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Prólogo

Pocas novelas históricas contienen tanta realidad y tanta ficción a un tiempo como las de Alexandre Dumas, desde la trilogía que arranca en Los tres mosqueteros hasta esta Guerra de las mujeres con la que aquélla se relaciona por el fondo histórico que la envuelve. La técnica narrativa de Dumas se sostiene sobre hilos históricos, a los que acomoda la novelación de unas aventuras que siempre tienen la rapidez y el suspense exigidos por el medio en que se acercaban al público: los faldones de los periódicos ofrecían los capítulos de manera continua en unos casos, intermitente en otros, como ocurrió en el de La guerra de las mujeres: sus capítulos aparecieron tan entrecortados que el director del periódico que los publicaba en folletón terminó llevando ante los tribunales a Dumas por incumplimiento de contrato, harto de anunciar una y otra vez las promesas del autor de entregar la continuación en plazos nunca cumplidos.

La cantidad de información histórica sobre la que Dumas teje los hilos de sus tramas supera con creces la que en la actualidad ofrece la mayoría de las ficciones del género; y, paradójicamente, su nivel de ficción resulta también superior, porque Dumas trabaja libremente sobre un cuadro real del que toma nombres, hechos y papeles; pero, en cuanto cumple con las condiciones mínimas que le exige el marco, se mueve libremente para inventar novelescamente los puntos muertos que la historia siempre deja en su acotación de hechos y personajes; por más que sepamos de su existencia, la documentación memorialística puede decir a lo sumo que Canolles, uno de los protagonistas de La guerra de las mujeres, defendió la fortaleza de la isla Saint-Georges enfrentándose a las tropas realistas con tal o cual número de soldados y oponiendo su habilidad a tal o cual estratagema exterior; pero esos datos no revelan lo que ocurre detrás de las puertas o dentro del protagonista, que puede llevar, al mismo tiempo que la defensa de su fortaleza, una intriga sentimental de la que no hablan quienes escribieron sus recuerdos de los cruciales momentos de la historia de Francia en que Dumas sitúa la trama: un año crucial entre tantos otros cruciales que escoltan en Francia la época de sus guerras de religión, antes y durante la minoría de edad del que luego sería el rey francés por excelencia, Luis XIV; Francia se hallaba empeñada además en otro frente: en la lucha por la supremacía europea que disputa a España una española, la reina madre Ana de Austria, esposa de Luis XIII y regente en nombre de su hijo de los destinos de su país de adopción.

Dumas fecha con toda precisión el momento de la acción narrativa: mayo de 1650, poco más o menos. Una novela anterior, Veinte años después –parte de la trilogía que arranca con Los tres mosqueteros–, también se movía en las luchas civiles de la Fronda, para concluir nueve meses antes con el regreso triunfal del rey niño (doce años) a París. Por encima del cuadro sobrevuelan ahora los mismos personajes claves del momento: Ana de Austria y Mazarino protegiendo la transmisión de la corona, por un lado; por otro, los máximos representantes de la aristocracia francesa, Condé y Conti, cuya sangre borbona les permite aspirar al trono, su cuñado Bouillon, el duque de La Rochefoucauld... Si ése es el pomposo marco de caoba regia, el cuadro contiene en su interior una pintura más detallada; Dumas aplica su lupa de precisión a una comarca concreta y a un episodio que, desde luego, no es el más significativo de la Fronda de los nobles contra el rey; se centra en la fronda bordelesa. Burdeos, tan alejado del foco solar de París, miraba con esa misma distancia la implantación desde hacía un siglo de una monarquía distante y resolvía sus diferencias políticas y sus luchas de poder dentro de un marco local, con un Parlamento que se dedicaba a ordenar la vida cotidiana dentro de una adscripción reticente a Francia.

Dumas y su constante colaborador, Auguste Maquet –que también participó en la escritura de esta novela–, ya habían abordado el episodio de la rebelión y arresto de los príncipes borbones Condé y Conti: el capítulo XXII de un texto de vulgarización titulado Louis XIV et sa cour (Luis XIV y su corte), y firmado por ambos, narra la acogida que Burdeos dio a los partidarios de los Condé, acogiendo además a la esposa del primero, Madame la princesa, y a su hijo, el duque d’Enghien, futuro rey si la Fronda conseguía desalojar del poder a Ana de Austria y a Mazarino; la nobleza descontenta con Luis XIII y la regencia de su viuda apostó fuerte, y en su bando figuraron nobles provincianos, pero también primeros personajes del reino, como Turenne o el duque de La Rochefoucauld, además de la familia Condé, que sólo agachaba la cabeza ante el rey. La lupa aumenta y saca a primera página el hecho capital que va a servir a Dumas para enhebrar el desenlace: una pequeña fortaleza llamada Vayres, que en realidad era una bicoca situada a dos leguas de Burdeos; asediada por las tropas realistas mandadas por el mariscal de La Meilleraye, se rindió tras una capitulación pactada que prometía sana y salva la vida a los defensores; pese al acuerdo y al honor que la época debía hacer a sus pactos, su gobernador, un tal Jean Richon, fue ahorcado; no era gentilhombre y terminó colgando de manera infame de una soga, con olvido de todas las promesas que se le habían hecho. Para el hijo del conde de Brienne, que se curaba de una sífilis en la pequeña población de Libourne, el ahorcamiento de Richon fue un espectáculo que lo «distrajo» en su enfermedad, pues tuvo «el placer –dice–, de ver ejecutar al rebelde desde sus ventanas»*.

No carece de importancia el detalle del ahorcamiento de Richon, a quien en la novela se presenta como noble y que, por lo tanto, gozaba del privilegio de no morir en la horca; los bordeleses ven en ese detalle que las tropas realistas están dispuestas a todo y rompen cualquier pacto; cuando en sus manos caiga el gobernador de la fortaleza-isla Saint-Georges le aplicarán igual suerte; ese gobernador es nuestro protagonista, el enamorado de La guerra de las mujeres, que ha rendido la plaza movido por el amor y tras comprender que no había otra alternativa: arrestado bajo palabra de honor, se mueve libremente por Burdeos, asiste a fiestas y ceremonias... pero, cuando llega la noticia del infame fin de Richon, su suerte está echada: lo eligen como víctima propiciatoria para demostrar a las tropas realistas que tampoco ellos están dispuestos a pararse en barras; ese detalle, la horca para un noble, será el meollo del último episodio de su vida.

