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EMILIA ROBLES (ED.)

APARECIDA

POR UN NUEVO TIEMPO DE ALEGRÍA Y ESPERANZA

EN LA VIDA ECLESIAL

Herder

Página de créditos

Diseño de portada: Stefano Vuga

© 2013, Emilia Robles (ed.)

© 2014, Herder Editorial, S. L., Barcelona

Primera edición digital, 2014

ISBN digital: 978-84-254-3346-7

Depósito legal: 13.769

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

ÍNDICE

Prólogo. Aparecida: una mística de ojos abiertos

Ana María Schlüter Rodés

Introducción

Emilia Robles

1. El proceso participativo del Fórum brasileño

José Oscar Beozzo y Emilia Robles

2. El ecumenismo en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano

José Oscar Beozzo

3. Entrevista. Primeros ecos de Aparecida

Luiz Demétrio Valentini

4. De Aparecida a la Iglesia universal

Emilia Robles

5. Una Iglesia basada en la justicia y en la paz

Carmen Elisa y Arlindo Pereira Dias

6. Aparecida es el Concilio en marcha

José Luis Ysern de Arce

7. Pueblo de Dios en misión permanente

Diego Irarrazaval

8. La mirada maternal de Dios

Alfredo J. Gonçalves

A modo de epílogo

Aparecida: discipulado y misión

Dolores aleixandre

Los «Buenos Aires» de Aparecida

Luiz demétrio valentini

ANEXO

Manifiesto del Pueblo de Dios

Memorando: por un nuevo tiempo de alegría y esperanza en la vida eclesial

Apartados del Documento de Aparecida citados en el capítulo 2

Apartados del Documento de Aparecida citados en el capítulo 7

Mujeres que participaron en la V Conferencia Latinoamericana y del Caribe, en Aparecida

Homilía del papa Francisco en el Santuario de Aparecida, 24 de julio de 2013

Fotografías

Los autores

Información adicional

Dedicatoria

A los que tienen sed.

A los que hacen un cuenco con sus manos para darles de beber.

A los que saben que la montaña nos devuelve al camino

y el camino nos remite a la montaña.

A los que hicieron y hacen posible que Aparecida no sea solo un bello sueño.

A Francisco, porque cuenta con nosotros y nosotros contamos con él

para hacer juntos este camino.

PRÓLOGO
APARECIDA: UNA MÍSTICA DE OJOS ABIERTOS

Ana María Schlüter Rodés




Al leer este libro, de una gran riqueza, me vino a la memoria una leyenda popular rusa, según la cual la Madre de Dios desciende al infierno, acompañada en este doloroso camino por el arcángel Miguel. Ve el inmenso sufrimiento que padecen los que están allí y cae de rodillas pidiendo clemencia para todos sin excepción. No consiente que ni uno solo quede excluido de la salvación y, a través de este acto de solidaridad total, hace posible la salvación hasta de los más perdidos.

Según el profesor emérito de lenguas eslavas de la universidad de Lovaina, Ton Lathouwers, esta leyenda ortodoxa, que juega un papel importante en Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, está emparentada con el mito muy conocido del budismo Mahayana, según el cual Kuan Yin, «la que escucha los gemidos de los que sufren», desciende igualmente a la oscuridad más profunda para salvarlos.

En la tradición ortodoxa rusa es la Madre de Dios la que «escucha los gemidos de los que sufren» y es garante de compasión incondicional. Esta leyenda une, de un modo directo, dos tradiciones religiosas muy diferentes, la ortodoxa rusa y la budista. Tanto el himno a la Madre de Dios, el Akáthistos, como el sutra de Kuan Yin son cantos de alabanza a la sabiduría llena de compasión y misericordia, refugio de todos los que sufren. Junto con el corazón de Jesús, también «el corazón de María es la patria de todos los que, en el paso por la tierra, no encuentran verdadera ciudadanía, con todos sus derechos respetados» (cf. infra, p. 206).

Es un elocuente ejemplo más de que «las semillas del Verbo se encuentran en el corazón de cada persona y en el corazón de cada cultura», como dice Alfredo J. Gonçalves, hablando del rostro sufriente de los migrantes (cf. infra, p. 196).

