una «revisión completa». «Una revisión completa urgente.» Carl saltaba como un niño cuando escuchaba aquellas palabras y trabajaba toda la noche en el Discovery anónimo o en el Bronco, y las luces eléctricas del garaje resplandecían en el campo. Del mismo modo que coleccionaba chatarra, coleccionaba personas: venían y se iban, durante el día y durante la noche, iban directas a la pequeña casa de muros de ladrillo, cargando estéreos de coches y bolsas llenas de productos del duty-free. Tracey había crecido escuchando aquel sonido de las Harley que zumbaban al subir y bajar por el camino. Siempre había alguien merodeando por allí, alguien durmiendo en el baño o acurrucado en un mugriento saco de dormir en el garaje, una serie de chicos intercambiables que iban y venían para ayudar a Carl a dar la segunda mano de pintura con espray (y con otras cosas, estaba segura). Ella los llamaba «los chicos del correccional», porque siempre parecían andar huyendo de un reformatorio. «Pero sobre ellos tampoco debes decir nunca nada, ¿de acuerdo, Tracey?» Todos en el círculo de Carl habían pasado una temporada en la cárcel en algún momento, y eso incluía también al «mordedor» por el que le había preguntado el detective Caffery.

«Ese chaval era un rarito», le había contado Carl. «Decía que todas las mujeres eran unas guarras. Deberías haberlo visto, antes de tocar a cualquier chico se ponía guantes de látex por si había estado cerca de una mujer.» Vivía en Brixton y aunque el detective Caffery no había mencionado dónde habían mordido al niño, Tracey sospechaba que había sido en los hombros. Aun así, su instinto depredador le decía que el detective no estaba realmente interesado en el «mordedor». Había intuido algún tipo de coartada en las preguntas que le había hecho sobre él y justo cuando empezó a preguntar por el chico de Penderecki, le pareció que el detective estaba llegando por fin al tema que de verdad le interesaba.

El chico de Penderecki. Aunque Trace sabía lo que el viejo y astuto polaco le había hecho al niño, jamás le habían dicho quién era el chaval, ni su nombre ni de dónde venía. Pero por el muro de silencio que Carl había levantado sobre el tema, ella siempre había sospechado que el chico significaba algo para alguien importante. Sospechaba que, de algún modo, había dinero de por medio. Y tal vez por eso estaba tan interesado el detective Caffery.

Se detuvo. No estaba muy lejos. Ya podía ver el reflejo de los coches abandonados de Carl al final de la cantera: un viejo Triumph, una caravana cubierta de musgo, un Ford robado. Le quedaban apenas diez minutos hasta el garaje, pero se quedó un instante inmóvil, olvidando el dolor de los pies y las garras de los faisanes que la rozaban cuando subían a los árboles. De entre las paredes frías, húmedas y sin ejercitar del cerebro de Tracey Lamb comenzaba a surgir una idea. Algo sobre el detective Caffery. Tal vez él no fuera el principio de sus problemas. Tal vez fuera la solución.

Roland Klare se había pasado la mañana tomando notas, analizando atajos, buscando nuevas maneras de hacerlo y, finalmente, había encontrado una solución para lo que necesitaba: un par de láminas de papel fotográfico, una lata de un litro de fijador y un poco de revelador Kodak D76. El libro de fotografía era muy claro al respecto: advertía de que se podía dañar la película si no se usaba una luz segura y profesional, pero él había decidido correr el riesgo y solo había agregado una bombilla roja de veinticinco vatios a la lista de cosas pendientes. Había vaciado sus bolsillos, los cajones y las botellas de sidra llenas de monedas y había logrado reunir treinta libras. Las había metido en una bolsa negra de la basura, la había doblado y se la había echado al hombro.

Aquella cantidad de monedas pesaba bastante y le llevó un buen rato llegar hasta la parada del autobús. Una vez dentro, los demás pasajeros le miraron con gesto extraño. Estaba acostumbrado a que las personas se cambiaran de asiento para alejarse de él y por eso se sentó en silencio al final, con la bolsa negra entre los pies hasta que el bus llegó por fin a Balham.