La ficción acompaña a la historia: tras la ejecución de Canolles, Burdeos fue asediada; pero un pacto terminó resolviendo las tablas en que estaban las fuerzas de sitiados y sitiadores; pacto significaba perdón y olvido: es cierto que Condé, Conti y Bouillon, cuñado de ambos, recuperaban sus bienes y territorios –auténticos estados dentro del Estado–, pero el perdón equivalía a un sometimiento que ponía fin en Francia a las rebeliones de la nobleza: de la mano de Mazarino, Luis XIV podía iniciar un reinado absoluto y concentrar sus mejores generales y tropas en combatir el poder español en Europa.

Éste es el marco de los protagonistas históricos; la tarea de Dumas consistía en inventar una trama, encajarla en ese marco, evitar cualquier contradicción entre el envoltorio y el contenido. Aun así, para los detalles recurrió a las memorias de uno de los personajes de la novela, que también lo era histórico: Pierre Lenet, que en La guerra de las mujeres aparece en el papel que ejerció en la realidad, el de consejero de Madame la princesa, esposa de Condé y cabecilla de la rebelión bordelesa. No salió ileso de la Fronda; este hombre de Condé, que entre otras misiones le encargó negociar un tratado con España, tuvo que exiliarse entre 1653 y 1661. Sus Mémoires de Monsieur L***, conseiller d’État, contenant l’Histoire des Guerres civiles des années 1649 et suivantes, principalement celles de Guyenne et autres provinces, publicadas en 1729 y reeditadas en 1826, son las que le proporcionan el meollo más novelesco: desde la fuga de Chantilly de la princesa madre y de la esposa y el hijo de Condé –el pequeño duque d’Enghien, que hacía su primera monta a caballo– ante las narices del enviado de la corte para controlar sus movimientos, hasta la manipulación del debate que, como venganza por la muerte de Richon, había de condenar a Canolles a sufrir su misma suerte, lo que Dumas hace es unir umbilicalmente a través de Canolles ambas situaciones y convertir a éste en representante del cardenal y de la reina en Chantilly para vigilar y mantener en ese palacio, sin posibilidad de fuga, a las dos mujeres, cabecillas de la rebelión tras el arresto del cabeza de la familia, Condé; Canolles será engañado por el amor y permitirá la fuga de las dos mujeres como resultado de una estratagema ideada por Lenet, según cuenta éste en sus Memorias: el joven Canolles no conoce los rostros de la madre ni de la esposa de Condé, a las que no resultó difícil escapar a París mientras dos mujeres de su confianza y el compañero de juegos del duque d’Enghien los suplantaban y dejaban en ridículo al enviado de Mazarino.

En esta comedia de sustituciones arranca el meollo de la trama; a Dumas no le cuesta mucho escribir Canolles en vez de du Vouldy, el personaje realmente burlado, ni aprovechar esa escena burlesca para enhebrar una historia romántica: le basta con convertir a la doncella real que sustituyó a Madame la princesa en Mme. de Combes, que lo ha conocido vestida de hombre y ahora, ya enamorada, se burla por necesidades de la causa rebelde del enviado realista. Las órdenes que du Vouldy había recibido no fueron sólo vigilarlas, sino llevarlas escoltadas a la provincia de Berri, con lo cual Mazarino no sólo se apoderaba de sus personas, sino que se convertía en dueño de la importante plaza fortificada de Chantilly y tenía libre acceso hacia Montrod, otra plaza fuerte estratégica, enclavada en los límites de seis provincias.

El personaje ridiculizado por la estratagema propuesta por Lenet se recuperará de esa caída deshonrosa defendiendo bravamente la fortaleza de la que ha sido nombrado gobernador; el deshonor de sus enemigos al incumplir su palabra de garantizarle la vida, lo absolverá de todo; y Dumas le permite además interpretar en el desenlace el papel de un entusiasta d’Artagnan. Al lado de Canolles unas veces, otras frente a él, el autor ha plantado un personaje novelesco que en determinadas escenas tiene más de criado de comedia de teatro clásico que sirve de pendant al héroe que de carácter positivo o heroico: Cauvignac. Encarna un poco el misterio, otro la malandanza, en cierta medida el personaje sin rey ni ley, un caballero de capa y espada, mercenario y malvado si la ocasión se presta, pero generoso y, al final, redimido por un arranque de valentía y sentimiento; no pudiendo terminar como un estandarte del honor y la honra, Dumas vuelve a la comedia para prestarle unas circunstancias donde tienen cabida sus cualidades de vividor capaz de superar todo infortunio, y al que además ayuda la fortuna.

Aunque sean estas dos figuras masculinas las que, aparentemente, dominan la acción, la trama no depende de ellas: respondiendo perfectamente al título, Dumas deja los hilos en manos de dos mujeres; las presenta al lector envueltas en circunstancias diferentes y opuestas que las marcan desde el primer momento, cuando ambas, casi a unos metros de distancia, inician la novela: una, Mme. de Combes, disfrazada de hombre; la otra, Nanon de Lartigues, que no utiliza máscara alguna, aunque se percibe desde el inicio que vive en el filo de la navaja. Dumas emplea trazos de misterio y de amor para mostrar la delicadeza con que el sentimiento entra en el corazón de Mme. de Combes; y en la paleta de Nanon dispone los colores oscuros, caracterizándola desde el principio como ambiciosa y aventurera. Como en el caso de Canolles, este personaje femenino es novelescamente histórico: el novelista saca el nombre de Nanon de Lartigues de las Memorias de Lenet y la pinta con alguno de sus trazos, pero matizándola más, porque no trata de oponer a la heroína enamorada una encarnación de la maldad sino una rival en el terreno amoroso; Lenet no deja de describirla como una mujer aventurera que se había apoderado de la voluntad del viejo duque d’Épernon, con quien vivió hasta la muerte de este gobernador de la Guyena en 1661; esa relación le sirvió para ser presentada en la corte y materializar su ambición de poder y dinero; según Lenet, no era más que una simple burguesa ni siquiera excesivamente hermosa, de inteligencia escasa, que se había ganado el odio de toda la Guyena «porque, además del escándalo de ver semejante comercio y una dependencia tan vergonzosa mientras él estaba separado de su mujer la duquesa, ella había aumentado su fortuna», que se calculaba en dos millones de libras. Dumas difumina ese afán de poder y la pone en el amor a la altura de Mme. de Combes, con quien rivaliza por Canolles; hasta el punto de que al joven galán le cuesta demasiado desprenderse del imán de la aventurera.