A la V Asamblea General de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM), estuvo invitado, en representación del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, monseñor Tarasios, arzobispo griego ortodoxo de Buenos Aires y de América del Sur. Además de la Iglesia oriental ortodoxa asistieron «observadores» de otras confesiones cristianas presentes en el continente: la anglicana, la luterana, la reformada, la bautista y la pentecostal. En el presente libro, el diálogo ecuménico entre diferentes confesiones cristianas y el diálogo interreligioso, giran con «mirada maternal de Dios» en torno al sufrimiento humano.

Para ello basta ver, por ejemplo, el saludo de los observadores de la tradición evangélica ante la V Asamblea General del CELAM, leído por el pastor Néstor Míguez, y la intervención del rabino Claudio Epelman en nombre del judaísmo, que concluyó con la bendición: «Bendito eres Tú, Dios nuestro, Rey del Universo, que nos diste la vida, nos sostuviste y nos permitiste llegar a este momento» (cf. infra, p. 76).

María enseña a guardar en el corazón acontecimientos y palabras imposibles de entender. El silencio de su corazón y de cualquiera es «el taller o el útero de la Palabra» (cf. infra, p. 205) y de una acción en que el verdadero actor es el Espíritu Santo. Dicho de otra manera, la contemplación es la fuente de una acción auténticamente humana, pues «ayuda a situar nuestro esfuerzo en la verdadera y real profundidad de la acción divina que impulsa silenciosamente la historia».1

Santa Teresa, en Las moradas, dice que de la unión más íntima con Dios, «del matrimonio espiritual, deben nacer obras, siempre obras».2 Para el Maestro Eckhart,3 Marta, una de las dos hermanas de Betania, aúna la contemplación con la acción, es virgen totalmente abierta a Dios y mujer que constantemente da a luz obras. La cuestión es vivir y obrar anclados en el hondón del alma.

La tradición del budismo zen insiste particularmente en esta fuente de toda acción auténticamente humana. Su fuente no es en primer lugar el entendimiento y la voluntad, sino la realidad sin nombre en la que están enraizados y de la que surge la no acción, el wu-wei, es decir, una acción sin interferencias egocéntricas y, por ello, beneficiosa, en que actúa Ello.

Lo importante no es hacer, moverse mucho, sino saber estar en el sitio que corresponde, vivir respondiendo. El hilo no tiene que pretender hacer de mantel, sino ocupar el lugar que en el conjunto le toca. Así hace posible el mantel. Si uno no inserta su esfuerzo en la acción divina que en el silencio empuja la historia, da palos de ciego, se cansa mucho y se quema. Su acción no lleva fruto duradero.

En este libro se subrayan los momentos tan frecuentes en que Jesús se retira a un lugar tranquilo, se aparta, sube a una montaña para luego «bajar y repartir dones a los hombres» (Ef 4,8). Y también invita a sus discípulos a que se retiren con él.

Hoy, de manera especial, urge este silencio y, con ello, la recuperación de la dimensión espiritual. Se insiste en ello cada vez más desde campos muy diversos, como el de la ética, el de la economía, el de la ecología, etc. Antonio Machado dijo hace tiempo que, para superar el hambre en la Tierra hacía falta una revolución espiritual.

En su Carta sobre el humanismo,4 Heidegger cita a Heráclito: Ethos anthropo daimon, es decir: «La morada habitual del hombre es lo divino». Este es el lugar de la experiencia del todo y de la mística. Es ahí donde, de un modo natural, se puede experimentar la unidad de cuanto existe, de la que forma parte la vida humana. Debido a la falta de esta conciencia de unidad, una tercera parte de los habitantes del planeta hunde en la miseria a las otras dos terceras partes y se explotan los recursos de la Tierra de una manera que llega a ser suicida. «Hoy sabemos que estos problemas jamás se resolverán a nivel de la mente, sino únicamente al nivel del espíritu.»5

No parece, pues, que la humanidad vaya a encontrar una salida a la situación crítica en la que se encuentra si no vuelve su mirada hacia la raíz, si no recupera la mística y aprende el modo de cultivar el ojo del alma. Una mística de ojos abiertos: «El místico de hoy no se puede mantener al margen de los terribles problemas de la paz, la justicia, la ecología, la violencia y el racismo»,6 dice William Johnston.

El profeta Isaías señala como camino a una espiritualidad auténtica acudir en ayuda del que sufre: «Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía» (Is 58,9-10). Esto no solo es el camino, es también el fruto maduro. No solo lleva a subir a la montaña, sino que es también el fruto de haber estado de verdad en ella.