Se bajó justo frente a la tienda de artículos de fotografía, la misma cuyos cubos de basura nunca se olvidaba de revisar. Antes de pensar si quiera en entrar, pasó por delante y se dirigió a la parte trasera. Apoyó en el suelo la bolsa llena de monedas, colocó un caja vieja, se subió y se puso de puntillas para poder echarle un vistazo al contenedor de basura. El corazón se le hundió en el pecho. Lo habían vaciado hacía poco. Lo único que quedaba era una caja de cartón de naranjas Jaffa. Se bajó, se sacudió un poco las manos y, resignado, cogió la bolsa de monedas y la llevó hasta la entrada principal.

29

(27 de julio)

Aquella mañana Tracey Lamb tenía que ir a la audiencia en Narey y no quería encontrarse al volver que Steven había organizado otro desastre en la caravana.

–Vamos. –Le dejó algunas cosas sobre la litera: latas de Coca-Cola, galletas y chocolatinas Caramel–. Ven, siéntate, que vamos a jugar a un juego.

El chocolate y la idea de un juego le animaron. Se sentó en la cama, sobre su saco de dormir, y empezó a mecerse hacia delante y hacia atrás, sonriendo y mostrando el espacio podrido entre los dientes por tantos dulces.

–Juepo. Jue-po.

–Eso es. A ver, dame una mano.

Las extendió, feliz de que Tracey le prestara atención.

–Bien, ahora quédate quieto mientras las... –Utilizó un cable eléctrico para unirlas–. Bien. –Le pasó el cable por la espalda y poco a poco le ató los brazos alrededor del cuerpo. Dejó la luz encendida, sonrió y le dio un golpecito en las costillas para ponerlo contento–. Vamos, es divertido. Mira, el juego va de esto: como a Tracey no se le da bien atar a Steven, ¿lo ves?, Steven siempre puede soltarse. ¿O no?

–Sííííí –asintió sonriendo–. Sib. –La miraba embelesado mientras ella ajustaba el cable de manera que uno de los brazos le quedara pegado al cuerpo. A continuación Tracey se puso de pie y enroscó el otro extremo del cable primero en el pomo del armario, después a través del pestillo de la ventana y por último en la base de la mesa. Ahora Steven podía moverse dentro de un círculo de un metro y medio aproximadamente. Podía llegar al fregadero, pero no a la ventana ni a la puerta ni causar mucho desorden.

–De acuerdo. –Se alejó un poco mientras se limpiaba las manos en los leotardos–. Ahora te apuesto a que Steven puede desatarse. Seguro que Steven es más listo que Tracey, ¿a que sí?

–¡Sííííí!

–A ver. Vamos a ver cómo Steven sale de esta.

–Ale... ale... –Se arqueaba hacia atrás y hacia delante, sonreía con los ojos dándole vueltas en sus propias órbitas. Luchaba y se retorcía, y la zona de las muñecas se tensaba más hasta que la carne se le hinchó y las venas del cuello se le inflaron. Tracey se cruzó de brazos y le observó con la cabeza ladeada. Sí, a ver cómo sales de esta, gilipollas.

De pronto Steven se había soltado. Se sacudía con los brazos caídos como un bebé intentando salirse de la sillita con una gran sonrisa llena de dientes podridos.

–Hice yo...

Qué pedazo de imbécil. Tracey pateó la base de la mesa.

–Sí, sí, lo has hecho.

–Nuevo... nuevo...

–De acuerdo, de acuerdo, lo haremos de nuevo.

–Sí, sí... –Se sacudió hacia delante, excitado–. Jue-po.

–Pero esta vez. –Tracey le tocó el regazo–. Esta vez Tracey va a intentarlo más fuerte.

Esta vez utilizó otro trozo de cable y una cuerda que sacó del maletero del Datsun. Le dejó libre una mano pero esta vez, a pesar de que estuvo esforzándose durante diez minutos mientras ella le observaba de pie en la puerta con una sonrisa tranquila, no se pudo escapar. Finalmente, atado a la litera como un pavo de Navidad, levantó la mirada hacia Tracey y le sonrió. Se había quedado sin aliento, pero estaba emocionado de que siguieran jugando.