Como en varios otros, ese romántico trasnochado que fue Dumas muestra en el desenlace más melancolía que entusiasmo, negando así una adscripción sumaria a ese movimiento al que llegó algo tarde y, sobre todo, al que aportó una visión encastrada en la historia, porque la historia era el fundamento básico de su narración, como si quisiera popularizar la historia de Francia pero de una forma amena, capaz de interesar y enseñar al mismo tiempo. Esta segunda parte, la didáctica, ha terminado por servir nada más que de marco a una narrativa donde el suspense y la rapidez con que el autor lleva la trama lo han convertido en el novelista francés más leído de la historia en todo el mundo. Y esta leyenda de mosqueteras belicosas y estrategas políticas que es La guerra de las mujeres conforma, por derecho propio, una de las piezas más delicadas que sustentan el prestigio narrativo de Alexandre Dumas.

Mauro Armiño

LA GUERRA DE LAS MUJERES

Nanon de Lartigues

I

A cierta distancia de Libourne, la alegre ciudad que se mira en las rápidas aguas del Dordoña, entre Fronsac y Saint-Michella-Rivière, se alzaba en otro tiempo un bonito pueblo de paredes encaladas y tejados rojos semihundidos bajo los sicomoros, los tilos y las hayas. El camino de Libourne a Saint-André-de-Cubzac pasaba por en medio de sus casas simétricamente alineadas y formaba la única vista que poseían. Detrás de una de esas hileras de casas, a unos cien pasos poco más o menos, serpenteaba el río cuya anchura y fuerza empiezan a anunciar desde ese punto la cercanía del mar.

Pero la guerra civil pasó por allí: y primero derribó los árboles, luego despobló las casas que, expuestas a todos sus caprichosos furores y sin poder huir como los habitantes, fueron desmoronándose poco a poco sobre la hierba, protestando a su manera contra la barbarie de las guerras intestinas; pero poco a poco la tierra, que parece haber sido creada para servir de tumba a lo que sea, cubrió el cadáver de esas casas tan alegres y tan felices. La hierba creció al fin sobre ese suelo ficticio, y hoy el viajero que sigue la solitaria ruta está lejos de sospechar, al ver pacer sobre los desiguales montículos uno de esos grandes rebaños como los que se encuentran a cada paso en el Sur, que pastor y corderos hollan el cementerio donde duerme un pueblo.

Pero en la época de que hablamos, es decir, hacia el mes de mayo del año 1650, el pueblo en cuestión se extendía a ambos lados de la ruta, alimentándola como una gran arteria, con una abundancia de vegetación y de vida de las más alegres; al forastero que lo hubiera cruzado entonces le habrían gustado aquellos aldeanos ocupados en enganchar y desenganchar los caballos de su arado, aquellos barqueros que lanzaban al río sus redes en las que se agitaba el pescado blanco y rosa del Dordoña, y aquellos herreros que golpeaban rudamente sobre el yunque, y bajo cuyo martillo brotaba un haz divergente de chispas que iluminaba la fragua a cada golpe que daban.

Pero lo que más le hubiera encantado, sobre todo si la ruta le hubiera dado ese apetito proverbial de quienes suelen frecuentar los caminos reales, habría sido, a quinientos pasos de ese pueblo, una casa baja y alargada, formada únicamente por una planta baja y un primer piso, que exhalaba por su chimenea ciertos vapores y por sus ventanas ciertos olores que indicaban, mejor todavía que una figura de becerro dorado pintado sobre una placa de latón rojo, que crujía suspendida de una varilla de hierro empotrada en la cornisa del primer piso, que por fin había llegado a una de esas casas hospitalarias cuyos habitantes se encargan de reparar, a cambio de cierta retribución, las fuerzas de los viajeros.

¿Por qué, se me dirá, estaba situada la posada del Becerro de Oro a quinientos pasos del pueblo, en lugar de haberse alineado de forma natural en medio de las risueñas casas agrupadas a ambos lados del camino?

En primer lugar, porque, por más perdido que estuviera en ese rinconcito de tierra, el posadero era, en materia de cocina, un artista de primer orden. Y, si se hubiera asentado en el centro o en los extremos de una de las dos largas hileras de casas que formaban el pueblo, corría el riesgo de verse confundido con alguno de esos figoneros a los que tendría que admitir como colegas, pero a los que no podía decidirse a mirar como a iguales suyos: todo lo contrario, aislándose, atraía sobre él las miradas de los entendidos, que, en cuanto habían probado una sola vez su cocina, se decían unos a otros: «Cuando vayáis de Libourne a Saint-André-de-Cubzac, o de Saint-André-de-Cubzac a Libourne, no dejéis de deteneros a desayunar, almorzar o cenar en la posada del Becerro de Oro, a quinientos pasos del pueblecito de Matifou1».

Y los entendidos se detenían, salían contentos, enviaban a otros entendidos, de modo que el inteligente posadero iba haciendo poco a poco su fortuna, lo cual no le impedía, cosa rara, seguir manteniendo su casa a la misma altura gastronómica; lo cual prueba, como ya hemos dicho, que maese Biscarros era un verdadero artista.