Al ser humano inmerso en un mundo técnico, racionalizado y consumista y muchas veces frenético, le resulta especialmente difícil encontrar momentos de silencio y descubrir las dimensiones invisibles. La cultura técnica es unilateral, no habla al corazón del ser humano. La mirada interior corre el peligro de quedar atrofiada, como de hecho ocurre muchas veces. Entonces el mundo se ve exclusivamente en sus aspectos periféricos. Las dimensiones interiores quedan ocultas, parecen irreales.

No es extraño que muchos autores, pedagogos, psicólogos, teólogos, filósofos, hablen, desde mediados del siglo XX, de ceguera. Así, por ejemplo, Karl Rahner: «Lo que se llama “realidad” palpable resulta muy irreal, ya que la verdadera realidad de lo espiritual no logra manifestarse bien en ella al ser humano ciego y cegado de hoy en día. Es lo que debería volver a aprender a percibir antes de que se haga demasiado tarde, a no ser que su órgano capaz de presentarle la verdadera realidad esté ya irremediablemente atrofiado».7

En el caso de tal atrofia, la acción fácilmente se convierte en activismo: «Aunque reparta todos mis bienes y entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha» (1 Cor 13,3). Y por otra parte, «aunque hable las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe» (1 Cor 13,1). La espiritualidad sin más no es nada. Y la acción que no nace del corazón todavía no es amor. Hace falta amor que lleva a la acción y acción que nace del amor, una mística profética.

Vivir respondiendo presupone una actitud contemplativa. Significa una doble fidelidad: al propio corazón y a la interpelación de las circunstancias. Sin embargo, no es suficiente; ha de ir unido a un discernimiento de la mano de las Escrituras y de los hermanos peregrinos. Es una forma de seguir la Nube, como el pueblo de Israel al atravesar el desierto, con su guía Moisés. En nuestro tiempo significa discernimiento comunitario, percibir a dónde lleva el Espíritu, poner en común lo que se va entreviendo y cribarlo en contacto con los demás. Esto exige valor, valor para escuchar al propio corazón y serle fiel, valor para poner en común lo que se ve, así como valor para ponerlo por obra. Solo así puede surgir algo nuevo; de lo contrario se cae en más de lo mismo. «Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando. ¿No lo veis?» (Is 43,19), anima el profeta. Lo que brota suele brotar a ras de tierra, crece de abajo hacia arriba.

El libro habla en este contexto de conciliaridad, la «decisiva intuición del Concilio Vaticano II acerca de la Iglesia como Pueblo de Dios», y sugiere un nuevo «proceso conciliar» (cf. infra, p. 78). «El Concilio todavía no está acabado, todavía no ha sido aplicado en toda su riqueza. [...] Lo tenemos que seguir desarrollando y tenemos que ir más allá, de acuerdo con la nueva realidad de nuestro mundo» (cf. infra, p. 170).

Que los testimonios de esperanza de la V Asamblea General del CELAM celebrada en Aparecida, recogidos en este libro, contribuyan a ir actualizando las riquezas del Concilio Vaticano II, entre ellas el lugar preferente de los pobres, el ecumenismo, el diálogo interreligioso y la conciliaridad, desde un fuerte arraigo en la dimensión del silencio.





NOTAS PRÓLOGO


1. Fernando Urbina, Comentario a Noche oscura del espíritu y Subida del Monte Carmelo de san Juan de la Cruz, Madrid, PPC, 2013, p. 177.

2. Santa Teresa, Las moradas, Madrid, Edimat, capítulo 2.

3. Maestro Eckhart, Tratados y sermones, Barcelona, Edhasa, 1983, pp. 271-280.

4. M. Heidegger, Carta sobre el humanismo, Madrid, Alianza, 2013.

5. W. Johnston, Mística para una nueva era, Bilbao, DDB, 2003, pp. 137-138.

6. Ibid.

7. K. Rahner, Schriften zur Theologie III, Einsiedeln, Benziger, 1957, p. 278 (trad. cast.: Escritos de teología III, Madrid, Cristiandad, 2002).

INTRODUCCIÓN

Emilia Robles




¿Tiene sentido un libro de testimonios sobre una conferencia de obispos latinoamericana escrito para ser leído en Europa? ¿Qué le puede decir Aparecida a la Iglesia europea y a la Iglesia universal? ¿Qué intuiciones subyacen detrás de la decisión de publicar un libro sobre Aparecida en España, seis años después de que se celebrara la Conferencia?