–Bien hecho. –Con un pie Tracey empujó la cubeta de residuos hacia él–. No vas a estar así mucho tiempo. Volveré por la tarde y, si te portas bien –acercó su cara a la de él y sonrió–, si te has portado bien, tal vez te presente a alguien muy especial.

–De la lista 103, es el número 7, señor. –El uso de listas le permitía a los jueces del distrito encontrar rápidamente un caso–. Es la señora Tracey Jayne Lamb. Kelly Álvarez es su abogada.

Las oficinas de la corte y de los juzgados de Bury St. Edmunds se encontraban en un mismo edificio de ladrillos rojos abovedado y escondido detrás de los terrenos de la abadía en ruinas. El interior estaba revestido de madera y moqueta de pared a pared. Kelly Álvarez, vestida con un traje blanquecino bastante desaliñado y una blusa de seda roja, se sentó en el banquillo de la defensa, justo debajo de la claraboya central. A su derecha, Tracey Lamb esperaba pacientemente con el vaso en el que tiraba la flema en una mano y una bola de chicle de fresa en la boca.

El secretario leyó los cargos.

–Tracey Jayne Lamb, está acusada de conspirar junto a otros dos desconocidos en la perpetración de un abuso sexual que atenta contra las leyes de esta nación.

El juez del distrito miró a Lamb y frunció el ceño, como si no la hubiera visto en el banquillo de los acusados y ahora estuviera un poco ofendido de verla, como si hubiera entrado de golpe y sin anunciarse.

–Señorita Lamb. –Se quitó las gafas, apoyó las manos abiertas sobre el mesa y se sentó un poco más hacia delante en su sillón de cuero con respaldo alto–. Usted comprende que se trata de una acusación muy grave que no puede ser tratada aquí. Hoy nos hemos reunido únicamente para fijar la fecha de la vista de traslado y para ver el tema de la fianza.

Lamb le sonrió con sarcasmo, como si le estuvieran preguntando si sabía el abecedario.

–Sí, sí –dijo acomodándose el chicle a un lado de la boca, escupió una flema en el vasito, se enderezó y se permitió una pequeña sonrisa–. Lo sé.

–Bien. –El juez cerró los ojos con desagrado y volvió a dirigirse al fiscal, un representante de Protección del Menor–. ¿Han dicho que no se oponen a una fianza?

–Exacto.

–¿Está seguro de que no quiere oponerse?

–Sí, seguro.

–Sabe que tengo el poder para denegar esa decisión.

–Sí.

–Bien. –Dio unos golpecitos ruidosos con el boli–. Porque creo que eso es exactamente lo que haré.

–Señor. –Álvarez se puso medio de pie y tiró accidentalmente un lápiz de la mesa–. Señor, es importante considerar que la acusación es de hace muchos años y no hay prueba alguna de que la acusada siga en contacto con la víctima.

Tracey masticó un poco más fuerte, concentrando su atención en el juez. Nadie le había dicho que podía quedarse sin la posibilidad de una fianza. Ni siquiera había pensado en eso. Ahora el representante de Protección del Menor estaba de pie y asentía hacia el juez.

–Sí, señor, estamos de acuerdo con la defensa.

–Además –dijo Álvarez colocándose el pelo detrás de las orejas–, la acusada no ha cometido ningún delito en los últimos ocho años. A la señorita Lamb le otorgaron custodia policial y ha comparecido hoy a tiempo en esta audiencia de Narey. No hay ni un solo indicio de no vaya a volver a hacerlo... –Echó un vistazo a la pila de papeles que había sobre la mesa de Narey–. Ha vivido en el mismo sitio durante treinta años y el delito que se le imputa se llevó acabo hace más de doce. Mi ilustre compañero de la acusación ha indicado que no se opondrá ni solicitará condiciones particulares.

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