Pero uno de esos hermosos atardeceres del mes de mayo, cuando la naturaleza ya ha despertado en el Sur y empieza a despertar en el Norte, unas humaredas más espesas y unos olores más suaves todavía que de costumbre escapaban de las chimeneas y de las ventanas de la posada del Becerro de Oro, mientras en el umbral de la casa maese Biscarros en persona, vestido de blanco, según la costumbre de los sacrificadores de todos los tiempos y todos los países, desplumaba con sus augustas manos unas perdices y unas codornices destinadas a alguna de aquellas exquisitas comidas que tan bien sabía disponer y que solía cuidar en sus menores detalles, siempre como consecuencia del amor que sentía por su arte.

Caía, así pues, el día y las aguas del Dordoña, que, en una de esas tortuosas desviaciones de que está sembrado su curso, se alejaban de la ruta, poco más o menos a un cuarto de legua para ir a pasar al pie de la pequeña fortaleza de Vayres, empezaban a blanquear bajo los negros follajes. Un no sé qué de tranquilo y melancólico se difundía por el campo con la brisa del atardecer; volvían con sus caballos desuncidos los labradores, los pescadores con sus redes chorreantes; se apagaban los ruidos del pueblo, y, cuando resonó el último martillazo poniendo fin a la laboriosa jornada, el primer canto del ruiseñor empezó a dejarse oír en un macizo vecino.

Con las primeras notas que escaparon de la garganta del músico emplumado, también maese Biscarros se puso a cantar, sin duda para acompañarlo; esa rivalidad armónica y la atención que el posadero ponía en su obra le impidieron ver a una pequeña tropa formada por seis jinetes surgiendo por el extremo del pueblo de Matifou y avanzando hacia su posada.

Pero una interjección que salió de una ventana del primer piso y el movimiento rápido y ruidoso con que esa ventana se cerró hicieron levantar la nariz al digno posadero; vio entonces avanzar directamente hacia él al jinete que marchaba al frente de la tropa.

Directamente no es la palabra justa, y nos apresuramos a corregirnos porque aquel hombre se detenía cada veinte pasos lanzando a derecha e izquierda unas miradas escrutadoras, escudriñando en un abrir y cerrar de ojos senderos, árboles y matorrales; sosteniendo con una mano un mosquetón sobre su rodilla, tan dispuesto al ataque como a la defensa, de vez en cuando hacía señas a sus compañeros, que imitaban en todo sus movimientos, de ponerse en marcha. Se aventuraba entonces a dar de nuevo algunos pasos, y de nuevo se repetía la misma maniobra.

Biscarros siguió con la vista al jinete, cuya singular marcha le preocupaba de modo tan extraordinario que durante todo ese tiempo se le olvidó arrancar del cuerpo del ave la pulgarada de plumas que sostenía entre el pulgar y el índice.

–Es un señor que busca mi casa –dijo Biscarros–. Este digno gentilhombre es sin duda miope; sin embargo mi Becerro de Oro está recién pintado y la muestra sobresale de sobra. Vamos a dejarnos ver.

Y maese Biscarros fue a plantarse en medio del camino, donde siguió desplumando el ave con gestos llenos de amplitud y majestad.

El movimiento produjo el fruto que esperaba el posadero; en cuanto el jinete lo hubo visto, picó derecho hacia él, y saludándolo con cortesía dijo:

–Perdón, maese Biscarros, ¿no habéis visto por aquí una tropa de gente de guerra, que son amigos míos y deben de estar buscándome? Gente de guerra es mucho decir, gente de espada es la palabra justa, ¡en fin, gente armada! ¡Sí, gente armada, eso traduce mejor mi idea! ¿No habréis visto una pequeña tropa de gente armada?

Era imposible halagar más a Biscarros, que, llamado por su nombre, saludó también afablemente; no se había dado cuenta de que, de una sola ojeada lanzada por el forastero a su posada, éste había leído el nombre y la profesión en la muestra lo mismo que acababa de leer la identidad en el rostro del propietario.

–En materia de gente armada, señor –respondió tras haber reflexionado un momento–, sólo he visto a un gentilhombre y a su escudero, que han parado en mi casa hace poco más o menos una hora.

–¡Ah, ah! –hizo el forastero acariciándose el mentón de un rostro casi imberbe, y sin embargo ya impregnado de virilidad–. ¡Ah, ah!, o sea que en vuestra posada hay un gentilhombre y su escudero. ¿Y los dos armados, decís?

–¡Dios mío!, sí, señor. ¿Queréis que mande decir a ese gentilhombre que deseáis hablarle?

–Pero ¿es decoroso? –replicó el forastero–. Molestar así a un desconocido quizá sea tratarlo con demasiada familiaridad, sobre todo si ese desconocido es un caballero de calidad. No, no, maese Biscarros; bastará con que me lo describáis, o, mejor aún, con que me lo mostréis sin que él me vea.

–Mostrároslo es difícil, señor, dado que parece esconderse, pues ha cerrado su ventana en el momento en que vos y vuestros acompañantes habéis aparecido en el camino; por lo tanto es más fácil describíroslo: es un jovencito rubio y delicado, de apenas dieciséis años, y que parece tener sólo la fuerza justa para llevar una pequeña espada de salón colgada de su tahalí.

La frente del forastero se frunció bajo la sombra de un recuerdo.

–Muy bien –dijo–, sé a quién os referís: un joven señor rubio y afeminado, montado en un caballo árabe y seguido por un viejo escudero, tieso como la sota de picas. No es a él a quien busco.

–¡Ah!, no es a él a quien el señor busca –dijo Biscarros.

–No.

–Bueno, mientras espera a quien el señor busca, y que no puede dejar de pasar por aquí porque sólo hay este camino, el señor podría entrar en mi casa y refrescarse, él y sus compañeros.

–No, gracias. Sólo me queda daros las gracias y preguntaros qué hora puede ser.

–Están sonando las seis en el reloj del pueblo, señor. ¿No oís el ronco sonido de la campana?

–Sí. ¿Podéis hacerme un último servicio, señor Biscarros?

–Con mucho gusto.