Uno de los objetivos de este libro es «desvelar» ciertos hilos que unen el Vaticano II, la Conferencia de Aparecida, el nuevo pontificado de Francisco, tras la renuncia de Benedicto XVI, y el futuro de un proceso conciliar en la Iglesia, creciendo en la participación corresponsable. Y hallarlos partiendo de una realidad y de una experiencia eclesial localizada, sí, en un continente, pero con raíces, tronco y ramas de universalidad

La Conferencia de Aparecida —la V de las Conferencias del Episcopado Latinoamericano, promovidas por el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM)— tuvo lugar en Brasil, en mayo de 2007, en continuidad con las anteriores conferencias y con el espíritu de Vaticano II. Durante su desarrollo, siguiendo el método ver-juzgar-actuar,1 con la participación de las 22 Conferencias Episcopales de América Latina y el Caribe, se eligió de relator al cardenal arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio. Durante el desarrollo de la conferencia, Bergoglio pidió participar en la eucaristía que celebran las comunidades de base, en uno de los períodos de descanso del trabajo de los obispos de la Conferencia. Seis años más tarde, el 13 de marzo de 2013, Jorge Mario Bergoglio se convierte en el primer papa latinoamericano y toma el nombre de Francisco. En julio de 2013, en el contexto de la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) en Río, el papa Francisco vuelve a visitar el santuario de Aparecida y acentúa el énfasis en esta Conferencia como clave para toda la Iglesia.

Francisco, obispo de Roma —como él mismo se denomina— con una fuerte sensibilidad orientada por el ecumenismo, toma como prioridad caminar hacia una Iglesia pobre con los pobres, mensajera de vida y de misericordia. Para ello —afirma— hay que limpiar la Iglesia de prácticas corruptas; acabar con el clericalismo; escuchar a jóvenes y ancianos; devolver la voz a los marginados; tornar a los pastores en servidores que caminan y viven con la gente; convertir la cultura del descarte y la muerte en cultura de vida; anunciar en lenguaje sencillo y comprensible un mensaje de esperanza y gozo; permitir a las mujeres recuperar un papel que hará fértil a la Iglesia; buscar lo que nos une para poder colaborar, antes que lo que nos separa; cultivar, en todos los ámbitos de la vida, la cultura del encuentro; diferenciar la labor social cristiana de la Iglesia de cualquier ONG, reflexionando sobre su específico mensaje de trascendencia. Todos estos ejes y orientaciones ya habían emergido con fuerza en el documento final de la V Conferencia del CELAM en Aparecida. Y para poder hacer todo esto, en el contexto de la JMJ, el Papa invita a todos los obispos a «navegar mar adentro» —como enunciaba el lema de la Conferencia Episcopal Argentina— sin temor; no dejar amarradas, para que no zozobren, las barcas en la orilla.

UNA CONFERENCIA LATINOAMERICANA Y CARIBEÑA Y EL CONCILIO VATICANO II

El Concilio Vaticano II se celebró con la intención de que la Iglesia abriera sus ventanas al mundo. El papa Francisco insiste con fuerza en que la Iglesia no ha de ser autorreferencial. ¿Qué significa esto en la práctica eclesial y en las teologías que la sustentan? El Concilio Vaticano II supone un giro copernicano en la Iglesia respecto a lo que los estudiosos llaman la tradición de los Píos, que expresaba una Iglesia vertical, atrincherada frente a un mundo hostil, deseosa de encontrar alianzas con los Estados; clericalizada, que mantenía «a raya» a los laicos, no se fueran a propasar en sus funciones. Una Iglesia que sentía la misión de enseñar, pero menos la de aprender, ni dejarse evangelizar por quienes no se llaman cristianos. La Iglesia del Concilio opta, en cambio, por mirar hacia fuera y permitir que entre aire fresco que la renueve, la revitalice y la ayude a la conversión.