–Decidme, por favor, cómo podría conseguir una barca y un barquero.

–¿Para cruzar el río?

–No, para pasear por el río.

–Nada más fácil: el pescador que me suministra mi pescado... ¿Os gusta el pescado, señor? –preguntó Biscarros a modo de paréntesis y volviendo a su idea de hacer que el forastero cenara en su casa.

–Es una carne mediocre –respondió el viajero–; sin embargo, cuando está convenientemente sazonado no le hago ascos.

–Yo siempre tengo un pescado excelente, señor.

–Os felicito por ello, maese Biscarros, pero volvamos a quien os lo suministra.

–De acuerdo. Pues a esta hora, probablemente ha terminado su jornada y está cenando. Desde aquí podéis ver su barca amarrada a aquellos tres sauces, allá abajo, junto a aquel olmo. Seguro que lo encontráis a la mesa.

–Gracias, maese Biscarros, gracias –dijo el forastero, y, haciendo a sus acompañantes seña de seguirle, picó enseguida espuelas hacia los árboles y llamó en la cabaña indicada.

Abrió la mujer del pescador.

Como le había dicho maese Biscarros, el pescador estaba a la mesa.

–Coge tus remos –dijo el jinete– y sígueme, hay un escudo a ganar.

El pescador se levantó con una precipitación que daba cuenta de la escasa liberalidad que ponía en sus tratos el posadero del Becerro de Oro.

–¿Es para bajar a Vayres? –preguntó.

–Es sólo para llevarme hasta el centro del río y permanecer allí conmigo unos minutos.

El pescador abrió de par en par los ojos al oír aquel extraño capricho; pero como había un escudo a ganar, y como veinte pasos detrás del jinete que había llamado a su puerta vio perfilarse las siluetas de sus acompañantes, no puso dificultad alguna, pensando que la falta de su buena voluntad provocaría el empleo de la fuerza, y que en el conflicto perdería la recompensa ofrecida.

Se apresuró a decir al forastero que estaban a sus órdenes él, su barca y sus remos.

La pequeña tropa se encaminó entonces inmediatamente hacia el río y, mientras el forastero avanzaba hasta la orilla del agua, se detuvo en lo alto del talud, disponiéndose, por temor sin duda a verse sorprendida, de modo que pudiera ver por todos los lados. Desde donde se había situado podía dominar al mismo tiempo el llano que se extendía a su espalda y proteger el embarque que se realizaba a sus pies.

Entonces el forastero, un hombre fuerte y rubio, pálido y nervioso, aunque enteco, y de una fisonomía inteligente, aunque un cerco marrón negruzco rodeaba sus ojos azules y una expresión de cinismo vulgar vagaba por sus labios, el forastero, decimos, examinó sus pistolas con cuidado, se puso el mosquetón en bandolera, metió una larga espada en su vaina y clavó su atenta mirada en la orilla opuesta, vasta pradera cortada por un sendero que partía de la ribera del río e iba a parar en línea recta hasta el burgo de Ison, cuyo bruñido campanario y blanco humo se distinguían en el vapor dorado del atardecer.

En el otro lado, a la derecha, y a medio cuarto de legua aproximadamente, se alzaba la pequeña fortaleza de Vayres.

–¡Bien! –dijo el forastero, que empezaba a impacientarse, dirigiéndose a sus compañeros como centinela–. ¿Viene, y por fin lo veis asomar a derecha o a izquierda, delante o detrás?

–Creo distinguir un grupo negro en el camino de Ison –dijo uno de los hombres–, pero aún no estoy bien seguro porque el sol me deslumbra. ¡Esperad! Sí, sí, son ellos: uno, dos, tres, cuatro, cinco hombres, dirigidos por un sombrero bordado y capa azul. Es el mensajero que esperamos, que se habrá hecho escoltar por mayor seguridad.

–Está en su derecho –respondió flemático el forastero–. Venid a por mi caballo, Ferguzon.

El hombre al que había dirigido esa orden en un tono a medias amistoso y a medias imperativo, se apresuró a obedecer y descendió el talud. Mientras, el forastero ponía pie en tierra y, en el momento en que el otro llegaba, le echó la brida al brazo y se aprestó a subir a la barca.

–Escuchad –dijo Ferguzon poniéndole la mano en el brazo–: nada de valentía inútil, Cauvignac. Si veis el menor movimiento sospechoso de parte de vuestro hombre, empezad por alojarle una bala en la cabeza; ya veis que el astuto compadre trae toda una tropa.

–Sí, pero menos fuerte que la nuestra. Por eso, dada la superioridad de valor que tenemos, además de la del número, no hay nada que temer. ¡Ah, ah!, sus cabezas empiezan a verse.

–¡Sí! ¿Y qué van a hacer? –dijo Ferguzon–. No podrán conseguir una barca. ¡Ah!, sí, ahí aparece una como por encanto.

–Es la de mi primo, el barquero de Ison –dijo el pescador, a quien los preparativos parecían interesar vivamente y que, sin embargo, temblaba ante la idea de que se produjera un combate naval a bordo de su chalupa y la de su primo.

–¡Bueno!, el de la capa azul está embarcando –dijo Ferguzon–. Solo, respetando las estrictas condiciones del trato.

–Entonces no le hagamos esperar –replicó el forastero.

Y saltando a su vez a la barca, ordenó con un gesto al pescador colocarse en su puesto.

–Prestad atención, Roland –continuó Ferguzon repitiendo sus prudentes recomendaciones–: el río es ancho, no se os ocurra avanzar hacia la otra orilla para recibir una descarga de mosquetes que no podríamos devolver. A ser posible, manteneos a este otro lado de la línea de demarcación.

Aquel a quien Ferguzon había llamado unas veces Roland y otras Cauvignac, y que respondía a esos dos nombres sin duda porque uno era su nombre de pila y el otro su apellido de familia o su nombre de guerra, hizo una señal con la cabeza.