Por diversos motivos, el Concilio no tuvo igual recepción en todos los países ni en todos los continentes. Brasil quizá sea el país donde halló un arraigo y desarrollo mayor, gracias a que los obispos brasileños salieron del Concilio con una decisión común y un plan pastoral aprobado para diez años; y sin duda es América Latina el continente en el que encuentra más cauce y receptividad; gracias, en parte, a la presión de los sacerdotes del Tercer Mundo, Pablo VI lanza la Populorum progressio, y con las Conferencias del CELAM —particularmente la de Medellín— ciertas líneas apuntadas en el Concilio encuentran un desarrollo más actualizado, si bien frenado por el insuficiente desarrollo global de la teología y la eclesiología posconciliar, y por unas estructuras y una red de relaciones con odres demasiado viejos para el nuevo vino de la cosecha conciliar. No obstante, a pesar de todo, el continente latinoamericano —visto de forma global en su aporte eclesial— conserva una fuerza especial, fruto del compromiso cristiano de millones de hombres y mujeres, de la que hoy podemos insuflarnos y enriquecernos.

ACTORES DE UN RELATO

Esta publicación tiene un origen peculiar. Empieza a gestarse pocos meses después de la elección de Francisco, cuando en un encuentro de colaboración, nos reunimos Raimund Herder —director de la editorial Herder— y yo. Ambos coincidimos en una intuición: Aparecida representa un hito conciliar en continuidad con el Vaticano II, que va mucho más allá del mero evento de la Conferencia celebrada en Brasil en mayo de 2007. Las líneas maestras del pontificado de Francisco apoyan e impulsan ese camino. Pero no basta con que algunos lo intuyamos, hay que analizarlo, compartirlo y apoyarlo. Por eso, como editora, opté por construir este texto a partir de la experiencia de quienes participaron con fuerza en ese proceso. Tiene, en su origen, más preguntas que respuestas; más intuición que conclusiones. Es casi una osadía. Las respuestas van emergiendo conforme el libro avanza. Nos las van aportando los rostros y los compromisos que ponen letra—generosamente, con una disponibilidad y entusiasmo conmovedores— a estos testimonios y reflexiones henchidos de esperanza. Son testigos de esperanza desde la Iglesia, con la Iglesia y para la Iglesia. Este matiz es importante, porque en las últimas décadas habíamos entrado en una deriva, especialmente en ciertos países de Europa donde parecía que, para ser ciudadano consciente, responsable y crítico, la Iglesia era un verdadero obstáculo; y, con ella, a veces, la misma fe.

Transcurridos los cien primeros días del pontificado de Francisco, los medios de comunicación —incluso los menos afectos a la Iglesia— daban otro acuse de recibo. Ojalá sea signo de que la Iglesia católica, de forma específica, sin pretensiones de exclusividad, junto a otras Iglesias y comunidades cristianas, y otras religiones y personas de buena voluntad, retoma su papel de ser luz y sal en el mundo; algo que, globalmente, solo será posible en un contexto de laicidad, de no confesionalidad de los Estados, requisito imprescindible para que haya paz entre las religiones y en el mundo, como sabiamente orientó el papa Francisco en Río de Janeiro en la celebración de la JMJ.

Para que la Iglesia pueda ser testimonial y agente de este cambio espiritual y social, crece la conciencia de que se necesitarán, además de decisiones sabias de los que tienen responsabilidad especial en la Iglesia, el concurso de todos los que nos sentimos Iglesia y sentimos con la Iglesia. Es, por tanto, también objetivo de este libro ayudar a iluminar los caminos que hay que recorrer, con una Iglesia más creíble, para poder ser «discípulos y misioneros», como Aparecida nos recuerda en su convocatoria.

Desde el principio, por su forma de construcción, el libro me evocó una pintura impresionista. Un estilo que, más que reproducir, sugiere. La relación entre las pinceladas, que elabora el observador, va cobrando una forma novedosa y única. Los ojos que contemplan el cuadro, visto desde la distancia necesaria, aportan algo personal al conjunto. Trasladado al campo que nos ocupa, la lectura de estas experiencias diversas deja sin duda un espacio personal al lector para que, contrastando con su experiencia y dejándose iluminar por el Espíritu que planea sobre las aguas de nuestra vida, encuentre sus propios ecos. No se trata de sacar conclusiones de antemano sin antes ver con amplitud y serenidad.