–No temáis nada, estaba pensándolo ahora mismo: es propio de quienes no tienen nada que arriesgar cometer imprudencias; pero el asunto es demasiado ventajoso para que me exponga tontamente a perder su fruto. Por lo tanto, si en esta ocasión alguien comete una imprudencia, no seré yo. ¡En marcha, barquero!

El pescador soltó su amarra, hundió su largo bichero en las hierbas y la barca empezó a alejarse de la orilla al mismo tiempo que de la ribera opuesta partía la chalupa del barquero de Ison.

En medio del agua había una pequeña estacada de tres piezas rematadas por una bandera blanca, que servía para indicar a los largos barcos de transporte que descienden el Dordoña un banco de rocas de acceso peligroso. En las aguas bajas podía verse incluso, negra y lisa por encima del curso del río, la punta de aquellas rocas; pero en aquel momento el Dordoña tenía crecido su curso, y la banderola y un ligero borboteo del agua eran los únicos signos que indicaban la presencia del escollo.

Sin duda ambos barqueros comprendieron que allí podía tener lugar el encuentro de los parlamentarios; en consecuencia, dirigieron los esquifes hacia aquel lado. Fue el barquero de Ison el primero que abordó y el que, tras recibir la orden de su pasajero, amarró su barca a uno de los anillos de la estacada.

En ese momento, el pescador que había salido de la orilla opuesta se volvió hacia su viajero para recibir sus órdenes, y no quedó poco sorprendido al no encontrar en su barca más que un hombre enmascarado y envuelto en su capa.

El miedo que nunca lo había dejado aumentó entonces, y sólo balbuciendo pidió sus órdenes al extraño personaje.

–Amarra la canoa a esa madera –dijo Cauvignac extendiendo la mano hacia uno de los postes–, lo más cerca posible de la canoa del caballero.

Y su mano indicadora pasó del poste designado al gentilhombre llevado por el barquero de Ison.

El barquero obedeció, y las dos bordas de las barcas unidas por la corriente permitieron a los dos plenipotenciarios abrir la conferencia siguiente.

II

La conferencia

–¿Cómo? ¿Venís enmascarado, señor? –dijo con una sorpresa a la que se mezclaba el despecho el recién llegado, hombre grueso de entre cincuenta y cinco y cincuenta y ocho años, de mirada severa y fija como la de un ave de presa, de bigote y entradas entrecanos, y que, si no se había puesto máscara, al menos había ocultado todo lo posible su pelo y su cara bajo un amplio sombrero galonado, y su cuerpo y sus ropas bajo una capa azul de largos pliegues.

Mirando más de cerca al personaje que acababa de dirigirle la palabra, Cauvignac no pudo dejar de revelar su sorpresa con un movimiento involuntario.

–¡Bien!, caballero, ¿qué os pasa? –preguntó el gentilhombre.

–Nada, caballero, he estado a punto de perder el equilibrio. Pero me hacéis el honor de dirigirme la palabra, creo: ¿qué me decíais, por favor?

–Os preguntaba por qué llevabais máscara.

–La pregunta es directa –dijo el joven–, y responderé a ella con la misma franqueza: me he enmascarado para ocultaros mi cara.

–¿La conozco acaso?

–No lo creo, pero, habiéndola visto una vez, más tarde podríais reconocerla; cosa que, en mi opinión al menos, es totalmente inútil.

–Me parece que sois igual de franco por lo menos que yo.

–Sí, cuando mi franqueza no puede perjudicarme.

–Y esa franqueza, ¿va hasta revelaros los secretos de los demás?

–¿Por qué no, cuando esa revelación puede producirme algo?

–Es singular lo que decís.

–¡Vaya!, se hace lo que se puede, señor. He sido sucesivamente abogado, médico, soldado y partisano, ya veis que no fallaré por falta de profesión.

–¿Y ahora qué sois?

–Soy vuestro servidor –dijo el joven inclinándose con un respeto afectado.

–¿Tenéis la carta en cuestión?

–¿Tenéis vos el documento con la firma en blanco solicitada?

–Aquí está.

–¿Queréis que hagamos el intercambio?

–Un momento, señor –dijo el forastero de la capa azul–. Vuestra conversación me agrada y no querría perderme tan pronto su encanto.

–¿Cómo, señor? Está totalmente a vuestro servicio, lo mismo que yo –respondió Cauvignac–. Charlemos pues, si os resulta agradable.

–¿Queréis que pase a vuestra barca, o preferís pasar vos a la mía para que, en la barca que quede libre, mantengamos a nuestros barqueros alejados de nosotros?

–Inútil, señor. Sin duda habláis alguna lengua extranjera.

–Hablo el español.

–También yo: hablemos pues en español, si esa lengua os conviene.

–¡De maravilla! ¿Qué razón –prosiguió el gentilhombre, adoptando desde ese momento el idioma pactado– os ha llevado a descubrir al duque d’Épernon2 la infidelidad de la dama en cuestión?

–He querido prestar un servicio a ese digno caballero y ganarme su favor.

–¿Odiáis entonces a Mlle. de Lartigues?

–¿Yo? Todo lo contrario. He de confesar que le debo algunos favores, y me molestaría mucho que le ocurriese una desgracia.

–Entonces, ¿es al señor barón de Canolles a quien tenéis por enemigo?

–No le he visto nunca, sólo le conozco por su reputación, y, debo decirlo, tiene la de galante caballero y gentilhombre valiente.

–¿Queréis decir que no os impulsa ningún motivo de odio?

–¡Qué va! Si odiase al señor barón de Canolles, le rogaría que se saltara la tapa de los sesos o se cortase la garganta conmigo, y es un hombre demasiado galante como para rechazar un envite de esa clase.

–¿Tengo entonces que remitirme a lo que habéis dicho?

–Es lo mejor que podéis hacer, creo yo.

–¡Bien! Entonces, ¿tenéis esa carta que prueba la infidelidad de Mlle. de Lartigues?

–¡Aquí está! No es un reproche, pero os la enseño por segunda vez.

El viejo gentilhombre lanzó de lejos una mirada llena de tristeza al fino papel que dejaba transparentarse las letras.

El joven desplegó lentamente la carta.