Siempre me ha parecido triste asistir a una reunión, en cualquier ámbito, incluso en los llamados progresistas, y encontrarme con un documento final prácticamente ya elaborado. Lo contrario de lo que aprendimos en la Juventud Obrera Cristiana (JOC). O si quieren, con un enfoque más amplio, de los grupos freirianos de educación popular, donde me inspiré en mi adolescencia y juventud. Algunos comprendimos enseguida que Aparecida era un hito, un acontecimiento; porque allí sí que hubo una construcción colectiva —no predeterminada— de conocimiento, reflexión y disposición a la colaboración. Así cobra un sentido especial que este libro sobre Aparecida se haga con diferentes aportaciones, incluyendo teólogos, laicos, mujeres, varones, obispos, religiosos, indígenas, afroamericanos… con lo que se intenta reflejar los diferentes ecos que resonaron en aquel escenario y construir, así, un sistema de relaciones a partir de diversos elementos.

Por otro lado, las aportaciones de este libro se hallan muy lejos de una mirada autorreferencial. Nos hablan de distintas personas, de diferentes colectivos, de comunidades vivas, de centros de formación, de jerarquías de servicio, de apuestas y esperanzas, de respuestas —desde el Evangelio— que se vinculan e incrementan su luz con otras que vienen de lugares distantes, surgidas con el caminar de un pueblo. Su lectura nos puede evocar algo no escrito de antemano. Es un proceso interrelacional que nos invita a la contemplación y, desde ahí, a la conversión. Una contemplación en la que el referente no es un sagrario de oro, sino sagrarios vivos que representan los rostros de los hermanos y hermanas; expresiones vitales de las identidades y pertenencias múltiples que cada uno llevamos con nosotros; porque se puede ser obispo e indígena, mujer, pobre y afroamericana; joven, campesino y presbítero; cristiano y no católico-romano; religioso y no cristiano. Y esa diversidad de pertenencias gana terreno para el pluralismo y la alteridad que precisamos para convivir y caminar juntos.

APARECIDA, ¿A QUÉ NOS CONVOCA COMO IGLESIA?

Después de leer estos testimonios, uno se pregunta: «¿De quiénes son los rostros que conmueven nuestras entrañas y nos interpelan hoy, en España, o en otros países desarrollados de Europa; caras que van emergiendo, de manera preferencial ante la mirada de Dios, que representa la mirada materna de María en Aparecida?». No se necesita ser un analista sociopolítico, ni un economista, para ver y sentir de cerca a las principales víctimas del abuso, de la rapiña y de la corrupción de un sistema devorador de seres humanos y de recursos. No es necesario serlo para comprobar cómo, incluso en Europa, ciertos países crecen sobre la miseria y la desestructuración social de otros países, incluso del propio continente.

Cuando el libro se estaba gestando, le pregunté a uno de los autores si pensaba que los testimonios sobre esta expresión de una Iglesia local y continental serían útiles para toda la Iglesia universal y, en concreto, para la Iglesia española. Me respondió: «Cuanto más contextual, más universal; porque solo conectando con las personas reales y diversas, con los sufrimientos, los gozos y esperanzas de un pueblo, del que sea, se llega al Pueblo». Habrá líneas generales en la trayectoria de Aparecida que serán válidas para todo el orbe católico y habrá concreciones que nos invitarán a alcanzar nuestras propias concreciones, con los pies en nuestro territorio, con una mirada en el Evangelio, en Jesús de Nazaret, y otra en esa vida que crece, se alimenta, se dignifica, se armoniza, o se degrada, se destruye, se oprime, se aliena… con nuestro concurso o nuestra omisión.

¿Y qué valoración podemos hacer de la acción y la presencia de la Iglesia católica en los diferentes lugares en los que estamos? ¿Cómo camina, desde su propia identidad y desde sus raíces, con otras Iglesias cristianas, con otras religiones, con hombres y mujeres apasionados y entregados por la Vida en abundancia para todos y todas en el planeta, en el cosmos? La Iglesia tiene que optar, como institución visible y como comunidad viva. No puede servir a dos amos. Como tampoco podemos hacerlo nosotros, como cristianos y seres humanos. Hay, efectivamente, desde el Concilio Vaticano II —y se retoma en Aparecida—, un discurso eclesial de buena voluntad y compromiso en esta dirección liberadora. Sin embargo, la buena voluntad no es suficiente. Como Iglesia, queriendo hacer el bien y construir la paz, en ocasiones hemos generado guerra. Queriendo salvar, hemos condenado. Queriendo unir, hemos dividido. Queriendo humanizar, hemos deshumanizado y enajenado. Sin ocasionarla directamente, por omisión o ignorancia, muchas veces hemos caído en la complicidad. La historia muestra las terribles consecuencias de los fundamentalismos, de la corrupción y del silencio cómplice, también en el seno de la Iglesia católica, cuando se aleja del único Señor al que le debe adhesión incondicional; cuando, contrariamente a su vocación, se representa más a sí misma como institución de poder y menos al Cuerpo de Cristo del que nos habla Pablo.