–Reconocéis la letra, ¿verdad?

–Sí.

–Entonces dadme el documento con la firma en blanco y tendréis la carta.

–¡Ahora mismo! ¿Me permitís una pregunta?

–Hacedla, señor –y el joven volvió a plegar tranquilamente la carta, que se guardó en el bolsillo.

–¿Cómo habéis conseguido ese billete?

–Accedo a decíroslo.

–Os escucho.

–No ignoráis que el gobierno un tanto derrochador del duque d’Épernon le ha causado grandes aprietos en Guyena.

–No, sigamos adelante.

–Tampoco ignoráis que el gobierno espantosamente avaricioso del señor de Mazarino3 le ha causado aprietos muy grandes en la capital.

–¿Qué tienen que ver en todo esto el señor de Mazarino y el señor d’Épernon?

–Aguardad: de estos dos gobiernos opuestos ha salido un estado de cosas que se parece mucho a una guerra general, en la que cada cual toma partido. El señor de Mazarino guerrea en este momento por la reina; vos guerreáis por el rey; el señor coadjutor4 guerrea por el señor de Beaufort5; el señor de Beaufort guerrea por Mme. de Montbazon6; el señor de La Rochefoucauld7 guerrea por Mme. de Longueville8; el señor duque d’Orléans9 guerrea por Mlle. Saugeon10; el Parlamento guerrea por el pueblo; y, por último, han encarcelado al señor de Condé11, que guerreaba por Francia. Ahora bien, a mí, que no ganaría gran cosa guerreando por la reina, por el rey, por el señor coadjutor, por el señor de Beaufort, por Mme. de Montbazon, por Mme. de Longueville, por Mlle. Saugeon, por el pueblo o por Francia, se me ocurrió la idea de no adoptar ningún partido, sino seguir aquel hacia el que me sienta arrastrado en cada momento. En mi caso, se trata de un asunto de oportunidad. ¿Qué os parece la idea?

–Es ingeniosa.

–En consecuencia, he reunido un ejército. Allá podéis verlo formado, en la orilla del Dordoña.

–¡Diablo, cinco hombres!

–Uno más de los que vos mismo tenéis, por lo tanto haríais mal en despreciarlos.

–Muy mal vestidos –continuó el viejo gentilhombre, que estaba de mal humor y, por lo tanto, a punto de desdeñarlos.

–Cierto que se parecen un poco a los compañeros de Falstaff12 –replicó su interlocutor–. No hagáis caso, Falstaff es un gentilhombre inglés conocido mío; pero esta noche se vestirán con ropas nuevas, y si mañana os los encontráis, veréis que realmente se trata de unos muchachos muy apuestos.

–Volvamos a vos, no tengo nada que ver con vuestros hombres.

–¡Bien!, así pues, haciendo la guerra por mi cuenta, nos encontramos al recaudador del distrito, que iba de pueblo en pueblo engordando la bolsa de Su Majestad. Mientras le quedó un solo impuesto que recoger, lo escoltamos fielmente; confieso que, viendo aquel talego creciente, sentí ganas de hacerme del partido del rey. Pero los acontecimientos se embrollaron de una forma atroz: un impulso de mal humor contra el señor de Mazarino y las quejas que oíamos por todas partes contra el señor duque d’Épernon, nos hicieron volver a ser nosotros mismos. Pensamos que había cosas buenas, y muchas, en la causa de los príncipes, y palabra que la abrazamos con ardor: el recaudador concluía su gira en aquella casita aislada que veis allá, perdida entre los álamos y los sicomoros.

–¡La de Nanon! –murmuró el gentilhombre–. Sí, la veo.

–Lo acechamos a la salida, le seguimos como veníamos haciendo desde hace cinco días, pasamos con él el Dordoña, un poco más abajo de Saint-Michel, y, cuando estuvimos en mitad del río, le hice saber nuestra conversión política invitándolo, con toda la cortesía de que somos capaces, a entregarnos el dinero que llevaba. Creedme, señor, ¡se negó! Entonces mis compañeros lo registraron, y como gritaba de una forma escandalosa, mi lugarteniente, muchacho lleno de recursos, ese que veis allí, de capa roja y sujetando mi caballo, pensó que el agua, interceptando las corrientes de aire, interrumpía, por esa razón, la continuidad del sonido; es un axioma de física que comprendí en mi calidad de médico, y al que aplaudí. El que había emitido la propuesta inclinó la cabeza del recalcitrante hacia el río, y la mantuvo un pie bajo el agua, no más. En efecto, el recaudador dejó de gritar, o, mejor dicho, ya no se le oyó gritar. Entonces pudimos coger todo el dinero que llevaba en nombre de los príncipes y la correspondencia que le habían encargado. Di el dinero a mis soldados, que, como muy sensatamente habéis observado, necesitaban equiparse, y yo me quedé con los documentos, éste entre otros; al parecer, el bueno del recaudador servía de Mercurio galante a Mlle. de Lartigues.

–Sí –murmuró el viejo gentilhombre–, si no me equivoco era un hombre de Nanon. ¿Y qué ha sido de ese miserable?

–¡Ah!, ¡ahora veréis si hicimos bien metiendo a ese miserable, como lo llamáis, en el agua! Porque, de no ser por esa precaución, hubiera amotinado a la tierra entera. Figuraos que cuando lo retiramos del río, aunque apenas hubiera estado en él un cuarto de hora, se había muerto de rabia.

–¿Y sin duda volvisteis a hundirlo en él?

–Exacto.

–Pero si habéis ahogado al mensajero...

–Yo no he dicho que lo hayamos ahogado.

–No discutamos sobre las palabras, si el mensajero está muerto...

–En cuanto a eso, sí, ¡bien muerto está!

–El señor de Canolles no habrá sido avisado, y por consiguiente no acudirá a la cita.

–¡Eh!, un momento, yo hago la guerra a las potencias, pero no a los particulares. El señor de Canolles ha recibido un duplicado de la carta que lo citaba; pero, pensando que el manuscrito autógrafo tenía algún valor, lo he conservado.

–¿Qué pensará al no reconocer la letra?

–Que la persona que lo invita a verla ha empleado, para mayor precaución, la ayuda de una mano ajena.

El forastero miró a Cauvignac con cierta admiración, causada por tanto impudor unido a tanta presencia de ánimo.

Quiso ver si no había medio de intimidar al audaz jugador.

–¿Pero no pensáis nunca en el gobierno, en las investigaciones?

–¡Las investigaciones! –replicó el joven riendo–. Ah, sí, como si el señor d’Épernon no tuviera otra cosa que hacer más que investigar. ¿No os he dicho, además, que lo que había hecho era para ganarme su favor? Sería desde luego muy ingrato si no me lo concediese.

–Lo que no acabo de comprender –dijo entonces el viejo gentilhombre con ironía–, es cómo a vos, que por propia voluntad habéis abrazado el partido de los príncipes, se os ha ocurrido la extraña idea de querer servir a M. d’Épernon.

–Pues es la cosa más simple del mundo: el examen de los papeles cogidos al recaudador me ha convencido de la pureza de las intenciones del rey. Su Majestad queda totalmente justificado a mis ojos, y el señor duque d’Épernon tiene mil razones contra sus administrados. Ahí está la buena causa; y por eso he tomado partido por la buena causa.

–¡Vaya un bandido, al que haré colgar si alguna vez cae entre mis manos! –masculló el viejo gentilhombre, estirando los pelos erizados de su bigote.

–¿Qué decís?... –preguntó Cauvignac, guiñando los ojos bajo su máscara.

–Nada. Ahora, una pregunta: ¿qué haréis con el papel firmado en blanco que exigís?

–¡Que el diablo me lleve si he pensado en ello! He pedido un papel firmado en blanco porque es la cosa más cómoda, más portátil y más elástica. Es probable que lo reserve para alguna circunstancia extrema; es posible que lo desperdicie para el primer capricho que se me pase por la cabeza. Quizá yo mismo os lo presente antes del fin de semana, quizá vuelva a vuestras manos dentro de tres o cuatro meses con una docena de endosadores, como un billete lanzado en el comercio. Pero, en cualquier caso, estad tranquilo, no abusaré de él para hacer cosas que nos hagan, a vos y a mí, ruborizarnos. Después de todo, uno es gentilhombre.

–¿Vos gentilhombre?

–Sí, señor, y de los mejores.

«Entonces le haré sufrir el suplicio de la rueda –murmuró el desconocido–. Para eso va a servirle su papel firmado en blanco.»

–¿Estáis decidido a darme ese papel? –preguntó Cauvignac.

–Tengo que hacerlo –respondió el viejo gentilhombre.

–Yo no os fuerzo, entendámonos: es un intercambio el que os propongo. Guardaos vuestro papel y yo guardaré el mío.

–¿La carta?

–¿El papel firmado?

Y tendió la carta con una mano mientras con la otra armaba una pistola.

–Dejad descansar vuestra pistola –dijo el forastero abriendo su capa–, porque también yo tengo pistolas, y totalmente armadas. Juguemos limpio los dos: aquí tenéis vuestro papel firmado.

El intercambio de documentos se hizo entonces lealmente, y cada una de las partes examinó en silencio, con toda tranquilidad y atención, el que acababa de serle entregado.

–Ahora, señor –dijo Cauvignac–, ¿qué camino tomáis?

–Tengo que pasar a la orilla derecha del río.

–Y yo a la orilla izquierda –respondió Cauvignac.

–¿Cómo hacemos? Mis hombres están en el lado al que vais, y los vuestros en el lado al que voy yo.

–Pues nada más fácil; enviadme a mis hombres en vuestra barca, y yo os enviaré los vuestros en la mía.

–Tenéis una mente rápida e inventiva.

–Nací para ser general de ejército.

–Lo sois.

–¡Ah!, es cierto –dijo el joven–, lo había olvidado.

El forastero hizo seña al barquero de soltar las amarras de la barca y llevarlo a la orilla opuesta de la que había partido, y en dirección a un bosquecillo que se prolongaba hasta el camino.

Entonces el joven, que tal vez esperaba alguna traición, se incorporó a medias para seguirle con la vista, la mano siempre apoyada en el gatillo de su pistola, dispuesto a disparar al menor movimiento sospechoso del forastero; pero éste ni siquiera se dignó reparar en la desconfianza de que era objeto y, dando la espalda al joven con una indiferencia real o afectada, empezó a leer la carta y no tardó en quedar totalmente absorto en aquella lectura.

–Recordad bien el momento –dijo Cauvignac–: esta noche, a las ocho.

El forastero no respondió, ni tampoco dio siquiera la impresión de haber oído.

«¡Ah! –dijo Cauvignac en voz baja y hablando para sí mismo mientras acariciaba la culata de su pistola–. Cuando se piensa que si yo quisiera podría abrir la sucesión del gobierno de la Guyena y detener la guerra civil; pero, muerto el duque d’Épernon, ¿de qué me serviría su firma en blanco? Y concluida la guerra civil, ¿de qué viviré? En verdad, ¡hay momentos en que creo que voy a volverme loco! ¡Viva el duque d’Épernon y la guerra civil!»

–Vamos, barquero, a tus remos, y ganemos la otra orilla. No hay que hacer esperar a su escolta a este digno señor.

Un momento después, Cauvignac saltaba a la orilla izquierda del Dordoña, justo en el momento en que el viejo gentilhombre le enviaba a Ferguzon y a sus cinco bandidos con el barquero de Ison. No quiso ser menos puntual con él y ordenó de nuevo a su barquero acoger en su barca y llevar a la orilla derecha a los cuatro hombres del desconocido: las barcas se cruzaron en mitad del río y se saludaron cortésmente; luego cada una llegó al punto donde la esperaban. Entonces el viejo gentilhombre se adentró con su escolta en el monte bajo que se extendía desde las orillas del río hasta el camino real; y Cauvignac, al frente de su tropa, tomó el sendero que conducía a Ison.