Al mismo tiempo, tenemos ejemplos positivos de construcción eclesial desde la Buena Noticia del Evangelio, de pacificación, de dar las vidas por la Vida, dejando trocitos de piel, o toda la piel, en el empeño; y ganando, a cambio, la caricia del gozo en el rostro liberado del hermano, de la hermana. La historia de la Iglesia y, dentro de ella, la historia de los concilios, nos muestra que somos capaces de dividirnos en posiciones encontradas a priori, ideologizadas de manera abstracta y desconectada de la realidad; pero también nos muestra que sabemos encontrarnos y colaborar ante retos pastorales, desde una espiritualidad de comunión, dejando el ego a un lado.

Porque los desafíos que la vida nos presenta, si estamos atentos y somos fieles al Evangelio, nos inducen a colaborar desde nuestra misión común; nos obligan a buscar un punto exterior a esos lugares fijos a los que nos anclamos, desde los que no es posible ninguna colaboración, porque el adversario parece mi enemigo. Y no solo a nivel personal, sino que nos consideramos unos a otros como una amenaza que identificamos —en un pobre y mezquino reduccionismo— con la Iglesia de Jesús. Incluso queriendo ser fieles a una tradición católica romana, no hay que olvidar que esta engancha con una tradición mayor que las pequeñas tradiciones que nos han dividido; y esta conciencia nos lleva a remontarnos a la primitiva Iglesia. Esta gran tradición es la única que nos puede ayudar a responder a la llamada de Cristo a la unidad mayor, a que «todos seamos uno».

Otro recuerdo, que se señala también en esta experiencia de Aparecida, es ver cómo, a través de la historia, la Iglesia puede convertirse en agente liberador, combinar la mística y la profecía. La palabra salvífica solo puede emerger del silencio. Y este silencio, en el «monte», que nos conduce de nuevo al «camino», a donde están los «otros», acompañados de la misericordia, permitirá oír el grito auténtico, no ideologizado ni manipulado, que brota donde la vida clama; un grito que nos envolverá ya siempre, para caminar juntos en un proceso de liberación de todas las relaciones opresoras y destructivas.





NOTAS INTRODUCCIÓN


1. El método ver-juzgar-actuar se remonta al método de revisión de vida, surgido en el seno de la Juventud Obrera Católica (JOC) que animaba el padre Joseph Cardijn en la década del treinta del siglo pasado. Posteriormente, la revisión de vida fue asumida por la Acción Católica. Se trataba de una metodología para la acción transformadora de los cristianos en sus ambientes, se partía de realidades concretas y se invitaba a los sujetos a reflexionar sobre ellas. Este método se ve reforzado por la aportación de teólogos como Chenu y Gustave Thills, quienes, mientras preparaban el ambiente del Concilio Vaticano II, ayudaron a conectar la fe con el análisis de la experiencia. Juan XXIII también lo valora en Mater et Magistra. A partir de su uso en las Conferencias de Puebla y Medellín se adopta como método latinoamericano, con una significación renovada y contextualizada, a la luz de la teología de los «signos de los tiempos». El momento de ver sitúa la atención en la historia como lugar teológico que permite discernir el significado actual de la revelación y de la fe. El criterio del segundo momento, juzgar, consiste en iluminar lo que se ha visto a la luz de la Palabra revelada, la cual permite comprender mejor la historia; y, simultáneamente, ayuda a que la Palabra sea también mejor comprendida desde el impacto de la realidad concreta. Actualizada esa revelación gracias a la historia, el magisterio orienta la respuesta de la fe, hoy y aquí, que se traduce en el compromiso de actuar. Una de las causas principales del valor que se le concede a este método y de su extensión fue que consistía en un método inductivo que partía de la situación y la experiencia del propio sujeto, alejándose de los métodos tradicionales que deducían, de ideas generales y universales, lo que se debía hacer. Conecta fuertemente con la metodología de la educación popular: tiene un gran énfasis participativo y acogedor de distintas voces, lo que propicia aunar visión y juicio y actuar en consecuencia y coherentemente de forma personal y colectiva.